Confesiones nocturnas
Diego y Andrea ayudaron a Martín a acomodarse en el asiento del copiloto mientras que Fabiola se subía a la parte de atrás del auto con extrema lentitud.
Andrea se encaramó en una posición bastante incómoda para ponerle el cinturón de seguridad a Martín.
—Gracias —dijo Diego, sosteniéndole la puerta de atrás y esperando a que subiera para cerrarla.
El carro apenas había comenzado a avanzar cuando Fabiola, sin decir nada, se recostó a lo largo del asiento, posando su cabeza sobre la pierna izquierda de Andrea.
Andrea la miró con una desproporcionada combinación de enojo, frustración... y ternura.
«Esta es la esencia de tu relación con Fabiola», aseguró la voz de su interior. «No logras enojarte con ella y ya; no puedes juzgar adecuadamente las cosas que hace porque siempre hay una maraña de sentimientos complejos envolviendo lo negativo». Andrea sintió ganas de gritar y también antojo de soltar una carcajada histérica.
Casi sin darse cuenta, ya estaba acariciándole el cabello a su amiga. Y antes de que su voz interior pudiera reclamar cualquier cosa, el enojo y la frustración se habían desvanecido, dejando únicamente la ternura.
Fabiola comenzó a respirar profundamente. Andrea le acarició la mejilla, admirando cada línea de su rostro, colocando un mechón detrás de su oreja, recorriendo su mentón con la punta de sus dedos.
Cómo le hubiera gustado que le dijera lo que sentía cuando solo existía ella en su vida. ¿Por qué ahora? ¿Por qué ahora que había alguien más en su corazón? Una mujer extraordinaria que merecía que le bajaran el cielo y las estrellas.
Pensó en el modo en que Fabiola había destruido cada nota de «Sueños compartidos» y sonrió involuntariamente.
Cuando levantó el rostro, encontró los ojos comprensivos de Diego en el retrovisor. La luz del semáforo cambió a verde y los ojos de su amigo regresaron al frente.
—Mío, ese hombre es mío —canturreó Martín, acurrucándose primero de un lado y luego del otro, como un bebé que estaba buscando la posición perfecta para dormir.
Diego y Andrea sonrieron. Ninguno dijo nada.
Cuando Andrea calculó que ya estaban por llegar a casa de Fabiola, apretó un poco el brazo de su amiga.
—Despierta, Fabi. Ya casi llegamos.
Fabiola abrió los ojos sin incorporarse, la miró y sonrió. Su rostro se iluminó con una alegría cargada de ternura. Aquello era amor, Andrea no tenía duda de ello. Sus piernas temblaron; una cosa había sido escucharla decir que iba a reconquistarla, y otra muy distinta, era presenciar esa mirada y esa sonrisa.
El auto se detuvo. Andrea volvió a apretar el brazo de su amiga.
—¡Levántate! —ordenó casi en un susurro.
Fabiola se incorporó con cuidado, quejándose en el proceso.
Diego les abrió la puerta y tomó la mano de Fabiola para ayudarle a bajar.
—Voy a acompañarla a su habitación —dijo Andrea—. Si quieres llévate a Martín. Yo camino a mi casa después.
—¿Cómo crees? —respondió Diego—. Te espero.
—Solo son tres cuadras —insistió ella.
—Pero es tarde y no quiero que te vayas caminando sola.
Andrea miró a Fabiola, que se había apoyado sobre el costado del auto y estaba quedándose dormida una vez más.
—No importa si tardas —dijo Diego—. Aquí voy a estar.
Andrea asintió, tomó el bolso de Fabiola y comenzó a buscar las llaves de la casa dentro de él. Cuando por fin las encontró, le picó las costillas a su amiga con el dedo índice.
—¡Vamos!
Fabiola abrió los ojos, asintió y extendió la mano. Andrea la jaló de la mano, conduciéndola primero a través de la reja, luego por la terraza y, después de abrir la puerta principal, la llevó hacia su habitación.
—Ven —pidió Andrea, señalando la orilla de la cama.
Luego fue hacia la cómoda para sacar unas pijamas. Regresó y comenzó a desabotonarle la blusa.
—No era así como me imaginaba que sería la primera vez que me quitaras la ropa —dijo Fabiola, riéndose de sí misma.
—¿No? —preguntó Andrea, haciéndole conversación para mantenerla despierta—. Eso suena a que lo has imaginado más de una vez.
—Cada noche de los últimos cuatro años.
Andrea le puso la blusa de la pijama y le ayudó a pararse para luego abrir el botón de sus jeans. Andrea se hincó para ayudarle a sacar primero un pie y luego el otro.
