La terraza del hotel
—¿Están seguros? —Andrea intenta sonar amenazadora—. Podrían meterse en muchos problemas el día que se entere de que pidieron mi versión de los hechos.
Ellos le contestan que sí quieren escucharla.
—De acuerdo, pero la comida ya se va a acabar, así que vayan pensando qué vamos a pedir de postre.
Diego le hace una señal al mesero. Cuando éste se acerca, ordena cuatro postres sin tener que ver el menú.
—¡Listo! —dice, mirando a Andrea—. ¡Continúa!
—Okay —dice Andrea y suspira antes de comenzar.
~
«Antes de entrar de lleno en el tema de la llegada de Fabiola, me parece altamente necesario aclarar las circunstancias cuasimedievales en las que estaba viviendo.
Llevaba un poco más de dos meses de haberme salido del departamento que había compartido con Noemí, pero la muy astuta había cambiado las contraseñas de mi correo y de mi cuenta de Skype durante la noche que yo había pasado en el hostal con Mabel; lo cual me dejó incomunicada con la gran mayoría de mis conocidos por varias semanas.
Además, Noemi seguía llamando constantemente para desearme la muerte en maneras sorprendentemente elaboradas por haberla, según ella, dejado por Mabel; así que me hice la costumbre de no contestar el celular.
Por último, recordarán que en ese entonces no entendía nada sobre las redes sociales. Además, tampoco me interesaba abrir otros espacios virtuales por medio de los cuales Noemi pudiera perseguirme.
En pocas palabras, esos dos meses estuve desconectada del mundo. Y como tenía muchas ganas de desintoxicarme de la mala vibra que me dejó esa relación, mi trabajo se convirtió en el centro de mi universo: por las mañanas era la primera en llegar al museo; y la última salir, ya bien entrada la noche.
Ahora sí, a lo que íbamos...
Un viernes por la mañana, mientras me preparaba el desayuno, el teléfono comenzó a sonar. Al mirar la pantalla y ver que decía «número privado», decidí ignorarlo; si era algo importante, la persona dejaría un mensaje de voz. Y si resultaba ser Noemi, podría borrar el mensaje apenas escuchara sus primeras palabras.
El resto del día estuve en el laboratorio del museo, así que el celular se quedó olvidado dentro de mi mochila.
Alrededor de las ocho y media de la noche, cuando llegué a mi departamento, descubrí varias llamadas perdidas del «número privado» y un mensaje de voz.
Estaba convencida de que tenía que ser Noemí.
Entré al buzón y lo dejé correr en altavoz mientras me preparaba para tomar una ducha.
—Andy —dijo la voz de Fabiola y entonces me detuve para escuchar el mensaje con atención. Habían pasado unos tres meses desde la última vez que habíamos hablado por teléfono, pero en ese momento sentí como si no hubiera sabido de ella en años—. He estado intentando localizarte todo el día. Estoy en Roma y me muero de ganas de verte.
El énfasis que puso en esas últimas palabras me hizo un hueco en la panza; me sudaron las manos, es más, hasta juraría que a mis pulmones se les olvidó cómo respirar, porque de verdad que no me entraba el aire.
—Quería invitarte a desayunar pero no te encontré —continuó el mensaje—. Luego intenté invitarte a almorzar, pero nunca me contestaste. Mira, tengo que ir a un evento de trabajo a las ocho en la terraza del hotel Atlante Star, pero no quiero esperar hasta mañana para verte.
Mi mente comenzó a hacer cuentas, el hotel estaba a unos 35 minutos en metro, más el tiempo que me tomara ducharme y vestirme. Eso significaba que terminaría llegando hora y media más tarde.
—Ven a verme, ¿sí? Llámame cuando escuches esto. Te extraño —Hizo una pausa tan larga, que hasta creí que el mensaje había terminado. Cuando volvió a hablar, su tono no fue casual sino intencionalmente cargado de añoranza, al mejor estilo de Fabiola—. En verdad me muero de ganas de verte, Andy.
