Frente a la casa
Inmóvil frente a la casa de su Abuela, Andrea observa con detenimiento la fachada que hace muchos años fue de color ocre brillante y ahora se encuentra desgastada y carcomida como resultado del inclemente azote del sol.
«¿Entonces? ¿Planeas quedarte aquí parada todo el día?», reta la voz de su interior, con su acostumbrado tono tajante. Andrea deja de apoyar su peso sobre su pie izquierdo para hacerlo sobre el derecho, mientras juguetea con las llaves que han estado en su mano por largo rato.
Las grietas que serpentean por la fachada parecen haberse hecho más profundas desde la última vez que estuvo aquí. Sobre el piso de la terraza yace una capa gruesa de polvo y hojas secas que se han desprendido del árbol de guayaba de la casa de la vecina. La complejidad de las telarañas que se extienden entre los rosales del jardín, son la cereza sobre el pastel que termina de crear una injusta apariencia de años de abandono.
«Tienes cuarenta años», reprende la voz de su interior: «no puedes seguir temiéndole a una casa de esta manera».
Pero Andrea sabe a la perfección que no le tiene miedo a la casa: no le teme a sus paredes ni a sus pisos; no le teme a sus telarañas ni a sus muebles viejos, sino a los recuerdos, a los olores, al modo en que su corazón se apachurra cuando la luz del sol pega en un cierto ángulo al colarse por las ventanas de la que fue su habitación hace tantísimos años.
Hasta ahora, Andrea está conforme con el modo en que ha manejado la noticia de la muerte de la abuela Minerva: desde el momento en que recibió la llamada de su prima Omara, hace 48 horas, hasta ahora, se ha mantenido entera, como la adulta serena que le encanta creer que es.
Sin embargo, teme que poner pie dentro de la casa traiga de regreso el hueco insaciable que vivió dentro de su pecho durante su infancia y gran parte de su adolescencia; ese al que bautizó como: «el agujero negro» porque era un monstruo invisible e incomprensible que se tragaba todo lo que tocaba, incluyendo la poca felicidad que conoció en esos primeros años de vida.
Andrea se frota los ojos, intentando ahuyentar el latigazo de cansancio que ha estado azotándole la cabeza por varias horas. ¿Y cómo no iba a estar agotada? Había recibido la llamada de Omara a las 2 de la mañana, tiempo de Roma, había saltado de la cama y corrido a su laptop para buscar el vuelo más inmediato a Mérida. Lo más próximo que había podido encontrar —en el rango que su salario de conservadora de museo le permitía costear— había sido un vuelo de casi 19 horas de duración, haciendo dos escalas y utilizando tres aerolíneas distintas.
Había salido de Roma a las ocho de la mañana y, gracias a la magia de la diferencia de horarios, había aterrizado en Mérida apenas pasadas las ocho de la noche, tiempo de Yucatán.
Andrea no durmió durante el vuelo. Desde que se había despertado con la llamada de su prima, su subconsciente había estado trabajando a marchas forzadas para no permitirle ir a ese espacio de su mente en el que alojaba los recuerdos de los años que vivió con la abuela Minerva.
Andrea sabía que pensar en la abuela significaba repasar los gritos, las peleas, los bofetones, las amenazas y los castigos. Su abuela no había sido la persona más cariñosa del mundo y ella no había sido la adolescente más fácil de criar. Su relación había sido tan caótica, que su amor por ella le hacía pensar, invariablemente, en el Síndrome de Estocolmo.
«No creo que amor sea la palabra indicada», dijo la voz de su interior: «Cariño, quizás; respeto, difícilmente». Una pizca de afecto, dos gramos de agradecimiento y tres cucharadas soperas de dependencia, eran en realidad las razones que la habían empujado a hacer este viaje tan largo para asistir a su funeral.
Horas atrás, cuando Andrea por fin tocó suelo mexicano, la prima Omara la recogió del aeropuerto y la llevó a su casa. Después de cenar con ella y su esposo, darse un baño y ponerse una muda de ropa limpia, los tres se fueron juntos a la funeraria a eso de las diez de la noche.
