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Martín, el del secreto

En el fondo de esa primera botella de cerveza, Andrea descubrió que un poquito de alcohol bastaba para distraer a sus inhibiciones y entonces comenzó a hablar con más soltura que nunca.

—Dijo que me llamaría, que nos mandaríamos cartas todos los días, pero al poco tiempo dejó de responderme... y ahora resulta que le llamaba a Martín.

—No sé qué decirte —contestó Diego, que aunque llevaba varias cervezas encima, tenía más tolerancia al alcohol y aún estaba en uso de sus facultades—. Jamás pensé que ya no estuvieras en contacto con ella. Pensé que si alguien tendría noticias suyas, serías tú.

Diego sacó otras dos botellas de la nevera y le dio una a Andrea. Ella bebió su segunda cerveza; quince minutos después, bebió su tercera.

—Vente —dijo Diego, mientras Andrea trabajaba en acabarse su tercera cerveza—, vamos por un poco de aire fresco.

Salieron a la acera y entonces Diego encendió un cigarro.

—¿Me invitas? —preguntó ella.

—¿Alguna vez has fumado? —preguntó él, entregándole el cigarro.

—No —respondió Andrea.

—Entonces ten cuidado —advirtió él—. No le jales mucho, solo un poquito.

Andrea jaló un poco de humo y lo sacó en un instante.

—No es tan difícil —aseguró, rayando en la petulancia.

—Así no va —dijo Diego, estirando la mano para recuperar su cigarro—. Tienes que jalarlo para adentro, sostenerlo y luego sacarlo.

—¿Cómo que para adentro? —preguntó ella.

Diego tomó una bocanada —Así —dijo, reteniendo el humo—, y luego, lo dejas ir —Exhaló y entonces el humo salió por su nariz y su boca al mismo tiempo.

Andrea tomó el cigarro y le dio una bocanada.

—No tanto... poquito... —Quiso detenerla Diego, pero era demasiado tarde.

Andrea comenzó a toser, llamando la atención de los ex-compañeros que estaban en la terraza. En un instante, ya tenía público y todos estaban dándole consejos y técnicas. Varias personas encendieron sus respectivos cigarros y se los compartían mientras le decían qué hacer y ponían a prueba sus nuevos conocimientos.

Karen, otra integrante del grupo de los populares apareció con una bandeja repleta de caballitos con tequila. Cada quien tomó uno, incluida Andrea, que ya no estaba en posesión de un nivel siquiera diminuto de cordura.

En ese momento aparecieron Vanesa y Martín. Vanesa se acercó a su amiga.

—Oye, oye, oye... ¿Estás segura de querer tomarte eso?

—Fabiola le llamaba a Martín hasta hace unos meses... hace más de un año que no contesta mis cartas y nunca me ha llamado, pero le llamaba a Martín —Andrea forzó una sonrisa y luego se empinó el caballito.

Vanesa miró a Martín y éste a su vez le reclamó con la mirada a Diego.

—No es lo que piensas, Andrea —dijo Martín.

Pero eso no la detuvo. El contenido entero del caballito ya iba camino hacia su hígado. Cuando Andrea enderezó la cabeza, se llevó la arrepentida de su vida, un mareo repentino le hizo perder el balance. Y entonces su estómago le comunicó que estaba francamente decepcionado con su comportamiento.

Andrea se colgó de la reja metálica que bordeaba la casa de Martín, se inclinó y comenzó a devolver lo que había estado consumiendo en las últimas horas.

Vanesa y Martín se apresuraron a sostenerla, mientras que algunos de los presentes se reían abiertamente.

—No sean pasados de lanza, cabrones —Los regañó Diego, haciendo uso de su mirada más dura.

—Creo que ya es hora de que nos vayamos —dijo Vanesa, preocupada—. Su abuela la va a matar... y luego me va a matar a mí.

—Espérate, no te vayas —dijo Martín—. Dame chance de ayudarte a que se le baje un poco y luego la llevas a tu casa. Que se quede a dormir contigo.

—Pero si no llega a dormir, le va a ir peor —contestó ella.

—Sí, llévame a tu casa, Vane —intervino Andrea—. No puedo dejar que mi abuela me vea así.

—Cuando lleguen a tu casa, haz que le llame a su abuela y le diga que se va a quedar a dormir contigo —dijo Martín—, pero no la dejes hablar mucho, sino la señora se va a dar cuenta de lo mal que está.

