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Diego, el elocuente

En febrero, mientras cursaban la recta final de su tercer año, Andrea comenzó el proceso de ingreso a la Facultad de Ciencias Antropológicas de la universidad del estado, para cursar la Licenciatura en Arqueología.

Vanesa, por su lado, comenzó su proceso de admisión a la Universidad del Mayab en abril; en mayo presentó su examen de admisión y para finales de junio, ya sabía que tenía un lugar seguro en la carrera de derecho y no tenía que preocuparse por nada más que terminar la preparatoria manteniendo el buen promedio que había tenido hasta entonces.

Mientras tanto, Andrea tendría que esperar hasta un domingo a mediados de agosto para presentar su examen y hasta los primeros días de septiembre para averiguar si había sido aceptada o no.

Junio fue durísimo: además de enfrentar los exámenes finales más brutales de su existencia, tuvieron que entregar los proyectos mas complejos que sus profesores les habían puesto en toda su vida académica.

En julio fue la ceremonia de entrega de documentos, y unos días más tarde fue la fiesta de graduación, a la cual ambas se negaron a asistir. Después se enteraron, por boca de sus compañeros, que no se habían perdido de nada: «la comida estuvo equis, el sonido estuvo terrible y la selección musical parecía de fiesta popular».

El resto del verano, mientras Andrea estudiaba como loca para su examen de admisión, Vanesa hacía lo propio para prepararse para su prueba de manejo; sus papás le habían ofrecido un volchito de medio uso para ir a la escuela, y aunque se moría de miedo de tener que tomar la carretera a Puerto Progreso todos los días para ir a la universidad, no estaba dispuesta a perder la oportunidad de trascender hacia la dimensión de los jóvenes populares que tenían auto.

Vanesa estrenó su licencia llevando a Andrea a tomar un helado a cinco cuadras de su casa. Un paseo corto que para ambas marcaba el inicio de una nueva Era de sus vidas; una que estaría colmada de aventuras... o eso les gustaba pensar.

Durante la última semana de agosto, cuando los nervios de Andrea estaban a punto de reventar en la espera de los resultados de su examen de admisión, tanto ella como Vanesa recibieron una llamada de Martín.

«Voy a hacer una fiesta el sábado con los excompañeros del salón», había dicho él y ambas, sin tener oportunidad para ponerse de acuerdo, habían aceptado.

Después de colgar con Martín, Andrea marcó el número de su amiga.

—Me dijo Martín que ya te llamó —dijo Andrea después de saludarla.

—¿Vas a ir? —preguntó Vanesa.

—Sí —respondió ella.

—Paso a buscarte —dijo Vanesa, con esa petulancia característica de los adolescentes que acaban de estrenar su licencia.

—¿Esta vez no vas a perderte? —Se burló Andrea.

—La tercera es la vencida, esta vez sí llego sin problemas —aseguró su amiga, que aún tenía severos problemas navegando las calles de la ciudad en la que había pasado su vida entera.

La tarde del sábado Vanesa llegó a buscar a Andrea a las seis y media, previendo que les tomaría, mas o menos, treinta minutos llegar hasta la casa de Martín.

Después de varias vueltas sin dar con la dirección de su compañero, comenzaron a creer que a lo mejor en alguna vuelta habían entrado a la Dimensión desconocida, o de plano habían ido a parar al Triángulo de las Bermudas.

Los vecinos de la colonia no fueron de gran ayuda, unos veían la dirección y les daban indicaciones que contradecían las que habían recibido minutos atrás de otros vecinos.

Prevaleciendo a pesar de las pésimas instrucciones de los habitantes de esa colonia tan enredada, Vanesa y Andrea lograron encontrar el lugar de la fiesta alrededor de las siete con cuarenta minutos. Para entonces, los invitados ya estaban muy bien aclimatados, con bebida en mano y segmentados en los sub-grupos en los que se sentían más cómodos.

Martín las recibió con mucha alegría, armando un alboroto.

—¡Llegaron las extraviadas! —gritó, y quienes estaban lo suficientemente cerca, comenzaron a aplaudir—. Por un momento pensé que me dejarían plantado —aseguró.

—Tu colonia es un laberinto —dijo Andrea.

—Pero eso les pasa porque nunca habían venido a ninguna de mis fiestas, los demás ya se saben de memoria el camino —contestó él, conduciéndolas hacia el patio mientras platicaban—. Ahí están los tacos, ahí hay pizza, y por acá están las botanas —dijo, señalando la localización geográfica de cada cosa—. En esta mesa están los alcoholes, los jugos y los refrescos, y aquí abajo están las neveras con cervezas y hielos. Sírvanse lo que quieran, es barra libre, como dirían en Cancún.

