Plato de segunda mesa
Andrea se va a la sala para colocar la hoja vieja dentro de su álbum de fotos. Luego regresa a la cocina para tirar a la basura las cosas que carecen de valor sentimental: tres abanicos rígidos de plástico con el logo, nombre y dirección de una zapatería, que ella, Mabel y Vanesa aceptaron en un día muy caluroso mientras caminaban por el centro; varios disquetes de tres pulgadas y media en los que había guardado celosamente sus proyectos de la carrera; el traductor electrónico «Franklin Larousse» que le ayudó en la ardua tarea de pasar a español la letra de sus canciones favoritas; una colección de bolígrafos de tinta de gel de varios colores; un anillo que en teoría debería cambiar de color de acuerdo al humor de su portador.
Mientras está dentro de la caja, el anillo tiene color verde, cuando Andrea se lo pone, el interior cambia a color ámbar.
«Ni siquiera recuerdas qué se supone que significan los colores», dice la voz de su interior. Andrea se quita el anillo, recoge los abanicos, los disquetes, el traductor y todos los bolígrafos de gel, para echarlos dentro de la bolsa de basura.
Andrea frunce el ceño al encontrar un pequeño contenedor de plástico que tiene la imagen de la Virgen de Guadalupe en la tapa. «¿Y esto?», se pregunta, porque ni ella ni la abuela solían tener símbolos religiosos en la casa. Al abrirlo, descubre que adentro hay un rosario. Entonces recuerda en dónde lo obtuvo y por qué decidió conservarlo.
Era la tarde del último sábado de octubre del año 1999 y estaba en su casa en lugar de haber salido con Mabel, Vanesa o Fabiola porque el proyecto que tendría que entregar el siguiente lunes para su clase de «Estadística para Arqueólogos» le estaba costando mucho trabajo.
La abuela Minerva sonaba consternada mientras hablaba por teléfono, pero Andrea, que estaba instalada en el comedor con sus libros, su libreta y una máquina de escribir eléctrica, no le prestó atención a la conversación.
Después de regresar el auricular a su base, la abuela se paró frente a ella. Andrea levantó el rostro para encontrarse una expresión triste y la mano derecha de la abuela sobre su pecho.
Andrea conocía esa pose muy bien.
—¿Qué pasó? —preguntó sin intentar ocultar su preocupación.
—Falleció don Bartolo —respondió la mujer y su voz se escuchó lejana, como si una marea de pensamientos estuviera pasando por su cabeza.
—¿El papá de Ileana? —preguntó Andrea por mero protocolo. Estaba segura de que el papá de Ileana era el único Bartolo que conocía.
La abuela Minerva asintió —Un infarto fulminante —dijo—. Estaba trabajando y se desplomó. Para cuando llegó la ambulancia, ya no había nada qué hacer.
Andrea miró sus libros y las cifras que tenía escritas en su libreta, recordando el día del eclipse y el modo en que don Bartolo le había narrado las leyendas mayas que despertaron su curiosidad por las culturas antiguas.
Lo que tenía enfrente era el resultado de ese día.
—Al rato es el velorio y en la mañana es el entierro —dijo la abuela.
—¿Nos vamos en camión o pido un taxi? —preguntó Andrea, poniéndose de pie, recogiendo sus cosas velozmente.
—Landy va a pasar por nosotras porque quiere ir a darle el pésame a Enrique. Pero no se va a quedar, así que nos regresamos solas.
—Está bien —respondió Andrea, llevando sus cosas a su habitación para dejarlas sobre su escritorio.
Llegaron a la funeraria una hora y media más tarde.
Encontraron a doña Yolanda, que se veía tranquila a pesar de estar demacrada y se acercaron a darle el pésame.
La escucharon hablar de lo sorpresivo que había sido, estuvieron de acuerdo con ella cuando habló pestes del servicio de ambulancia del Seguro Social, le desearon pronta resignación y se hicieron a un lado cuando llegó una de las hermanas de don Bartolo, echa un mar de llanto, a abrazarla.
La abuela Minerva miro alrededor y encontró rápidamente el rincón perfecto para ir a refugiarse. Era una mesa en la que se encontraban varios vecinos platicando, comiendo pan y tomando café. Entre ellos estaban: doña Effie, doña Eulalia y don Darvelio... los tres que años más tarde asistirían a su funeral. Cuando la abuela se acercó, don Darvelio se puso de pie rápidamente para ofrecerle su silla.
—Siéntese, doña Mine —dijo el señor—. Ahorita le traigo un pan y una taza de café.
Landy no tardó en encontrar a Enrique, que estaba con su esposa y su hijo de, aproximadamente, un año de edad. El niño no entendía nada de lo que estaba sucediendo, por lo que solamente quería correr y jugar.
Andrea se quedó unos pasos atrás de su tía, esperando su turno para poder abrazar a Enrique y saludar a su esposa.
Andrea se desconectó de la conversación de su tía con Enrique, mirando en todas direcciones para tratar de dar con Ileana, pero su amiga no parecía estar ahí.
