Besos de ceniza
El domingo por la mañana Andrea se despertó oscilando entre emociones contradictorias. Recordar los besos, las caricias y el olor de Fabiola, le hacía sonreír y sentirse la persona mas afortunada del planeta. Preguntarse qué pasaría cuando se volvieran a ver, le revolvía la panza. Pensar que estaba en cuenta regresiva antes de que Fabiola desapareciera una vez más de su vida, le hacía sentir que el agujero negro que habitaba en su pecho era mas potente que nunca.
A las diez de la mañana, mientras Andrea estaba colgando la ropa que acababa de lavar, escuchó el teléfono sonar. Unos segundos más tarde, la voz de la abuela Minerva le gritó.
—¡Andrea, teléfono!
Andrea entró corriendo a la cocina, secándose las manos en la ropa, emocionada y nerviosa. Las únicas dos personas que le llamaban eran Fabiola y Vanesa.
—¿Bueno? —preguntó Andrea, y sintió que su corazón se había detenido en la espera de descubrir qué voz escucharía al otro lado de la línea.
—¿Ya terminaste tus quehaceres? —El tono de Fabiola era juguetón, casi coqueto.
—Ya casi... ¿por?
—Porque me gustaría que vinieras a verme cuando acabes —dijo Fabiola con un tono que le indicaba que sus razones eran más que obvias.
—Te veo en media hora —dijo Andrea.
Después de despedirse, corrió al patio nuevamente y se apresuró a terminar de tender la ropa que tenía en una canasta de plástico, luego regó las plantas y culminó sus deberes sacando la basura del baño.
Media hora más tarde, cuando Andrea tocó la puerta de casa de la tía Isabel, fue Fabiola quien le abrió.
—Mis tíos no están, se fueron a misa y luego van a ir a visitar a la mamá de mi tía Isabel —dijo su amiga, tomándola de la mano para jalarla hacia el interior de la casa.
Después de cerrar la puerta, Fabiola se acercó, casi lanzándose sobre ella y la besó.
Las siguientes cuatro horas las pasaron en la habitación de Fabiola, con MTV a todo volumen, besándose hasta que los labios se les pusieron rojos, acariciándose hasta que sus manos memorizaron cada curva del cuerpo de la otra.
Cuando Fabiola calculó que no faltaba mucho para que sus tíos regresaran, puso el canal de películas en el televisor de la sala y fue a la cocina a servir helado para las dos. No pasaron ni diez minutos para que la puerta principal se abriera. Sus tíos se alegraron al verla en la sala, portándose bien con su amiga.
El tiempo que le restaba a Fabiola en Mérida, Andrea no existió para otra cosa que estar a su lado. Sus tardes, al regresar de la escuela, parecían un montaje de comedia romántica de los ochentas, de esos en los que todo son risas, besos y momentos de complicidad perfecta, muy a pesar de estar estudiando para sus exámenes finales. Y aunque ninguna de las dos hablaba de sus sentimientos, bastaba una mirada sostenida para que ambas estuvieran plenamente seguras de lo que la otra estaba pensando.
La última tarde que pasaron juntas, estuvieron en el parque: sentadas en los columpios, caminando en elipses interminables sobre la cancha de baloncesto, bebiendo malteadas de fresa y chocolate respectivamente en la fuente de sodas; y cuando cayó la noche, se sentaron en el pasto descuidado, mal cortado y de parches secos por doquier, para intentar ver las estrellas.
—¿Cuántas constelaciones conoces? —preguntó Fabiola y enseguida se respondió sola—. Seguro las conoces todas, ¿verdad? —Y se rió de la forma que solamente lo hace un adolescente enamorado—. Siempre hay un exceso de información en esa mente tuya.
—Solamente conozco algunas —aseguró Andrea, que todavía no lograba acostumbrarse a esa versión tan transparente de Fabiola—. En un mapa estelar puedo identificar varias fácilmente, pero en el cielo sólo puedo encontrar tres o cuatro.
Fabiola colocó las manos detrás de su espalda y estiró las piernas. Andrea la imitó mientras le señalaba las que siempre encontraba: Orión, la Osa Mayor, la Osa Menor, la Cruz y Casiopea.
—¡Esa no es Casiopea! —reclamó Fabiola y movió la mano estirada de Andrea para señalar la constelación correcta—. Esa es Casiopea.
—¿Lo ves? —Andrea se encogió de hombros—. En el cielo nunca las puedo identificar bien.
Fabiola la miró con total admiración, a pesar de su incapacidad para encontrar constelaciones. Andrea le sostuvo la mirada por varios segundos y tuvo que usar toda su fuerza de voluntad para reprimir sus ganas de besarla ahí, en pleno parque, donde todos los vecinos chismosos podían verlas.
—¿A qué hora te vas mañana? —preguntó Andrea antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.
La mirada de Fabiola se enfrió en un instante.
—A las 5 de la mañana.
Andrea frunció el ceño.
