Fatum
Al abrir la puerta de la casa, Andrea encuentra el interior tal como lo recordaba. Exactamente igual. Los muebles son los mismos con los que creció: el juego de sala rústico de madera de pino con acabado de cera obscura, con cojines y almohadones de un color que alguna vez fue ocre, como el de la fachada de la casa. La mesa del comedor para ocho personas, acompañada por el trinchador que le hace juego y la vajilla de lujo que va dentro de él, esa que solo salía para cenas importantes; todo está ahí, en su lugar de siempre, como hacía más de tres décadas.
Hay una fina capa de polvo cubriendo el suelo y los muebles, un cierto espesor en el ambiente que es consecuencia de la humedad encerrada, y un sutil olor a enfermedad... no, no a enfermedad sino a sufrimiento.
La mente de Andrea se siente repentinamente débil. El olor a abandono es uno con el que no sabe lidiar apropiadamente; el olor a abandono le recuerda la casa de sus papás, la última vez que la visitó, a sus siete años, cuando recién habían fallecido. Ese día ella y la abuela Minerva habían tenido que ir a hacer lo mismo que el tío Pascual y la tía Landy harán en esta casa en un par de días más.
—Respira —dice su esposa, adivinando las reacciones de Andrea desde el otro lado del mundo—. Es sólo una casa, solamente necesitas estar ahí unas horas para decidir qué hacer con tus cosas. Dentro de dos días ya vas a estar de regreso aquí, en mis brazos.
«A salvo», piensa Andrea mientras sigue el consejo de su esposa y respira. En su mente, intenta separar los tiempos y los eventos. Esta no es la muerte de sus padres. Este no es territorio del agujero negro.
Andrea cierra la puerta principal, abre las cortinas y las ventanas de la sala para permitir la entrada de un poco de aire fresco. Deja su mochila sobre la mesa del comedor y luego se pasea por la casa entera, abriendo más cortinas y ventanas, evitando conscientemente, entrar a la habitación de su abuela.
Con la luz del sol vespertino entrando por las ventanas, la casa no parece tan lúgubre como hace unos minutos.
—Me puedo quedar contigo mientras tomas tus cosas y sales de ahí —Ofrece su esposa.
—No —responde Andrea—. Puedo escuchar tu cansancio hasta acá, seguro quieres darte un baño, cenar y acostarte a dormir. Voy a estar bien. Me ayudaste en la parte más difícil.
—¿Dormir? ¿Cómo crees? —Un bostezo la traiciona—, si voy a dar una fiesta para toda la cuadra ahora que la aburrida de mi esposa no está aquí.
—No sé cómo decirte que la docena de pizzas no va a llegar nunca —responde Andrea.
Después de una despedida cariñosa, Andrea cuelga y deja el teléfono en la mesa del comedor, al lado de su mochila de viaje. Ahora, a solas en la cuna de sus peores recuerdos, decide mirar a su alrededor con cuidado, tomándose el tiempo de absorber lo que va encontrando.
A su derecha, en la esquina más cercana a la puerta, está el altar en el que su abuela encendía veladoras para sus difuntos: la bisabuela, a quien Andrea nunca conoció; el tío-abuelo, hermano mayor de la abuela; Mauricio, el papá de Andrea; Pilar, la mamá de Andrea, estaba ahí únicamente por asociación, no por lazos de cariño como los demás. La abuela Minerva nunca la quiso, pero dado que la familia de Pilar no era religiosa, ella había asumido la responsabilidad de cuidar de su alma, ya que nadie más lo haría. La pared y el techo de esa zona están manchados con el hollín resultante de años de veladoras encendidas diariamente.
A su izquierda se encuentra el mueble sobre el cual han descansado varios televisores que han sido reemplazados con el paso de las décadas.
El área que conforman la sala y el comedor, está separado del resto de la casa por un enorme juguetero de caoba con soportes torneados y múltiples repisas que la abuela siempre había mantenido colmadas de chucherías: vasijas, souvenirs que sus hijos y nietos le traían de sus viajes, fotos, treinta tomos de una vieja enciclopedia, e incluso, algunos textos religiosos que le gustaba tener a la mano.
Andrea camina hacia el juguetero. Hay solamente dos fotos que quiere: una de la boda de sus padres y la de su primer día de escuela después de haberse mudado a esta casa.
En esa foto tiene los ojos hinchados, semiabiertos y cargados de rencor. Fue tomada una mañana de noviembre. La primera vez que abuela la había despertado a gritos.
—¡Levántate, Andrea! Y sólo te lo voy a decir una vez —amenazó la mujer con tono seco y bastante más alto de lo que hubiera echo falta para que ella entendiera—. Aquí no hay cantos como los de tu mamá, ni «primera, segunda y tercera» llamada como con tu papá. Acá se le llama a la gente una sola vez.
