Ileana
«Yo no te pido la luna» comienza a sonar, arrancándole otra sonrisa involuntaria. Esta es una sonrisa distinta, no esa que provoca el recuerdo del primer amor, sino una que le pertenece a su primera compinche de aventuras, aquella con la que entonaba esta canción mientras compartían un palo de escoba a modo de porte para su micrófono imaginario.
Es infalible que pensar en Ileana le hinche el pecho con alegría y cariño, porque sin ella no hubiera sobrevivido a la ausencia de Fabiola.
Ileana siempre estuvo ahí; siempre. Antes, durante y después de Fabiola. Cuando los papás de Andrea todavía vivían y ella estaba convencida de que la abuela era el alma mas noble del planeta —porque en ese entonces solamente la visitaba los fines de semana—, Ileana llegaba para jugar con ella.
Cuando perdió a sus padres y tuvo que mudarse, cambiar de escuela y recomenzar su vida en condiciones muy distintas a las que había conocido, Ileana estuvo ahí para intentar hacer sus tardes más llevaderas; para invitarla a su casa a jugar cuando la abuela se ponía insoportable, para compartirle sus juguetes y contarle sus teorías sobre cómo funcionaba el mundo.
Ileana era muy pequeña para saber de ciencia, pero eso no impedía que tuviera teorías que explicaban los sucesos inverosímiles que vivían los personajes de sus caricaturas favoritas.
A diferencia de Fabiola, a quien solamente veía en la escuela y de vez en cuando en vacaciones, Ileana estaba presente en todas sus tardes y en sus fines de semana. También a diferencia de Fabiola, y de todos sus compañeros de la escuela, Ileana tenía su misma edad.
Andrea había entrado a la primaria antes de cumplir los cinco años, por lo que era la más pequeña de su salón y constantemente se sentía en desventaja, como si los demás supieran cosas que ella ignoraba. Eso la había vuelto retraída desde el principio de su experiencia escolar, pero después de perder a sus padres, se volvió aún más consciente del abismo que le separaba de sus compañeros.
Con Ileana, sin embargo, sentía que podía ser ella misma, decir lo que pensaba sin temor a burlas; hablar de las mismas caricaturas, los mismos chistes inocentes y los mismos descubrimientos sobre el mundo de los adultos.
Estaba con Ileana cuando una terrible comezón en las manos les hizo entender, por fin, porqué nadie les dejaba tocar las hojas de la planta de Chaya que colgaban de la barda de la casa de enfrente. Estaba con Ileana cuando ambas se enteraron, por culpa de un comercial de televisión, de qué era la menstruación. Estaba con Ileana cuando se robó un globito del cajón de Pascual y al inflarlo resultó tener un sabor amargo, horrendo, y una forma extraña, con una punta bombacha que nunca se terminaba de inflar. Y también estaba con Ileana, cuando asistió a la fiesta de Año Nuevo que nunca olvidaría.
Aquel magno evento para recibir el año 1990, había sido patrocinado casi en su totalidad por Enrique, el hermano de Ileana, que era diez años mayor que ambas, y cuyo sueño para empezar la década era organizar la fiesta más grande que la colonia hubiera visto en su historia.
Para lograr su objetivo, Enrique trabajó en el taller de zapatos de sus papás por seis meses, ahorrando cada centavo que recibía. Con el dinero que logró reunir, rentó mesas, sillas, y el equipo de luz y sonido, pero al darse cuenta que no le alcanzaría para nada más, convenció a sus amigos de llevar botanas y a los adultos de encargarse del alcohol.
Andrea no recordaría la comida ni cuánto alcohol habían bebido los adultos, tampoco recordaría los dos o tres percances que tuvieron lugar esa noche. Lo que Andrea recordaría por el resto de la década era la música: «Tímido», «Las manos quietas», «Oh mamá, ella me ha besado» y un sinfín de canciones icónicas de los ochentas, que se habían fundido en su memoria, porque bailarlas con Ileana había sido la experiencia más divertida de sus nueve años de vida. También recordaría la ilusión de cámara lenta que creaban los flashazos intermitentes del reflector de luz estrobo, cuyo nombre no aprendería hasta años después. Recordaría los complejos cambios de luces que iban a la perfección con la música y el humo artificial que cubría el piso de vez en cuando.
Aquella había sido su primera fiesta de adultos, pero Andrea estaba segura que ninguna otra la superaría jamás. También había sido la primera vez que Andrea se había sentido verdaderamente feliz desde que había perdido a sus padres.
Durante las horas que estuvo bailando, se había olvidado por completo de la tristeza que le ocasionaba pensar en ellos, de los gritos de la abuela, de sus sentimientos embotellados, de la ausencia de Fabiola y del abismo que le separaba de sus compañeros de la escuela. Y con el corazón así de ligero, había recibido una nueva década.
El primero de enero de 1990 Andrea e Ileana fueron las dos últimas almas bailando. Incluso cuando el sueño y el cansancio se habían apoderado de ambas, no podían parar de bailar, reír y cantar.
Los adultos se marcharon, los cañones de luz y sonido se apagaron y las luces de la casa ya estaban encendidas, pero ellas seguían en pie. El DJ, que a esas alturas ya las consideraba la mejor audiencia de su carrera artística, decidió empacar primero sus cañones para poder mantener la música hasta que fuera hora de desconectar su consola y terminar de empacar sus enormes bocinas, sus cables y su mezcladora.
Eran las cuatro y media de la mañana cuando la música por fin paró, y ninguna de las dos quería irse a dormir. Para entonces, Enrique y Landy, que eran mejores amigos, estaban terminando de desarmar las mesas, apilar las sillas, barrer, trapear y regresar los muebles de la sala y el comedor a sus lugares correspondientes.
