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El viaje a la Ruta Puuc

En febrero de 1994, el profesor Carrillo llegó especialmente emocionado a dar su clase.

—Jóvenes, les tengo excelentes noticias —anunció, sosteniendo unos papeles en su mano derecha—. La próxima semana nos vamos a hacer un recorrido de casi todas las zonas arqueológicas de la Ruta Puuc.

Salvo unas cinco o seis miradas que se iluminaron tanto como la de Andrea, lo que recibió el profesor como respuesta fue un montón de murmullos de fastidio.

—Precisamente por este nivel de apatía que sienten hacia su propia cultura es que he decido llevarles —aseguró el profesor—. Solamente requiero dos cosas de su parte, muchachos, y les voy a llevar un día entero de pinta.

A esto último, la actitud de los escépticos comenzó a cambiar. Algunos se rieron y otros incluso aplaudieron, pero había un porcentaje que aún se mostraba desmotivado.

—La primera condición —continuó el profesor, mirando, uno por uno, a los más serios—. Es que sus padres o tutores firmen este permiso.

—¿Y la segunda? —preguntó uno de los populares desde el fondo del aula.

—Que me traigan a dos adultos dispuestos a ir con nosotros como chaperones.

Los murmullos de fastidio volvieron a escucharse en todo el salón.

—No es tan difícil, jóvenes —insistió el profesor—. Cuando le pidan a sus padres o tutores que les firmen, solo tienen que preguntar: «¿y no te gustaría ir con nosotros?». Y listo. Eso es todo.

En cuestión de unos días, sus alumnos habían entregado los permisos firmados y varios adultos se habían voluntariado a acompañarlos.

El viernes de la siguiente semana, el profesor Carrillo los citó en punto de las seis de la mañana en la puerta de la escuela y se comprometió a tenerlos de regreso, a más tardar a las diez de la noche, para que sus padres pudieran recogerlos.

Andrea había pasado su niñez leyendo sobre esos sitios arqueológicos sin haber tenido la oportunidad de visitarlos, pero le emocionaba más pensar que pasaría el día entero recorriéndolos con Fabiola.

A las cinco de la mañana con cuarenta y cinco minutos, Andrea llegó a la parada del autobús. El cielo estaba obscuro y hacía frío, o por lo menos, lo que en estándares yucatecos podía entenderse como frío: algo alrededor de los veinte grados centígrados.

Dieron las seis en punto y Fabiola no aparecía. «A lo mejor llegó más temprano y se fue sin mí», pensó Andrea, decidiendo que se subiría al siguiente autobús.

Eran las seis con veinte cuando llegó a la escuela para descubrir que más de la mitad de la clase ya estaba ahí, afortunadamente, el autobús que los llevaría al tour aún no había llegado.

Andrea buscó a su amiga entre sus compañeros, pero rápidamente descubrió que no estaba ahí.

Cuando el autobús se estacionó cerca de la reja de entrada de la escuela, los compañeros de Andrea, que albergaban la nada secreta intención de aprovechar el camino para volver a dormirse hasta que llegaran a la primera parada del recorrido, se apresuraron a acercarse al transporte, como pollitos ávidos de sentir el calor de su madre.

—Elijan bien sus asientos, muchachos —advirtió el profesor, muy serio, interponiéndose entre ellos y la puerta abierta del autobús—. El asiento que escojan ahorita, va a ser el mismo que van a ocupar durante todo el viaje. No voy a tolerar pleitos ni antagonismos de ningún tipo.

Se podía ver a leguas que el profesor Carrillo llevaba años siendo el encargado de esos viajes, porque esa fue solo la primera de una larga lista de reglas que Andrea y sus compañeros recibirían durante el día.

Andrea vio a todos subir y tomar sus asientos, pero ella no quería hacerlo todavía; no sin saber en dónde se sentaría Fabiola.

Los minutos pasaban, y cada vez había más compañeros sentados cómodamente dentro del transporte; el cielo estaba más claro, pero aún no había señales de Fabiola.

—Andrea —dijo el profesor Carrillo, serio, pero con un tono bastante amable—, súbete. Voy a esperar un rato más antes de marcharnos.

Ella asintió sin responder. Eligió un asiento del fondo, con la esperanza de que su amiga eventualmente la encontrase y se sentase junto a ella. No pasaron más de cinco minutos, cuando el corazón de Andrea se aceleró al ver a Fabiola pasar a un costado del autobús.

