La Prepa 1
Andrea se pone de pie para estirar su espalda. «Son puros pretextos para intentar ocultar que lo que acabas de leer te tiene al borde de las lágrimas», dice la voz de su interior, con especial cizaña.
Y es cierto. Descubrir que la abuela era, después de todo, un ser humano de carne y huesos, capaz de albergar sentimientos, y no la materialización del mismísimo Satanás, es bastante sorpresa.
Su elocuencia y la intensidad con la cual la abuela Minerva había logrado plasmar sus vivencias en esos diarios, le resulta también increíble.
¿Quién era esta mujer tan conectada con sus sentimientos? ¿Quién era esta persona con tanta capacidad de amor y sacrificio? ¿Por qué nunca tuvo oportunidad de conocerla?
«Pero lo que te está carcomiendo las entrañas de coraje», comenzó a decir la voz de su interior «es sentir tanta empatía por la mujer a quien culpas de la gran mayoría de tus propios problemas emocionales».
¿Cómo seguir guardándole rencor a una mujer que sufrió tanto?
«Quizás la respuesta está en dejar de guardarle rencor», propone la voz de su interior. Andrea sonríe involuntariamente, porque rencor ese es el único sentimiento que puede expresar a la perfección su relación con su abuela.
«Tanto dinero invertido en años de terapia y ahora resulta que las respuestas estuvieron aquí todo el tiempo», se burla la voz de su interior.
Después de pasearse un par de veces por la longitud entera de la cocina, decide que sí necesita dejar un rato los diarios de su abuela y regresar a sus cosas.
Observa su colección de discos compactos y lamenta no tener un reproductor a la mano. Toma su celular, abre Spotify y encuentra una lista de canciones de mediados de los noventa.
«The Sign» de Ace of Base es la primera en la lista. Andrea sonríe al estar de regreso en la comodidad que le dan sus propios recuerdos... tanto los buenos como los malos.
Las cosas entre ella y la abuela Minerva se fracturaron de manera definitiva una tarde del verano del '94. Andrea estaba alistándose para ir al centro a encontrarse con Vanesa y de ahí irse juntas a revisar los resultados de los exámenes de admisión de la preparatoria, cuando la abuela la interceptó.
—No vas a ir otra vez a la Prepa 1 vestida así.
—Sí —respondió ella, categóricamente—. Así voy a ir.
—De mi cuenta corre que de esta casa no salgas vestida como un mamarracho. ¡O te cambias o te cambio!
—¿Tú ya te vestías como una señorita a mi edad? —preguntó Andrea, apaciguando su tono, meneando la cabeza hacia un lado.
—Claro que sí —respondió la abuela.
—¿Y cómo te fue con eso? —preguntó Andrea, con un veneno muy parecido al que había estado chupándose por cinco meses, desde que el tema de su vestimenta había comenzado a ser recurrente—. ¿De qué te sirvió? Si de todos modos nunca encontraste marido.
La abuela se quedó callada, con los ojos desorbitados de ira, incapaz de encontrar su propia voz. Esa sería la única vez que Andrea la tomaría por sorpresa, pero disfrutando su victoria momentánea, salió de la casa a paso acelerado, vistiendo una playera, pantalones de mezclilla y tenis blancos.
Un poco más tarde se encontró con Vanesa en el centro y se fueron juntas a la preparatoria, temblando durante todo el camino.
Los nervios solamente se esfumaron cuando por fin leyeron sus nombres y el de Fabiola en la lista de alumnos aceptados, que colgaba de una de las paredes de la escuela.
—Quedamos en aulas distintas —dijo Andrea, decepcionada a pesar de su alegría.
—Marisa y Carla van a estar en mi salón —respondió Vanesa, con un tono que delataba el alivio de saber que tendría dos caras conocidas en su clase.
—Diego está en el grupo de Fabiola —suspiró Andrea, envidiándolo inmediatamente.
Algunos de sus ex-compañeros de la secundaria habían quedado repartidos en grupos distintos, y otros más estarían en el turno vespertino. El resto, incluyendo a Martín, se habían ido a otras escuelas.
Una semana más tarde, al iniciar las clases, Andrea descubrió que la secundaria no la había entrenado adecuadamente para esta nueva etapa de su vida escolar. Las clases de la preparatoria eran más intensas, los profesores eran mucho más exigentes y encargaban proyectos que requerían más tiempo, atención y cuidado.
