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Gilberto, el huracán del siglo

Andrea abre el recorte de periódico que estaba dentro de la lata de galletas: «El Huracán del Siglo azota Yucatán y Quintana Roo». Andrea toma asiento mientras sus ojos se desplazan por el primer párrafo del artículo: «Durante su paso lento y devastador sobre la Península de Yucatán, el Huracán Gilberto, ahora también llamado el huracán asesino y el super huracán, dejó cerca de 35 mil damnificados, 60,000 viviendas destruidas y daños millonarios en la región». Andrea continúa leyendo, recogiendo datos que en su niñez no podían haber significado gran cosa: «Categoría 5», «Más de 800 kms de diámetro», «vientos superiores a 280 kph con rachas de hasta 330 kph».

A pesar de lo impresionante que había sido el siniestro, Andrea recuerda el paso de Gilberto con una cierta nostalgia, gracias a Landy y a Pascual, quienes pasaron la noche entera jugando «Serpientes y escaleras», «Damas chinas» y «Memorama» con ella; inventando canciones, contando chistes y aprovechando algunas horas de la pila de sus linternas para hacer sombras chinas sobre la pared. Era simplemente imposible estar asustado cuando Landy contaba chistes o cuando Pascual le cambiaba la letra a las canciones que estaban de moda.

Lo que en realidad le apachurra un poco el corazón, es recordar los días anteriores a que Gilberto entrara a Mérida, eso y el caos que imperó en las semanas subsecuentes al paso del huracán.

Al principio, cuando la noticia comenzó a circular, los vecinos aseguraban que el huracán no le pegaría a la península; después, decían que a Yucatán le tocaría únicamente la colita del siniestro. Y cuando resultó ser un hecho innegable que Gilberto pasaría sobre la península, vinieron las palabras que se quedaron impresas en la mente de Andrea por haber sido las más ridículas y alejadas de la realidad: «No hay nada de qué preocuparse, total, aquí nunca pasa nada».

Unas horas antes de la entrada de Gilberto, sus tíos y la abuela corrían de un lado a otro de la casa, cada uno con tareas especificas: Landy estaba a cargo de desinstalar y guardar los dos tanques de gas, cubrir los espejos y subir los documentos importantes a los niveles más altos de los armarios.

Pascual tenía que clavar hojas de triplay sobre las ventanas para protegerlas, reforzar las puertas con trancas y bloques, y una vez terminada esa tarea, tenía que meter del patio, las cosas pequeñas que corrieran riesgo de convertirse en proyectiles si se las llevaba el viento.

La abuela Minerva recorrió cada habitación de la casa para recolectar pilas de varios tipos y voltajes, velas y veladoras de diversos colores y tamaños, cerillos y encendedores. Al ver que no serían suficientes, se fue a la tienda por más y regresó también con dos bolsas de hielo que metió, haciendo uso de la fuerza bruta, en el congelador. Después llenó con agua sus ollas más grandes, cubetas y palanganas. Finalmente, cuando la tarde ya estaba cayendo y el viento estaba comenzando a soplar con más fuerza de lo normal, metió a sus gallinas y las encerró en la bodega.

En medio del tumulto, a Andrea le habían encargado dos cosas: que no hiciera preguntas y que no se metiera en el camino de nadie. Ella estaba segura de que pudo haber ayudado con cosas pequeñas como la búsqueda de pilas o meter a las gallinas, pero nadie quiso encargarle ninguna responsabilidad.

Con tal de no estorbar, Andrea se sentó en el comedor con unas hojas blancas y unos lápices para colorear, pero nunca logró dibujar nada; estaba un poco aturdida y otro tanto asustada de ver a los demás tan ocupados con sus respectivas tareas.

El momento que más le impactó, sin embargo, fue cuando Pascual cerró la puerta que dividía la cocina, la bodega y el baño del resto de la casa. Andrea sabía que esa puerta existía, porque la había visto toda la vida, pero nunca la había visto cerrada y mucho menos barricada.

Y entonces llegó el monstruo que se quedaría instalado por varias horas sobre la ciudad, azotándola violentamente con viento, lluvia y obscuridad.

Al día siguiente, lo primero que hizo al despertar, fue correr hacia la cocina. Durante la noche, mientras jugaban una partida de Damas Chinas, los cuatro habían pegado un brinco al escuchar un estruendo en la cocina, pero Pascual la distrajo rápidamente y ella apenas logró escuchar a la abuela Minerva decir: «la palma».

