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Andrea le da algunas vueltas al tema antes de admitir que ha estado leyendo los diarios de su abuela. El rostro de Vanesa se ilumina de la misma manera que cuando eran adolescentes y encontraban un tema de interés común.

—¡Cuéntame! —Le pide, emocionada.

Andrea pone a su amiga al corriente de lo que ha descubierto, desde el compromiso obligado de la abuela Minerva con Clemente, pasando por su aventura con don Ignacio, hasta llegar a los primeros meses de vida de Mauricio.

—Eso explica tantas cosas sobre tu abuela —dice Vanesa, regresando a la actitud que corresponde a la adulta en la que se ha convertido: seria, profesional, indagadora de motivos ulteriores.

—Sí, esa es la opinión general el día de hoy —responde Andrea.

—Si hubiéramos sabido aunque sea una fracción de lo que sufrió, le hubiéramos juzgado con más candidez.

—¿De verdad? —Andrea frunce el ceño, mirando a su amiga con cierto grado de escepticismo—. Porque éramos adolescentes y la naturaleza de esa edad es tener los sentimientos a flor de piel y extrapolar hasta las cosas más insignificantes a escalas de la tercera guerra mundial.

Vanesa está a punto de responder pero se detiene. Luego niega con la cabeza.

—Pero no éramos unas adolescentes irracionales. No estábamos tan descarriadas como te encanta pensar —Rodeando la mesa, Vanesa abre varios de los diarios al azar—. ¿Puedo? —pregunta, levantando uno de ellos.

Andrea le hace una señal aprobatoria con la mano.

Vanesa hojea el cuaderno, avanzando con bastante rapidez entre una página y otra, hasta que algo llama su atención.

2 de junio de 1964

Don Luis Fernando lleva varias semanas insistiendo en que salga con él a cenar. Por mucho que le insisto en que no soy una niña y que sé muy bien que «cenar» no es lo único que quiere conmigo, él no quita el dedo del renglón. Por lo menos Ignacio era romántico, pero este señor no tiene elegancia ni gracia. Lo que tiene es mucho dinero, mucho descaro y muchas ganas de ponerle el cuerno a su esposa.

~

Andrea niega con la cabeza —Ay, abuela... ¿qué hiciste?

—Una cosa es segura —dice Vanesa—. Tus tíos no se hicieron solos en su panza.

Andrea se ríe.

—No hay otra mención del adúltero —Vanesa pasa una página tras otra hasta llegar al final del cuaderno.

—¿Entonces mis tíos sí fueron concebidos por intervención divina? —pregunta Andrea intentando encontrar el cuaderno en el que está la continuación de la historia.

Vanesa también está buscando.

30 de junio de 1965

Ya pasó un año desde que don Luis Fernando me corteja. Anoche, harta de sus invitaciones cada vez más subidas de tono, le dije que por favor me dejara en paz, que tengo un hijo de 10 años que es mi prioridad.

Entonces me dijo algo que nunca pensé escuchar de ningún hombre: «Si me aceptas, le doy mi apellido a Mauricio».

Estoy curada de espanto cuando se trata de hombres casados, pero no puedo negar que la idea de que Mauricio tenga su apellido es muy tentadora. Mi pobre hijo regresa de la escuela llorando casi todos los días porque los demás niños le llaman «bastardo», como si fuera su culpa que su madre lo haya tenido fuera del matrimonio.

Si está en mis manos aliviar esa pena ¿no es mi deber de madre hacerlo?

~

Vanesa levanta la cara para mirar a Andrea.

—Sigue leyendo —pide ella.

—Problemas económicos —Vanesa pasa una página tras otra, intentando encontrar más sobre don Luis Fernando—. La salud, cada vez más precaria de tu bisabuela, tu papá tuvo neumonía y les puso un susto marca diablo —Vanesa vuelve a emocionarse—. Aquí hay algo más.

10 de diciembre de 1965

Luis Fernando cumplió su palabra. Ayer fuimos a terminar el papeleo y ahora Mauricio se apellida Vargas García, no únicamente García. Este es un regalo que nunca soñé poder darle a mi hijo.

~

8 de marzo de 1966

Estoy embarazada.

~

15 de marzo de 1966

Hoy le dije a Luis Fernando que estoy embarazada. Me moría de miedo de decírselo después de lo que pasó con Ignacio cuando me embaracé de Mauricio.

A diferencia de Ignacio, Luis Fernando se puso contento al escuchar esas palabras. Dijo que lo teníamos que celebrar y luego me llevó al banco para abrir una cuenta a mi nombre. Me aseguró que a nuestro hijo no le iba a faltar nada, pero ese cuento ya me lo sé muy bien, y hasta no ver, no creer.

~

Muchas veces me pregunté por qué había once años de diferencia entre mi papá y mi tía Landy —dice Andrea, con la mirada paseando sobre las portadas de los cuadernos—. Sospechaba que eran de distintos papás, por fragmentos de conversaciones que llegué a escuchar, pero nunca supe nada de esto.

El tono del celular de Vanesa interrumpe la conversación. Ella mira la pantalla.

—No puedo ignorar esta llamada, es mi asistente.

—No te preocupes —responde Andrea.

Vanesa contesta y comienza a caminar hacia la sala para tener un poco de privacidad. Andrea logra escuchar solamente algunas palabras de la conversación, lo suficiente para adivinar que su amiga está trabajando en un caso muy importante.