—A mi tío le gusta madrugar, dice que se aprovecha más el día. También dice que si nos vamos temprano tendrá tiempo de ver unas cosas que quiere conseguir en Chetumal antes de regresar.
—¿Alcohol y tabaco de Belice? —interrogó Andrea, que nunca había ido a Chetumal, pero había escuchado las historias de muchos vecinos que habían ido para cruzar la frontera y comprar productos en la Zona Libre.
Fabiola asintió.
—Nunca me dijiste por qué tenías que irte —dijo Andrea, que no había dejado de preguntárselo en todo ese tiempo.
—Pero sí te dije que eso no importaba —respondió Fabiola—. Al final, ¿de qué sirven las razones cuando el asunto es irremediable?
—Paz mental —Fue lo único que respondió Andrea, pero ambas sabían cuál era el final de esa frase «paz mental de saber que no te vas porque quieres, sino porque tienes que irte».
—No tiene que ser como la primera vez —dijo Fabiola enseguida—. Ahora tienes el número de mi casa y yo el tuyo. Podemos llamarnos...
—Mi abuela me mataría, y con justas razones, si ve un cargo de larga distancia en el recibo del teléfono.
—Pues entonces te llamo yo. También podemos escribirnos cartas. Todos los días, si quieres. Las estampillas son baratísimas —dijo Fabiola.
—Pero el servicio postal es tan malo que una carta tarda semanas en llegar. Cuando la maestra de español nos hizo tener amigos a larga distancia en Campeche y mandarles cartas, se tardaban casi un mes en llegar.
—La espera lo hará emocionante —aseguró Fabiola.
Andrea quería darle más razones por las cuales ella estaba segura de que aquello no funcionaría. Nada la reemplazaría; nada podría llenar el vacío que su ausencia ocasionaría. Una carta al mes, letras estampadas en papel, no eran ni remotamente suficientes para saciar la necesidad que tenía de ella a todas horas. Pero ya no dijo más. No quería desanimarla más de la cuenta cuando Fabiola estaba intentando mantenerse positiva.
A las ocho de la noche se pusieron de pie y comenzaron a caminar de regreso a sus casas. Al alcanzar la cuchilla en la que sus caminos se bifurcaban, ninguna de las dos se movió.
Estaban al pie de la cuchilla pero ninguna quería despedirse.
—Te quiero —dijo Fabiola con una solemnidad que casi parecía un pesar; un dolor profundo en el alma.
—Yo también, con todo mi ser —pensó Andrea, pero sus labios no se movieron. Asintió con la misma solemnidad que lo había hecho Fabiola.
Fabiola sonrió. Andrea se dio vuelta y se marchó, caminando tan rápido como se lo permitían sus piernas, alejándose tanto como fuera posible para evitar que Fabiola la viera llorar.
Cuando Andrea entró a su casa, su abuela estaba en la sala viendo «Sábado Gigante».
—¿Tienes hambre?, ¿quieres cenar? —preguntó la mujer, sin despegar los ojos del televisor.
—No —respondió Andrea con tono seco, sin detenerse.
Esa noche Andrea no durmió. A ratos lloraba en silencio, a ratos pensaba en formas de impedir que Fabiola se fuera, y a ratos simplemente se hundía en los recuerdos de las últimas dos semanas.
Al día siguiente comenzaría el peor verano de su vida.
El verano que pasaría encerrada en su habitación, de mal humor, al borde de la depresión. El verano en el que MTV se tragaría la mayor parte de sus mañanas y sus tardes y sus noches, mientras ella se la pasaba acostada en una hamaca viendo videos musicales sin dar señales de vida.
Ese sería el mismo verano en el que tendría las peleas más fuertes con su abuela. Todas sin razón, sin provocación y sin cuartel. Porque comenzaría a contestar a la menor provocación, porque contestaría más feo que en los últimos dos años y porque estaba tan entumida por dentro, que ya no le dolía nada de lo que la abuela pudiera decirle.
Aquel sería el verano en el que le mandaría una carta semanal a Fabiola, diez en total, y solamente recibiría dos a cambio: una en julio y otra en agosto; ninguna con gran cosa de contenido, ninguna en la que Fabiola fuera otra cosa que críptica, distante y fría.
Sería el verano en el que buscaría a Ileana nuevamente, retomaría su amistad con ella, descubriría que se había vuelto rebelde, agresiva y desafiante de las reglas que le imponían en su casa y decidiría imitar sus peores comportamientos.
También sería el verano en el que la besaría por puro coraje, porque en su mente era la mejor venganza contra la indiferencia de Fabiola. Y estando a nada de llevársela a la cama y perder su virginidad con ella, tendría un momento de lucidez, se disculparía y le diría que la quería profundamente pero sólo como amiga. A lo que Ileana respondería con una sarta de insultos, y la sacaría, ahora sí para siempre, de su vida.
Ese sería, en todo el sentido de la expresión, el peor verano de su vida; por suerte, esa noche Andrea todavía no lo sabía y en su mente seguía planeando el modo en que lograría que Fabiola se quedara y todo estuviera bien.
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