Almanaque de Espinosa
Andrea no durmió esa noche.
Cuando salió el sol, se metió a bañar, se vistió y se peinó pero no desayunó ni preparó su mochila.
La abuela Minerva sabía que su nieta no faltaba a clases ni siquiera estando enferma, pero no había que ser un genio para adivinar que, cuando se trataba de Fabiola, Andrea desconocía sus propias reglas.
—Tráela a almorzar —dijo la mujer, cuando vio a su nieta tomar sus llaves.
Andrea asintió, sorprendida, no porque su abuela hubiera adivinado sus intenciones, sino porque era la primera vez que encontraba consuelo y comprensión en su mirada. No sabía por qué, ni necesitaba saberlo, pero la abuela Minerva siempre había tenido un lugar especial para Fabiola en su corazón.
Caminó sin prisa las tres cuadras hacia la casa de su amiga. Cuando abrió la reja para entrar. La tía Isabel estaba saliendo de su casa. La mujer llevaba su cartera en una mano y su sabucán en la otra.
—¡Andrea! —dijo con gusto, sin detenerse en su paso acelerado para salir de su casa.
—Buenos días —Fue lo único que se le ocurrió contestar, porque no tenía modo de justificar el haberse aparecido ahí a las siete de la mañana.
—Pasa, pasa —dijo ella, sosteniendo la puerta abierta—. Fabiola está en su cuarto.
—¿Está despierta?
—Sí, sí... pasa... —insistió la tía de su amiga, casi empujándola al interior de la casa para poder cerrar la puerta antes de marcharse.
Doña Isabel le puso llave a la puerta desde afuera. Andrea se quedó parada en la sala, contemplando la quietud, experimentando una cierta sensación de culpa, como si estuviera invadiendo la privacidad de alguien más; como si hubiera entrado sin permiso y sin anunciarse.
Cuando recordó por qué estaba ahí, se dirigió a la habitación de su amiga.
—¿Fabi? —preguntó, empujando la puerta semiabierta.
No había nadie adentro. La cama estaba hecha, había música en el radiodespertador, pero Fabiola no estaba ahí.
—¿Tía? —preguntó la voz de Fabiola, desde el baño.
Fabiola salió del baño con el cepillo de dientes en la boca, caminando hacia su habitación. Tenía el cabello revuelto, húmedo. Llevaba una blusa delgada de tirantes que estaba recibiendo gotitas de agua que caían de las puntas de su cabello, y unos shorts diminutos que se antojaban mucho para esa mañana tan cálida.
—¡Andy! —Fabiola sonrió, metiendo sus dedos en su cabello, intentando ponerse más presentable.
Con un ligero movimiento de su cabeza, la invitó a pasar a su habitación y regresó al baño, acompañada por el crujir de las cerdas del cepillo sobre sus dientes.
Andrea entró a la habitación, contempló la cama y sonrió involuntariamente al recordar las cosas que habían hecho sobre ella. Al darse cuenta de la calidad erótica de las imágenes que estaba reviviendo en su mente, negó con la cabeza para ahuyentarlas y desvió la mirada hacia una de las paredes, que aún conservaba algunos de los pósters favoritos de Fabiola durante su adolescencia: Meat Loaf, Duran Duran y Lenny Kravitz.
—Sabía que tarde o temprano aceptarías que soy el amor de tu vida —dijo Fabiola al regresar a la habitación—, pero honestamente no pensé que sucediera en menos de diez horas.
—Mi abuela asumió que me habías contado sobre tu mamá —respondió Andrea, tomando asiento en la orilla de la cama—. Estoy segura de que no fue su intención ser indiscreta.
Fabiola se sentó a su lado, su sonrisa desvaneciéndose para transformarse en una expresión seria, casi consternada.
—Andy... —Comenzó a decir pero se detuvo, escogiendo sus palabras—. Lamento mucho no haberte dicho nada, no quería...
—Sé por qué lo hiciste —interrumpió Andrea, colocando una mano sobre el hombro de su amiga.
Y entonces se sorprendió a sí misma reparando en lo suave que era su piel al tacto a pesar de que sus músculos estaban muy bien definidos y eran fuertes.
—¿De verdad lo sabes? —preguntó Fabiola, buscando su mirada, regresándola a la realidad.
—Querías protegerme. Como lo has hecho desde que éramos unas niñas.
