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Brazos de sol

El sábado siguiente Andrea recibió una llamada de Diego alrededor de las cinco de la tarde.

—Paso por ustedes a casa de Fabi a las siete —anunció él, después de saludarla.

—No es necesario —respondió ella.

—Me quedan super cerca —interrumpió él—. Ya hablé con Vanesa, ella va a pasar por Martín y así nos vemos todos en el bar.

«Y Mabel va ser la única que llegue sola», pensó Andrea, sintiéndose culpable.

—Entonces —insistió él—. A las siete, ¿okay?

Okay —accedió Andrea.

Por la noche se encontraron en la entrada del bar. Andrea presentó a su novia con sus amigos y después de las formalidades, entraron al lugar.

El bar estaba bastante concurrido, pero no les costó mucho trabajo dar con una mesa vacía. Andrea y Mabel tomaron asiento de un lado; del otro lado, Fabiola se sentó frente a Andrea y Martín frente a Mabel. Vanesa y Diego ocuparon las esquinas.

Unos minutos más tarde, una mesera se acercó para entregarles varios menús de alimentos y bebidas, y dos menús de canciones.

Mabel y Vanesa abrieron, cada una, un menú de canciones; Fabiola, Martín y Diego, los de bebidas. Andrea fue la única interesada en el de comidas y botanas.

Después de algunas interpretaciones de ocupantes de otras mesas, el micrófono llegó a manos de Mabel que había pedido «Brazos de sol».

Mabel, que era una experta en el arte de disimular su amor hacia su novia cuando estaban en público, mantenía su mirada en el monitor mas cercano, aunque no necesitaba leer la letra de la canción porque se la sabía de memoria.

Sin embargo, cuando llegó a la estrofa que decía:

Y es que no importa que digan

Que está trillado

Hablar de amor, que maldigan

Si no han probado

La noche en sus brazos de sol

Miró a Andrea con una ternura que casi se podía palpar en el aire. Andrea se sintió sonrojar.

Cuando Mabel la miraba de ese modo mientras cantaba, el mundo entero desaparecía y no lograba disimular que se derretía por ella. Al pasar a la siguiente estrofa, Mabel devolvió su mirada hacia el monitor.

Lo que Andrea no pudo ver durante ese intercambio de miradas románticas y letras cursis, pero de lo cual se terminaría enterando tiempo después gracias a una conversación con sus amigos, era que durante los minutos que duró la canción, Fabiola la había estado mirando con la misma intensidad que lo había hecho Mabel.

Al acabar la canción, un mesero se acercó a Mabel para llevarse el micrófono a otra mesa. Mientras eso sucedía, Fabiola, Diego y Martín comenzaron a beber como si el fin del mundo estuviera en puerta.

El micrófono anduvo de gira artística por varias mesas, hasta que por fin regresó, y entonces fue turno de Vanesa y Andrea de interpretar su canción: «Tú y yo somos uno mismo» de Timbiriche.

Meses atrás habían descubierto accidentalmente que esa canción tenía tres enormes ventajas para los simples mortales que, a diferencia de Mabel, poseían voces perfectamente ordinarias.

La primera ventaja era que, sin importar en qué bar estuvieran, la audiencia entera se la sabía comenzaba a cantarla con ellas, logrando ahogar sus voces casi por completo; la segunda ventaja, era que la letra y los tonos eran sencillos y repetitivos; la tercera ventaja, que la hacía absolutamente divertida, era que todos la bailaban siempre, imitando los pasos de la coreografía que Diego Schoening había inmortalizado en la década de los ochentas.

«Tú y yo somos uno mismo» era el equivalente a una poción mágica que invariablemente ponía a un bar completo de buen humor en cuestión de instantes.

Cada vez que Andrea y Vanesa la interpretaban, se convertían en un éxito rotundo a ojos de su audiencia; éstos les aplaudían y levantaban sus bebidas para felicitarlas por su excepcional gusto musical, muy a pesar de la incapacidad de ambas para cantar.

Fabiola, Martín y Diego no fueron la excepción. Durante el tiempo que duró la canción, los tres se olvidaron de sus bebidas para cantar y bailar con ellas y con el bar entero.

El micrófono dio una vuelta mas. En otras mesas se cantó: ranchera, cumbia, bachata, bolero y salsa.

