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Capítulo 6

Laurelin brilló una quinta vez, siendo viernes las cosas no iban como viento en popa, al menos para aquellos que creían en las palabras y deseos de Ilúvatar. Manwë, el rey de las aves y quien es bien conocido por su serenidad, estaba hasta el tope de gritos, estrés y reclamaciones. Poco le faltó para explotar y correr a todos sus amigos.

Era viernes por fin, pensaban todos los habitantes de Valinor, seguido de un fuerte suspiro de alivio. Había sido realmente difícil llegar al último día de la semana laboral, pero algunos sí que lo consiguieron sin perder la cordura. La situación empeoraba cuántas más horas pasaban y las mayorías de las tierras estaban, como dictaba la sabiduría de una experimentada madre, patas arriba; después de las inesperadas visitas de Bauglir, todo comenzaba de ir mal a peor.

Nadie, ni el mismo Sulimo pudo prever lo que sobrevendría después del amanecer del lunes; después de la llegada y huida de Melkor, había aparecido en su corazón un sentimiento nuevo, quizá era arrepentimiento, o coraje, o bien, deseos de que todo nunca hubiese cambiado.

Desde aquel día, el cual le fue fácil recuperarse de la burla de su mayor, Manwë adoptó la costumbre de deambular solo entre los pasillos del recinto. Caminaba con una expresión solemne pero también parecía preocupado y es que, recibir quejas sobre su hermano todos los días, era más que suficiente para encontrarse ansioso y desasosegado.

Por las noches Manwë jugaba intranquilo con sus manos y mordía sus labios, en función del temor por lo que pudiese pasar en un futuro. No podía actuar solo por actuar, y de cierta forma, estaba atado de manos. En tanto, Melkor pasaba los días disfrutando del carnaval que el mismo desataba; con deleite escuchaba los rumores y prejuicios de sus compañeros y de aquellos con menor rango como lo es un Maia.

Ahora bien, así fue la forma en que Manwë sobrellevó la situación en cuanto a su hermano y sus extrañas intenciones, pero los Fëanturi eran otro cuento; Namo había quedado con marcas en su mejilla. También desarrolló un desprecio genuino por la simple presencia, hasta el nombre de Melkor.

Ya nadie, ninguno de sus hermanos, se atrevía a mencionar el nombre de Melkor en presencian de Namo. Desde el ataque del martes, Namo canceló la hora del té para recordarle, en especial a Irmo, quienes eran, de qué eran capaces y que, por cierto, no podían morir. También iba a molestar a Manwë.

Después de unos buenos regaños y golpes en la cabeza, por distraído, Irmo entendió que los labios partidos, es dentro de lo que cabe, normal y que tener las uñas largas no puede significar la muerte, sino una mala higiene.

Lo molesto en el tiempo en que Namo hablaba con Irmo aquellas cosas, no era el hecho de explicarle, sino la mirada tan simple de Lorien, su divertido: "Ahhh". Y sobre todo, era seguro que dentro de un pequeño lapso de tiempo, olvidaría todo lo que él azabache le explicó con tanto trabajo y sudor, hasta lágrimas, porque vaya que era difícil hacer entender a Irmo.

En cuanto a los reinos de Ulmo, este pasaba el tiempo combatiendo en contra de la furia de su Maia y es que, de todo Valinor, era Ossë uno de los pocos que perdía la paciencia en un tiempo récord, era asombroso ver las altas olas que se levantaban, así como el cielo en un color negro inminente. Los rayos flameaban entre las oscuras nubes y los truenos retumbaban a la par que las olas chocaban en las costas. Una escena que pocos desearían observar.

Los animales marinos habían buscado refugio en otros lugares, algunos Maiar habían abandonado por completo el mar, mientras que otros se quedaron al lado de Ulmo y Uinen para luchar en contra de la furia del joven. Ulmo intentó de todo; darle una nueva perla, mejores joyas y persuadirlo diciendo que un regalo no demuestra nada, pero Ossë jamás dio su brazo a torcer. El chico era caprichoso y quería a la fuerza esa perla.

Uinen estaba devastada, conoció más o menos las razones de la cólera de su pareja, pero jamás le contaron qué había sido robado. Estaba prácticamente perdida, pero a la vez, segura de su tarea; proteger Beleriand era el único deseo que ardía con fervor en su corazón, aún por encima de su amor por Ossë. Poco o casi nada pudo acercarse a su compañero, las olas la arrastraban, pero cuando tuvo una sola oportunidad, estuvo a nada de robarle un beso en esos labios enfurecidos, sin embargo, la marea fue tan vigorosa que la mandó a volar lejos del punto donde recidia Ossë.

Ni siquiera el lado más sensual de Uinen lo había traído de vuelta. La Maiar siempre presumía de una expresión en extremo jovial, tierna y amable. Era realmente como un dulce casi todo el tiempo y cuando se veía obligada a tomar forma, aparecía como una jovencilla de complexión más delgada y mucho más baja que Ossë. Sus cabellos, largos de verdad, adoptaban un color azul marino, como si fuese el mismo mar el que estuviera atrapado en ellos. Solía peinarse en trenzas y dejarlas a la mitad, su cabello suelto caía bellamente por sobre sus hombros y espalda.