Fabiola asintió en silencio. Andrea retiró su mano del hombro de su amiga.
—Pero ya no soy una niña, Fabi —Le aseguró Andrea—. Ya no tienes que protegerme. Pude haber sido tu hombro sobre el cual llorar.
Fabiola asintió una vez más.
—Protegerte era solamente una parte —confesó, bajando la cabeza—. Estaba tan destrozada, que hablar del tema hacía que se me quebrara la voz. Estaba tan enojada con la vida, que cuando no me sentía al borde del llanto era porque estaba iracunda, reclamando lo injusto que era el sufrimiento de mi mamá —Fabiola levantó la cara—. Me daba vergüenza la mera idea de que tú o Martín me vieran así, sabiendo que tú perdiste a tus padres tan pequeña y Martín... bueno, él ha tenido también su buena ración de sufrimiento.
—Nunca tienes por qué avergonzarte de tu dolor ni de tu rabia —respondió Andrea, tomando la mano de su amiga entre las suyas.
Los ojos de Fabiola se colmaron de agradecimiento.
—Cuéntame, aquí estoy —dijo Andrea.
—¿Ahorita? —Fabiola miró su radiodespertador—. ¿No tienes que ir a la escuela?
—No me voy a ir a ningún lado —respondió ella.
—Entonces, deja me cambio de ropa y por lo menos, nos preparo algo para desayunar mientras platicamos.
Andrea pasó la mañana con Fabiola, escuchando la historia de cómo los doctores habían detectado el cáncer de mama de doña Silvia casi por accidente; lo agresivo que había sido y cómo se había extendido mucho más rápido de lo que el tratamiento lograba combatirlo.
Fabiola le describió a detalle la caída de cabello de su mamá, su falta de apetito, sus náuseas y los demás síntomas del deterioro de su cuerpo; el modo en que el cáncer le había consumido la vida a la mujer y como, finalmente ella había sucumbido ante la enfermedad.
Fabiola le contó que algo se había «apagado» dentro de su papá, cuánto había sufrido y el modo en que se había descuidado hacia el final de esos dos años.
—Intenté mantenerlo a flote, pero es desgastante tratar de rescatar a un adulto de sí mismo. Llegó un momento en que el peso de cargar con sus penas, además de las mías, me venció. Me desmayé en plena clase y acabé en el hospital. Después de esa tarde, le rogué que fuera a terapia —dijo Fabiola.
—¿Aceptó?
—Al principio dijo que lo haría, pero pasaron semanas y las cosas seguían igual. Cuando insistí, quiso darme pretextos y fue entonces que ya no pude más. Le dije que tenía que salir sólo del agujero emocional en el que estaba porque yo ya no tenía más para dar —Fabiola comenzó a rascar la orilla de su plato de manera inconsciente—. ¡Imagínate! El nervio de un ojo comenzó a brincarme de tanto estrés. Creo que verme tan mal fue lo que finalmente le hizo entrar en razón. Al día siguiente de esa discusión sacó una cita con un psicólogo. Ha estado yendo a terapia por seis meses.
—¿Y cómo está? —preguntó Andrea, colocando sus dedos sobre los de su amiga para obligarla a dejar de rascar el plato.
—Un poco mejor —Fabiola dejó de rascar el plato para entrelazar sus dedos en los de Andrea—. Al menos pude mudarme sin temer por su supervivencia.
Andrea quería continuar la conversación, pero tener sus dedos enredados en los de Fabiola le causó un choque eléctrico para el cual no había estado preparada. Un tifón de recuerdos de la infancia y la adolescencia le azotó repentinamente.
Tragó saliva con dificultad y luego, con mucho cuidado, intentando no ser grosera, retiró la mano.
—Quizás soy mala persona —dijo Fabiola, sin reacción aparente a lo que Andrea acababa de hacer—, pero necesitaba salirme de esa casa y necesitaba alejarme de él. De otro modo no sé que iba a ser de mí.
—No eres mala persona, pero tampoco eres Atlas, no puedes cargar el cielo a cuestas —respondió Andrea, aguantándose las ganas de volver a tomar los dedos de su amiga entre los suyos.
Fabiola intentó decir algo pero se le quebró la voz. Se detuvo. Andrea se puso de pie, se acercó y la tomó entre sus brazos. Fabiola desvaneció en un llanto escandaloso que probablemente valía por más de tres años de emociones reprimidas.
