El espectáculo de Uxmal
Cuando el espectáculo de luz y sonido estaba a punto de comenzar, el profesor Carrillo y algunos empleados de la zona arqueológica, condujeron a los alumnos y a los chaperones hacia las escalinatas del Cuadrángulo de las Monjas y les indicaron que tomaran asiento en las escalinatas que daban hacia el gran jardín interior.
Una vez sentados, los alumnos observaron con diferentes grados de sorpresa, cómo las antiguas construcciones se iban iluminando mientras una voz profunda, de gran destreza en la locución, iba contando una leyenda Maya, acompañada por música tradicional y efectos de sonido que imitaban el bullicio propio de la selva que los rodeaba.
De cuando en cuando, Andrea buscaba a Fabiola con la mirada; ella y su grupito de amigos estaban completamente absortos en la historia. Cuando alguno de ellos intentaba bromear, alguien más lo mandaba a callar. El rostro de Fabiola desbordaba fascinación, aunque estaba lejos, en un ángulo complejo y sumergida en la oscuridad, Andrea podía para leer su lenguaje corporal y la expresión en su rostro.
Vanesa se había referido a éste como «un espectáculo que comercializaba la memoria de los antepasados», pero eso no impidió que al final, derramase unas lágrimas discretas y aplaudiera como lo hacen solamente las personas satisfechas con el producto que acaban de consumir.
Andrea sonrió, contenta de descubrir que debajo de todas esas opiniones radicales, había una adolescente con emociones a flor de piel.
Las luces se encendieron y el profesor los apresuró de regreso hacia el autobús, insistiendo en que ocuparan los mismos asientos que habían escogido desde el inicio del viaje.
Algunos alumnos obedecieron, otros no. Pero el caos se limitaba a las filas del frente y la mitad del autobús, por lo que Andrea y Vanesa encontraron sus asientos sin problema.
Apenas salieron a carretera, el conductor apagó las luces. Los muchachos del frente comenzaron a hacer ruidos de diversas naturalezas: algunos imitaban los sonidos de selva que habían escuchado en el espectáculo, mientras que otros tronaban besos y gemían. El profesor Carrillo, probablemente agotado y quizás incluso un poco divertido, los dejó ser sin reprenderlos.
A Vanesa parecía habérsele agotado la pila, porque estaba en silencio absoluto.
—¿Qué haces en el descanso? —preguntó Andrea—. Nunca te he visto en la cafetería ni en las canchas —No es que le hubiera tenido con pendiente, la realidad era que nunca había estado consciente de ello hasta ese preciso momento.
—¿Alguna vez has ido detrás del edificio de química? —Fue la respuesta de Vanesa.
—Claro, cuando no quiero que nadie me encuentre... —Comenzó a decir Andrea, pero se detuvo al entender lo que eso significaba.
—Casi siempre voy a sentarme debajo de alguno de los flamboyanes para leer mientras como mi sándwich.
—¿Aceptarías a una turista el lunes?
Vanesa asintió, pero su rostro emanaba escepticismo en lugar de emoción. Andrea presintió que su nueva amiga había sufrido varias desilusiones y por eso elegía recluirse a la hora del descanso.
Fabiola apareció de repente, como si se hubiera materializado de la nada.
—Vane, ¿te puedo cambiar el lugar un rato?
Vanesa no respondió, pero a esas alturas Andrea sabía que no era una grosería sino efecto de la sorpresa. En primer lugar, probablemente por el simple hecho de que Fabiola supiera su nombre. Y en segundo, que intercambiar lugar con ella significaba que...
—¿Estás proponiendo que vaya a sentarme al lado de Martín? —preguntó, emocionada.
Fabiola miró a Andrea.
Andrea sonrió.
—¿Tú le pediste que hiciera esto? —preguntó Vanesa, sin dejar de sonreír.
Andrea negó con la cabeza.
—¿No te molesta, verdad? —Vanesa intentó recuperar su compostura—. Es que, a ti también te gusta y...
Andrea seguía meneando la cabeza de un lado a otro, sonriendo. Hubiera querido decirle que estaba equivocada, que Martín no le interesaba, pero entonces hubiera tenido que explicarle por qué había estado mirándolo tan insistentemente el día entero. Y probablemente confesar: «porque quería estrangularlo» hubiera conducido a más preguntas.
—Ve a sentarte con él un rato, pero no lo espantes con temas que no entenderá —aconsejó Andrea—. Mantén la conversación a un nivel para mortales, por favor.
—¿Un rato? Puedo quedarme ahí el resto del viaje —Vanesa se puso de pie en un santiamén—. ¡Gracias! —Le dijo a su nueva amiga, y luego a Fabiola. Después, desapareció en la oscuridad del pasillo.
—¿Qué tal? ¿Te divertiste? —preguntó Fabiola, tomando asiento.
Andrea asintió, ocultando su emoción debajo de varias capas de aparente desinterés.
—Me encantó el espectáculo —insistió Fabiola—. ¿Te gustó?
Andrea asintió otra vez.
—Te pasaste el día entero hablando como chachalaca con tu nueva amiga —Fabiola se cruzó de brazos y se hundió en su asiento—, y ahora que llego, pareciera que el ratón te comió la lengua.
Andrea sintió una punzada de satisfacción al descubrir que Fabiola la había estado observando.