Al salir al patio, Andrea comprobó con tristeza que la abuela Minerva había tenido razón. La enorme palma de coco se había caído, tirando varias de las láminas del techo de la cocina y parte de la pared, pero eso no era lo único que se había caído: el árbol de ciruela, el de tamarindo, el de naranja, el de mandarina y el de granada, estaban todos patas pa'arriba, tirados sobre sus costados y con las raíces al aire. El de tamarindo se había llevado parte de la albarrada y el de naranja había roto un pedazo de la batea.

Pascual tenía un machete en la mano y estaba cortando las ramas de uno de los árboles caídos, mientras que dos vecinos estaban discutiendo cuánto le cobrarían a la abuela Minerva por cortar palma de coco y llevar a tirar los pedazos.

Andrea volteó hacia su izquierda. A tres casas de distancia, podía distinguir el patio de la casa de Ileana. Sus papás, que eran zapateros, tenían un modesto taller en su patio, cuyo techo era de láminas sostenidas por unas cuantas columnas raquíticas de madera. Andrea sintió un nudo en el estómago al ver que el taller entero parecía haber volado la noche anterior.

Una de las gallinas cacareó junto a ella y al bajar la mirada, Andrea pudo haber jurado que la pobre ave estaba tan confundida y asustada como ella.

Andrea corrió hacia el extremo opuesto de la casa, tenía que ir a ver a Ileana y a sus papás para averiguar cómo estaban. Cuando pasó por la terraza, se encontró con Landy, que estaba sacando agua con un jalador.

Unos instantes más tarde, al poner el primer pie en la acera, el agua le llegó varios centímetros arriba de los tobillos. Era agua sucia, color chocolate que acarreaba lodo, basura y desechos desbordados del alcantarillado, pero eso no parecía importarle a los niños de la casa de enfrente, que estaban en calzones, saltando, zambulléndose y nadando en ella, como si se tratase de un río o una alberca.

Andrea no daba crédito a lo que sus ojos estaban viendo. Por todos lados había postes de luz y árboles caídos. Pertenencias de sus vecinos flotando junto con documentos y ramas de árboles. Autos abandonados a media calle con las ventanillas abiertas, porque se habían estancado y sus dueños habían tenido que salir sin abrir las portezuelas.

La casa de los papás de Ileana se encontraba en la parte más honda del declive de su calle, y era, por consecuencia, la que se había inundado de manera más dramática. Cuando Andrea llegó a su puerta, vio a su amiga, a su hermano Enrique y a sus papás, usando cubetas para intentar sacar el agua, pero tardaban más en llenar una cubeta, que en que el agua de la calle volviera a entrar.

Andrea no se atrevió a distraerlos siquiera, se regresó sobre sus pasos y siguió de largo hasta la casa abandonada de la esquina, a esa le había ido peor que a todas: la mitad de la fachada se había caído en pedazos.

Los siguientes días no hubo escuela, ni electricidad, ni diversión de ningún tipo. Los días eran largos y las noches eran aburridas. Ir en busca de más bolsas de hielo para conservar la poca comida que les quedaba en la nevera, era una travesía con varios niveles de complejidad, entre ellos: encontrar una tienda que todavía tuviera productos a la venta y sortear los múltiples obstáculos que se encontraban en la calle.

Bañarse a jicarazos no era cosa nueva, pero ahora significaba hacerlo racionando el agua limpia que les quedaba, además de aguantar que estuviera fría porque el gas estaba destinado únicamente para cocinar. La radio se escuchaba esporádicamente y no era ninguna estación de música, sino la del ayuntamiento para saber cómo iba la restauración de los servicios públicos.

Cuatro días después, cuando el aburrimiento le llegó hasta la coronilla y consideró comenzar a quejarse sobre lo injusta que era la vida, Andrea leyó la primera plana del periódico del día anterior, que estaba sobre la mesa de la cocina. De todo lo que leyó, solamente un número llamó su atención: «40 muertos».

Andrea pensó en sus papás. Se preguntó si esos 40 muertos eran padres y madres de niños y niñas como ella, y entonces se tragó todas sus quejas. Ella estaba bien, sus tíos estaban bien, su abuela estaba bien. Las pocas personas que conocía, adultos o niños, estaban bien.

Fue a su habitación, tomó sus tijeras y regresó a la cocina. Cortó el artículo y volvió con él a su habitación para guardarlo dentro de la lata de galletas, que en ese entonces, solamente contenía corcholatas de los Looney Tunes; lejos estaba aún el día en que lograría conseguir su yo-yo rojo de la Coca-Cola.

El huracán Gilberto en verdad tuvo un paso devastador en la Península de Yucatán. Aún recuerdo lo impresionantes que resultaban los sonidos de cosas volando por los aires y estrellándose contra las casas.

Aquí les dejo unas imágenes de algunos de los destrozos en Mérida y en Puerto Progreso.

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