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La perversa llegada de la pubertad

Andrea no tiene corazón para echar a Gengis Kan a la basura, pero tampoco cree que meter una tarántula de plástico en su mochila y viajar con ella hasta Roma sea lo más prudente que ha hecho últimamente. Así que la coloca sobre la mesa y deja la decisión de qué hacer con ella para más tarde.

Luego intenta levantar una de las bolsas negras de basura y descubre que ya está bastante pesada. Intenta levantar la otra y decide que es mejor sacar ambas antes de comenzar a llenar la tercera.

Desde la mesa de la cocina, contempla la puerta de herrería y vidrios esmerilados que da hacia el patio. El antiquísimo patrón de diamantes tan recurrido en los años setentas y ochentas, le hace sentir que el tiempo se detuvo dentro de la casa.

Camina hacia la puerta, anticipando que tendrá que forcejear con el seguro metálico para poder salir al patio, ya que éste se encuentra en un estado de oxidación bastante avanzado.

Cuando por fin logra mover el seguro, abre la puerta para encontrarse con un patio muy distinto al que recordaba.

Antaño, las casas estaban delimitadas únicamente por albarradas que apenas le llegaban a la cintura al adulto promedio. Aquella modalidad arquitectónica permitía tener conversaciones enteras entre dos o más vecinos, sin que ninguno tuviera que dejar la comodidad de su propio patio.

En una tarde común, los papás de Ileana podían gritarle desde su taller a la abuela Minerva, que por favor mandara a su hija de regreso a su casa después de haber pasado varias horas con Andrea.

Ahora en cambio, hay enormes bardas separando las casas. En su mayoría, esos muros altos, grises, carentes de chiste, culminan en un colorido surtido de pedazos de botellas de vidrio incrustados en el cemento: la tecnología anti-robos mas efectiva y rentable del sureste mexicano.

Ahora lo único que puede ver, además del interior insípido de la barda, es un patio que ya no tiene árboles frutales, ni cerditos ni pavos ni gallinas corriendo por todos lados.

«Eran épocas más sencillas, pero no eran perfectas», suspira. «No te atrevas a comenzar a idealizar lo que viviste aquí», se reprende apenas unos instantes después. Andrea vuelve a entrar a la casa para sacar las dos bolsas de basura y tirarlas dentro de un contenedor metálico que sus tíos rentaron para acumular todo lo que decidan que no merece ser heredado, donado ni vendido.

Después de tirar las bolsas, Andrea se yergue para estirar su espalda adolorida. «El tiempo puede haberse detenido dentro de la casa, pero contigo no ha tenido clemencia», piensa, secándose el sudor de la frente y deseando una cerveza bien fría.

Cuando regresa a la cocina, observa el refrigerador con cierta curiosidad. La abuela Minerva siempre tenía cervezas listas para refrescar al visitante acalorado. «¿Será una costumbre que haya conservado hasta sus últimos días?», se pregunta. «Lo descubriremos en un instante», piensa, con el tono de Marco Antonio Regil al anunciar que un concursante podía llevarse un auto si le atinaba al precio. Al abrir la puerta se encuentra con cuatro latas de Tecate, toma una, la abre y en lugar de levantarla hacia el cielo, mira hacia el suelo.

—A tu salud, abuela.

Con menos prisa que antes, se acerca a la mesa nuevamente y contempla con gusto que solamente le quedan dos cajas por revisar.

Andrea sonríe al ver una hoja de cartulina en la que están dibujados los procesos de mitosis y meiosis. Lo sostiene entre sus manos a la altura de su rostro y contempla su obra de arte, recordando cuánto odiaba la clase de biología.

Nunca olvidaría al profesor Alcántara, no porque sus clases hubieran sido buenas sino porque a él le debía su miedo casi ridículo a los gatos: «un solo pelo de gato se puede quedar alojado en tu garganta y causarte problemas de salud muy graves», le había dicho el profesor «y el único modo de sacarlo es que te operen; que te abran la garganta». A lo largo de su vida, Andrea le había preguntando a todo doctor con el que había consultado si eso era posible, y todos, sin excepción, se habían reído y le habían dicho que no, pero sin importar cuántas veces se lo repitieran, ella seguía evitando a los gatos.

Después de romper la cartulina y echarla dentro de una bolsa de basura recién abierta, Andrea descubre que debajo de ella está el álbum que llenó con fotos de la secundaria. Lo saca, acerca una silla y se sienta a contemplar las páginas con cuidado.

Fabiola está en todas y cada una de las fotos: hay algunas de la primaria mal tomadas por Landy y otras casi tan mal tomadas por la tía Isabel.

