Cuaderno
—¿Cómo vas? —pregunta su esposa—. ¿Ya casi terminas?
—Ya casi, pero me hacía falta escuchar tu voz —Andrea toma los casetes de su abuela que había dejado sobre la hornilla y decide llevarlos a guardar en una de las cajas que están en la bodega.
Nada como aprovechar que esta hablando con el amor de su vida, para hacer la única cosa de la que ha estado huyendo por casi dos horas.
—¿Lo ves? Debiste aceptar que fuera contigo —dice la voz al otro lado de la línea—. Te advertí que no podías vivir sin mí.
Andrea pone el celular en altavoz y lo deja sobre una caja que lleva el nombre de su tío Pascual. Al lado del celular deja los casetes de la abuela. Está segura de que en algún lugar debe haber una colección de discos de vinilo y le gustaría poner los casetes en ella, pensando que si los donan, se irán todos juntos al mismo lugar. «Landy», «Libros de Pascual», «Costura», «Adornos navideños», «Juguetes de Hugo», «Juguetes de Lucía», «Ropa de bebé de Omara», «Herramientas».
—Eso te encanta creer —responde Andrea, mientras desempolva y lee los costados de las cajas—, lo que no sabes es que estoy aprovechando para visitar a todas mis novias de la adolescencia.
—¿A todas? —pregunta su esposa—. ¡Uy! Dos días no te van a alcanzar.
Andrea encuentra varias cajas que no tienen nombre. Mueve las que están sobre ellas y las pone en el piso.
—Bueno, solamente a las más importantes —dice Andrea y su voz delata que está haciendo un esfuerzo.
—¿Estás cargando cosas pesadas?
—Estoy buscando los discos de mi abuela para poner ahí unos casetes que estaban en mis cajas.
—Ya no tienes 20 años, cariño, no te me vayas a herniar.
—Diez años de matrimonio y aún sabes cómo levantarme los ánimos —dice Andrea, riendo—. Es una de las muchas razones por las que no puedo vivir sin ti.
Andrea abre la caja que le resultó más pesada, anticipando ver los discos en su interior.
—¿Qué tal, Indiana Jones? ¿Encontraste el tesoro que andabas buscando?
—Nada ni remotamente parecido —dice ella, contemplando una colección de cuadernos de pasta blanda y forma italiana marca Scribe, cuyas portadas recitan: «50 hojas de papel Bond 16 x 22 cms», en letras diminutas impresas en color rojo, cerca de la orilla inferior.
Andrea toma uno, lo hojea y descubre que las páginas a doble raya están repletas de acontecimientos descritos con el puño y letra de la abuela Minerva. Las fechas son de la década de los setentas.
—Son diarios —dice, inclinándose para tomar otro—. Son diarios de mi abuela, un montón de ellos.
—Mándame una foto —pide su esposa.
Andrea levanta el celular, le toma una foto a la caja y la envía.
—No estabas exagerando cuando dijiste «un montón».
—Hay más de cien cuadernos en esta caja —asegura Andrea, agachándose para revisar con más cuidado el contenido.
En el fondo de la caja encuentra unos más antiguos de cubierta azul que dicen «Cuaderno» en tipografía cursiva.
—Hay unos de la década de los cincuenta —dice Andrea, acariciando con cuidado las hojas, fascinada con la elegancia y precisión de la letra manuscrita de su abuela.
—Léeme algo —Le pide su esposa, con la emoción de una niña.
3 de abril de 1951
Hoy mi papá me dijo que Clemente vino a pedirle mi mano. Que quería su bendición para casarse conmigo en agosto. Le pedí que no me mandara a casar con un hombre que es 15 años mayor que yo, al que apenas conozco, con el que no he cruzado más de dos palabras cuando viene a la tienda a comprar, pero él respondió que tendré tiempo de sobra para conocerlo: «va a venir a visitarte tres veces a la semana para platicar contigo de aquí a la boda. Y tendrás el resto de tu vida para todo lo demás».
Le rogué a mi mamá que no me hiciera esto, pero ella solamente bajó la cara y se quedó en silencio.