No podría explicarles la intensidad de lo que sentí. Mi corazón parecía baterista de heavy metal, yo no podía dejar de sonreír, solo podía pensar en llamarle y decirle que sí, que por supuesto que iría a verla... excepto por el pequeño detalle de que no me dejó su número, probablemente asumiendo que aparecería en la pantalla de mi celular, pero al ser privado, yo no tenía modo de localizarla.
Tomé la ducha más rápida de mi vida, planeando de una vez qué ropa y qué zapatos ponerme. Pedí un taxi mientras me vestía; porque por su puesto que no me iría en metro, no sé qué estaba pensando minutos atrás.
En el camino debo haber escuchado el mensaje de voz unas tres o cuatro veces. En el retrovisor, los ojos juzgadores del taxista me aseguraban que parecía una loca: riéndome sola, acomodándome el cabello cada pocos segundos, hecha un manojo de nervios. Entre la primera vez que escuché el mensaje y ese instante, me había transformado nuevamente en una niña de secundaria.
Eran más o menos las nueve y media cuando llegué. La terraza del hotel era amplia y elegante: tenían unas mesitas redondas para cuatro personas, pero también unos sofás para grupos más grandes. Había música instrumental que apenas alcanzaba a escuchar entre las voces y el ruido de la ciudad.
El clima era fresco, el cielo estaba despejado y la vista de la cúpula de la Basílica de San Pedro era simplemente preciosa. Era una noche divina.
No tardé más de unos instantes en localizar a Fabiola en la distancia, pero no me acerqué. Quería disfrutarla así primero: platicando, riendo, sosteniendo su bebida sin acercarla a sus labios. Cuando hablaba, gesticulaba con la mano que tenía libre.
Estaba más bella que nunca y yo sentí como si me hubiera tragado mi corazón y éste estuviera latiendo en mi estómago, retumbando en mi interior con una intensidad que no había experimentado en muchos años.
Fue entonces que Fabiola levantó el rostro y me vio. Una sonrisa amplia y preciosa se dibujó en sus labios mientras hablaba. Se disculpó, dejó su bebida sobre la mesita de centro y atravesó la extensión completa del lugar sin romper nunca el contacto visual.
—Andy —dijo, plantando un beso en mi mejilla y luego me abrazó—, llegaste —susurró cerca de mi oído.
—Fabi —Fue lo único que atiné a decir antes de sumergirme entre sus brazos y fue como regresar al hogar después de años de estar lejos.
No sabría decirles a ciencia cierta si fue un segundo o un año que estuvimos abrazadas, perfectamente cómodas en el calor del cuerpo de la otra. Lo que sí puedo asegurarles es que en ese momento comprendí que nunca había dejado de amarla.»
~
Andrea hace una pausa dramática al notar que sus amigos están completamente inmersos en la historia y no se han movido ni un centímetro en los últimos minutos.
—¡Jesús bendito! —dice Martín, fingiendo persignarse.
—¿Y luego? —pregunta Diego.
—¿Sigo con la crónica? —pregunta Andrea.
—Sí —dicen los tres al mismo tiempo.
—¿No te has aburrido? —pregunta, mirando a Vanesa, que sabe esta historia al derecho y al revés.
—Nunca —asegura ella, suspirando.
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«Fabiola me presentó a las personas con las que estaba; yo estreché manos, saludé en italiano y en español, dependiendo de la nacionalidad de cada uno, pero la verdad es que no puse atención a ningún nombre ni a ningún rostro.
En mi mente solamente había cabida para la sonrisa de Fabiola, su voz y el calor de su mano, que se había acomodado sobre mi espalda baja y se quedó ahí durante todo el tiempo que estuvimos en la terraza.
Cuando algún interlocutor capturaba la atención de los demás, Fabiola acercaba sus labios a mi oreja y susurraba cosas como: «¡Estás guapísima!», «¡Qué rico hueles!» o «No sabes cuánto te extrañé». Y yo sentía que mis rodillas se derretían, pero me limitaba a sonreír y negar con la cabeza porque el nerviosismo no me permitía responderle.
Era una mujer adulta, una profesional consumada, una persona con suficiente experiencia de vida... que se encontraba una vez más inmóvil y muda ante las frases coquetas que su amor platónico estaba lanzándole.