Para sorpresa de Andrea, el lugar estaba colmado de gente. Entre familiares, amigos, conocidos y vecinos, había más de cincuenta personas reunidas para darle el último adiós a la abuela Minerva.
La lista de familiares comenzaba con la tía Landy y el tío Pascual, los hermanos menores de su papá; después estaban los primos, que con Omara sumaban seis, más sus respectivas parejas, hijos y familiares políticos, esos que nunca faltaban en las congregaciones mientras hubiera comida y bebidas de por medio.
Después estaban los vecinos que habían tenido una relación más o menos cordial con la abuela Minerva:
Doña Effie, la eterna sonsacadora de las señoras de la colonia, quien donaba buenamente su terraza los sábados por la noche para que pudieran beber y quejarse juntas de la vida, los hombres y los hijos.
Doña Eulalia, a la que nunca se le escapaba absolutamente nada de lo que sucediera en su calle. Así la llamaba ella: SU calle, y se tomaba muy enserio la posesión y el control de la misma, atenta desde su ventana a las infracciones que cometían los transeúntes. Era ella quien, invariablemente, acusaba a Andrea cuando estaba haciendo algo indebido, como escalar un árbol, jugar al trompo con los niños o entrar con una de sus amiguitas a la casa «embrujada» de la esquina.
Don Darvelio, el dueño del pastor alemán más gigantesco y maldito que existió jamás: ese que había perseguido a Andrea por media cuadra a sus ocho años, sacándole el peor susto de su vida.
Finalmente estaban los vecinos que simplemente no tenían nada mejor qué hacer en la noche de un martes, y otros conocidos que Andrea alguna vez había escuchado nombrar como protagonistas de las múltiples historias que a la abuela Minerva le encantaba contar.
Entre un café y otro, Andrea estrechaba manos, besaba mejillas cuando la ocasión lo ameritaba, o hacía plática ligera con alguno de sus torturadores de la infancia. Luego pasaba a la siguiente persona para volver a comenzar el ciclo.
A las nueve de la mañana se habían ido en caravana al cementerio.
Mientras los tíos y vecinos caminaban en silencio hacia el lote de la familia, Andrea, Omara y sus dos hermanas menores y los tres varones del tío Pascual, se habían congregado alrededor de las señoras que vendían flores en la entrada del cementerio. Cada quien había comprado un pequeño ramo antes de continuar su paso hacia el lugar que sería la morada final de la abuela.
Mientras las rezadoras hacían lo propio, Andrea observaba a sus seis primos, que estaban desechos en llanto.
«Por supuesto, ninguno de ustedes conoció su ira, bola de nietos perfectos», pensó con un resentimiento que no estaba consciente de guardarles.
Pero era verdad: ni Omara ni sus hermanas ni los tres hijos del tío Pascual habían tenido la misma versión de la abuela Minerva que le había tocado a ella.
Para sus primos, la abuela había sido consentidora, bonachona y hasta divertida; la visitaban cada segundo fin de semana por lapsos de dos o tres horas, pasaban la cena de Navidad y Año Nuevo con ella, y la visitaban muy brevemente en el Día de las Madres, para luego irse a sus casas a celebrar a sus propias mamás.
Y en esas dosis tan pequeñas, la abuela Minerva podía ser un verdadero encanto, como lo fue para ella antes de la muerte de sus padres.
Andrea en cambio, desde sus siete años hasta los veintiuno, se había tenido que chutar cada uno de los 365 días de cada año con ella.
Andrea era quien se había despertado todos los días a grito pelado y quien había recibido cargamentos diarios de neurosis; era quien había crecido con miedo a comer sandía por las noches porque eso la enfermaría, a abrir el refrigerador cuando estaba calurosa porque le daría artritis, o a estirarse después de comer porque se le reventaría una tripa.