Se disculpó y decidió ir a echar un vistazo en el interior de la sala del velatorio, pero ahí solamente encontró a algunos familiares del difunto, rezando y llorando. Andrea sintió una punzada en el pecho y el impulso de acercarse al féretro para despedirse de don Bartolo.
«Regresa más tarde», dijo la voz de su interior. «Sus familiares necesitan un poco de privacidad».
Andrea se retiró, intentando no hacer ruido. Recorrió el resto de la funeraria de un extremo al otro. Cuando estaba en su segunda vuelta, vio que Landy se acercó a la mesa en la que estaba la abuela Minerva, habló con ella brevemente, le dejó un poco de dinero y se marchó.
Andrea continuó su búsqueda, pero a la tercera vuelta se rindió y decidió salir a la acera a tomar un poco de aire fresco. No quería ser insensible, pero fuera de doña Yolanda, Ileana y Enrique, no le interesaba darle el pésame a nadie más.
En la acera se encontraban varios grupos de señores que contaban historias sobre don Bartolo mientras fumaban, bebían y reían.
Andrea caminó de largo hasta alcanzar el borde de la acera y se sentó. Ésta no era una pérdida ni remotamente comparable a la de sus padres, pero, casi sin querer, don Bartolo se había convertido en una figura paterna durante su niñez.
Él le había enseñado muchas cosas por las que nunca alcanzó a agradecerle: el interés por los mayas era la principal, pero también había sido él quien le había enseñado a jugar al trompo, las canicas y a la kimbomba; había sido él quien les enseñó a ella y a Ileana cómo construir y hacer volar una cometa; había sido él quien las llevó a su primer y único partido de béisbol, y también quien les enseñó a probar cualquier cosa de comer sin discriminar por apariencia.
Gracias a don Bartolo, Andrea había probado carne de culebra, de cocodrilo, de armadillo, de caballo y hasta de rata de monte.
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«Don Bartolo se volvería a morir si supiera que ahora, de adulta, eres vegetariana», dice la voz de su interior. Andrea deja el rosario sobre la mesa. Interrumpe su lista de canciones de trova y pone una de José Luis Perales, que era el cantante favorito de don Bartolo; siempre que él y doña Yolanda estaban trabajando en el taller, había algún disco de él sonando.
«Un velero llamado libertad» comienza y Andrea vuelve a sentir ese pesar en el pecho.
«Eres el colmo», dice la voz de su interior: «te estruja más el corazón pensar en don Bartolo, que falleció hace más de dos décadas, que la reciente muerte de tu abuela».
Andrea llevaba un rato sentada en la acera cuando una figura llamó su atención. Era una chica con vestimenta punk, el cabello muy corto, parado en punta. Tenía un piercing en la ceja y media docena más en la oreja. Estaba sentada a unos 30 metros de ella, fumando, y se notaba a leguas que estaba muy concentrada en sus propios pensamientos.
Andrea se puso de pie para acercarse y sentarse a su lado.
—Te he estado buscando. Hasta pensé que no estabas aquí.
—Estuve a nada de irme —contestó Ileana—. Eso de allá adentro es un circo. Lo lloran, le rezan, cuentan historias en las que queda como un maldito héroe.
—Tenía muchos amigos —dijo Andrea—, era una persona con mucho carisma.
—¿Sabías que tenía otra familia? —Ileana soltó una bocanada de humo—. Tiene una hija mayor que yo y un muchacho como dos años menor.
Andrea guardó silencio, meneando la cabeza de un lado a otro.
—Ninguna de estas personas lo conoció de verdad. Nadie sabe cuánto hizo sufrir a mi mamá, todo el daño que le hizo a Quique, ni tampoco que me corrió de la casa y llevo años viviendo con mi tía Adela.
Andrea quería consolarla pero no sabía cómo, así que optó por quedarse callada y escuchar.
Ileana le contó a detalle cómo fue que su mamá descubrió el asunto de la otra familia. Le dijo sobre los problemas que tuvieron Enrique y su papá por años y también el modo en que la trató a ella cuando salió del clóset.
Después, le contó muchas otras cosas que Andrea nunca sospechó de ese hombre que tenía en tan buen concepto.
Un par de horas más tarde, cuando Ileana se había agotado de desmenuzar un mal recuerdo tras otro, comenzó a narrarle las cosas buenas que había hecho su papá antes de caerse del pedestal en el cual lo tuvo por quince años.
La actitud de su amiga pasó del rencor a la nostalgia. Andrea había vivido con ella algunas de esas historias, así que contribuía con detalles que Ileana no recordaba.
Casi sin darse cuenta, terminaron riendo y contando historias igual de divertidas que las que habían escuchado de los amigos y conocidos de don Bartolo.
—Hacía mucho que no pensaba en su lado bueno, en esa parte de él que quise tanto —dijo Ileana y su voz se quebró.
Ileana suspiró, intentando recuperar la frialdad que iba de acuerdo con la fachada dura que había construido con tanto ahínco por años, pero no lo logró.
