Mabel, la trovadora
Andrea y Mabel pasaron un rato sentadas en la acera, platicando y robándose besos en las raras ocasiones en las que la calle quedaba completamente vacía de autos y peatones.
—Lo dirás de broma, pero los famosos locales tienden a ser divas más insufribles que los nacionales —decía Mabel—. Entrevistar a gente del espectáculo fue lo que terminó de matar mis ganas de ser periodista.
El semáforo de la esquina se puso en rojo, obligando a dos autos a detenerse.
—Excepto por los Bichir —interrumpió Andrea, refiriéndose a algo que Mabel había dicho al principio de la conversación.
Un tercer auto, que tenía las ventanillas abajo y su música a todo volumen, se detuvo, quedando justo frente a donde estaban sentadas.
—Exacto —reiteró Mabel—. Ellos son punto y aparte.
—Son las dos de la mañana con quince minutos... —anunció la voz del locutor desde el interior del auto, justo antes de que el semáforo se pusiera en verde y los tres carros continuaran su camino.
—¡En la torre! —dijo Andrea mirando su reloj—. Ya llevamos más de dos horas aquí, Vanesa me va a matar.
—Te prometo que no está aburrida allá adentro —aseguró Mabel, poniéndose de pie tranquilamente.
Andrea la interrogó con la mirada.
—Ya lo verás —aseguró la trovadora, guiñándole un ojo.
Cuando entraron de nuevo al club, «Mal Bicho» de Los Fabulosos Cadillacs estaba sonando. Y entonces Andrea descubrió con gusto, y un poco de sorpresa, que Vanesa estaba bailando con el poeta.
Mabel la tomó de la mano y la condujo hacia la pista. Andrea no opuso resistencia, quería divertirse con Vanesa y con Mabel, ¿y por qué no?, con el poeta también.
Sin embargo su naturaleza probó ser más fuerte que su repentino deseo de ser cool. Una vez estando parada junto a Vanesa en la pista, no supo qué hacer consigo misma.
—Sólo tienes que salir de tu cabeza —Le dijo Mabel al oído—. Lo demás lo hace el cuerpo.
«¡Qué fácil para ti decirlo!», pensó Andrea, moviendo la cabeza de un lado a otro.
Mabel se acercó a ella y le habló al oído nuevamente —Mira con atención a los demás.
Andrea comenzó a examinar los alrededores y entendió sin necesidad de mas explicación. Así como había quienes bailaban muy bien, había quienes solamente brincaban como unos desquiciados; había también, quienes apenas se movían y quienes parecía que iban a desencajarse las caderas de tanta enjundia que le ponían a su meneo.
Había quienes iban con el ritmo y también quienes parecían estar bailando una canción que solamente ellos podían escuchar.
Y entre toda esa gente tan perfecta y maravillosa, Andrea encontró con gran placer, a sus compatriotas provenientes de la Mágica Tierra de los Robots: personas que como ella, carecían por completo de ritmo; jóvenes que oscilaban de izquierda a derecha con el cuerpo entero, como si tuvieran una tabla pegada en la espalda, sin que sus hombros o caderas dieran señales de vida.
Algunos de ellos, los más creativos, levantaban a veces las manos y, de vez en cuando, despegaban un pie o el otro del suelo, pero nunca en el momento adecuado para seguir la cadencia de la música.
Contenta, Andrea comenzó a oscilar de un lado al otro con el cuerpo entero, como solamente un robot sabe hacerlo.
Cuando terminó la canción, el DJ puso «El gato volador» y después «Follow the leader». Fue entonces que Andrea comprendió que podía sobrevivir el resto de la noche con el mismo pasito rígido sin correr el riesgo de ser tachada como la peor bailarina del antro.
Eran casi las tres de la mañana cuando Mabel se acercó a Vanesa y le habló al oído. Andrea volteó hacia la mesa en la que habían estado los actores de la obra de teatro, para descubrir que ya la mayoría se había marchado. Además de ellas y el poeta, solamente quedaban tres personas.
Mabel se acercó a ella.
—Vanesa va a llevar a Pablo a su casa. ¿Te puedo llevar a la tuya?
Andrea asintió.
—¡Suerte! —dijo Vanesa cuando se despidieron, sin poder contener su alegría.
—Suerte para ti también —respondió Andrea al abrazarla para despedirse.
Vanesa se sonrojó.
Camino a casa de la abuela Minerva, Andrea y Mabel continuaron la conversación que habían comenzado en la acera. Platicar con ella era muy fácil, bailar con ella era muy fácil, escucharla cantar era muy fácil; Andrea se preguntó qué tantas otras cosas serían así de fáciles con Mabel.
—Ahí es —dijo, señalando la casa con su dedo índice.
Mabel siguió de largo y estacionó su auto tres casas más adelante, en la acera de enfrente.
—No vaya a ser que tu abuela me descubra besándote —dijo al apagar el motor.
—¿O sea que planeas seguir besándome? —Sonrió Andrea, retirándose el cinturón de seguridad.
—Voy a seguir besándote por mucho tiempo —respondió Mabel, acercándose para posar sus labios sobre los de Andrea, metiendo la mano derecha entre sus cabellos hasta alcanzar su nuca para jalarla más hacia ella.