Para obtener calificaciones decentes en la Prepa 1, uno tenía que invertir muchísimas horas de estudio, leyendo capítulos enteros por día; lidiar con montañas de tarea, navegar por tiempos de entrega que se traslapaban y llegar a las clases con conocimientos básicos del tema que se vería.
Y venderle el alma al diablo, también.
En cuestión de días, Andrea entendió que cualquier vestigio de la «vida social» que había logrado construir en la secundaria, tendría que esfumarse si quería que le fuera bien. En menos de una semana, se vio en la necesidad de modificar su dinámica diaria para adaptarse las exigencias del nuevo ciclo escolar.
Por las mañanas, seguía encontrándose con Fabiola para irse juntas a la escuela, pero se regresaba sola porque sus horarios de salida eran distintos. En los descansos entre clases, lograba verla muy poco, y lo mismo sucedía con Vanesa.
Durante ese primer año, su amistad con ambas sobrevivió a base de llamadas telefónicas y salidas muy esporádicas en fines de semana cuando los planetas convergían y ninguna tenía tareas o proyectos qué terminar.
Mientras tanto, las cosas en su casa iban de mal en peor. Desde que Andrea había comenzado a contestar a las provocaciones de la abuela Minerva, las batallas campales se habían vuelto cosas de todos los días: las ráfagas de gritos iban y venían entre las dos con la misma velocidad que una pelota en un partido de tenis cruza de un lado al otro de la cancha.
El cierre de ese primer ciclo escolar fue una especie de purga. Los exámenes finales fueron tan brutales, que todos los grupos perdieron casi a la mitad de sus alumnos. Y al comenzar el segundo año, le quedó bastante claro que el deporte favorito de la Dirección Académica, era jugar al «Memorama» con los alumnos que habían sobrevivido, porque sus compañeros fueron a parar a grupos distintos una vez más.
Vanesa y Fabiola ahora estaban en la misma aula y Andrea había quedado en la misma que Marisa, la menos relajada de sus tres ex-amigas de la secundaria.
Todas las demás caras en su nuevo salón, eran desconocidas.
La intensidad de las clases no bajó, pero después de un año, tanto ella como sus dos amigas, se habían acostumbrado a la carga de trabajo. Fue entonces que comenzaron a gozar de un poco de tiempo de relajación y esparcimiento.
Fabiola fue la primera en aventurarse a ir a los encuentros de las selecciones deportivas, unirse a clubs optativos y asistir a las múltiples fiestas que la escuela organizaba durante el año.
Pronto se dio a la tarea de intentar convencer a Andrea y Vanesa de hacer lo mismo.
Vanesa declinaba las invitaciones, pero Andrea necesitaba razones para permanecer en la calle el mayor tiempo posible, ya que la situación en casa era más caótica que nunca. Así fue como Andrea comenzó a acompañar a Fabiola a casi todos los eventos escolares, excepto las fiestas, por supuesto.
En mayo de 1995, a dos meses de acabar el segundo grado, comenzaron a aparecer por todos lados, pósters anunciando la tardeada de fin de año. Entre esa fiesta y el verano, sólo se interponía una cosa: los exámenes finales, o lo que muchos llamaban «la segunda extinción».
—¿Esta vez sí vas a acompañarme? —preguntó Fabiola, señalando un póster.
Andrea no respondió.
—Antes ponías de pretexto a mis amigos —reclamó Fabiola—. ¿Ahora cuál es tu excusa?
—Sabes que no me gusta bailar.
—Pero bien que bailaste hasta el amanecer con Ileana para recibir la década —respondió su amiga.
—¡Eso fue hace siglos! —dijo Andrea, riéndose—. ¿Cómo puedes acordarte?
—No tengo memoria fotográfica, pero nunca voy a olvidar que con ella sí bailaste y conmigo nunca lo has hecho.
—No podría soportar hacer el ridículo frente a ti —Hubiera querido responder Andrea, pero no dijo nada.
—Mira, no me digas que no —insistió Fabiola mientras se acercaban al pasillo en el que sus caminos se dividían—. Piénsalo y me respondes luego. Total, faltan dos semanas.
Andrea asintió y tomó camino hacia su aula.