Al verla subir, se incorporó y levantó la mano, pero su amiga se sentó junto a Martín en una de las filas de en medio; por supuesto, los dos alumnos más populares del salón tenían que estar justo en el centro de la diversión.

Andrea volvió a sentarse y miró a través de la ventana. El día llevaba muy poco de haber comenzado y no estaba yendo en absoluto como ella lo había imaginado.

Una tosecita forzada llamó su atención. Cuando volteó para ver de quién se trataba, se encontró con Vanesa, una chica muy callada del grupo «A» que se había cambiado a su salón a inicios del año escolar. Vanesa era tan solitaria, que en comparación con ella, Andrea hubiera parecido una persona bastante social y desenvuelta.

—¿Está ocupado? —preguntó, señalando el asiento vacío. La expresión de su rostro revelaba decepción anticipada, como si estuviese tan acostumbrada al rechazo, que comenzaba a vivirlo antes de que se materializara.

—No —respondió Andrea, mas por decencia básica que por amabilidad—. ¡Siéntate! —Pero si Fabiola quería pasarse el día con los populares, entonces ella lo pasaría con la nueva cerebrito del salón.

—Gracias —Vanesa sonrió con timidez.

—¿Quieres? —Andrea abrió su mochila para sacar una bolsa de Ruffles con queso que había planeado compartir con Fabiola.

—Se supone que no debemos comer en el autobús.

—También se supone que nadie debe ir parado cuando el autobús está en movimiento —dijo Andrea, moviendo los ojos hacia el profesor Carrillo, que estaba parado, usando el micrófono para recitar su primera lista de prohibiciones.

Andrea abrió la bolsa de Ruffles y la sostuvo muy cerca del rostro de su compañera.

Vanesa miró dentro de la bolsa y luego miró al profesor. Sonrió con la picardía de quien se sabe perpetrador de la ley y tomó una papita. Andrea también sonrió, orgullosa de haber corrompido al alma más santa del aula.

¡Ah, si Fabiola la hubiera visto en ese momento, se hubiera sentido tan orgullosa!

Pero Fabiola no la vería en ese momento ni por las siguientes seis horas. No, Fabiola estaba demasiado ocupada explotando su lado más extrovertido, platicando con el resto de los populares, haciéndolos reír, intercambiando chistes privados con ellos, ignorando la presencia de cualquiera que estuviera fuera de ese círculo.

Una hora después de salir de Mérida, llegaron a Maní, la primera parada de su recorrido. Pasaron al mercado a desayunar, y luego el profesor los llevó a conocer el Convento.

—Esta fue la sede de la dinastía de los Tutulxiues, que posteriormente pasaría a localizarse en Uxmal. Pero además, fue aquí —dijo el profesor, señalando el suelo con sus dedos índices y usando un tono que casi rayaba en el enojo—, que en 1562 el primer obispo de Yucatán: Diego de Landa, organizó su Auto de fe, echando a la hoguera los códices y símbolos de los dioses mayas, justificándose detrás del argumento de que «contenían mentiras de Satanás».

—El Inquisidor Mayor; destructor de casi toda nuestra cultura —dijo Vanesa en voz muy bajita pero con muchísima más rabia de la que uno podría haber imaginado que el cuerpo de una persona tan pequeñita podía contener—. Torturador de indios, asesino del conocimiento ancestral.

Andrea la miró con total sorpresa. Vanesa, dándose cuenta de que había hablado en voz alta, se encogió, haciéndose más chiquita e invisible de lo normal.

—No creo que esté bien odiar a un franciscano —dijo Andrea en voz quedita para que solamente Vanesa pudiera escucharla—, pero yo encuentro consuelo en que, si existe el infierno, el mismísimo Lucifer le ha de estar dando cientos de azotes y quemándole la espalda y la barriga del modo que lo hizo él con tantos mayas.

Vanesa se relajó, asintiendo en silencio.

Ninguna de las dos dijo otra palabra, ambas pusieron atención al resto de la explicación del profesor Carrillo.

La siguiente parada fue en las Grutas de Lol-tun, que estaban apenas a veinte minutos de distancia. Al comenzar el recorrido, el corazón de Andrea se apachurró al ver que Fabiola seguía contenta gravitando alrededor de los populares. Ella había soñado con volver a explorar cavernas al lado de su amiga, como lo habían hecho cuando eran pequeñas, pero en lugar de eso, se la pasó ayudando a Vanesa, cuya coordinación era inexistente y además de todo, estaba aterrada de los murciélagos.