Era Andrea quien había sido víctima de constantes invasiones a la privacidad de sus cajones, sus libretas de la escuela y la cajita metálica de galletas en la que guardaba sus más preciados tesoros; Andrea había sido la receptora constante de los traumas y miedos que su abuela había acumulado durante décadas enteras.
Cuando el ataúd de la abuela tocó el suelo, los tíos, primos y vecinos pasaron, uno por uno, a darle sus respetos y a despedirse de ella.
Andrea pospuso la tarea tanto como le fue posible, hasta que la tía Landy le insistió en que era momento de pasar.
Andrea dejó las flores sobre la tierra, hizo un poco de tiempo, bajando la cabeza y cerrando los ojos, pero su mente estaba en blanco. No podía pensar en nada que quisiera decirle para despedirse; nada agradable, por lo menos.
Y tampoco tenía lágrimas para llorarle.
La ironía era una desgraciada, eso siempre lo había sospechado, pero ahora lo estaba comprobando en carne propia. Durante toda su niñez, cada vez que se caía, se enfermaba o se le rompía el corazón, la abuela Minerva le sentenciaba: «¡Deja de llorar! ¡Guárdate esas lágrimas para mi funeral!». Y ahora que por fin era el día, no había una sola que quisiera salir a rendirle honores.
Andrea estuvo a nada de soltar una carcajada al recordar esa frase, pero logró mantener la compostura. Si ya de por sí era la apestada de la familia, reírse frente a la tumba de la mujer que la crió hubiera grabado su fama de «oveja negra» en piedra.
Saliendo del cementerio, quienes todavía tenían energías se fueron a casa del tío Pascual, él y su mujer habían preparado botanas, refrescos y cervezas para quienes quisieran seguir honrando la memoria de la abuela Minerva.
A este último evento, asistieron casi en exclusiva familiares cercanos, a excepción de dos vecinos que Andrea identificaba a la perfección por haber sido los metiches mas insufribles que había conocido en su vida entera.
Era mediodía cuando el cansancio se volvió casi imposible de sobrellevar. Entró al baño, se lavó la cara, se echó agua fría en la nuca y se secó muy bien antes de volver a salir.
Cuando pasó por la sala, se detuvo a contemplar las fotos que colgaban de la pared. Lo normal: una de la boda del tío Pascual, en la cual están los novios en el centro y los familiares de ambos rodeándolos —incluyendo la versión de 13 años de edad de Andrea—. Los bautizos de cada uno de sus hijos, algunas fiestas de cumpleaños y Navidades, su viaje a Disneylandia cuando sus hijos estaban pequeños, las graduaciones universitarias de cada uno, y una foto enorme de la boda del mayor.
La letra de la canción «el ciclo sin fin» del Rey León, vino a la mente de Andrea y una vez más estuvo a nada de reírse sola.
«Así de trasnochada estás, que hasta te das gracia», dijo la voz de su interior.
Había una foto que desentonaba con el motivo de momentos familiares: era un retrato de la abuela Minerva en blanco y negro de cuando tenía, probablemente, la edad que Andrea tenía ahora.
La abuela tenía el cabello suelto, ondulado y muy negro; le caía unos centímetros abajo de los hombros. Llevaba las cejas perfectamente depiladas, estaba apenas maquillada y su pose era elegante, imponente. Se veía guapa, confiada, llena de vida. De no ser por los ojos verdes, Andrea podría haber jurado que se trataba de María Felix.
—Mucha gente dice que se parece a La Doña en esa foto —dijo Omara, que se había materializado de la nada a su lado.
—Eso mismo estaba pensando —respondió Andrea cuando logró reponerse del mini paro cardíaco que su prima le había provocado.
—Excepto por los ojos verdes —dijeron las dos al mismo tiempo.
Se rieron.
—Te pareces un chorro a ella —aseguró Andrea, mirando el retrato una vez más.
—¿Tú crees? —preguntó su prima, intentando ocultar una sonrisa.
Andrea asintió.
Esta era una de las conversaciones más largas que habían tenido en persona.