El resto las tomaron perfectos extraños, cada uno con distintos niveles de destreza en el arte de enfocar: una en el Parque Hundido, otra del día en que por fin Fabiola la convenció de que se fueran de pinta y pasaran la mañana entera en el zoológico. Fotos de tardes en las maquinitas de Plaza Dorada, de caminatas por el Paseo de Montejo y algunas de la única ocasión en la que la abuela Minerva le dio permiso de ir al Carnaval con Fabiola y la tía Isabel.

Andrea está sonriendo, pero entonces «Crazy» de Aerosmith comienza a sonar, y sus recuerdos saltan a la época mas confusa de su vida.

Al poco tiempo de haber comenzado el tercer año de secundaria, mas o menos por las mismas épocas en las que Gengis Kan había llegado a su vida, la pubertad le pegó de sopetón, despertando sensaciones que su cuerpo no había experimentado hasta entonces.

Por aquellos días Andrea traía una obsesión crónica con el video de «Crazy» porque mostraba a Liv Tyler y Alicia Silverstone viviendo aventuras con un indiscutible tinte lésbico.

La palabra «lesbiana» y sus derivados tardarían algunos años más en llegar a su vocabulario, pero Andrea entendía las sensaciones aunque en su mente no tuvieran nombre.

Ese video era lo último que había en su mente cada noche antes de dormir, pero en lugar de Liv y Alicia, las protagonistas eran ella y Fabiola.

En sus fantasías, ella era Alicia, vestida de traje y corbata, sentada en la mesa mas cercana a la pista del club nocturno en el que Fabiola, con su cabello largo, lacio y castaño, le bailaba de un modo coqueto, con una sonrisa irresistible en los labios y una mirada cargada de complicidad, mientras se desvestía poco a poco.

Después de varias semanas de irse a dormir con esas imágenes en la mente, éstas terminaron por colarse en sus sueños, y habiendo aterrizado en ese territorio ingobernable, decidieron mutar.

En su sueño, Fabiola no únicamente le bailaba de manera sensual como en el video, sino que la besaba, la acariciaba y metía su mano entre sus piernas.

La primera vez que sucedió, Andrea se despertó a la mitad de la noche para descubrir su propia mano entre sus piernas. Estaba agitada, sudando.

Con la respiración acelerada y los ojos muy abiertos, comenzó a preguntarse si en verdad había gritado y gemido como lo había hecho en su sueño. Si ese era el caso, la abuela seguramente estaría en camino a su habitación, con el Jesús en la boca, preguntándose qué le había sucedido.

Esperó un poco, pero no hubo movimiento alguno en el resto de la casa. Andrea suspiró, aliviada.

Su respiración se había calmado, pero su mano seguía en el mismo lugar en el que la había encontrado al despertar.

Andrea frunció el ceño, moviendo sus dedos suavemente, explorando. Cerró los ojos, recordando los labios de Fabiola, las manos de Fabiola, las piernas de Fabiola, y todo lo que había soñado que se hacían mutuamente. Entonces su mano cobró vida propia, acariciando rincones, descubriendo sensaciones nuevas.

Andrea enterró la cara en su almohada. Después de unos minutos, llegó el éxtasis.

Unos instantes después, la invadió una cruda moral aplastante; una voz en su mente le reprochaba el haber usado a Fabiola para tocarse de ese modo.

Esa fue la primera de incontables veces en las que la imagen de Fabiola le alborotaría los pensamientos y las emociones. Y aunque siempre intentaba resistir la urgencia de tocarse pensando en ella, esa era una batalla que perdía cada noche.

Con el paso de las semanas, su colección de fantasías fue en aumento y éstas comenzaron a llegar a cualquier hora del día sin importar en dónde estuviera o lo que estuviera haciendo, lo que la volvió más retraída en presencia de Fabiola, por temor a que su amiga pudiese de algún modo, adivinar los escenarios escandalosos que pasaban por su mente.

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Andrea se ríe de sí misma mientras bebe el último trago de su cerveza, deseando poder regresar a esa época, encontrarse con su versión adolescente y asegurarle que lo que estaba sucediéndole no tenía absolutamente nada de malo, que era perfectamente natural y no era necesario sentir vergüenza ni cruda moral.

Cuando cierra el álbum, una foto doblada por la mitad cae al suelo. En ella solamente aparece Fabiola, pero al extenderla puede ver a Martín, abrazándola. Los recuerdos de Andrea fluyen una vez más, mientras «What's up?» de 4 Non Blondes suena de fondo.

Momento de preguntas y confesiones: ¿Alguna vez te despertaste así... sudando y con las hormonas hasta el tope? ¿Tus fantasías eran con personas reales o gente famosa?

Yo solía soñar con personajes de las series que veía XD XD

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