Fabiola, de nuevo
Andrea y Mabel celebraron un año de estar juntas en septiembre de 1999. Para entonces, Andrea comenzaba a cursar el quinto semestre de su carrera y Mabel, quien ya se había graduado, había comenzado a trabajar como locutora en un programa de radio mientras hacía su proceso de titulación.
No eran todavía las diez de la noche cuando llegaron a la colonia de Andrea, pero varios faros del alumbrado público se habían fundido y las calles se veían especialmente tenebrosas.
—Hoy sí te voy a acercar a la puerta de tu casa —dijo Mabel, sin esperar respuesta de su novia.
Cuando el auto se detuvo frente a la casa, el cuerpo de Andrea se tensó al ver a una persona sentada en el escalón de la entrada.
—Déjame adivinar —dijo Mabel—. ¿Fabiola?
Andrea no respondió, pero tampoco despegó la mirada de la figura.
—No te voy a mentir —continuó Mabel, que había encontrado su respuesta en el silencio de su novia—, a veces me he preguntado qué sucedería cuando llegara este día.
Andrea la miró por fin.
—Su regreso —dijo ella, moviendo la cabeza en dirección a la casa —. Y el efecto que tendría en ti.
—No... —Comenzó a decir Andrea, se detuvo, se aclaró la garganta y luego continuó—. No tienes por qué preguntártelo: tú eres mi novia y ella es...
—Tu amor platónico —interrumpió Mabel, con una honestidad carente de celos.
—Solamente mi amiga —aseguró Andrea.
—¿Nos vemos el sábado? —preguntó la trovadora.
—Claro —dijo Andrea.
Mabel le dio un beso en la mejilla.
—Te quiero —dijo Andrea al apartarse, mirándola a los ojos.
—Te quiero —respondió ella, colocándole un mechón de cabello detrás de la oreja.
Andrea bajó del carro y cruzó la calle. Mabel puso el auto en marcha, alejándose a paso de tortuga. Andrea caminó con la misma lentitud hacia la puerta de su casa. Intentando evitar, a como diera lugar, que su novia presenciara el momento exacto en que cruzara su primera palabra con Fabiola.
Al verla, Fabiola se puso de pie, sonrió de oreja a oreja y abrió los brazos. Se acercó velozmente y la envolvió en un abrazo cálido, cargado de alegría y cariño.
Andrea le correspondió con la misma emotividad, muy a su pesar.
En presencia de Fabiola su cuerpo tenía voluntad propia, así que aunque su mente le dictaba que debía castigarla con una mirada dura y un interrogatorio exhaustivo sobre sus razones para haber dejado de responder a sus cartas, su cuerpo hizo lo que quiso: sus brazos la rodearon, aferrándose a ella con fuerza y su nariz encontró un rincón cálido en el cuello de su amiga.
Cuando se apartaron, se observaron mutuamente sin poder dejar de sonreír. Fabiola estaba igual de hermosa que como la recordaba, incluso más, si acaso era posible. Andrea hubiera querido odiarla, hacerle un desaire, reclamarle por los tres años de silencio, pero no podía. La alegría de verla era más grande y mucho más poderosa que su rencor.
—¡Estás guapísima! —dijo su amiga, sin importarle que los vecinos pudieran escucharlas.
—Tú también —respondió Andrea, que había tenido un año de práctica en el arte de decir lo que pensaba sin que su timidez lograse filtrar ya nada.
Su respuesta tomó a Fabiola por sorpresa.
—Déjame le aviso a mi abuela que ya llegué y nos vamos a platicar al parque un rato.
Fabiola asintió.
Andrea entró y salió de su casa en un santiamén. La abuela salió detrás de ella a paso lento.
—¡Qué gusto me da verte, niña! —dijo la mujer, abrazando a Fabiola con un grado de cariño que generalmente reservaba para sus nietos.
Sus otros nietos, nunca para Andrea.
—A mí también, doña Mine —respondió Fabiola con honestidad—. ¿Me presta a Andrea un rato? Solo vamos a ir al parque.
—No tarden mucho, que ya no son horas de estar en la calle —advirtió la mujer.
—Se la traigo pronto, sana y salva —aseguró Fabiola.
La abuela regresó al interior de la casa, riéndose. Andrea y Fabiola comenzaron a caminar en silencio por las calles vacías y obscuras de la colonia. Cuando llegaron al parque, vieron con gusto que la taquería seguía abierta y había bastante gente cenando.
En la cancha de baloncesto había dos equipos jugando. Y otros dos en la de futbol.
Sin decir nada, subieron hasta el escalón mas alto de las gradas, donde nadie podría escucharlas, y se sentaron a fingir que veían el partido de baloncesto.
—¿Es tu novia? —preguntó Fabiola con un tono juguetón que acarreaba algo ligeramente parecido a los celos.
—Sí —respondió Andrea—. Llevamos un año juntas.
Sorprendida, Fabiola intentó mantener su sonrisa.