—Está bien —dijo Vanesa, atenta a cada palabra que decía Martín.

Andrea levantó su pulgar, aprobando el plan.

—Diego, ¿qué carajos estabas pensando? —reclamó Martín—. ¿Cómo se te ocurre ponerla así?

Pero Diego no alcanzó a responder, Martín que seguía sosteniendo a Andrea por el brazo izquierdo, le hizo una señal a Vanesa para que entre los dos la metieran a la casa.

Juntos, los tres pasaron por la sala y el comedor, hasta llegar a la puerta que daba al patio, ante las miradas juzgadoras y sorprendidas de los presentes.

«Andrea está borracha». «¿Es Andrea?». «¿Ya viste cómo se puso Andrea?», era lo que los tres escuchaban a su paso.

Una vez en el patio, Martín y Vanesa depositaron a Andrea en una de las sillas. Vanesa se sentó a su lado.

Martín tomó un vaso limpio, exprimió el jugo de un limón, echó una pizca de sal, un poco de agua mineral y muchos hielos.

—No fue su culpa —dijo Andrea, arrastrando sus palabras—. Diego no me emborrachó. Él solamente me ofreció las cervezas... pero yo las acepté con gusto.

—Está bien —dijo Vanesa, asintiendo.

Martín jaló una silla y se sentó al lado de Andrea.

—Tómate un traguito de esto, Andy —dijo él, acercando el vaso a los labios de su ex-compañera—. En un rato te vas a sentir mejor.

Andrea obedeció.

Diego apareció entonces.

—Discúlpame, Andrea, no fue mi intención emborracharte —dijo, y colocó un cigarro entre sus labios.

—No es tu culpa —dijo Andrea mirándolo.

Andrea bebió otro sorbo de la solución que había preparado Martín. Cuando él retiró el vaso, ella lo miró a los ojos.

—¿Está enamorada de ti? ¿Es eso? —preguntó Andrea sin dejar de mirar dentro de los ojos del muchacho, con la esperanza de poder descubrir en ellos si le decía la verdad—. ¿Es tu novia? ¿La quieres?

—No, Andy. Te prometo que no es nada parecido.

—¿Y entonces por qué... por qué te llamaba y a mí no? —reclamó Andrea, al borde de las lágrimas.

—No creo que este sea el momento ni el lugar —intervino Vanesa.

—Estamos hablando de Fabiola, ¿verdad? —dijo Diego.

—Si te quiere a ti, pues ya, me rindo y listo —insistió Andrea, sin hacerle caso ni a Vanesa ni a Diego—. Lo que no entiendo es por qué no me dice nada, simplemente se desaparece sin dar explicaciones.

—Sí, definitivamente estamos hablando de Fabiola —dijo Diego para sí mismo, mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie los estuviera escuchando.

—Andy —Martín le sostuvo la mirada—, si quieres mañana que estés bien hablamos de esto, pero te aseguro que no hay nada entre Fabiola y yo. Somos amigos, eso es todo.

Andrea quería creerle, pero sus palabras no bastaron para explicar el comportamiento de Fabiola.

Martín levantó la cabeza, miró alrededor del mismo modo que lo había hecho Diego, luego la miró a los ojos nuevamente.

—Andy, escúchame —dijo en voz muy baja, apenas audible—: soy gay, ¿okay?

—¿Qué haces, cabrón? —preguntó Diego, nervioso—. No mames, te van a escuchar.

Andrea bajó la mirada. Intentó procesar esa información, pero su mente se sentía lenta, pesada y aturdida. Martín era gay... ¡Martín era gay! Fabiola y él no podían tener nada porque Martín era gay. Y entonces pensó en el corazón de Vanesa.

La miró, su amiga estaba desconcertada pero se mantuvo estoica. Luego miró a Diego.

—Tranquila, lo he sabido desde la secundaria —respondió él.

—Fabiola y Diego son los únicos que lo saben —dijo Martín.

Andrea volvió a mirarlo.

—Pero Fabiola es la única persona que en verdad me comprende —aseguró él.

—No hay pedo, yo estoy pintado nomás —dijo Diego, hablando otra vez para sí mismo.

Andrea asintió. Entendiendo. Fabiola era la única persona que en verdad lo comprendía porque era gay también. ¿Era eso? Estando en sus cinco sentidos hubiera captado todo enseguida, pero no en las condiciones en las que se encontraba en esos momentos.

Carmina, una de las integrantes del antiguo grupo de los populares se acercó a pasos agigantados.

