Sin necesidad de palabras
Diego deja escapar un suspiro escandaloso.
—Eso también fue planeado con alevosía y ventaja —asegura la abogada.
—¿De qué me perdí? —pregunta Martín—. Hay una historia con esa canción, ¿verdad?
Andrea asiente.
—Es la canción con la que casi se besaron en la secundaria —interrumpe Diego—. Para ser, supuestamente, el más interesado en esta crónica, me sorprende que se te olviden detalles así de importantes.
—Mi memoria ya no es lo que solía ser —dice Martín, encogiéndose de hombros—. ¿Vane tú sabías de esa canción?
—¡Claro! —responde Vanesa, casi ofendida con el tono de duda en la voz de Martín.
—Bueno, no importa —asegura él—. ¿Qué pasó después?
—Lo lamento mucho pero no puedo narrarles lo que sucedió el resto de esa noche —responde Andrea, haciendo una mueca y encogiendo los hombros—. Van a tener que usar la imaginación para rellenar los espacios en blanco.
Martín se queja. Diego responde que hay un cierto grado de privacidad necesario para conservar el romanticismo. Vanesa es la única que sonríe porque ella sabe la historia completa. Sabe que Fabiola y Andrea se hicieron el amor hasta que salió el sol; que comenzaron en el sofá y terminaron en la cama, pasando momentáneamente por la ducha, después de haber tenido un pequeño accidente con el vino tinto.
—Bueno, ya está —dice Martín, fingiéndose ofendido—. Si te niegas a contarnos la mejor parte de la historia, por lo menos no nos dejes así. ¿Qué pasó después?
—En algún momento de la mañana, cuando el sol ya llevaba un rato de haber salido, nos quedamos dormidas —responde Andrea.
—¡Ah la maravilla de tener treinta años y aguantar sesiones maratónicas... y los desvelos que vienen con ellas! —interrumpe Diego, sonriendo; recordando.
Vanesa lo mira con ojos de pistola. Él gesticula como si tuviera una cremallera sobre la boca y la estuviera cerrando.
«Cuando me desperté solamente podía sentir dos cosas: un hambre descomunal y pánico. Cada vez que Fabiola se había marchado de mi vida, se había llevado un pedazo de mi corazón.
Y a esas alturas ya no quedaba nada más que pudiera llevarse.
No había modo de que sobreviviera a perderla una vez más. Así que me quedé quieta, contemplando el techo mientras consideraba seriamente salir huyendo antes de que lo hiciera ella.
Estaba sopesando mis opciones cuando Fabiola se despertó.
—Buenos días —dijo con alegría, el color miel de sus ojos brillaba.
—Hola —respondí, intentando suavizar mi voz y fingir que todo estaba bien.
Fabiola se frotó los párpados y luego se incorporó un poco para poder interrogarme con la mirada.
—¿Qué tienes? —preguntó después de un momento de escudriñarme cuidadosamente.
—Un poco de cruda moral —confesé—. Me emocionó tanto estar contigo, que olvidé preguntar cuánto tiempo ibas a quedarte.
Fabiola se dejó caer sobre la cama, riendo.
—¿Estás así porque crees que me voy a ir? —preguntó, con la cara enterrada entre las almohadas.
No respondí. No me parecía gracioso.
—No me voy a ir a ningún lado, Andy —aseguró, rodando sobre un lado de su cuerpo—. Estoy aquí para quedarme.
Estoy segura de que mi escepticismo fue bastante evidente porque podía sentir mi rostro completamente contraído. Estaba escuchando palabras bonitas que no podían ser ciertas.
—¿Recuerdas que Alessio dijo que me esperaba el lunes en la oficina? —preguntó Fabiola.
Asentí. El nombre no me decía nada, pero recordaba que eran las palabras que le había dicho el hombre cincuentón antes de marcharse.
—El lunes comienzo a trabajar en su empresa. Tengo un contrato de dos años con él.
Mi corazón, que tiene esta horrible costumbre de adelantarse a los hechos, comenzó a acelerarse sin permiso. Mi fachada, sin embargo, permaneció serena.
—Hace mucho te prometí que iba a estar contigo sin importar a dónde te fueras —aseguró—. Me tomó ocho años, pero lo logré.