Mientras tanto, Andrea estaba concentrada en sus botanas, cuenteando la misma cerveza que había ordenado cuando recién llegaron. Mabel iba en su tercera soda, al igual que Vanesa, pero el resto de sus acompañantes habían dejado la sobriedad abandonada varias rondas atrás.

Entonces fue turno de Fabiola.

Cuando las primeras notas de «Sueños compartidos» comenzaron a sonar, la sangre de Andrea se heló y la espalda se le puso rígida. «No, no, no, no, no», repitió la voz de su interior en un tono de pánico y estrés.

Fabiola no miraba la pantalla, la miraba a ella; clavando sus ojos color miel en los suyos.

Tantos sueños compartidos,

tanto amor hubo en tu piel.

Mil caricias postergadas

y más preguntas sin porqué.

Por eso estoy aquí, reclamándote:

¿Dónde quedó el ayer?

¿Dónde murió la fe?

Al llegar al coro, que ella se sabía de memoria, como se sabía perfectamente cada estrofa de la canción, la piel se le erizó y se le olvidó cómo respirar.

Si existía un ser humano capaz de cantar peor que Andrea o Vanesa, esa era, sin lugar a duda: Fabiola.

Su voz era bastante mala, no le podía pegar a una nota ni por casualidad, pero además, su nivel de intoxicación estaba provocando que arrastrase la lengua y pronunciase mal cada palabra que salía de su boca.

A pesar de las grandes carencias de su interpretación, su mirada era de amor inmortal y dolor infinito. Esa mirada desnudaba el alma de Andrea y le hacía temblar las rodillas aunque ella intentara reforzar las barreras que llevaba tres años construyendo.

A tantos sueños compartidos no...

Yo no renunciaré.

Mabel se cruzó de brazos, mirándolas atentamente, siguiendo de cerca la acción.

Diego que, era el menos intoxicado de los tres borrachos de la mesa, dejó su cerveza, miró a Mabel, luego a Fabiola y finalmente a Vanesa, quien estaba visiblemente nerviosa y estaba a todas luces, intentando intervenir de algún modo sin lograrlo.

Martín, que estaba ya bastante ebrio, era el único que no se daba por enterado de nada de lo que estaba sucediendo. Él cerraba los ojos y cantaba a coro con Fabiola, meciéndose de un lado a otro con cada palabra, usando su botella de cerveza como alternativa de micrófono.

Andrea se obligó a desviar la mirada hacia los televisores, pero pocos segundos después, sus ojos regresaron a los de Fabiola como si una fuerza sobrenatural los hubiera llamado.

Diego acercó su silla a la de Fabiola y la abrazó, jalándola hacia él y obligándola a romper el contacto visual que traía con Andrea, logrando relajar la tensión de la mesa.

Y no me importan los momentos

que viviste junto a él,

fueron ensayos en tu vida,

la verdad está en mi piel.

El final de la canción por fin llegó y el mesero se acercó para llevarse el micrófono nuevamente.

—Necesito un cigarro —dijo Diego, poniéndose de pie—. Vente, vamos por un poco de aire fresco —Le dijo a Fabiola, tomándola de la mano, sin darle oportunidad de decir que no.

Fabiola, que se encontraba un poco más que desinhibida pero no del todo fulminada, se puso de pie para acompañarlo.

Martín seguía cantándole a su botella de cerveza, ahora era: «Escríbeme en el cielo» en la voz de alguien de otra mesa. Comprometido a darle un concierto buenísimo a quien estuviera dispuesto a escucharlo, el borrachín de la mesa entrecerraba los ojos y subía el volumen de su voz en las partes más emotivas de la canción.

Mabel seguía con los brazos cruzados, mirando a su novia. Vanesa intentó comenzar varias conversaciones, pero al ver que no servía de nada, se disculpó para ir al baño.

Andrea, mientras tanto, se debatía internamente entre fingir que no se había dado por enterada de lo sucedido, o bien, romper todos los protocolos de convivencia entre ella y su novia, tomarla de la mano y disculparse por el comportamiento de Fabiola.

La primera opción era, por supuesto, la más tentadora.

Finalmente fue Mabel quien comenzó la conversación.

—¿Qué fue eso? —preguntó, con el ceño fruncido pero con un tono de voz que no delataba enojo, solamente confusión.

—No lo sé... —Comenzó a decir Andrea, pero se detuvo. Una cosa era pecar por omisión y otra muy distinta era mentir.