Cuando por fin se permitió llorar, lo hizo por largo rato. Andrea la abrazó sin pronunciar palabra.
—Voy a traerte café y pan —dijo Andrea, cuando su amiga se calmó.
—¿Un cuello? —preguntaron las dos al mismo tiempo.
Se rieron. Había cosas que no cambiaban sin importar cuánto tiempo pasara.
—Te extrañé mucho —dijo Andrea cuando regresó para sentarse al lado de su amiga y entregarle las cosas que le había traído.
Ileana asintió. Le dio las gracias por las cosas y se quedó callada.
—¿Podemos volver a ser amigas? —preguntó Andrea.
Ileana bebió un poco de café —¿Sigue Fabiola en tu vida? —preguntó sin mirarla.
Andrea no respondió, la pregunta la había agarrado desprevenida.
—Te agradezco mucho que estés aquí. Te agradezco que me hayas escuchado y consolado, Andy —dijo Ileana, dejando el vaso desechable sobre la acera en el espacio que había entre ellas dos—. Pero perteneces al mismo lugar en el que viven los buenos recuerdos de mi papá. Sacarte de mi vida es una de las decisiones más sanas que he tomado y no me arrepiento.
Andrea asintió, mirando dentro de su vaso desechable de café, que ya estaba medio vacío.
—Después del entierro espero nunca volver a verte —remató Ileana.
Se quedaron ahí, bebiendo y comiendo en silencio, hasta que Enrique se acercó para hablar con su hermana. Andrea se puso de pie, se disculpó y regresó al interior de la funeraria.
Por la mañana, después del entierro, la abuela Minerva y Andrea se alejaron lentamente del cementerio en dirección a la parada del autobús que las llevaría al centro, en donde tomarían otro para ir de regreso a casa.
Bajo el sol inclemente de las diez de la mañana, ambas hubieran jurado que llevaban días atravesando el desierto.
—¿Platicaste con Ileana? —preguntó la abuela Minerva, dejando escapar quejidos de cansancio—. ¿Van a volver a ser amigas?
—No —respondió Andrea, con la mirada clavada en la parada del autobús, que parecía alejarse con cada paso que daban—. Ileana no me quiere en su vida —dijo sin percatarse de que había sido en voz alta.
—No la puedo culpar —respondió la abuela, buscando algo dentro de su bolso—. A nadie le gusta ser plato de segunda mesa.
Andrea no dijo palabra, pero sospechaba que su rostro delataba su nivel de confusión.
—Esa pobre niña siempre fue tu premio de consolación —La abuela sacó un abanico plegable de su bolso y comenzó a echarse aire con movimientos rápidos de su muñeca—. Todo era «Ileana por aquí, Ileana por allá», hasta que llegaba Fabiola. Cuando Fabiola hacía acto de presencia, se te olvidaba el mundo... y hasta el día de hoy eso no ha cambiado.
Andrea no supo qué decir. ¿Había sido su adoración por Fabiola tan evidente?
—No es que tenga nada de malo —continuó la abuela, buscando nuevamente dentro de su bolso—. A Fabiola igual se le olvida todo cuando estás con ella y sé muy bien que esa niña haría cualquier cosa por ti —Sacó un chicle y se lo metió a la boca, para luego continuar abanicándose—. Pero tú nunca tuviste que ver la cara de tristeza de Ileana cuando no le hacías caso, cuando no tenías tiempo para ella, cuando te ibas detrás de Fabiola para todos lados.
Andrea bajó la mirada.
—Me daba tanta pena esa niña. Así que me perdonarás mucho, hija —dijo la abuela, pasando de un tono sutil a uno brutalmente honesto—, pero me dio mucho gusto cuando te mandó a la chingada, porque te lo merecías. Y me alegra que no quiera volver a ser tu perrito faldero, porque nadie merece ser la segunda opción de otra persona.
Andrea, que nunca había analizado su comportamiento respecto a Ileana, sintió vergüenza.
Cuando por fin llegaron a la parada del autobús y se refugiaron en la sombra, la abuela Minerva le dio el contenedor de plástico con el rosario adentro.
—Decide tú qué hacer con esto. Fue lo que repartieron de recuerdo del finado, pero ya sabes que a mí no me gustan estas cursilerías religiosas.
Andrea se aferró al contenedor de plástico como si en él pudiera reguardar un fragmento del cariño que alguna vez existió entre Ileana y ella.
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Andrea observa el rosario mientras canta junto con José Luis Perales:
¿Qué pasará mañana cuando te hayas ido?
¿A quién podré contarle que te siento lejos?
Mañana se dormirá el amor
Y guardará sus rosas para cuando brille el sol
A ella tampoco le gustan los objetos religiosos, pero este es el único recuerdo material que tiene de Ileana y de don Bartolo. Niega con la cabeza y regresa a la caja, posponiendo la decisión de qué hacer con el rosario para cuando sea inminente.
Y ahora, un poquito más sobre mi cultura. Por si tenían curiosidad de qué es la Kimbomba ;)
https://youtu.be/Onq7uAZCvRE
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