Mi estómago tronó de hambre, interrumpiendo la alegría en el rostro de Fabiola. Ambas nos reímos, ella tomó el teléfono y ordenó servicio a la habitación en un italiano bastante fluido.
Mientras desayunábamos me contó cosas que yo solamente sabía por fragmentos: como que esos dos años que pasó en la Ciudad de México estuvo trabajando para una empresa internacional que tenía nexos con Italia.»
~
Andrea hace una pausa para probar uno de los postres.
—Sí mal no recuerdo, propuso un proyecto que se haría en Roma, pensando que la mandarían para coordinarlo cuando se concretara —dice Diego, metiéndose una cucharada de postre a la boca.
—Pero le dieron ese puesto a un chavillo sin experiencia, ¿no? —pregunta Martín.
—El ahijado del dueño de la empresa —responde Vanesa, asintiendo.
—Exacto —dice Andrea—. Así que Fabiola terminó por pedirle trabajo directamente a ese señor que yo había conocido la noche anterior: Alessio, que era dueño de una de las empresas con las que tuvo contacto constante durante esos dos años.
~
«—¿Así que estás enamoradísima de mí? —Le pregunté, jugando, cuando terminó de contarme las peripecias que había pasado para lograr mudarse a Roma.
—¿Qué te hace pensar eso? —respondió, riéndose.
—Que invertiste dos años de tu vida en encontrar un trabajo aquí —contesté.
—Y hubiera invertido todos los que fueran necesarios —respondió ella, mirándome con una ternura que juraba amor infinito.
Yo no podía creer lo que escuchaba y lo que veía. Fabiola, mi amor platónico, ahí frente a mí, mirándome como si fuera lo más hermoso que hubiera visto en su vida.
—¿Por qué nunca me contaste tus planes? —Le pregunté.
—Te puedo dar tantas razones, amor mío —respondió.
Mis piernas temblaron nuevamente.
—Te prometí tantas cosas que no pude cumplir; que ya no quería hablarte sobre mis planes cuando estaban tan lejos de concretarse. Además, estabas en una relación... y cuando terminaste esa, comenzaste otra —Fabiola se encogió de hombros—. Yo quería estar aquí, aún si eso significaba ser solamente tu amiga. No me importaba esperarte por años. Te iba a dar todo el tiempo que necesitaras para descubrir que soy el amor de tu vida —sonrió, me guiñó un ojo, me mandó un beso volado.
Me sentí derretir.
—No necesitaba descubrirlo —Le confesé.
En ese instante comprendí algo que no había querido aceptar en su momento, así que seguí hablando.
—Lo he sabido siempre, incluso mientras te acusaba de narcisista, sabía que eras el amor de mi vida.
Y entonces pude notar que mis palabras le ocasionaban las mismas reacciones que las suyas a mí: se sonrojó y se puso tan nerviosa, que casi se le cayó el tenedor de la mano.
—Hay una razón más por la cual no te conté —dijo.
—¿Ajá?
—Quería hacer un «gran acto de romanticismo»... como en las comedias románticas gringas que tanto te gustan: y aparecerme en Roma de sorpresa para reconquistarte —Entonces se puso de pie para ir a su maleta.
Repasé rápidamente algunas de mis escenas románticas favoritas: cuando Michael se lanza al mar para nadar detrás del barco en el que Toni se está yendo en «Admiradora secreta». Cuando Edward consigue los narcisos de 5 estados a la redonda para Sandra en «El gran pez». Y por supuesto, cuando Idgie mete la mano en un panal de abejas para conseguir miel para Ruth en «Tomates verdes fritos».
—Lo lograste —Le aseguré—. Oficialmente me siento en una comedia romántica en este momento.
Cuando regresó, sostenía entre sus manos una pulsera de amistad casi idéntica a la que me había hecho cuando éramos unas niñas; y en los ojos, esa mirada cargada de amor.
Se sentó a mi lado y entonces noté que le temblaban las manos.
—Andy, cada día que he pasado lejos de ti ha sido como vivir a la mitad: sin la mitad de mi alma, con la mitad de mi mente en donde sea que estás tú —Hizo una pausa y respiró profundamente.
Yo no terminaba de entender por qué tanta solemnidad para entregarme una pulsera.
—Y no quiero desperdiciar ni un día más así —dijo—. ¿Aceptarías casarte conmigo?»
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