—¡Ajá! —dijo Fabiola, que al parecer también podía leer su lenguaje corporal y sus expresiones faciales hasta en las mas precarias condiciones de visibilidad—. Son los celos, los que te comieron la lengua, no el ratón —Su tono era juguetón—. Sino fueras tan rápida para juzgar a mis amigos, pudiste haber pasado el día con nosotros.
—No, gracias —Se apresuró a decir Andrea.
—¿Lo ves? —interrumpió Fabiola—. No los conoces, pero te encanta creer que son insoportables y superficiales.
—¿Y no lo son?
—¡Por supuesto que lo son! —respondió Fabiola—. Pero ese no es el punto; el punto es que si les dieras una oportunidad, descubrirías que además son buena onda; que más allá de la primera capa que los envuelve, todos tienen un lado bueno.
—Y además Martín está guapo —Las palabras de Andrea sonaron frías en lugar de juguetonas.
Fabiola sonrió sin humor, como quien entiende que está hablándole a una pared y decide dejar de ofrecer explicaciones.
El silencio las envolvió. Cada una tenía los brazos cruzados sobre su propio pecho. Andrea, volteando hacia la ventanilla para mirar la espesura de la selva nocturna; Fabiola, observando la sinuosa y estrecha carretera desde el pasillo del autobús.
Unos minutos más tarde, Fabiola se cansó de esa posición tan contraída y bajó los brazos. Andrea se cansó del modo en que su espalda estaba mal apoyada contra el respaldo, así que bajó las manos para impulsarse en el asiento y acomodarse. Su mano derecha rozó con la mano izquierda de Fabiola mientras buscaba la orilla del asiento. Su instinto le dictó que debía retirarla de inmediato, pero la mano de Fabiola atrapó sus dedos enseguida.
Andrea no dejó de mirar por la ventana, y de reojo podía distinguir que Fabiola tampoco había dejado de mirar hacia el pasillo. Andrea relajó su mano, permitiendo que el peso llevase las manos de ambas a descansar suavemente sobre el asiento, con los dedos entrelazados y sus pulgares acariciándose con ternura.
Andrea jamás había experimentado una sensación parecida, ni siquiera el día que estuvieron a punto de besarse. Aquel día, su mente se había acelerado junto con su corazón, ahora, era como si el mundo entero se hubiera desvanecido.
Su piel se estaba erizando en cámara lenta. Una corriente eléctrica nació en la base de su nuca y comenzó a dispersarse hacia el norte y el sur de su cuerpo al mismo tiempo.
Hacia el norte, la corriente iba invadiendo la extensión de su nuca, detrás de las orejas, su mollera, su cráneo. Sus orejas se sentían encendidas, como si un fuego implacable estuviese consumiéndolas.
Hacia el sur, la corriente serpenteaba por su espalda, creando espirales veloces que le provocaban escalofríos en la espina dorsal, la espalda baja y las piernas.
En el pecho sentía como si el vacío que había llevado de manera permanente desde que tenía memoria, ese al que llamaba «el agujero negro» estuviera llenándose de una sustancia desconocida; pero se llenaba tan rápido, que comenzaba a desbordar y no sabía qué hacer con ella. Su respiración se agitó un poco; sus manos comenzaron a sudar.
«No, por favor... No suden. No suden», pensó.
El profesor Carrillo, como el adulto experimentado y responsable que era, pasó a hacer uno de sus rondines para asegurarse de que sus alumnos estuvieran comportándose decentemente.
Aunque hubiera sido extremadamente difícil que el profesor pudiera distinguir sus manos entrelazadas en aquella oscuridad tan densa, la reacción de ambas fue soltarse y colocar sus respectivas manos sobre sus propias piernas; Andrea aprovechó la oportunidad para secarse el sudor.
Cuando el profesor dio media vuelta y regresó a su lugar, Andrea colocó la mano derecha sobre su asiento, en el espacio vacío entre su pierna y la de Fabiola... y esperó.
Unos instantes después, Fabiola colocó su mano junto a la de Andrea, estirando el meñique, para acariciar con él, el dorso de la mano de su amiga. Ahí estaba nuevamente esa sensación de calor, electricidad y de que nada más importaba o existía.
Los cuarenta y cinco minutos más que duró el viaje de regreso, Andrea y Fabiola se acariciaron las manos bajo el cobijo de la obscuridad del autobús.
Andrea hubiera deseado que el viaje no se terminase nunca, porque cuando por fin lo hizo, el agujero que usualmente habitaba en su pecho, se había hecho más profundo que nunca.
De la misma manera que había sucedido con el beso que nunca fue, después de esa noche, ella y Fabiola no hablaron respecto a lo que había pasado. Incluso cuando estaban a solas, ninguna de las dos tocaba el tema.
Con el paso del tiempo, se convirtió en otro más de esos recuerdos que Andrea no sabía si en realidad sucedieron, o si únicamente fueron parte de una fantasía muy vívida.
#
Andrea suspira, contemplando la foto. Fabiola se ve tan bonita, tan perfecta. Es una foto que merece estar enmarcada, adornando alguna repisa. Intenta alisar la fea línea de en medio, presionando con su dedo pulgar, sin éxito. Luego acomoda la foto en la última página del álbum y lo lleva a la sala para meterlo en su mochila de viaje.
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