—¿Cómo se llama? —preguntó entonces.
—Mabel —dijo Andrea, sintiendo cómo una sonrisa involuntaria se dibujaba en sus labios, del mismo modo que pasaba cada vez que pensaba en ella.
—¿Es amor eso que destilas cuando pronuncias su nombre? —preguntó Fabiola, insistiendo en el uso de ese tono que intentaba parecer juguetón pero no lo lograba.
Andrea asintió sin decir nada.
—Y yo que venía a bajarte la luna y las estrellas, a robarte el corazón y pedirte que fueras mi novia —dijo Fabiola.
—Qué narcisista de tu parte presumir que estaría aquí sentada, esperando el momento en que decidieras regresar, ¿no crees? —dijo Andrea, con un cinismo que su amiga desconocía.
El rostro de Fabiola delató su sorpresa una vez más, pero en esta ocasión ella ya no intentó disfrazarla de ninguna otra cosa.
—¿Quién eres y qué hiciste con mi mejor amiga?
Andrea la miró a los ojos, su estómago ardía con el mismo coraje que lo hizo la noche en que se enteró de que su amiga le llamaba a Martín mientras que ya no respondía a sus cartas. A pesar de ello, decidió hablarle del modo que había aprendido a discutir las cosas con Mabel: con sinceridad, pero haciendo el ego a un lado. El mérito estaba en expresar el punto sin hacerle daño a la otra persona.
—Sigo siendo tu mejor amiga —Comenzó a decir Andrea—. Pero solamente eso. Pasé tantos años enamorada de ti, Fabi; tantos años soñando con escucharte decir estas palabras, pero es cansado estar en una relación unilateral. Es muy difícil seguir amando a un espejismo.
Fabiola levantó una ceja, congelándose en esa postura por varios segundos. Luego asintió, suspiró y desvió la mirada.
—Me asusta tu sinceridad —respondió, con la mirada en la cancha—, pero siempre quise saber qué pasaba por tu mente cuando te quedabas callada... y no puedo negarte que con esta probadita, te encuentro más atractiva que nunca.
Andrea soltó una carcajada tan genuina, que Fabiola también se rió.
—Ya que estamos hablando sin pelos en la lengua, voy a decirte algo —dijo Fabiola, volteando para mirarla.
Andrea sintió que esos ojos color miel le atravesaban el alma.
—Después de esto quizás quedes convencida de que soy una narcisista sin remedio, pero tengo que decírtelo: sé que somos la una para la otra, Andy; no voy a renunciar a ti, voy a ganarme tu amor.
—¿Para qué? —preguntó Andrea, con un tono tranquilo que carecía de rencor—. ¿Para que en un año o dos vuelvas a desaparecer?
—No —aseguró Fabiola sin darle tiempo de continuar—. Ya no voy a irme a ningún lado.
Esa respuesta tan contundente encendió un calor desconocido dentro del pecho de Andrea, pero ella lo apagó de inmediato.
—No es que dude de ti —respondió—, pero esas decisiones nunca han estado en tus manos.
—La diferencia es que ahora soy una adulta —respondió Fabiola, irguiendo la espalda para verse más alta; volteando hacia la cancha otra vez.
Andrea hizo cuentas mentales: era cierto, Fabiola tenía 20 años, llevaba dos años siendo un adulto. Aún así, la realidad era que eso no significaba absolutamente nada. En la sociedad yucateca la edad era lo de menos, uno no mandaba en su propia vida hasta que se casaba y se iba de la casa de sus padres... y algunas veces, ni siquiera así.
—Mi hogar está aquí y no voy a volver a marcharme —dijo Fabiola más para sí misma que para Andrea. Luego hizo una pausa—. Escucha, Andy, cuando digo que no voy a rendirme, tampoco quiero que pienses que voy a sabotear tu relación.
Andrea arrugó el entrecejo pero no la interrumpió.
—Estoy muy contenta de verte tan feliz. Mereces esta alegría que desborda de ti cuando pronuncias el nombre de tu novia. Yo simplemente voy a estar aquí, siendo tu mejor amiga, hasta el día en que descubras que soy el amor de tu vida.
Andrea se sintió sonrojar —¿Y si Mabel es el amor de mi vida?
—Entonces seré feliz por ustedes —respondió Fabiola, sonriendo coquetamente sin dedicarle un segundo de consideración a la pregunta.
Andrea también sonrió, negando con la cabeza. Tampoco ella estaba acostumbrada a que Fabiola fuera tan honesta respecto a sus sentimientos e intenciones.
Se quedaron en silencio un rato, observando el final del partido de baloncesto. Por mera inercia, comenzaron a apoyar a uno de los dos equipos, el cual iba en desventaja según el marcador que había gritado uno de los integrantes al encestar una canasta.
Minutos después ambas estaban de pie gritando porras, tomando por sorpresa a los jugadores, quienes renovaron energías y comenzaron a echarle más ganas al partido.