Más tarde, cuando Fabiola dejó de llorar y ya no quiso seguir hablando sobre su mamá, decidieron regresar a su habitación, se tumbaron en la cama y comenzaron a ponerse al corriente con otras cosas que habían sucedido en sus vidas.
Al cabo de un par de horas, Andrea descubrió que se sentía más cómoda que nunca en presencia de Fabiola, concluyendo que ser su amiga era mucho más fácil que pasar la vida intentando descifrar sus sentimientos.
—Cuéntame sobre tu carrera —Le pidió ella.
—¿Qué quieres saber? —preguntó Andrea.
—¿Qué es lo más padre que has aprendido?
—Excavación arqueológica —respondió Andrea sin necesidad de detenerse a considerar sus opciones.
—¿Ahora sí eres como Indiana Jones? —preguntó Fabiola, girando sobre su costado y apoyando su cabeza sobre su brazo, para poder mirar a Andrea en lugar del techo.
—Sí, pero con un montón de papeleo y casi nada de acción —aseguró ella—. De hecho nunca hay acción. A menos, claro, que tengas una definición muy peculiar de lo que es la «acción».
—Me alegra que estés siguiendo tus sueños —Fabiola se puso de pie y caminó hacia su escritorio—. Eso me recuerda, que te traje algo.
Cuando Fabiola regresó a la cama, tenía un pedazo de papel en la mano. Andrea se apoyó sobre su costado y lo tomó con su mano libre.
Era una página amarillenta cuyo encabezado decía en tipografía muy pequeña «Almanaque de Espinosa, 1956». Después, en letras grandes: «Hemisferio oriental» y debajo de ese título estaba dibujado un globo terráqueo, mostrando Europa, África, Asia y Oceanía. Era simplemente hermoso. Andrea no podía dejar de verlo.
—Una tarde al pasar por el taller del herrero, vi que él y su ayudante arrancaban páginas de libros viejos para echarlas al horno. Esta salió volando y cuando vi el mapa, pensé en ti.
—Muchas gracias —dijo Andrea, atragantándose de emoción. Desmenuzando en su cabeza, que solamente Fabiola la conocía de ese modo; solamente Fabiola sabía cuánto valía para ella algo que el resto del mundo veía como basura—. Es perfecta.
—Cuéntame más de tu carrera —pidió Fabiola.
—La verdad es que estoy aterrada —confesó Andrea—. Este semestre es el último con asignaturas de cultura Maya. A partir del siguiente estudiaremos culturas antiguas de otras partes del mundo —Andrea sacudió en el aire el mapa del hemisferio oriental que tenía en la mano, para hacer énfasis—, y un montón de temas sobre los que no sé absolutamente nada.
—Estoy segura de que te irá bien —aseguró Fabiola, estirando la mano para hacer a un lado los cabellos que habían caído sobre el rostro de Andrea, colocándolos cuidadosamente en su lugar—, eres la persona más inteligente que conozco.
—No seas mentirosa —respondió Andrea con tono juguetón—. Ambas sabemos que esa es Vanesa.
Fabiola se rió, muy a su pesar, rindiéndose en el intento de domar los cabellos rebeldes de su amiga, y se dejó caer sobre su espalda para mirar el techo una vez más.
—Te extrañé mucho, Andy —dijo con una ternura que distaba mucho de ese tono arrogante que había estado usando cada vez que hacía mención de sus sentimientos.
—Y yo a ti —respondió Andrea—. Pero ya tendremos chance de recuperar el tiempo perdido, ya verás.
—Lo perdido no se recupera —respondió Fabiola—. Pero me consuela saber que a partir de ahora, nada nos va a separar.
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«Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale tus planes», dice la voz de su interior, refiriéndose a que, apenas dos años más tarde, sería Andrea quien se marcharía de la vida de Fabiola.
Hola de nuevo. En esta ocasión solo les voy a dejar un dato sobre la palabra «sabucán» que es una bolsa del mandado típica de Yucatán que se ha usado por décadas. Es muy común ver a hombres y mujeres paseandose con su sabucán cuando van al mercado o a la tienda. Les dejo unas fotitos.
Y así es como imagino la casa de los tíos de Fabiola y los pósters de su habitación ;)
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