De pequeñas no se llevaban bien, quizás porque Andrea era once años mayor y además, culpaba secretamente a Omara de haberle robado el amor, la atención y el tiempo de la tía Landy, que había sido lo más parecido a una hermana mayor para ella.
Ya de adultas, y gracias a las bondades de la tecnología, Andrea y Omara se habían reencontrado y habían intercambiado cantidades tremendas de «me gusta» y comentarios mordaces en las redes sociales. Más adelante, habían tenido largas conversaciones en formato de mensajes de WhatsApp, algunas llamadas telefónicas y un par de videollamadas.
—Oye —Comenzó a decir Omara con mucha cautela—. Mi mamá y el tío Pascual van a ir a sacar las cosas de la casa, ya sabes: vender muebles, donar ropa, tirar lo que sea basura.
Andrea asintió, presintiendo hacia dónde iba la conversación.
—Toma —Omara le entregó un llavero del cual colgaban cinco llaves—. Por si dejaste ahí cosas que quieras rescatar; mi mamá y el tío Pascual no son especialmente sensibles para identificar el valor de las pertenencias ajenas.
«Si lo sabré yo», pensó Andrea, que vivió con ellos en sus respectivas adolescencias, mucho antes de que se convirtieran en los padres de familia semi-respetables que eran hoy en día.
—Gracias —respondió, inquietándose con la idea de tener que ir a la casa, sola.
Le había tomado hora y media armarse de valor para pedir un Uber que la trajera hasta el otro lado de la ciudad.
Al llegar, le había pedido al conductor que se detuviera en la cuchilla, a media cuadra de la casa. De ahí, había caminado con lentitud, mirando con una mezcla de curiosidad y asombro, el modo en que las fachadas de las casas habían cambiado en los últimos años.
Los vecinos que habían asistido al funeral habían vivido en esta colonia, en estas casas; pero todos se habían ido mudando poco a poco. La abuela Minerva había sido la última de ese grupo, hasta que, ahora también ella se había marchado.
«El último en salir, que apague la luz», piensa Andrea mientras está parada, contemplando la casa y jugueteando con las llaves, sin encontrar valor para entrar.
Su celular comienza a sonar y ella se apresura a buscarlo entre las cosas que tiene regadas dentro de su mochila de viaje. Al dar con él, ve en la pantalla iluminada la foto de su esposa con su sobrenombre de cariño escrito en letras blancas.
Andrea mira su reloj, son poco más de las dos de la tarde, hace cuentas en su mente, en Roma son las nueve de la noche.
—Domino's Pizza, ¿le puedo tomar su orden? —pregunta Andrea al contestar.
—Sí, mira, necesito una docena de pizzas grandes para una fiesta que voy a dar ahora que estoy de soltera —responde su esposa.
Andrea se ríe.
—Omara me mandó un mensaje para avisar que ibas a ir a la casa —dice la voz cansada al otro lado de la línea—. Y conociéndote, eres capaz de pasar una hora ahí parada sin agarrar valor para entrar.
—Media es mi límite —dice Andrea, suspirando, bajando la cabeza y acariciándose la frente con la misma mano con la que sostiene las llaves, provocando que éstas suenen al chocar entre ellas.
—¿Quieres que te acompañe a entrar? —pregunta su esposa con voz gentil.
—Sí —responde Andrea—. Por favor, que me tiemblan las piernas de solo pensarlo.
—De acuerdo —dice su esposa—. Primero respira y luego vamos un paso a la vez.
Andrea inhala tanto aire como se lo permiten sus pulmones y luego lo suelta lentamente.
Entonces da el primer paso.
Como en todas las historias que he subido hasta ahora, ésta se desarrolla en Mérida (Yucatán), así que iré dejando algunos aestethics al final de los capítulos para ayudara ilustrar algunas cosas que quizás sientas lejanas.
Comencemos por la casa de la abuela. Aunque debo confesar que por mucho que intenté, no encontré una que tuviera la estructura y el color, así que me decidí por una con la estructura adecuada y tendremos que imaginar que es ocre, como la fachada del cementerio que también te dejo aquí.
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