—¡Martín, ven acá, cabrón! —gritó uno de los compañeros, que se veía un poco más aclimatado que los demás.

—Ahorita regreso —dijo el anfitrión—. Pero ustedes sírvanse, ahorita nos ponemos al corriente con los chismes.

—¿Quieres un refresco? —ofreció Andrea, pero no recibió respuesta. Al voltear hacia su amiga, descubrió que su atención se había ido detrás de Martín—. ¡Oye! —insistió Andrea, dándole un codazo en las costillas—. Te estoy hablando.

—¿Qué pasó? —preguntó su amiga, volteando finalmente.

—Que si quieres un refresco —dijo Andrea, riéndose.

—Sí, sí, vamos —dijo Vanesa, encaminándose hacia las mesas.

El siguiente par de horas no volvieron a ver a Martín. Deambularon un poco por la sala, por la terraza y por la acera también, quedándose a escuchar las historias de algunos de los grupitos. Todos las saludaban, les preguntaban cómo les iba en la escuela, y qué iban a estudiar. Después de esa última interrogante, se agotaban los temas de conversación; era entonces que alguna de las dos se disculpaba con una línea del tipo: «ahorita regresamos, vamos a ir a saludar a Fulanito».

Cada conversación les duraba unos diez o quince minutos a lo sumo y luego el asunto comenzaba a correr el riesgo de volverse incómodo. Pronto se volvieron expertas en saber el momento exacto en el que debían retirarse de cada grupito y pasar al siguiente.

—Esto de las relaciones públicas ya me abrió el apetito —dijo Vanesa—. ¿Quieres regresar al patio para comer algo?

—Sí —respondió Andrea, que llevaba más de media hora paseándose con un vaso rojo vacío.

—¿Qué estamos haciendo aquí? —preguntó Vanesa entre un taco y otro.

—A ti te gusta Martín. Y para mí, esta bola de extraños es lo más cercano que tengo a Fabiola —dijo Andrea sin darse cuenta de que estaba hablando en voz alta.

—Ajá —respondió su amiga con un tono cínico—. Yo no he cruzado más que dos palabras con Martín... ¿Y a ti cómo te va con el asunto de que son lo más cercano que tienes a Fabiola?

Andrea se encogió de hombros y se empinó el vaso de refresco que acababa de servirse.

En ese momento, como si acaso lo hubieran invocado, llegó Martín por detrás de ambas, colocando una mano sobre el hombro de cada una y estacionándose en medio de las dos.

—¿Cómo están mis invitadas de honor?

—¿Invitadas de honor? —Se burló Andrea.

—¡Claro! —respondió él—. Son las estrellas de la noche, todo mundo está sorprendido de que por fin vinieron a una reunión. A ver cuéntenme ¿qué es de sus vidas?

Andrea se quedó callada, esperando a que Vanesa tomara la palabra, pero no lo hizo.

—Vanesa va a ser abogada —dijo por fin Andrea, cuando el silencio comenzaba a prolongarse más de lo que era socialmente aceptable.

—¿Neta? —preguntó el anfitrión, alargando la «a» para darle énfasis al gusto que parecía darle esa noticia—. ¡Qué chido! Aunque la verdad es que no me sorprende, eras la más cerebrito del salón —Luego miró a Andrea—. Perdón, ¿eh? Pero pues, es la neta.

—Claro que no —dijo Vanesa, sonrojándose.

—Es la verdad —recalcó Andrea—. Vanesa es la persona más inteligente que he conocido.

Martín asintió, mirando primero a Andrea y luego a Vanesa.

—Oye, ¿puedo usar tu baño? —preguntó Andrea.

—Claro que sí —respondió él, dándole indicaciones de cómo encontrar la puerta adecuada.

Andrea le guiñó el ojo a su amiga y se alejó de ellos rápidamente para darles oportunidad de platicar.

Con tal de apegarse a su historia, Andrea se dio a la búsqueda del baño, entró, se acomodó el cabello, se lavó las manos y volvió a salir. Después, deambuló lentamente por las otras áreas de la casa, con la intención de darle tiempo a solas a su amiga con Martín.

Finalmente, se quedó parada en un rincón de la sala, observando a varios grupitos sin poner especial atención a ninguno de ellos.

