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Los cerebritos y los populares

Hasta ahora, desprenderse de sus viejas pertenencias ha resultado muchísimo más fácil y rápido de lo que hubiera creído, pero presiente que eso está a punto de cambiar.

La secundaria fue una época especial. Quizás la más dolorosa de todas, pero también la más inolvidable. La secundaria fue el lugar en el que por primera vez, ser nerd era una ventaja y no un defecto del que todos los demás pudieran burlarse.

En la primaria, a nadie le impresionaba que fuera estudiosa, que tuviera memoria fotográfica, que le gustara leer, o que tuviera puros dieces en todas sus materias; pero en la secundaria, todos sus maestros la adoraban, en especial, su maestro de historia.

En la primera semana de clases, cuando el maestro Carrillo comenzó a hablar del «Popol Vuh» y descubrió que Andrea no solamente lo había leído, sino que además podía recitar las historias de los dioses Mayas creando el mundo y las peripecias que pasaron mientras intentaban crear al hombre, se quedó sin palabras.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre.

—Andrea —respondió ella, arrepintiéndose de haber levantado la mano cuando el profesor había hecho la primera pregunta y también de haber respondido a todas las que vinieron después.

—Andrea —dijo el maestro—. Hazme un favor y ven a verme al final de la clase.

La media hora que le restaba a la clase, Andrea había sufrido en silencio, preguntándose si había hecho algo malo, si se había ganado un regaño o un castigo.

Cuando la clase por fin terminó y todos sus compañeros se marcharon al descanso, ella se acercó al escritorio del profesor.

—Andrea —comenzó a decir el hombre, quien a ojos de Andrea era ya casi un anciano porque seguramente tendría unos treinta años de edad... quizás, incluso, treinta y cinco—. Cuéntame, ¿cómo es que sabes tanto del «Popol Vuh»?

Ella se encogió de hombros, hasta entonces eso pintaba como una simple conversación, no un regaño, pero la realidad era que nunca había tenido una de esas con un adulto.

—Lo he leído varias veces —respondió con cautela.

—¿Varias? —El hombre levantó las cejas—. ¿Cuántas?

Cuando le quedó claro que el profesor no estaba enojado sino emocionado, se animó a seguir respondiendo a sus preguntas.

—Como cinco.

Los ojos del profesor se abrieron tanto, que le parecía estar viendo a un personaje de caricatura.

—También he leído varias veces «Canek» de Ermilo Abreu Gómez y «Cuentos Mayas» de Domingo Dzul Poot.

—¿Cuántos años tienes, Andrea?

—Once —respondió ella.

—¿Once años y haz leído varias veces esos libros en lugar de estar viendo caricaturas o estar jugando con tus amiguitas?

Andrea no quiso clararle que esa palabra en plural no existía en su vocabulario. Y tampoco que su única amiguita había estado a su lado todas las veces que había leído esos libros.

—Esta clase te va a ser muy fácil, así que si quieres leer otras cosas, pregúntame y yo puedo recomendarte más libros. Es más, yo te puedo prestar los míos si prometes cuidarlos como tu propia vida.

—¿De verdad? —preguntó Andrea, emocionada—. Le prometo cuidarlos mucho —dijo, alargando la «u» hasta el infinito.

Ese fue el inicio de una relación muy especial entre ella y el que sería su profesor favorito por los siguientes tres años. Cada semana, el maestro Carrillo le llevaba un libro distinto, ella lo leía por las tardes, después de hacer la tarea y se lo devolvía a la siguiente semana, cuando él ya tenía otro para darle.

A veces, después de la clase, Andrea se acercaba al escritorio de su maestro para hacerle preguntas sobre las cosas que no entendía en los libros y él se tomaba los 15 minutos del descanso para explicarle en palabras sencillas los conceptos difíciles.

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En el primer mes de clases, Andrea se había convencido de que jamás haría amigos en su salón, pero para su sorpresa, tres de sus compañeras comenzaron a gravitar hacia ella de manera casi natural.

Carla, Gabriela y Marisa eran, por lo menos, un año más grandes que Andrea pero compartían su pasión por el conocimiento y su desinterés por casi todo lo demás que le gustaba al resto del salón.

«Ahora sí tengo amigas, en plural», pensó Andrea la primera vez que Marisa propuso que todas fueran a su casa a hacer la tarea.

Aunque en realidad lo único que tenía en común con ellas eran las ganas de aprender todo lo que sus respectivas mentes estuvieran dispuestas a absorber, pronto descubrió que sentirse parte de un grupo hacía que la escuela fuese más llevadera.

Gracias a sus nuevas amigas, el abismo que le separaba del resto de los adolescentes parecía menos pronunciado. Y ser llamada nerd o cerebrito por los compañeros menos letrados, dejaba de ser un insulto para convertirse en una virtud.