Andrea se levantó, fue al baño a lavarse la cara y los dientes, y luego regresó a la habitación para ponerse su nuevo uniforme, que consistía en una blusa blanca, una falda azul marino con tablones, unas calcetas blancas que le llegaban hasta las rodillas y unos zapatos negros de charol. La abuela entró a la habitación, apresurada, con un cepillo en la mano.
—Ven acá —dijo, sentándose a la orilla de la cama.
Andrea se acercó y le dio la espalda. La abuela comenzó a peinarla, a punta de jaloneos.
—Mira estos nudos. No es posible que tu mamá te haya permitido tener estas greñas. Yo no tengo tiempo de estar desenredando pelo. Mañana mismo te voy a llevar a que te corten esta ridiculez.
Andrea, que soñaba con tener el cabello tan largo como el de Lucerito, lo había estado dejando crecer y lo tenía ya a más de la mitad de su espalda. Su cabello era lacio y muy delgado, y su mamá nunca se había quejado de los nudos que de repente se le formaban por aquí y por allá. La abuela, sin embargo, jalaba de ellos como si quisiera arrancarlos en lugar de deshacerlos.
—¡Ay! —Se quejó Andrea.
—Ni te atrevas a lloriquear conmigo —amenazó la mujer, empujándole la cabeza hacia adelante y jalando con más fuerza del nudo—, que si me haces enojar voy por mis tijeras de costura y resolvemos este problema ahora mismo.
Andrea se mordió el labio inferior y se tragó sus protestas. Las lágrimas que derramó, se las limpió con el dorso de la mano.
—¡Listo! A desayunar —dijo la abuela, poniéndose de pie para regresar a la cocina.
Andrea la siguió, cruzándose en el camino con la tía Landy, que ya estaba lista para irse al trabajo. Su cabello se veía enorme gracias a las bondades del uso excesivo de spray en combinación con la velocidad más alta de la secadora. Sus mejillas estaban adornadas con rubor y sus labios iban pintados de carmín. Las hombreras de su blusa le hacían ver imponente, como correspondía a la secretaria ejecutiva que era.
—Ven acá —dijo su tía, agarrándola de la mano para llevarla a la sala—. Párate ahí —indicó, señalando la estantería mientras ella iba en busca de algo.
Andrea obedeció. Se quedó ahí parada, colocando su cabello detrás de sus orejas, esperando.
La tía Landy regresó sosteniendo su cámara negra que en el frente decía «Kodak» y sobre la tapa retráctil que protegía el lente decía «KB 10» en letras doradas.
—Sonríe —dijo su tía—. Es un día muy importante. Hay que guardarlo para la posteridad. Ándale, Andrea, sonríe.
Pero no importaba cuánto insistiera su tía, ella no encontraba por ningún lado las ganas de hacerlo.
Aún sin sonrisa de por medio, la tía tomó la foto. Pasarían meses antes de que se terminara el rollo y lo mandase a revelar, pero cuando por fin sucedió, Andrea miró la foto con curiosidad. Había muchas cosas raras ella, pero que hubiera sido tomada frente al juguetero sobre el cual terminaría siendo colocada, le había provocado una extraña sensación a la que no lograba ponerle nombre.
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Ahora, parada frente al juguetero mirando la foto, entiende qué era lo que tanto le incomodaba. En primer lugar, está mal tomada: es oscura porque la tía Landy no sabía nada sobre iluminación; está movida, porque la tía nunca se tomaba el tiempo de enfocar, solamente sostenía la cámara a la altura de sus ojos y presionaba el botón; está tomada en ángulo picado y con poca distancia entre la cámara y ella, ocasionando que su cabeza se vea enorme y sus pies, muy pequeños. Estas cosas, sumadas a la expresión de llanto contenido, resultaban en un retrato bastante desfavorable de una niña que de otro modo hubiera sido bonita.
Andrea mira la foto colocada en el juguetero y el juguetero capturado dentro de la foto y entiende que la sensación que le provocaba desde entonces es lo que en latín se llama fatum: ese destino trágico que siempre está a la espera de los personajes mitológicos y del cual no hay escapatoria.
Esta foto era la sentencia de los años que pasaría atrapada en esta casa.
A la tía Landy me la imagino muy parecida a Joan Cusack en Working Girl con toda esa loca pinta de los ochenta y ese exceso de maquillaje que parecían disfrutar bastante las mujeres de esa época.
Por razones que escapan a mi entendimiento, la cámara Kodak «KB 10» fue bastante popular en Mérida por aquel entonces, así que aquí les dejo una imagen de cómo eran.
Y finalmente, una versión bastante fresona del comedor y la trinchera. Dentro de una casa descuidada y empolvada, estos muebles lucen muy pero muy distintos, al borde de lo tétrico XD
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