¿Qué le voy a decir a Lorenzo?
~
—Si era abril de 1951 —Andrea hace cuentas rápidamente en su cabeza—, quiere decir que mi abuela acababa de cumplir 15 años.
—Y la iban a casar con un hombre de treinta —dice su esposa al otro lado de la línea—. ¿Qué pasó después?
—Ahí acaba esa entrada, los siguientes días habla de las visitas de Clemente —responde Andrea, pasando varias hojas con cuidado—. Al parecer el tipo no tenía tema de conversación, solamente hablaba de su trabajo en la barbería, las cosas que los clientes de la barbería le contaban, y los consejos financieros que le daba uno de ellos.
—Yo quiero saber qué pasó con Lorenzo.
Andrea se ríe —Tú ya deberías estar durmiendo, ya es tarde y tienes que levantarte muy temprano mañana.
—¿Dormir? Ya me preparé un café y ahora tienes la misión de encontrar respuestas a todas mis preguntas sobre esta historia —dice su esposa—. Total, no es como que no te dediques a eso: investigación profunda para encontrar respuestas sobre el pasado.
Andrea echa el teléfono dentro de la caja y arrastra la caja hasta la cocina. Escarba entre los cuadernos Scribe hasta dar con todos los de cubierta azul, los saca y los coloca sobre la mesa. Luego regresa al que estaba leyendo.
16 de mayo de 1951
Lorenzo dice que va a encontrar el modo de zafarme del compromiso con Clemente. Dice que si mi papá no entiende de razones, entonces nos vamos a escapar juntos, nos vamos a su pueblo y nos casamos. Me jura que podemos vivir con su familia mientras juntamos dinero para comprar una casita.
Me dijo que por ahora le siga la corriente a mis papás con el asunto del compromiso, que no me queje ni muestre mi descontento hasta que él tenga oportunidad de pedir mi mano formalmente.
Yo temo que mis papás no lo tomen en serio porque tiene 17 años, pero prefiero la vida modesta que él pueda darme por encima de cualquier lujo que Clemente pueda prometerme.
~
—¡Vamos, Lorenzo! ¡Tú puedes! —grita la voz al otro lado del mundo—. ¡Ujú!
Andrea, que nunca había escuchado ninguno de esos dos nombres, no puede creer lo que está leyendo.
27 de mayo de 1951
Hoy fue mi primera salida con Clemente; fue la primera vez que convivimos sin chaperones y no sé que voy a hacer si los planes de Lorenzo fallan y al final sí tengo que casarme con él. Es un hombre muy grosero y mandón. Cree que lo sabe todo y no le importa la opinión de una mujer, mucho menos la de una «chamaca malcriada e ignorante» como yo, según sus propias palabras.
Me llevó a la feria. Al principio pensé que la pasaríamos muy bien, pero resultó ser un gruñón. No quería subirse a los juegos, no quería comprar nada de comer, se enojaba cuando veía las filas que había que hacer y cuando vi a mis amigas y quise acercarme a saludarlas, me jaló del brazo y me dijo «ni se te ocurra».
Cuando le dije que me estaba lastimando, respondió que le debería dar las gracias de que no me «pusiera en mi lugar» ahí mismo, frente a cientos de extraños.
~
—Ese Clemente ya me está cayendo muy mal —dice la esposa de Andrea.
—A mí también —contesta ella, pasando varias páginas. Saltándose las narraciones que no hablan de acontecimientos relacionados con el triángulo amoroso entre su abuela y sus dos galanes—. Creo que Clemente está a punto de caernos peor.
22 de julio de 1951
Clemente abusó de mí. Me forzó a hacer cosas que yo no quería, justificándose en que ya el próximo mes seré su esposa. No puedo decirle nada a mis papás porque me va a ir peor: o deciden que es mi culpa, que anduve de ofrecida y por eso Clemente me hizo esto, o deciden que me tengo que casar antes de la fecha porque ya me quitó la virtud.
Si ya de por sí no toman en serio a Lorenzo a pesar de su insistencia en pedir mi mano cada semana, ahora tendrán un pretexto más fuerte para darle negativas. Le dirán que no quiere a una mujer que ya está «manchada».