Durante el resto del año escolar, Andrea descubrió que la química, la física y la biología no eran lo suyo; todo lo demás se le hacía fácil, incluso las matemáticas, pero esas tres materias le costaban trabajo. Para las tareas de esas tres asignaturas, en verdad tenía que estudiar duro cada vez que se acercaba un examen bimestral. Y era en esos momentos en los que agradecía más que nunca tener con quien estudiar, pues aunque su relación con Marisa era la más fría de todas, ella era muy buena en esas materias y además tenía paciencia para explicarle las cosas que no entendía.

La única materia en la que estaba completamente perdida y no tenía salvación, era en su taller. En esa materia, además estaba sola, porque sus amigas estaban: una en dibujo técnico, otra en secretariado y otra en artesanías. «¿En qué estaba pensando cuando escogí electricidad?», se preguntaba cada vez que comenzaba una clase, y se lo volvía a preguntar varias veces durante los siguientes cincuenta minutos de tortura.

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Andrea admira la colección de esquemas de conexiones eléctricas que había tenido que trazar durante los tres años de secundaria y se pregunta en silencio cómo logro aprobar esa materia si nunca entendió absolutamente nada de lo que se decía en clase. Abre la bolsa de basura y siente un extraño alivio al dejar caer los diagramas dentro de ella.

«Rush, Rush» de Paula Abdul comienza a sonar y de repente, es 1992 y Andrea está en su primer día del segundo grado de secundaria.

Al entrar a su salón a las seis de la mañana con cuarenta y cinco minutos, Andrea llegó directo a saludar a Carla, Gabriela y Marisa. Mientras se ponían al día de cómo les había ido en sus vacaciones, una voz que provenía del otro lado del salón capturó su atención. Era una voz inconfundible que consiguió acelerarle el corazón en un santiamén, mandando choques eléctricos por todo su cuerpo, ocasionando que se le pusiera la piel de gallina.

Andrea volteó, buscándola entre el grupito de niños populares.

Cuando uno de sus compañeros se movió para ir a sentarse a su lugar, Andrea por fin pudo ver a la dueña de la voz.

Fabiola estaba, en efecto, en el extremo opuesto del salón, pero en su línea directa de vista. Sus miradas se clavaron la una en la otra. Andrea sintió un agujero en la panza, como si alguien le hubiera dado un golpe justo en la boca del estómago, arrebatándole el aliento.

—¡Andrea, te hice una pregunta! —reclamó Carla, tocándole el brazo.

—¿Qué pasó? —Andrea volteó, movida por el instinto, no por el deseo de enterarse de lo que estaba sucediendo en las vidas de sus amigas.

—Te pregunté si viste la película «1492: la conquista del paraíso».

—No —respondió ella, y tuvo que usar todas sus fuerzas para no regresar su vista hacia Fabiola; consciente de que sería una verdadera grosería volver a dejar a Carla con la palabra en la boca—. No la he visto —dijo y ya no pudo pensar en nada más qué decir. Su cabeza solamente repetía una y otra vez: «Fabiola... Fabiola... Fabiola...» y no había cabida para más.

—Es sobre Cristóbal Colón —continuó Carla—. Te va a encantar —aseguró su amiga y entonces comenzó a platicarle sobre la película.

En un día cualquiera, esa brevísima sinopsis hubiera bastado para tener su atención completa, ya que era posible que esa se convirtiera en su nueva película favorita, eso claro, si el guión había respetado un buen porcentaje de datos históricos en lugar de modificar eventos básicos con tal de hacerla más taquillera, como casi siempre sucedía en Hollywood. Sin embargo, ese no era un día cualquiera, Fabiola había regresado y estaba ahí, en su salón. Ninguna otra cosa importaba: ni películas, ni libros, ni historia, ni arqueología, ni las barbas de Santa Claus.

Nada.

—Andy —dijo la voz de Fabiola, ahora muy cerca de ella, tocándole el hombro.

Muchas personas le llamaban «Andy» de cariño, pero ninguna otra voz podía lograr que las rodillas se le hicieran mantequilla del modo que lo hacía la de Fabiola cuando le decía así.

Andrea volteó y reconoció en su mirada, una alegría igual de inmensa que la que ella estaba sintiendo. Ninguna de las dos se lo pensó demasiado, se lanzaron a los brazos de la otra, riéndose, reconociéndose, haciéndose mil preguntas al mismo tiempo.

—¿Cómo estás?

—¿Qué haces aquí? ¿Cuándo regresaste?

—¿Puedes creer que ya pasaron cuatro años?

Ninguna de las dos ponía atención a las preguntas de la otra. Todas eran retóricas. Lo único que querían, al final, era expresar su sorpresa y su alegría.

