Andrea, la autosuficiente
Andrea se despertó a las ocho de la mañana. Desayunó con Vanesa y sus papás, quienes estaban bastante orgullosos de que su hija no hubiera probado gota de alcohol la noche anterior, pero también estaban preocupados por el comportamiento errático de Andrea.
Llevaban varios años ya de conocerla y podían ver a kilómetros que algo estaba fuera de lugar.
—¿Estás bien, Andy? ¿Necesitas hablar? —preguntó la mamá de Vanesa, mientras las dos chicas devoraban sus respectivos desayunos.
—Lamento mucho haber llegado así anoche —dijo ella, sin poder encontrar valor para levantar la mirada—, y haber tenido que quedarme aquí por vergüenza y miedo a que mi abuela me viera tan descompuesta.
—Puedes refugiarte aquí siempre que lo necesites —respondió el papá de Vanesa—. Pero sí nos preocupa que hayas bebido tanto. Tú no eres así, y eso nos hace sospechar que hay algo que te está perturbando.
Andrea no respondió. Había tantas cosas que le estaban perturbando, pero ninguna que estuviera dispuesta a compartir con ellos. Su vida entera había estado plagada de cosas que le perturbaban y nunca había tenido a ningún adulto para hablarlas.
—Está muy preocupada porque la facultad todavía no publica los resultados del examen de admisión —intervino Vanesa—. Yo creo que lo de anoche fue un modo inconsciente de sacar el estrés que ha estado acumulando todo el verano.
Los papás de Vanesa asintieron, sus miradas se llenaron de comprensión. Andrea miró a su amiga, convencida sin lugar a dudas, de que se convertiría en una fabulosa abogada.
—Están muy jóvenes para ir por la vida estresándose de ese modo —dijo la mamá de Vanesa, mirando primero a Andrea y luego a su hija—, las dos tienen que entender que la escuela no lo es todo. Y tienen que aprender a relajarse.
—Pero de preferencia, sin alcohol —dijo el papá de su amiga—. O en el peor de los casos, el día que quieran probar algún alcohol, lo pueden hacer aquí, bajo la supervisión de dos adultos y sin tener que manejar después.
—No creo volver a probar alcohol en muchos años —aseguró Andrea, tocándose la cabeza y haciendo una mueca de asco.
Todos sonrieron.
Después del desayuno, el papá de Vanesa la llevó a su casa. Su amiga iba en el asiento del copiloto y ella en el asiento de atrás. Cuando estacionaron frente a la casa, don Agustín ofreció bajarse con ella y hablar con su abuela, pero Andrea le pidió que no lo hiciera. Vanesa ofreció lo mismo, pero ella se negó categóricamente.
—No. Soy la única responsable de lo sucedido y tengo que pagar las consecuencias.
—Si me dejas hablar con ella, puedo asegurarle que estuviste en buenas manos —insistió el papá de su amiga.
—Se lo agradezco mucho, don Agustín —respondió Andrea—. Pero mi abuela no entenderá de razones y me moriría de la pena de hacerle pasar por el regaño que me corresponde recibir.
—De acuerdo, Andy. Si crees que solo vamos a empeorar las cosas, entonces mejor te dejamos aquí y listo.
Ella dio las gracias y bajó del auto.
Eran poco más de las diez de la mañana cuando Andrea cruzó la puerta principal, y apenas lo hizo, se desató el huracán de reclamos.
—¿Qué horas son estas de llegar? ¿Tú crees que no llegar a dormir es comportamiento de una muchacha decente? ¿Crees que esto es un motel y puedes entrar y salir a la hora que se te pegue la mentada gana?
Andrea tomó asiento en el sofá y bajó la cabeza sin decir nada.
—¡No quiero ni imaginar qué estarán diciendo los vecinos al verte llegar así! Y lo peor de todo es que la que queda mal soy yo porque todos van a pensar que yo te eduqué así —la abuela señaló el techo con su dedo índice—. Si tus papás están viendo esto desde allá arriba, segurito se les está cayendo la cara de la vergüenza. ¡Yo no sé qué se te ha metido últimamente que estás tan díscola! ¡Eres imposible de educar y yo así no puedo! Si te crees muy adulta y que ya te mandas sola, entonces lárgate de mi casa, mantente sola: págate techo y comida, que yo me rindo —la abuela hacía pausas muy cortas únicamente para tomar aire y después continuaba con la retahíla de preguntas retóricas y catástrofes imaginarias—. Yo no te eduqué para andar en la calle hasta altas horas de la noche, mucho menos para que no llegues a dormir a tu casa. Si te vas estar comportando como una puta, entonces no tienes lugar bajo mi techo.
El linchamiento moral de Andrea duró, más o menos dos horas y media, pero la furia de la abuela duró meses; su decepción, según los cálculos de Andrea, duró hasta el día de su muerte, porque después de esa mañana las cosas nunca volvieron a ser las mismas entre las dos. El modo en que su relación cambió fue totalmente imperceptible a ojos de los demás, pero ellas dos sabían que algo primordial se había roto y que el comportamiento de ambas se había modificado significativamente como consecuencia de ello.