—Aunque si te soy sincera: casi siempre era yo quitándote la ropa, acariciando cada centímetro de tu piel, haciéndote gemir...
—¡Fabi! —reclamó Andrea, con el mismo tono duro que usaba para ahuyentar a los gatos que entraban al patio de su abuela con intención de comerse a las gallinas.
Fabiola se quedó callada, pero una diminuta sonrisa seguía dibujada en sus labios.
Andrea le puso el bóxer de las pijamas a toda prisa y se incorporó. Entonces la sonrisa de Fabiola se hizo más evidente. La expresión en su rostro pudo haber sido soberbia de no ser porque sus ojos seguían tan adormilados, que carecían de la severidad requerida.
—No puedes decirme estas cosas —dijo Andrea, intentando sonar firme.
—¿Por qué no? —El tono de Fabiola seguía siendo juguetón.
Extendió la mano, intentando tocar su rostro, pero Andrea dio un paso hacia atrás.
—Sabes por qué no —respondió ella.
—No es como que ya estés casada con ella —Fabiola hizo una mueca.
—Pero estoy enamorada de ella —dijo Andrea—. Y necesito que respetes mi relación. Dijiste que no querías sabotear mi felicidad... ahora cúmplelo.
—Soy tu alma gemela, Andy —dijo su amiga, con un tono que demostraba que en verdad estaba convencida de sus propias palabras—. Algún día te darás cuenta.
Meneando la cabeza de un lado a otro, Andrea la tomó del brazo y le ayudó a meterse en su cama. Fabiola obedeció, pero seguía balbuceando cosas.
—Vamos a estar juntas y ser muy felices, y tener un gato, y una casa...
—No me gustan los gatos —respondió Andrea mientras la cubría con la sábana.
Cuando Andrea estaba por darse vuelta para marcharse, Fabiola atrapó su muñeca. Andrea se detuvo y volvió el rostro para mirarla.
—Ya lo verás —sentenció Fabiola, sonando mas sobria de lo que en realidad estaba—. No importa cuántos años pasen, tú y yo vamos a estar juntas. Yo sé que sientes lo mismo por...
—Buenas noches, Fabi —interrumpió Andrea—. Ya me tengo que ir.
Al salir de la habitación, apagó la luz y cerró la puerta.
Cuando Andrea salió de la casa de la tía de Fabiola, ya no le quedaban rastros de ternura, solamente el enojo y la frustración. Subió al auto de Diego sin decir palabra. Su amigo tampoco dijo nada. Puso el auto en marcha y se desplazaron lenta y silenciosamente por las tres calles de distancia.
—Gracias por traerme —dijo Andrea cuando Diego estacionó frente a su casa—. Me dio mucho gusto verles.
Diego apagó el motor, se bajó y rodeó el auto para abrirle la puerta y darle la mano al bajar.
—¿Sabes, Andy? —Comenzó a decir, acompañándola con paso extremadamente lento—. La vida tiene un sentido del humor muy negro.
Andrea frunció el ceño. No eran horas para ponerse filosóficos, pero decidió no lo interrumpirlo.
—Hace unos años, cuando te vi llorar por Fabiola en casa de Martín me moría de ganas de decirte mis sospechas. Por razones que yo mismo no entiendo, siempre estuve convencido que Fabiola estaba enamorada de ti —Diego metió sus manos en las bolsas de sus jeans—. No sé si era el modo en que hablaba de ti o la forma en que su mirada siempre te encontraba aunque estuvieras al otro lado de la escuela —Se encogió de hombros, chasqueó la lengua—. En fin, por las razones que quieras, simplemente lo sabía y quería decírtelo... pero no era el momento ni el lugar. Y a decir verdad, ambos sabemos que tampoco me correspondía hacerlo.
Andrea asintió en silencio. Diego tenía razón: no le correspondía a él hablarle sobre los sentimientos de Fabiola.
—Hoy la vi llorar por ti —suspiró él—. No te voy a negar que me rompió el corazón y hubiera querido hacer algo para consolarla... o para conseguirle tu amor, pero llegó tarde y eso no es culpa de nadie. Ella no podía dejar sus responsabilidades y tú no ibas a esperarla toda la vida.
Diego negó con la cabeza.
—Y ahora tienes en tu vida a esta persona maravillosa que no merece pagar los platos rotos de lo que salió mal entre Fabiola y tú.
Andrea pensó en el modo en el que Mabel había ofrecido hacerse a un lado si eso significaba que ella sería feliz.
—¡Mío! ¡Ese hombre es mío! —cantó Martín desde el interior del auto.
Diego y Andrea sonrieron.
—Y mira a éste, llorando por un pelagatos que no merecería que mi mejor amigo le diera ni la hora del día... por lo menos lo tuyo con Fabiola fue real, lo de este menso es un capricho sin ton ni son.