Justo en ese momento, el maestro Carrillo entró al aula, saludó y los mandó a todos a sentarse y a hacer silencio. La expresión en el rostro de Fabiola fue de frustración. Se quedó callada y caminó hacia el otro lado del salón para sentarse en el lugar que había escogido originalmente. Andrea se sentó también, pero su mente se había ido detrás de Fabiola.

—¿Quién es esa? —preguntó Gabriela en voz muy bajita.

—Mi mejor amiga —respondió Andrea, casi sin darse cuenta.

—Pensé que Ileana era tu mejor amiga —reclamó Carla, también cuidando el tono de su voz.

—¡Clásico! La gente cambia de «mejor amiga» a su conveniencia —dijo Marisa.

—No estoy cambiando... —Comenzó a decir Andrea, pero fue interrumpida por el profesor.

—¡Silencio, señoritas! —dijo el profesor Carrillo, fingiéndose mas estricto de lo que en realidad era—. No me obliguen a darles un reporte en su primer día del ciclo escolar.

Las cuatro guardaron silencio y entonces el profesor comenzó a impartir la lección.

Los siguientes cincuenta minutos, Andrea los pasó en el limbo, volteando hacia Fabiola, sonriéndole cuando sus miradas se encontraban, pensando en todas las preguntas que quería hacerle cuando por fin tuvieran tiempo de hablar, ignorando por completo las palabras de su profesor.

Fabiola aún tenía la sonrisa más bonita que Andrea hubiera visto en su vida, los ojos más bellos, la presencia más imponente.

—¿Nadie? —preguntó el profesor, y su tono logró que Andrea se conectara a la realidad en un santiamén—. ¿Andrea? —insistió el hombre, mirándola con una ceja levantada.

Andrea estaba convencida de que sabía la respuesta, el problema era que no había escuchado la pregunta.

—¿Carla? —preguntó el maestro, rindiéndose con Andrea.

Carla negó con la cabeza.

—Están todos muy dormidos en su primer día, jóvenes. A ver si se van espabilando en la semana.

Fabiola levantó la mano.

—La señorita nueva —dijo el profesor, con una mirada que parecía una desproporcionada combinación entre alegría de que alguien levantara la mano y reticencia a ilusionarse de que la señorita nueva tuviera la respuesta correcta.

—De 1847 a 1901 —dijo Fabiola.

Y entonces Andrea supo que estaba hablando de la infame Guerra de Castas, en la que un sector de la población indígena maya se había levantado en contra de los criollos y los mestizos de la región, dividiendo todo Yucatán en dos. Por supuesto que hubiera podido responder si hubiera escuchado la pregunta.

—¡Muy bien! —respondió el maestro, dando rienda suelta a su alegría, y procedió a explicar cómo los ingleses habían proporcionado armas y otros recursos a los mayas insurrectos a cambio de madera de «palo de tinte».

Andrea sabía todo eso, también sabía sobre los mercenarios estadounidenses que se habían sumado a la pelea en contra de los indígenas. Sabía cómo y por qué había comenzado la guerra y también sabía el modo tan triste en el que había terminado: después de que se perdieran casi un cuarto de millón de vidas; así que se dio el lujo de desconectarse una vez más de lo que el maestro estaba diciendo para ponerse a pensar en Fabiola.

Cuando terminó la clase, Fabiola se levantó rápidamente de su lugar y corrió hacia Andrea.

—¡Vamos! —Fue lo único que le dijo mientras la tomaba de la mano para conducirla fuera del salón.

Andrea no necesitaba preguntar a dónde. No importaba a dónde, siempre y cuando fuera con ella.

Momento nerd: El Popol Vuh, también conocido como Libro del Consejo, atesora gran parte de la sabiduría y muchas de las tradiciones de la cultura maya. Es un compendio de religión, astrología, mitología, costumbres y leyendas que relatan el origen de la civilización y de muchos fenómenos que suceden en la naturaleza.

Jacinto Canek (Kaan éek, que en lengua maya quiere decir serpiente negra o, serpiente de la estrella) fue el líder inteligente, educado y audaz de un movimiento espontáneo gestado por las condiciones de injusticia social y de sometimiento en que vivían los mayas en la época colonial en Yucatán. El libro «Canek», mencionado en este capítulo, narra los acontecimientos de dicha rebelión, que fue preludio de la Guerra de Castas, que tomaría lugar un siglo más tarde.

Domingo Dzul fue un escritor, investigador, paleógrafo, filólogo, traductor y teólogo maya, que se especializó en el rescate y preservación de la lengua y cultura maya, reuniendo en sus libros, narraciones que eran originalmente de tradición oral. 

Les dejo las portadas y una representación gráfica sobre la Guerra de Castas.


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