—Y yo que pensé que sería difícil mandar a los borrachines a dormir —decía Enrique mientras cargaba uno de los extremos del sofá de su mamá—. Jamás imaginé que las más difíciles de correr serían las pulgas.
—A los borrachines se los llevaron sus esposas, a estas dos ¿quién las corre? —respondió Landy, cargando con menos trabajo y menos quejas que Enrique, su lado del sofá.
Esa había sido la última pieza que tenía que quedar en su lugar, así Landy comenzó a tronar los dedos.
—¡Vámonos, pulga, que ya de por sí me van a dar una cantaleta por haberte traído!
Andrea e Ileana se abrazaron como si nunca fueran a volver a verse.
—Adiós, adiósss —Se dijeron mutuamente, haciendo de su despedida, un drama digno de una telenovela.
Landy la agarró del brazo y se la llevó casi a rastras, negando con la cabeza.
Cuando entraron a su casa, Landy se encargó de supervisar que Andrea se cepillara los dientes, se pusiera las pijamas y se metiera a la cama, pero la pila le duraría hasta el amanecer. Andrea se quedó acostada, quietecita, contemplando la ventana hasta que el sol salió. Aunque el año nuevo había llegado horas atrás, ella sentía que ese primer rayo de sol había traído consigo la nueva década. Fue entonces que el cansancio por fin le ganó y ella logró dormir.
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«Se cómo duele» de Karina comienza y entonces los recuerdos de Andrea saltan al verano de 1990.
Esa tarde de agosto su conversación había comenzado como algo sencillo, Andrea había ido al cine con Landy a ver «Ghost, la sombra del amor» y seguía tan fascinada con la película, que no podía dejar de hablar de ella. Sin embargo, casi sin darse cuenta, su discusión se volvió mucho más seria de lo que correspondía a dos niñas de nueve años, y comenzaron a hablar sobre el alma y el mas allá. Fue entonces que Andrea le dijo a su amiga algo que nunca había dicho en voz alta.
—A veces sueño con el accidente de mis papás. Que estoy con ellos en el carro. Puedo ver el camión viniendo a toda velocidad, sentir cuando se estrella contra el costado del carro. Veo pedacitos de vidrio volando en cámara lenta. Y luego veo el funeral de los tres.
Ileana no dijo nada.
—Cuando despierto pienso que así debió suceder, que debí estar con ellos.
—Te dejaron a cargo de tu abuela para que no te pasara nada mientras ellos se iban de fiesta —respondió Ileana—. ¿Lo sabes, no?
Andrea asintió en silencio.
—Tus papás te salvaron del accidente, Andy. Si de verdad hay algo más allá, estoy segura de que los torturas cuando deseas haberte muerto con ellos.
Andrea no respondió, pero las palabras de Ileana la sacudieron tanto, que decidió no volver a mencionar que a veces deseaba haberse muerto junto con sus padres; dejar de desearlo, sin embargo, le tomó varios meses de esfuerzo.
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«La última luna» de Emmanuel, la rescata de ese recuerdo y la lleva a un año más tarde, al evento mas esperado del verano de 1991.
Desde semanas antes de que sucediera, parecía que lo único de lo que se hablaba en la radio, en la televisión y en la colonia, era el eclipse total de sol que podría verse en gran parte del país. Y aunque en Yucatán solamente se apreció parcialmente, ella y su amiga tuvieron un espectáculo inesperado en el patio de la casa de Ileana.
Ambas estaban perfectamente equipadas con sus «lentes para eclipse», y les carcomían tanto las ganas de usarlos, que se los ponían a cada rato aunque todavía no era hora.
Mientras esperaban a que comenzara, correteaban por el patio, entre los haces de luz que se colaban por las láminas del techo del taller, que estaban picadas gracias al paso del huracán Gilberto y tenían mas hoyos que una coladera.
—¡Mira! —dijo Ileana, emocionada, señalando el suelo cuando el eclipse comenzó.
Docenas de diminutas medias lunas iban cambiando de forma, evolucionando junto con el eclipse.
Mientras ellas intercalaban el uso de sus lentes con el espectáculo del piso, don Bartolo, el papá de Ileana, comenzó a platicarles sobre las leyendas mayas en torno a los eclipses.
—Nuestros ancestros creían que cuando la luna mordía al astro rey: Kinich Ahau —dijo el hombre con una voz profunda, perfecta para traer a la vida las leyendas de los antepasados—, era señal de conflicto, mal agüero; sequía, guerra, muerte.
Después les contó cómo los mayas creían que durante los eclipses, bajaban aves del cielo que arrancaban los ojos de los humanos, dejándolos ciegos.
Don Bartolo no se enteraría nunca, pero esa tarde había sembrado una semilla de curiosidad que haría que Andrea buscase más información sobre la cultura maya.
Unos años más tarde, el tema se convertiría en su gran pasión y finalmente, en su carrera.
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El casete se termina a la mitad de «1 + 1 = dos enamorados». Andrea se ríe, negando con la cabeza. «Qué bueno que nunca quise ser DJ», piensa. «Me hubiera muerto de hambre».
Momento nerd: Los mayas consideraban que los eclipses eran señales enviadas por los dioses para anunciar peligros futuros. Según las creencias, un eclipse solar auguraba sequía, guerra o muerte, mientras que los eclipses lunares eran especialmente dañinos para las mujeres embarazadas y los niños.
Entre los rituales que realizaban, había danzas porque estaban convencidos de que el ruido ayudaría a que el sol despertara más rápido, mientras que durante los eclipses de luna, a las embarazadas, les ponían un trozo de obsidiana para proteger a sus hijos.
Si tienen oportunidad de escuchar este podcast sobre una leyenda maya llamada «El eclipse y el zompopo», creo que podría gustarles: https://go.ivoox.com/rf/93275167
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