Tampoco sé si le quiero decir esto a Lorenzo, no quiero lastimarlo. La única que lo sabe es Margarita, mi mejor amiga, la única persona a la que le puedo contar todo y sé que nunca traicionará mi confianza. Ella opina que debería decírselo a Lorenzo. No sé qué hacer, si por mí fuera me escaparía hoy mismo con tal de no tener que volver a ver a Clemente, escuchar su voz o sentir el asqueroso tufo de su sudor.
Lo detesto, lo detesto con toda mi alma.
~
—¡Maldito perro hijo de... ! —Comienza a decir la voz al otro lado del teléfono.
—Espera... —interrumpe Andrea.
25 de agosto de 1951
Hoy debería haberme casado con Clemente, y en lugar de eso, fui a la misa del mes de la muerte de Lorenzo y a llevarle flores a su tumba.
No había tenido fuerzas para escribir nada, mucho menos para dejar sobre papel lo que sucedió, pero ya comienzo a olvidar detalles, como el tono exacto de su voz o el color exacto de su cabello, y tengo miedo de olvidar esto también algún día.
Margarita le contó todo a Lorenzo, sé que sus intenciones eran buenas, que ella solo quería protegerme, pero no conocía bien a Lorenzo, jamás imaginó que él se iría directo a la barbería a reclamarle a Clemente.
Quienes presenciaron lo que sucedió ese día, cuentan que él quería ir a golpearlo, a reclamar por mi virtud, a arreglar las cosas como hombres, pero Clemente, como el cobarde que siempre ha sido, sacó un revolver que el dueño mantenía en un cajón, por si algún día intentaban robarle, y le dio dos tiros a Lorenzo. Luego sacó todo el dinero que su jefe guardaba en la caja fuerte y desapareció.
Los clientes de la barbería juran que ya debe estar en los Estados Unidos haciendo una nueva vida con todo lo que se robó.
Yo solo espero que nunca regrese, las dos cosas que me robó nunca nadie podrá devolvérmelas.
Lorenzo dio su vida por salvarme de ese hombre, pero eso es lo que menos le interesa a mis padres, a ellos solamente les importa que ya nunca nadie querrá casarse conmigo porque en medio de la trifulca, todos se enteraron de lo que Clemente me hizo... lo único en la boca de mi papá es que ahora seré una quedada para vestir santos. Mi mamá me aconseja que considere irme de monja.
Margarita dice que tenemos que encontrar trabajo y hacer nuestras propias vidas, no depender nunca de un hombre, pero ¿quién le va a dar trabajo a dos mujeres adolescentes que no terminaron la primaria?
~
—Esto explica tantas cosas —Andrea se aclara la garganta para intentar deshacer el nudo que se le formó mientras leía en voz alta.
—Y apenas vamos en sus 15 años —dice su esposa—, imagina todo lo demás que hay en esos diarios.
—Voy a leer todos los que pueda y te cuento mañana —responde Andrea, contemplando la caja de cuadernos, comprendiendo la tarea titánica que le espera.
—¿Mañana? ¿Tú crees que voy a poder ir a dormir después de esto...?
—Ya son más de las once de la noche para ti y tienes que levantarte temprano, así que sí te vas a ir a dormir, señorita —dice Andrea, fingiendo un tono amenazador que no le sale necesariamente bien.
Un bostezo al otro lado de la línea y palabras ininteligibles.
—¿Lo ves? —insiste Andrea—. ¡Vete a dormir! Te amo, te llamo mañana.
—Yo también te amo, cariño. Buenas noches.
Andrea cuelga la llamada y se queda mirando la foto de fondo de pantalla en la que están su esposa y Codzito, su perro, el otro amor de su vida, y no puede imaginar lo que sería de ella si la perdiera. «Me hubiera convertido en una persona dura y amargada, que tiene que sacar su ira a toda hora con tal de no explotar en mil pedazos», responde la voz de su interior sin un ápice de duda.
Andrea toma asiento, abre el siguiente diario de su abuela y comienza a hojearlo.