Cuando Vanesa regresa a la cocina, su fachada profesional sigue encendida.

—Necesito ir a la oficina a recoger unos papeles —Comienza a decir—. ¿Quieres venir conmigo?

—Me queda una más por terminar —responde Andrea, señalando su caja—. Ve a hacer tus cosas y te alcanzo en el restaurante a las ocho.

—Puedo regresar por ti —ofrece su amiga.

—No quiero que des dos vueltas. Me iría contigo ahora, pero necesito terminar antes de que Landy y Pascual vengan y tiren todo lo que encuentren.

—¿Qué vas a hacer con los diarios?

—No lo sé... no puedo llevármelos, pero tampoco quiero dejarlos a merced de mis tíos.

—Si decides conservarlos, te los guardo en la sección de archivo muerto de la oficina. Ahí nadie va a tocarlos.

Andrea asiente, dudosa, consciente de que los diarios carecen de importancia y que su amiga está siendo extremadamente generosa al ofrecer guardarlos por tiempo indefinido.

—Gracias. Voy a revisarlos un poco más y te digo en la noche.

—Piénsalo, no me cuesta nada tenerlos ahí hasta que decidas qué hacer con ellos. Ya me voy, nos vemos en el restaurante —Vanesa se da vuelta para marcharse y luego se regresa sobre sus pasos—. Llámame si quieres que venga por ti.

—Gracias, pero ya te dije que no. Vete, que tienes cosas importantes qué hacer —dice Andrea, empujándola suavemente en dirección a la puerta principal para apresurarla.

En las siguientes entradas del diario, Andrea descubre que a pesar de las carencias de don Luis Fernando en los departamentos de romance y elegancia, había resultado ser un hombre de palabra, e irónicamente, un hombre de familia, por eso aunque tenía varias, las tenía muy bien atendidas.

Durante su embarazo, la abuela Minerva tuvo acceso a los mejores especialistas de Mérida, pero además, don Luis Fernando se había encargado de que la bisabuela y Mauricio fueran atendidos de sus respectivos males.

El día en que nació Landy, don Luis Fernando estuvo en el hospital, cada una de las 8 horas que la abuela Minerva estuvo en labor de parto y no se marchó hasta que tuvo oportunidad de sostener a su hija en sus brazos.

Seis años más tarde, la abuela tuvo a Pascual y una vez mas, don Luis Fernando, reaccionó como el hombre más feliz del planeta al ver a su hijo por primera vez.

Cuando Pascual tenía unos meses de nacido, don Luis Fernando le dijo a la abuela Minerva que le tenía una sorpresa. Les había comprado una casa. «Mi hija, que está hermosa, se encontrará un buen hombre que le dé todo lo que necesite», había dicho el señor, que por los cálculos de Andrea, ya rondaba por los sesenta-y-tantos años de edad. «Así que esta casa es para que la herede mi hijo, para que tenga un patrimonio que ofrecerle a su familia. La puse a tu nombre, Minerva, pero en tu testamento quiero que te asegures que se le quede a Pascual».

«Spoiler Alert para la lectura del testamento» dice la voz de su interior al leer esa entrada. Andrea continúa leyendo.

Pascual tenía cinco años de edad cuando don Luis Fernando falleció. En su testamento, les dejó de herencia una cantidad significativa de dinero, lo que le permitió a la abuela Minerva dejar uno de sus dos trabajos. Nunca vivieron con lujos, pero ella, sus tres hijos y la bisabuela, ya no tenían que preocuparse de qué comerían al final de la quincena.

También fue gracias a ese dinero, y a las supremas capacidades administrativas de la abuela Minerva, que sus dos varones pudieron estudiar carreras universitarias y su hija pudo asistir al Instituto de Secretariado.

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Andrea levanta la mirada, intentando imaginar la versión de 36 años de su abuela entrando por primera vez por esa puerta con sus tres hijos, uno de ellos en brazos, una hija de 6 años y otro de 17. «Mi papá casi se hizo adulto antes de tener un techo seguro bajo el cual vivir», piensa, sintiendo tristeza al darse cuenta que en comparación con él, ella tuvo una vida bastante privilegiada.

Andrea continúa leyendo, pero en la últimas entradas del año 1979, la abuela habla únicamente del estado de salud de la bisabuela, que había ido empeorando.

28 de agosto de 1979

Mi mamá llevaba semanas pidiéndome un helado de nance... eso era lo único que tenía antojo de comer. Y yo todos los días le decía que mañana. Hace dos noches, estábamos sentadas en la terraza tomando el fresco y me lo volvió a decir. Le contesté: «mañana, si ya te sientes mejor, te compro tu helado», y entré para colgar su hamaca, segura de que al día siguiente no estaría mejor y no le compraría su helado.

Cuando regresé a avisarle que ya estaba lista su hamaca, la encontré quietecita. Al principio pensé que se había quedado dormida, pero cuando quise despertarla, no pude.

Mi mamá se murió con un antojo que no le cumplí.

~

Las siguientes páginas del cuaderno están en blanco. La abuela Minerva no escribió más el resto de ese año.

«¿Es una basurita eso que se te metió en el ojo?», pregunta la voz de su interior, burlona. Andrea se aclara la garganta, parpadea varias veces, se yergue.

«Hora de revisar mi última caja y dejar estos diarios nuevamente», piensa.

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