Para cuando llegaron a Labná, la tercera parada, Andrea había logrado con bastante insistencia, que Vanesa se soltara un poco y platicara con ella. A pesar de toda su timidez, Vanesa resultó mejor compañía de lo que Andrea hubiera imaginado; detrás de esos gruesos lentes de fondo de botella, se escondía una mente brillante, despierta, con pensamiento crítico y un acervo de conocimientos que competían fácilmente con los de un universitario.

Andrea era bastante difícil de impresionar, ya que casi siempre era ella quien sabía más que los demás, por lo menos cuando se trataba de historia y arqueología, pero Vanesa sabía mucho de muchos temas y eso le parecía simplemente fascinante.

Después de Labná, en lugar de pasar por Xlapak y Sayil, el profesor les explicó que se irían directamente a Kabah y finalmente a Uxmal, de otro modo, no lograrían llegar con tiempo suficiente para recorrer esa última parada, que era la más importante de todas.

Y en efecto, para Andrea, ese resultó ser el lugar más majestuoso que había visto jamás.

Entre las cosas que más le impresionó ver, estuvieron: el Cuadrángulo de las Monjas, la Gran Pirámide, y por supuesto, la Pirámide del Adivino, con todos sus misterios. Andrea había leído sobre la arquitectura del estilo Puuc, sobre la frondosa ornamentación en honor a Chaac —el dios de la lluvia— sobre las complejas figuras geométricas y las recurrentes apariciones de las cabezas de serpiente en las construcciones de Uxmal, pero nada se comparaba con estar ahí, con verlas en vivo y a todo color.

Esa tarde, Andrea descubrió que saber algo en teoría distaba mucho de vivir ese conocimiento en la práctica. La emoción que le provocó subir los escalones de las pirámides, tocar las estructuras, observar con sus propios ojos las máscaras de Chaac, le hizo sentir como una niña de cinco años entrando a Disneylandia.

Andrea se sentó en una esquina de la Pirámide del Adivino y dejó volar su imaginación, intentando visualizar Uxmal en su apogeo, lleno de gente, sonidos, olores... y fue en ese momento que, inconscientemente, decidió que quería pasar el resto de su vida estudiando lugares como ese.

A las seis de la tarde, el profesor Carrillo y los otros dos adultos se encargaron de conducir a los alumnos hacia el autobús para llevarlos a un restaurante que estaba unos cinco kilómetros de la zona arqueológica.

Ahí cenaron mientras daban tiempo a que se terminaran los preparativos para el espectáculo de luz y sonido que comenzaría a las ocho de la noche. Después, regresaron a la entrada de la zona arqueológica para visitar las tiendas de recuerdos y así matar un poco de tiempo.

Andrea y Vanesa compraron un par de helados en cono y se sentaron en unas bancas de concreto que estaban alejadas de la concentración mas densa de compañeros del salón.

—Está muy guapo, ¿verdad? —Se aventuró a preguntar Vanesa en uno de esos momentos de silencio en los que la mirada de Andrea había encontrado a Fabiola, parada al lado de Martín.

Andrea no respondió. No sabía qué decir.

—A mí también me ha gustado desde primer año, aunque estaba en otro salón, nunca me pasó desapercibido —confesó la de la miopía severa—. Qué condena tan terrible es estar enamorada de alguien que ni siquiera sabe que existes.

—O de alguien que sabe que existes pero no te corresponde —dijo ella—. Aunque son situaciones distintas, el dolor es el mismo.

El profesor Carrillo pasó frente a ellas con una cámara Kodak desechable y les tomó una foto, sin avisarles que lo haría. Acto seguido, continuó su camino hacia otros grupos de alumnos, tomando fotos sin advertir a sus víctimas de sus intenciones.

Mientras Vanesa luchaba con el helado, que estaba derritiéndose en su mano a un paso más acelerado de lo que ella lograba comerlo, Andrea mantenía la mirada clavada en Fabiola; en el modo en que se movía, se reía, en las palabras que escogía cuando estaba disfrazada de popular. Era como si dejase algunos kilos de inteligencia a un lado para poder usar el lenguaje apropiado para la ocasión.