Al final, perdieron, pero se veían contentos. Dos de los integrantes del equipo eran: Jorge, el hijo de la estilista, y Genaro cuyos padres vivían al lado de los tíos de Fabiola.
Después de saludarlas, los muchachos se despidieron de sus amigos y las acompañaron de regreso a casa. Andrea fue la primera parada, desde la terraza observó a Jorge entrar a su casa y a Genaro seguir caminando con Fabiola.
Eran más de las once de la noche cuando Andrea entró a la casa y encontró a la abuela Minerva sentada en la sala, escuchando uno de sus discos de vinilo.
—Disculpa la hora, estuvimos platicando y luego nos encontramos a Jorge y a Genaro.
—¿Cómo está Fabiola? —preguntó la abuela, usando un tono que parecía rayar en la preocupación.
—Bien —respondió Andrea, triste y desganada, insultando internamente al destino por tener un humor tan negro.
—Qué bueno que ya tuvieron chance de platicar —Comenzó a decir la abuela—. Espero que no te hayas enojado; en su momento todos estuvimos de acuerdo en que lo mejor era no decirte nada.
«What???» reclamó la voz de su interior, poniéndose repentinamente bilingüe como solo lo hacía cuando en verdad la agarraban en curva. «Para tu carro, sube la antena y vamos enterándonos de este chisme».
Andrea, que había aprendido a sacar información de la persona mas manipuladora y astuta del universo, se sentó en el sofá cerca de ella y la miró atentamente para animarla a continuar.
—No creímos prudente que la vieras sufrir de esa manera; suficientes pérdidas has tenido en tu vida.
«Suficientes pérdidas», repitió la voz de su interior. «A todas luces está refiriéndose a la muerte de tus padres, pero ¿qué es eso de ver sufrir a Fabiola? ¿Estuvo enferma? ¿Estuvo en peligro de muerte? No, no... imposible».
Andrea permaneció callada, bajó la mirada mientras asentía lentamente, intentando comprar un poco de tiempo. Sabía que si esperaba lo suficiente, el resto de la información llegaría por añadidura.
—Dice Isabel que Silvia quedó hecha un palito después de las cirugías, las quimioterapias y la montaña de medicamentos que tenía que tomar.
«Doña Silvia, la mamá de Fabiola», dijo la voz de su interior: «cáncer».
—Sí, una verdadera tragedia —dijo Andrea con cautela.
—Fabiola es una santa —aseguró la abuela, inclinando la cabeza hacia adelante para recalcar el énfasis de sus palabras—. Seguramente esto no te lo contó, porque es muy humilde, pero Isabel me dijo que si no hubiera sido por ella, su papá no hubiera sobrevivido a esos dos años de infierno. Yo no sé cómo le hizo esa niña para encargarse de cocinar, cuidar a su mamá, hacer los quehaceres de la casa, mantener cuerdo a su papá... y todo eso sin reprobar materias ni caer en vicios ni hacerse de malas compañías —en los ojos de la abuela había admiración genuina.
—Yo tampoco sé cómo lo hizo, abuela —dijo Andrea, negando con la cabeza.
«Dos años de infierno», repitió la voz de su interior. «¿Qué significa eso? ¿Se recuperó doña Silvia después de dos años? ¿Lleva un año estando bien, o...?»
—Hace tres semanas fue el aniversario luctuoso —dijo la abuela, con la mirada perdida en la veladora que le encendía a sus difuntos—. Por eso esperó hasta estas fechas para regresar. Isabel dice que la niña hace mucho que ya no quería estar en Chetumal, pero tampoco podía dejar solo a su papá. Yo creo que temía que se dejara morir de depresión.
Andrea asintió. Comprendiendo por primera vez las implicaciones de su última conversación con Fabiola antes de que se fuera a Chetumal. «Nunca me dijiste por qué tenías que irte», había dicho ella, a lo que Fabiola había contestado: «Pero sí te dije que eso no importaba. Al final ¿de qué sirven las razones cuando el asunto es irremediable?».
«¿Por qué no me dijo nada ahorita que estuvimos en el parque?», se preguntó Andrea, a lo que la voz de su interior contestó: «Porque no quería usar la muerte de su mamá como excusa por esos tres años de silencio».
Al sentir que las lágrimas comenzaban a invadir sus ojos, parpadeó repetidamente y fingió un bostezo.
—Ya vete a dormir, te estás muriendo de sueño —dijo la abuela Minerva, con el tono cuasi apacible que había comenzado a usar desde que Andrea había comenzado a trabajar.
Andrea asintió, poniéndose de pie.
—Buenas noches, abuela —dijo, apretándole el hombro; una muestra de cariño que guardaba para ocasiones difíciles que merecían contacto físico.
—Buenas noches, niña —respondió ella sin dejar de mirar su veladora.
Andrea se cepilló los dientes, se puso las pijamas y se metió a la cama, pero no logró dormir.
No dejaba de pensar en Fabiola.
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