Andrea tenía una larga lista de temas que no discutía con nadie, ni siquiera con Fabiola, porque eran el equivalente emocional de un campo minado. Uno de ellos era el incómodo asunto de cuánto detestaba bailar.
Si bien era cierto que un porcentaje bastante alto de su aversión derivaba del miedo a ponerse en ridículo delante de su mejor amiga, la verdadera raíz del asunto era mucho más profunda y extremadamente difícil de expresar.
Uno de los pocos recuerdos que Andrea conservaba de su niñez temprana, era la ocasión en la que su papá había querido enseñarle a bailar.
Andrea tenía cinco años y sus papás la habían llevado a casa de la abuela Minerva a dormir mientras ellos asistían a un evento de la empresa para la que trabajaba su mamá.
Un disco de baladas de Landy estaba revolucionando en el tocadiscos de la sala. «Careless Whisper» estaba sonando, aunque pasarían años para que Andrea supiera el nombre de la canción.
Su papá tomó la mano de su mamá y comenzó a bailar con ella, haciendo caso omiso a las burlas de Landy y Pascual.
Andrea estaba sentada en el sofá, admirándolos en silencio, percibiendo el amor casi palpable que irradiaban. La forma en que sus cuerpos se movían, las sonrisas y la complicidad que compartían, le parecían bellísimas. A pesar de ser tan pequeña, Andrea entendía que lo que estaba presenciando era puro y perfecto.
—Mauricio, dice mi mamá que cuelgues una hamaca para la niña —interrumpió Landy a mitad de la canción.
—Yo lo hago —respondió Pilar, dejando a Mauricio parado en medio de la sala.
Él miró a Andrea, se acercó y extendió la mano. Ella soltó una carcajada.
—¡Ven! —dijo su papá, haciendo un movimiento rápido con la mano derecha.
—Pero no sé bailar —respondió ella, con ese tono casi histérico, que a veces usan los niños.
—Yo te enseño, ven —insistió él.
Andrea corrió hacia él. Su papá la subió sobre sus pies, tomando sus manitas entre las suyas. Levantando primero un pie y luego el otro, comenzó a describirle la mecánica de lo que llamó «bailar despacito».
Ella miraba sus pies diminutos sobre los enormes zapatos negros de su papá, luego volteó hacia arriba. Era tan alto, tan alegre, tan sabio. Ese era el hombre que lo podía todo y que le enseñaría todo.
Esa fue la única vez que bailó con él. Esa fue la única lección de baile que tuvo y ese recuerdo era uno de sus tesoros más preciados.
Unos años mas tarde había bailado con Ileana, cotorreando y haciendo boberías. Pero lo que no podía explicarle a Fabiola, era que bailar con ella representaría un acto tan íntimo, que significaría trascender de la única lección que su papá logró darle. Y aunque algunas veces se moría de ganas de hacerlo, no estaba lista para soltar lo único que le quedaba de él.
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Con el celular en la mano, Andrea se va a la sala, busca la canción en Spotify y se sienta en el mismo sillón de madera desde el cual había admirado a sus papás, treinta y cuatro años atrás. El recuerdo es tan vívido, que casi puede verlos, como dos fantasmas semi-transparentes bailando lentamente, mirándose con amor infinito.
Andrea ladea la cabeza y ahora se imagina a sí misma sobre los pies de su papá, sintiendo coraje de todos los años que le robó el destino al habérselos llevado a él y a su mamá antes de tiempo.
Cuando la canción termina, Andrea se masajea los párpados, suspira, y regresa a la cocina. Pone una lista de canciones de 1995 y continúa con su tarea de echar cosas a la bolsa de basura.
Momento nostálgico: Aunque no fui muy explícita con la vestimenta de Andrea en la narración, me la imagino vistiendo la moda de los noventa, quizás un poquito con tendencias al grunge pero no demasiado porque entonces de verdad que la abuela jamás la hubiera dejado salir a la calle XD
Aquí les dejo una foto de la Prepa 1 <3 Quizás es una cosa rara que alguien tenga tantas emociones bonitas guardadas por los lugares en los que estudió, pero no olviden que están hablando con una nerd que amó con locura la escuela.
Aquí les dejo el video de The sign
https://youtu.be/iqu132vTl5Y
Y el de Careless Whisper
https://youtu.be/izGwDsrQ1eQ
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