Cuando el reloj digital del auto de Mabel marcó las seis de la mañana, el cielo estaba comenzando a esclarecer y «Volcán» de José José estaba sonando a un volumen muy bajo.
Mabel y Andrea habían platicado sobre sus infancias, sus sueños, sus miedos, sus alegrías más grandes y sobre las mujeres que les habían roto el corazón respectivamente: en el caso de Mabel, esa había sido Úrsula, la protagonista de la canción de horas atrás.
—Creo que no voy a poder despedirme de ti con un beso —dijo Mabel, al ver a varias vecinas barriendo sus respectivas aceras laboriosamente, mientras que algunos señores pasaban caminando en dirección a la panadería de la esquina.
—Puedes hacerlo si tienes un antojo incontenible de ser lapidada —dijo Andrea.
—Paso —respondió Mabel, haciendo una mueca—. Choca con mis planes de llegar viva a mi presentación del lunes.
—Ya tengo que entrar —dijo Andrea, señalando el reloj del tablero—. Mi abuela debe estar con el Jesús en la boca.
—¿Tienes planes para el próximo fin de semana?
—No —respondió Andrea rápidamente.
—¿Quieres...?
—Sí —interrumpió Andrea—. Lo que sea, a donde sea, con quien sea, mientras sea contigo, es un «sí».
Mabel suspiró —Me muero de ganas de besarte.
—Entonces guárdame esos besos para el siguiente fin de semana —dijo Andrea, escribiendo su correo electrónico en un pedazo de papel—. No tengo computadora, pero en la escuela reviso mi correo todos los días.
Mabel tomó el pedazo de papel y lo leyó mientras Andrea abría la portezuela y bajaba del auto.
—Te escribo —prometió, agitándolo en el aire.
Esa semana Mabel le escribió diariamente. Eran correos largos, detallados, íntimos. Andrea respondió a cada uno de ellos de la misma manera.
El siguiente fin de semana, cuando Mabel pasó por ella muy temprano en la mañana, Vanesa ya estaba en el auto. Tomaron carretera y se fueron a recorrer la zona arqueológica de Mayapán, que era una de las pocas que Andrea nunca había tenido oportunidad de visitar.
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Andrea toma fotos de la gorra, la yarda y el panfleto, las sube a su cuenta de Instagram y etiqueta a Vanesa. Luego los echa dentro de la bolsa de basura.
Mientras la letra de «25 días y 500 noches» comienza a sonar, ella piensa en lo fácil que era estar con Mabel.
Con ella no existían los problemas ni los malos entendidos porque tenía una filosofía de vida muy sencilla: «Todo puede resolverse hablando».
Para ella nada era razón de enojos ni peleas; era un alma tranquila que lograba encontrarle el lado positivo a cualquier cosa que la vida le pusiera enfrente.
Cuando Andrea le contó que su familia no sabía sobre su orientación sexual, Mabel respondió: «no pasa nada, no necesitan saber de mi existencia». Cuando Andrea le dijo que no quería despertar sospechas entre sus vecinos y por lo tanto prefería bajarse del auto en la cuchilla para luego caminar a su casa, Mabel propuso: «entonces intentemos regresar siempre a horas decentes, para que no tengas que caminar sola a altas horas de la noche». Cuando Andrea le dio el número de teléfono de su casa y un instante después le pidió que nunca le llamara por que temía que su abuela las descubriera, ella le contestó: «te prometo que no voy a usarlo a menos que sea una emergencia».
Mabel vivía sola en una casa pequeña de dos habitaciones que se encontraba a las afueras de la ciudad, cruzando el anillo periférico. Y como su familia entera estaba en Guadalajara y a sus vecinos ni los conocía, no sentía necesidad de esconderse de nadie.
Andrea disfrutaba mucho pasar tiempo en casa de Mabel porque era el único lugar en el que se sentía verdaderamente libre. Sin importar si estaban solas, con Vanesa o con los amigos de Mabel, en esa casa podían comportarse como una pareja: besarse, hacerse cariños, mirarse con ojos de borrego enamorado.
Cuando salían, en cambio, Andrea ponía distancia y frialdad entre ellas por temor a encontrarse con algún familiar o conocido. Y la mayoría de las veces, la presencia de Vanesa era requerida para disuadir cualquier sospecha de quien las pudiera ver.
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El tono de notificación del Instagram suena tres veces seguidas. Andrea sonríe al descubrir que son puros corazones de Vanesa en las fotos que subió unos minutos atrás.
Al dejar el celular sobre la mesa y levantar la mirada, nota que la casa está comenzando a oscurecerse así que enciende la luz de la sala, la del pasillo y la de la cocina.
Cuando regresa a revisar su caja, encuentra una hoja vieja y amarillenta de orillas carcomidas. En ella está impreso un mapamundi. La toma entre sus manos, sorprendida de que aún esté entera.
«Así que aquí estabas», piensa. «Te busqué como loca hasta que me convencí de que te había perdido».
Y entonces su mente salta al día en que Fabiola regresó a su vida.
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