—Fue real —respondió Andrea con tono de frustración—, pero ¿de qué sirve? Si nuestras estrellas no se alinearon, o nuestros signos zodiacales son incompatibles, o cual sea la razón de que el destino se haya empeñado en que no se haya concretado nada entre nosotras.
Andrea se obligó a detenerse. Luego continuó, bajando la voz.
—Y ahora estoy a punto de perder a mi novia por una tontería.
—¿La amas? —preguntó Diego, también con un tono discreto.
Andrea asintió sin necesidad de detenerse a pensarlo.
—Entonces deberías llamarle y decírselo.
—Tenemos un acuerdo de nunca llamarnos... —Comenzó a decir Andrea.
—Necesitas aclarar lo que sucedió, Andy —interrumpió Diego—. Olvídate de las reglas. Te subiste al auto conmigo y decidiste asegurarte de que Fabiola llegara bien a su casa. Si yo fuera Mabel, estaría viendo Moros con tranchetes y presintiendo lo peor.
Andrea asintió en silencio y luego se acercó a darle un abrazo.
—Gracias —dijo. Y al apartarse lo miró a los ojos—. ¿Sabes qué? Estabas equivocado cuando dijiste que los integrantes de tu grupito de la secundaria eran una lacra.
Diego bajó la mirada.
—Eres un excelente amigo —continuó Andrea—. Tú, Martín y Fabiola valían la pena y no supe apreciarles en su momento.
Diego sonrió, sonrojándose.
—Buenas noches, Andy —dijo al tiempo que comenzaba a caminar hacia su lado del auto—. ¡Llámale! —insistió antes de subirse.
Andrea asintió.
Después de asegurarse de que su abuela estuviera profundamente dormida, Andrea se fue a la cocina. Levantó el auricular del viejo teléfono rotatorio de pared y comenzó a marcar el número de la casa de Mabel.
Andrea suspiró, nerviosa, mientras el tono sonaba.
—¿Bueno? —contestó la voz de Mabel antes de que llegara el segundo timbrazo.
—Lamento mucho lo que pasó —Se apresuró a decir Andrea, en un tono tan bajito, que era un milagro que su novia pudiera escucharla al otro lado de la línea.
—¿Llegaron bien? —preguntó ella—. Me ponía de nervios que Diego estuvo tomando.
—Sí, llegamos bien. No sé cómo le hizo, pero se le bajó desde antes de salir del bar —aseguró Andrea.
Aprovechando la longitud casi ridícula del cable del auricular, Andrea se dirigió al interior de la bodega, encendió la luz y cerró la puerta, intentando sentir un poco de privacidad.
—Pero no te llamo para darte prueba de vida —dijo—, sino para decirte que te quiero y que esto no va a volver a pasar.
A pesar de estar hablando entre susurros, Andrea pudo escuchar perfectamente la risa suave de su novia.
—Lo sé, yo también te quiero —La voz de Mabel se relajó—. A decir verdad no puedo culpar a Fabiola por estar perdidamente enamorada de ti... tiene buen gusto.
Andrea sintió un calor tan bonito en el pecho, que deseó estar en los brazos de su novia.
—Pero sí necesito que entienda que estás en una relación.
—Lo sé —contestó Andrea—. Y se lo dejé bien claro.
Mabel no contestó, pero el silencio no se sentía incómodo. Era como si ambas se hubieran sumergido en sus pensamientos.
—¿Qué opinas si el siguiente fin de semana nos quedamos en tu casa y no vemos a nadie? —propuso Andrea, añorando la quietud de los días que pasaban a solas.
—Me gustan tus propuestas indecorosas —respondió Mabel.
Andrea y Mabel siguieron platicando hasta el amanecer, pero en cuando Andrea dejó de escuchar los ronquidos escandalosos de la abuela Minerva, se apresuró a despedirse.
—Dulces sueños —dijo su novia.
—Dulces sueños, mi amor —respondió Andrea y entonces se hizo un silencio casi sepulcral en la línea.
Era la primera vez que le llamaba así.
—Voy a necesitar que me repitas esas palabras en persona —dijo Mabel con mucha ternura—. Pero te advierto de una vez que cuando lo hagas, te voy a comer a besos.
Andrea sonrió —Ya vete a dormir.
—Tú también.
Andrea, que había estado sentada en el piso de la bodega durante las horas que duró su conversación, se puso de pie y llevó el auricular a su lugar.
Luego se fue a su habitación, contenta, sabiendo que todo estaría bien.
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Andrea menea la cabeza de un lado al otro, sonriendo para sí misma mientras tira el panfleto de la noche de karaoke en la bolsa de basura.
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