—¿Cómo está la teporochita? ¿Ya se siente mejor?

—Nadie desespere, yo me encargo —dijo Diego, dándose la media vuelta para ir al encuentro de su amiga, con la misión secreta de distraerla y ahuyentarla.

—Gracias, Martín —dijo Andrea, con la mirada clavada en el suelo, avergonzada de haber forzado a Martín a salir del clóset frente a ellas dos—. Por decírmelo. Sé lo difícil que es pronunciar esas palabras frente a otras personas. Vanesa es la única que sabe de mí.

—Tu secreto está a salvo con Diego y conmigo —respondió él, entregándole el vaso, que aún tenía la mitad de la solución salina.

—Y el tuyo con nosotras —intervino Vanesa.

—Cuando lleguen a tu casa, procura que se de un baño con agua fría antes de llamarle a su abuela —dijo Martín poniéndose de pie, mirando a Vanesa. Luego miró a Andrea una vez más—. Andy, el día que quieras salimos a tomarnos un helado y a hablar del tema. Pero ahora tengo que regresar a la fiesta.

Cuando Andrea se acabó el contenido del vaso, se sentía mucho mejor. Todavía estaba un poco mareada y su mente no trabajaba al cien por ciento, pero podía caminar y razonar mejor que treinta minutos atrás.

—¿Nos vamos? —preguntó Vanesa.

Andrea asintió en silencio. Se pusieron de pie y caminaron entre sus ex-compañeros, evitando hasta el más breve contacto visual. Algunos le preguntaron si ya se sentía mejor y ella se limitaba a decir: «Sí, gracias», sin detenerse ni levantar la mirada.

Vanesa ya había encendido el motor cuando unos golpecitos en la ventanilla del volcho las sobresaltaron a ambas. Era Diego.

Andrea comenzó a girar la manivela con todas sus fuerzas para bajar la ventanilla. Diego metió la cabeza en el auto.

—No fue una mala decisión —dijo, sin preámbulos—, el rechazarnos como grupo de convivencia —aclaró—. Salvo Martín y Fabiola, los demás éramos una verdadera lacra que solo quería divertirse. Ninguno de los demás sabe ser un verdadero amigo, nadie sabe escuchar, mucho menos preocuparse por los demás. Tú escogiste muy bien a tus amistades —aseguró, inclinando la cabeza hacia Vanesa—. Vanesa vale el doble que todos nosotros juntos.

Andrea asintió, pero no estaba segura de cómo responder.

—Eso es todo, necesitaba que lo supieras —Luego extendió la mano para entregarle un pedazo de papel—. Este es el teléfono de mi casa, si un día quieren platicar, cualquiera de las dos, úsenlo.

—Gracias —respondieron las dos al mismo tiempo.

Diego sacó la cabeza del auto y dio una palmada sobre el techo del mismo.

—Váyanse con cuidado —dijo y se alejó.

Ellas ondearon las manos en señal de despedida. Vanesa metió primera y tomó camino mientras Andrea subía la ventanilla, usando la poca energía que le quedaba.

Vanesa encendió la radio. El locutor estaba dando la hora, eran las diez de la noche con cincuenta minutos.

«La cosa más bella» de Eros Ramazzotti, comenzó a sonar.

Andrea sintió que el estómago se le revolvía nuevamente al darse cuenta de lo tarde que sería cuando por fin le llamara a su abuela, presintiendo que el regaño que recibiría al día siguiente sería de esos que no se olvidan jamás.

Andrea miró a su amiga, que estaba muy callada y no estaba cantando a coro con Eros.

—Lamento mucho lo de Martín —dijo, bajando el volumen de la canción.

—Está bien —Vanesa de encogió de hombros—. Aunque fuera heterosexual, nunca me hubiera pelado.

—Eso no lo sabes —respondió Andrea con tono juguetón—. A lo mejor le hubieran gustado las cuatro-ojos-sabelotodo.

Vanesa soltó una carcajada; Andrea sonrió. Vanesa subió el volumen a la canción y ambas comenzaron a cantar.

Eran las once y media cuando llegaron a casa de Vanesa. Andrea se sentía mucho mejor, pero siguió las instrucciones de Martín al pie de la letra y decidió ser breve al llamarle a su abuela. La abuela Minerva se escuchaba furiosa, pero no tuvo oportunidad de rebatirle nada.

Al día siguiente, la historía sería muy distinta.

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