Leyendo los diarios de carátula azul, Andrea se entera de que la abuela Minerva encontró trabajo como asistente de un dentista hacia mediados de septiembre de 1951, mientras que su amiga Margarita encontró un puesto de mucama en el «Gran Hotel» ubicado en la calle 60. Las dos mantenían todavía las esperanzas de lograr sus sueños de independencia económica.
En los años subsecuentes, tal como lo había predicho su bisabuelo, la abuela Minerva no había tenido pretendientes ni propuestas de matrimonio; pero ella no estaba interesada en tenerlas.
Unos meses después de que la abuela Minerva cumpliera los 17 años de edad, el bisabuelo tuvo una hemorragia cerebral que lo dejó severamente inhabilitado hasta el día en que murió, dos años más tarde. Mientras eso sucedía, su familia perdió la tienda y ella tuvo que mantenerlos con su sueldo raquítico.
Después de la muerte del bisabuelo, la bisabuela se deprimió tanto, que dejó de comer, se la pasaba acostada en su hamaca todo el día, mirando el techo, casi sin hablar, por lo que la abuela Minerva, además de trabajar para mantener a la familia a flote, tenía que encargarse de cocinar para sus hermanos y para su mamá.
Fue por esas épocas que conoció a don Ignacio, un paciente del dentista. Un señor entrado en sus cuarentas, elegante, casado, de mucho dinero, que viajaba por el mundo y sabía cómo endulzarle el oído a las mujeres.
Don Ignacio le bajó la luna y las estrellas pero ella no estaba interesada en romances ni en cuentos de hadas, estaba demasiado ocupada atendiendo a su familia. Sin embargo, después de meses de insistencia, en un momento de debilidad emocional, la abuela Minerva cayó ante el carisma de ese hombre tan guapo que le llevaba flores una vez a la semana.
Las pocas semanas que le duró el romance con don Ignacio, éste la llevó a los restaurantes más caros de la ciudad y posteriormente a pasar noches en habitaciones de los hoteles mas lujosos de Mérida; eso, hasta que ella se embarazó.
En el momento en que le dijo a don Ignacio que tendría un hijo suyo, éste dejó de llevarle flores, visitarla e invitarla a salir. Solamente se veían una vez al mes, cuando él iba a dejarle dinero para que ella pudiera asegurarse de que su hijo nacería saludable. «Deja de trabajar, yo les mantengo, nunca les va a faltar nada», había ofrecido él, pero ella tenía un compromiso más grande que el niño que ahora habitaba en sus entrañas, ella tenía dos hermanos menores por quienes ver y a los cuales proveerles.
Cuando nació Mauricio, el papá de Andrea, la bisabuela volvió a la vida, y le prometió a la abuela Minerva que ella se encargaría de cuidar al bebé y de todos los quehaceres del hogar.
Dado que el sueldo que ganaba con el dentista y el dinero que le daba don Ignacio no bastaban para cubrir todos los gastos, la abuela Minerva se vio en la necesidad de tomar un segundo trabajo, así que su amiga Margarita le consiguió un puesto de mucama en el turno de la noche en el «Gran Hotel».
En más de una ocasión, la abuela Minerva vio a don Ignacio pasearse por el lobby con una jovencita distinta colgada de su brazo, tal como lo había hecho ella un año atrás. Pero a pesar de todo, la abuela no se arrepentía de nada porque Mauricio era el único y verdadero amor de su vida y ella estaba determinada a que nunca le hiciera falta nada.
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Andrea nunca supo que el amor de la abuela hacia su papá había sido así de inmenso. «¿Por qué no lo lloraste cuando murió, abuela?», se pregunta.
«¿Por qué?».
En esta ocasión, les dejo unas fotitos del Gran Hotel, que es precioso. Y unas imagenes de los cuadernos mencionados. Mi abuela de verdad tenía de esos cuadernos azules, los usaba para tomar nota de las medidas de la ropa que costuraba. Y yo usé los Scribe de 50 hojas de tipo italiano cuando estaba en la primaria. Finalmente, les dejo una foto de una barbería que ha estado en Mérida desde hace más de 50 años.
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