Las primeras semanas, Andrea ni siquiera se atrevió a insinuar intenciones de volver a poner un pie en la calle a menos que fuera para cosas relacionadas a la escuela: ir por los resultados de su examen, llevar los documentos necesarios para su inscripción, ir a comprar los útiles escolares y libros que necesitaría para su primer semestre, y eventualmente, comenzar a ir a clases.
En cada una de esas ocasiones, la abuela usó su tono más hiriente: «llegarás a dormir», «espero que por lo menos hoy sí llegues sobria», «si vas a andar de puta, por lo menos, cobra».
Al principio, Andrea se limitaba a escuchar, cerrar los puños y apretar la mandíbula; después, cuando el hastío comenzó a superar a la vergüenza, empezó a contestar cosas como: «no me esperes despierta», «no te preocupes, si me emborracho, por lo menos no voy a manejar», «¿y tú pensabas que lo hacía de a gratis?».
Cuando la abuela Minerva se dio cuenta de que Andrea ya sabía todas sus frases, comenzó a usar otras: «no me vayas a salir con tu domingo 7», «si te embarazas, se me van a la calle tú y tu chamaco». A lo que Andrea comenzó a contestar: «no te preocupes, sé usar anticonceptivos» o «si me embarazo, lo pierdo y ya».
Internamente, Andrea padecía una desproporcionada combinación de risa histérica y enojo ante lo ridículo que era que su abuela pensara que corría cualquier peligro de acostarse con un hombre.
Lo que la abuela no podía ni comenzar a sospechar, era que Andrea solamente salía para dos cosas: para ir a clases y para ir en busca de trabajo. Ella y Vanesa habían iniciado su búsqueda en octubre, dos meses después de haber comenzado sus respectivas carreras y de haberle medido el agua a los camotes a la carga de tareas.
Para noviembre, ya habían ido a siete entrevistas y aunque no habían obtenido ninguno de los trabajos para los que habían aplicado, ambas estaban convirtiéndose en expertas en el llenado adecuado de una solicitud de empleo y en qué cosas no decir durante una entrevista.
Finalmente, su primera oportunidad la consiguieron gracias a los privilegios de don Agustín, que tenía conocidos en puestos altos de varias cadenas de restaurantes de comida rápida y había pedido un favor para que a ambas las contrataran en la misma sucursal de Pizza Hut, en el mismo horario.
El día en que Andrea llegó a su casa con el uniforme nuevecito dentro de una bolsa de plástico, se limitó a anunciarle a la abuela que había conseguido empleo y que ya no regresaría a la casa después de la escuela, sino que se iría de la facultad al trabajo y regresaría por las noches.
La abuela no respondió, pero sus reglas eran simples y habían aplicado para sus hijos, para sus sobrinos y ahora para su nieta: el que se mantiene solo, se manda solo.
Tener trabajo y ganar dinero significaba que ahora Andrea era un adulto que contribuiría a la economía del hogar y, junto con las responsabilidades que eso implicaba, también venía la libertad de moverse como quisiera y con quien quisiera sin intervención de la abuela.
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Andrea mira el fondo de la tercera caja con satisfacción. Los libros que se irán a donación están sobre la mesa, lo demás ya está en la bolsa de basura. Lo último que ve en el fondo de la caja es un pedazo de papel que dice: «Diego» y tiene un número de teléfono escrito debajo del nombre. Sonríe, reparando en que todos los veranos de su adolescencia fueron pésimos por diversas razones: algunos porque se llevaron a Fabiola y otros por la terrible calidad de las decisiones que había tomado.
Andrea pone el pedazo de papel sobre la mesa, únicamente por su valor sentimental. Unos golpes en la puerta principal la sobresaltan, pero luego corre hacia ella, emocionada.
Al abrir, se encuentra con una mujer guapísima de cabello largo, que a pesar de llevar vestimenta casual, tiene tanta elegancia en su porte y emana tanta autoconfianza, que juraría que está viendo a una estrella de cine en la alfombra roja. En el instante en que se ven, los ojos de la mujer se llenan de alegría y en el rostro se le dibuja una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Vane! —dice Andrea y se lanza hacia los brazos de su amiga.
—¡Andy! —responde ella, apretándola con todas sus fuerzas—. ¿Cómo estás? —pregunta, poniéndose seria repentinamente.
—Tan bien como se puede estar en estos momentos —responde Andrea, invitándola a pasar con un movimiento de su mano—. La verdad es que no lo sé todavía.
—¿Por qué no aceptaste que te acompañara al sepelio? —pregunta su amiga, pasando al interior de la casa.
—Porque no tenía la menor idea de qué esperar de mi familia y no quería que vieras ninguna interacción incómoda —responde Andrea, conduciendo a su amiga hacia la cocina.
—Sabes que esas cosas me tienen sin cuidado, yo quería estar ahí para apoyarte —Vanesa se detiene frente a la mesa.
Su vista pasa por los diarios de la abuela, las cajas con el nombre de Andrea, tres vacías, una todavía con cosas. Ve la bolsa de basura, y finalmente, repara en el pedazo de papel con el nombre de Diego.
—Tu primera borrachera —dice, tomando el papel.
—Tu primera desilusión amorosa —responde Andrea, levantando una ceja.
—Touché —dice Vanesa, dejando el pedazo de papel en donde lo había encontrado. Luego señala los diarios—. ¿Y... qué es todo esto?
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