¿Por qué lo hacía? ¿Eran tantas sus ganas de pertenecer a la manada, que estaba dispuesta a parecer casi iletrada con tal de que la aceptaran? ¿Valía esa pertenencia lo suficiente para perderse de uno mismo? Quizá el ignorar la respuesta era precisamente lo que le convertía en la encarnación del nerd ermitaño que todos creían que era.

—Viendo la magnitud y perfección de las maravillas arquitectónicas que hemos recorrido hoy, no puedo dejar de pensar en las teorías que aseguran que nuestros ancestros tuvieron ayuda de extraterrestres —Vanesa hizo una pausa para medir la reacción de Andrea.

—¿Y tú qué opinas? —preguntó ella, con la naturalidad de quién ha estado prestando atención a la conversación en todo momento.

—Al principio me parecía un insulto a los logros del hombre antiguo, un poco como este espectáculo que comercializa los vestigios de nuestras raíces —dijo, refiriéndose al evento de luz y sonido que estaban a punto de ver.

El modo en que Vanesa expresaba sus ideas no cesaba de sorprenderle, le parecía estar escuchando a una persona adulta y tenía que recordarse a sí misma que esta era una chamaquita de su edad.

—Pero últimamente he estado leyendo teorías sobre vida en otros planetas —continuó Vanesa—, y te confieso que ya no las encuentro totalmente descabelladas.

Andrea asintió y volvió a voltear hacia Fabiola.

—¿Sabías que hay científicos serios que han propuesto escalas de medición de la evolución de otras civilizaciones de acuerdo con el avance de sus fuentes de energía?

Martín puso su mano en la espalda de Fabiola, solo por un instante, pero ella no lo rechazó. ¿Qué significaba eso? ¿Le gustaba Martín? En ese momento, el profesor Carrillo se paró frente a ambos y les tomó una foto.

—Hay un astrofísico ruso... Kar... Kar... Kardashov, creo, que dice que es posible que existan civilizaciones que extraen y usan la energía de su sol, mientras que otras logran usar la energía de su galaxia entera...

Andrea no tenía interés en el apellido del astrofísico ruso, pero se lo aprendió involuntariamente, porque observando a Fabiola, era evidente que ese hombre tenía razón: Fabiola podía controlar la energía de su entorno; sus amigos gravitaban hacia ella y su poder se extendía por toda la explanada hasta alcanzarla a ella.

Andrea podría haber apostado que esa energía de atracción la alcanzaría aún estuviera en el extremo opuesto de la galaxia.

—Nosotros, mientras tanto —continuó Vanesa—, no clasificamos siquiera como una civilización tipo 1, porque aún no logramos controlar las energías más eficientes de nuestro propio planeta.

Andrea volteó hacia su nueva amiga, con el rostro tan contraído, que se le podía leer a la perfección el signo de interrogación.

—Energía solar, geotermal, eólica... —explicó Vanesa.

—Ahora sí me perdiste por completo —dijo Andrea, con un tono suave y una sonrisa de derrota con la cual intentaba comunicarle que no estaba burlándose, sino admitiendo sus propias limitantes.

La reacción de Vanesa fue quedarse callada, y Andrea presintió que su compañera estaba acostumbrada a guardarse sus opiniones cuando éstas sobrepasaban el entendimiento de su interlocutor.

—Conozco la energía solar, pero vas a tener que explicarme las otras dos —Se apresuró Andrea, que no quería lastimar los sentimientos de su compañera.

Mientras Vanesa comenzaba a explicarle ambas, Andrea devolvió su mirada hacia Fabiola; comparándola con esas fuentes de energía aparentemente indomables.

Momento nerd: La Ruta Puuc es un recorrido por las zonas arqueológicas más importantes de la cultura Maya en Yucatán. Dicho recorrido comprende: Uxmal, Kabah, Sayil, Xlapak, Labná y las Grutas de Loltún. 

Su servidora es especialmente amante de las grutas [inserte mil corazones aquí]. Ahora que lo pienso... quizás fui un Morlock en mi vida anterior. 

Cuando creces en Mérida, si eres afortunado de tener un profe que sea apasionado de la cultura, te toca hacer este hermoso recorrido que sirve para ponerte en contacto directo con estos majestuosos sitios ancestrales.

Yo además, tuve la fortuna de que mi papá trabajara en Chichen-Itzá y mi mamá en Uxmal. Lo que me brindó muchas oportunidades de recorrer estos sitios, y explorarlos.


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