—¿Por qué nunca aceptaste unirte a nuestro grupo de cuates? —preguntó Diego, uno de los amigos populares de Martín y Fabiola, parándose a su lado.

—No creo haber recibido una invitación formal —respondió Andrea, con un tono que delataba lo absurda que le parecía la pregunta.

—Eres la mejor amiga de Fabiola, la invitación estaba implícita.

—No creí que aceptaran nerds —dijo ella.

—Fabiola era una nerd —aseguró Diego, ofreciendo ese hecho como evidencia del grado de inclusión de su grupo.

—Fabiola no era una nerd, era demasiado popular para ser considerada una nerd... —Comenzó a decir Andrea al mismo tiempo que Diego corregía su argumento previo.

—Bueno, no, Fabiola era un fenómeno completamente distinto.

Ambos se rieron.

—Sería imposible catalogarla y forzarla a existir bajo una sola etiqueta—dijo Diego con tanta nostalgia, que Andrea sintió que por fin había encontrado lo que había ido a buscar—. Aún así —continuó él—. Aunque Fabiola fuera un caso especial, tú tenías pase libre con nosotros y todos creíamos que tarde o temprano te animarías a darnos una oportunidad.

—No creo que se hubieran sentido cómodos de tener que aguantarme únicamente por ser amiga de Fabiola —dijo Andrea con sinceridad absoluta.

—¿Aguantarte? —preguntó él—. Pero si a todos nos caías bien.

—Ni siquiera me conocían, Diego.

—¡Ah! —interrumpió él—. Ahí es en donde te equivocas. Te conocíamos más de lo que imaginas.

Andrea no respondió, se preguntaba en silencio cuánto habría bebido Diego.

—Verás, mi estimada futura arqueóloga —Comenzó a decir él con voz de locutor de radio, pero compuso su tono antes de continuar—, Fabiola sufría de un severo caso de: Andreítis. Que consistía en que nuestra amiga en común nunca paraba de hablar de ti.

Andrea permaneció en silencio, con el ceño fruncido. Sintiendo un calor peculiar en el pecho, muy cerca del área que era predominantemente habitada por el agujero negro.

—Bueno, estoy exagerando —continuó él—, no eras su único tema de conversación, una persona con un solo tema resulta aburrida al cabo de un tiempo, ¿verdad? Más bien era como que nos mantenía al tanto de tu vida.

—¿Fabiola les hablaba de mí?

—Así es.

—¿Por qué? —preguntó Andrea, sin lograr visualizar en qué contexto podría ella haber sido tema de conversación entre los muchachos populares de la secundaria.

Esta vez fue Diego quien permaneció callado un instante, mirándola con el ceño fruncido.

—Pues por las mismas razones que cualquiera habla de su mejor amigo: admiración, cariño, respeto.

—¿Qué cosas les decía de mí? —preguntó ella, sucumbiendo por fin a la curiosidad.

—Que eras la persona más interesante que había conocido en su vida. Que podía hablar contigo de cualquier tema y nunca aburrirse. En una ocasión nos narró unas leyendas Mayas que tú le habías contado y desde entonces le pedíamos más —Diego le dio un trago a su cerveza—. Fabiola las narraba muy bien, pero no se cansaba de repetirnos que su interpretación no le hacía justicia al modo en que tú las contabas.

Andrea se quedó callada, pensando en los ojos de Fabiola, en su sonrisa, en sus besos. Y luego, de manera totalmente involuntaria, en su insistencia a que les diera una oportunidad a sus amigos.

—¿Has sabido algo de su vida? —preguntó Diego, conectándola de nuevo con la realidad.

—No desde que regresó a Chetumal —contestó Andrea.

—Estamos en las mismas —dijo su excompañero, con la mirada perdida en la distancia—. Al principio era Martín el que nos contaba cómo estaba, pero ya van como seis meses que no sabemos nada de ella.

—¿Martín estaba en contacto con ella? —Andrea sintió ira y celos, pero también la necesidad de saber algo, lo que sea, sobre su amiga.

—Sí, se llamaban por teléfono de vez en cuando... —Diego dejó de hablar. En su rostro se dibujó la expresión de quien entiende que acaba de meter la pata astronómicamente.

Diego caminó hacia la nevera más cercana, sacó dos cervezas, las destapó y le ofreció una de las botellas. El primer instinto de Andrea había sido rechazarla, pero la promesa social de que el alcohol era la vía más rápida a entumecer las penas del corazón, le resultó demasiado tentadora.

Andrea aceptó la botella y se la empinó.

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