Era casi medianoche cuando la gente de la mesa se puso de pie para comenzar a despedirse. Un señor que rondaba los cincuenta años se acercó a Fabiola, le dio un beso en cada mejilla y le dijo en italiano que la esperaba el lunes a primera. Luego me dio un beso en cada mejilla y se marchó.
Los demás se dispersaron rápidamente en el tiempo que me tomaba consumirme el último trago de mi bebida. Fabiola nunca tocó el resto de la bebida que había cuidado toda la noche.
Soplaba un aire cálido cuando bajamos de la terraza.
—Mi hotel está unas esquinas hacia allá —dijo Fabiola, señalando hacia el norte.
Comenzamos a caminar con lentitud.
Entonces preguntó sobre Noemi y las razones de que nuestra relación haya terminado de forma tan abrupta. Yo le conté lo mismo que les dije a ustedes.
—¿Y qué tal la visita de Mabel? —preguntó, con un tono que intentaba disimular el grado de curiosidad que sentía.
—Muy bien —respondí, buscando sentirme en ventaja aunque sea por unos instantes—. Nos la pasamos padrísimo.
Su rostro me decía que quería saber más, pero se limitó a sonreír y decir «ajá» con ese mismo tono de aparente desinterés.
—Aquí es —dijo, mirando el hotel que estaba frente a nosotras.
Subimos a su habitación.
—Pasa, siéntate —pidió, señalando el sofá.
Sacó una botella de vino tinto y dos copas del frigo. Mientras yo servía el vino, ella acercó una bocina portátil y puso música en su celular.
—Cuéntame más —insistió.
Le conté la misma historia que acabo de narrarles, alargándola intencionalmente; retrasando tanto como me fuera humanamente posible, el momento en que ambas revelamos que no buscábamos algo romántico con la otra.
Su rostro se suavizó cuando por fin llegué a ese punto.
Luego me contó sobre sus tíos, también sobre las emociones agridulces de haber vivido en la Ciudad de México y, por supuesto, hablamos muy mal de cada uno de ustedes y lo que habían estado haciendo con sus respectivas vidas.
Mientras todo eso sucedía, mi subconsciente iba tomando nota de las canciones que desfilaban en la lista que habíamos estado escuchando: «By your Side», «Kiss from a Rose» y «Right here waiting». Pronto comencé a presentir que esa lista no era aleatoria, pero no me atreví a leer señales de amor en ella.
Cuando comenzó «(Everything I do) I do it for you», Fabiola tomó mi copa para ponerla sobre la mesita de centro, se puso de pie y me jaló de la mano con suavidad.
Era la canción de nuestro primer baile y nuestro primer beso. No había forma de que esa canción estuviera ahí accidentalmente.»
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Andrea hace otra pausa dramática.
—No, con Fabiola no hay accidentes —dice Diego, negando con la cabeza.
—Eso fue planeado con alevosía y ventaja —asegura Martín.
Vanesa solamente sonríe.
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«Bailamos. No sabría decirles cuántas canciones: tres, cuatro, mil; no lo sé. El mundo simplemente dejó de existir y el tiempo también. Yo solo sabía que estaba entre sus brazos, que su cuerpo estaba ceñido al mío; que el delicioso aroma de su piel era más embriagante que el vino que habíamos bebido.
Perfectamente conscientes de nuestra incapacidad para cantar, nos susurrábamos fragmentos de las canciones, sintiendo cada estrofa en el alma.
Sus ojos me confesaban lo que ella no se atrevía a decirme y yo estaba convencida de que ella veía en los míos, que moría de ganas de besarla.
Sin embargo, siendo perfectamente honesta con ustedes, yo necesitaba una señal contundente antes de lanzarme al vacío una vez mas.
Entonces comenzaron los primeros acordes de «Rush, Rush» y todas mis dudas se disiparon. Me lancé a sus labios antes de que Paula Abdul tuviera oportunidad de pronunciar la primera palabra de esa canción.»
En esta ocasión, la nota es cortitita, solamente para dejarles unas imágenes de cómo me imagino la terraza del hotel en donde se encuentran Andrea y Fabiola, y la habitación de Fabi.
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