—Andy... —Mabel miró sobre su hombro, como lo hacía cada vez que quería hablar un tema serio en público—. Si todavía tienes sentimientos por Fabiola, me hago a un lado. Yo solamente quiero tu felicidad.

—No —dijo Andrea buscando inconscientemente la mano de su novia y entrelazando sus dedos en los suyos—. No —Andrea quería decirle muchas cosas más, pero no era el momento ni el lugar y ambas lo sabían.

Mabel asintió, su expresión se suavizó. Se sostuvieron la mirada por unos momentos más, como si telepáticamente se juraran amor incondicional y luego se soltaron de la mano lentamente.

Cuando Vanesa regresó del baño, Martín seguía cantándole a su botella. Ahora iba en: «Mío», la cual estaba interpretando con especial pasión. Martín inclinó su micrófono/botella hacia ella, y ella, siguiéndole la corriente, le hizo coro.

Nada ni nadie me lo quitará...

Nada en el mundo nos separará.

Fabiola y Diego tardaron más de veinte minutos en regresar. Para entonces, Diego se veía casi entero, como si nunca hubiera bebido. Fabiola, por otro lado, no parecía haberse beneficiado mucho de haber recibido aire fresco en el rostro. Era como si su cuerpo estuviera presente pero no su mente.

Después de asegurarse de que su amiga no falleciera en el intento de sentarse, Diego interceptó a un mesero que iba camino a otra mesa y le pidió tres sueros.

Cuando el mesero regresó con las bebidas salinas, Diego le dio una a Martín, otra a Fabiola y comenzó a beber la tercera.

Ni palabra ni acción volvió a salir de la boca de Fabiola en lo que restó de su estancia en el bar. Y Andrea no se atrevió a siquiera voltear en su dirección.

Era poco más de medianoche cuando Mabel levantó la mano para pedir la cuenta. Pagaron, dejaron propina y se retiraron.

Mabel encendió un cigarro apenas puso el primer pie afuera del bar.

—¿Les llevo? —ofreció, mirando a su novia, refiriéndose a ella y a Fabiola.

—Yo me los llevo a todos —Se apresuró Diego—. No quisiera que nadie más tenga que lidiar con los dos borrachines... y Andy me queda cerquita de Fabiola —Luego miró a Vanesa—. Y así tú tampoco tienes que desviarte.

—Pero la casa de Martín te queda super lejos —respondió Vanesa.

—No voy a llevarlo a su casa —aseguró Diego—. Las llevo a ellas —dijo, señalando a Andrea y Fabiola—. Y a él lo llevo a mi casa, que se quede conmigo hoy. No me gustaría que su mamá lo viera así.

Mabel le dio una bocanada a su cigarro.

—Ellas me quedan a cinco minutos —remató Diego.

—De acuerdo —dijo Mabel—. Se van con cuidado.

Diego asintió.

—Solamente quiero asegurarme que llegue bien a su casa —dijo Andrea en voz quedita, únicamente para su novia—. Su tía sabe que salió conmigo y no me gustaría...

—Está bien, lo entiendo —interrumpió Mabel, acariciándole los brazos—. Es tu amiga y tienes que cuidarla. No está bien que sus tíos la vean llegar así, y menos si es con dos chavos.

Andrea asintió.

Mabel se acercó a darle un beso en la mejilla, luego se despidió de Vanesa. A los dos muchachos les dijo que había sido un placer conocerlos y a Fabiola únicamente la miró a los ojos.

Andrea nunca había presenciado esa potencia silenciosa en los ojos de su novia; esa amenaza carente de palabras en la que claramente le decía que había roto su confianza.

Fabiola no pudo sostenerle la mirada, bajó la cabeza y sus cabellos cubrieron su rostro. Mabel se marchó hacia su auto sin decir más.

Vanesa se despidió, encaminandose hacia su volchito, que estaba a unos metros de donde se habían quedado a conversar.

Diego abrazó a Martín para llevarlo hacia el auto —Nomás te pido que no vayas a guacarear dentro del carro, cabrón, porque no lo me vuelven a prestar y entonces sí me vas a conocer enojado —Le decía mientras caminaban.

Fabiola y Andrea caminaron juntas detrás de ellos en absoluto silencio.

Por primera vez en años, Andrea sintió esa incomodidad que había dominado sus años de adolescencia: esa horrenda incapacidad de pronunciar palabra estando en presencia de Fabiola.

Y se odió por ello.

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