Sus ropas blancas y azules eran adornadas por joyas con únicos resplandores. Andaba descalza pero sus pies jamás adoptaron una forma tosca o desgastada, sino más bella y perfecta. Uinen, era en pocas palabras, el mundo entero del ceñudo de Ossë, porque ella fue la primera en confiar en él, aún después de todo lo ocurrido. Le extendió la mano cuando lloraba y jugaba con él, aun cuando los otros lo rechazaban; su chica ideal.

En tanto el mar y las nubes sobre ése, se caían a pedazos, los bosques de Oromë perdieron aquel color especial que tenían antes de la tragedia del jueves. Los animales en las tierras del brillante cazador, ahora menguaban, no había suficientes presas y tampoco depredadores.

Las flores que bellamente adornaban los senderos y riachuelos, ahora yacían muertas en una depresión incomprensible, esa era la última obra de un maldito Melkor que, siendo viernes, se arrellanaba cómodamente recostado en una piedra un tanto enorme. Admiraba con los ojos entrecerrados, el amanecer, y también la descomposición de más de un señor y su tierra. Los humos se elevaban, los gritos se volvían ecos entre las montañas y el mar se lograba escuchar hasta en el lugar más recóndito de Eä.

Después de que Oromë había sido descubierto en medio de esa estupidez, porque eso era, Vána lo llevó de las orejas a presencia de Yavanna y entre las dos le dieron al pobre peli plata, uno de los mejores y a la vez, peores, regaños que jamás pudo recibir un Ainur.

El obligarlo a estar en las forjas con Aulë era un castigo pequeño con lo que las féminas tenían en mente. Se tomaron un tiempo para pensar el castigo y Yavanna, con una pose inmutable, le extendió la mano a Oromë.

—¡Chocalas! —inquirió el moreno, con voz vacilante y con una sonrisa torcida a guisa de relajar el ambiente.

Chocó su palma con la de Yavanna, pero esta permaneció inmóvil, como si estuviera esperando algo más. Con el entrecejo fruncido, hizo una mueca y le dio a Oromë un golpe en la nuca, luego extendió de nuevo la mano.

—Tú arco y carcaj, lleno de flechas —sentenció el castigo de Oromë. Y detrás de la pelirroja, estaba Vána, totalmente de acuerdo con la sentencia—. ese es tu precio a pagar. No lo devolveré hasta que mi trabajo se vuelva a encontrar intacto.

—¡Oh, vamos! —respondió Oromë con la mirada arrepentida. Extendió sus manos, pero en ningún momento tocó sus armas—. No puedes ser tan cruel. Cierto, tienes cara de gruñona, pero no te creo tan cruel.

Era cierto que, tanto Yavanna como Varda, tenían un temperamento alto, pero eso las volvía aún más hermosas y dominantes con sus parejas. Yavanna, la madre naturaleza, era una mujer de caderas pronunciadas y de piel bronceada. Siempre tenía una expresión de enfado, pero en ella también había espacio para la ternura y amor. Sus ojos eran de un color verde esmeralda, siempre parecían están en primavera y bajo ellos, varias chispas como pecas los adornaban en unas mejillas bien redondas.

—¿Ah, sí? —afirmó la Vala con voz autoritaria—. Dame esas cosas, no las volverás a ver en toda tu eterna vida.

Oromë hizo los tan conocidos ojitos de cachorro, pero ni eso lo salvó de la decisión de las féminas. Observó a Vána, intentando salvarse, pero su expresión era de un coraje puro y bastante decidido. Entonces volvió su atención a Yavanna, la hermana mayor de su pareja, y tras suspirar se deshizo de su carcaj y arco, y se los entregó.

Cuando Yavanna los tuvo en su mano, los apretó con fuerza, haciendo rechinar la madera y sacando de Oromë un sollozo reprimido de dolor y arrepentimiento. Ese era sólo el inicio del castigo del Vala Oromë, todo por ser tan iluso.

Cuando todo mundo se hubo enterado de la nueva advertencia, vigilaban con recelo y odio, el camino que Melkor tomaba en cualquier parte, incluso si iba al baño, era mal visto. Sí estaba en algún pequeño jardín, los Maiar no le quitaban la vista de encima. Si iba a las forjas, Mairon lo evitaba y Curumo lo miraba con admiración.

—¡Mira! —le decía un inexperto y tierno Curumo a un ceñudo Mairon—. Es Melkor, demonios ¿Vendrá a hacer lo mismo que con las tierras de los otro?

En la voz de Curumo se percibía el miedo, pero también la curiosidad y asombro. Ninguno de los dos le quitaban los ojos de encima, pero fue Mairon el primero en demostrar su odio, algo le decía que Melkor no haría nada en las forjas de Aulë, chasqueo los dientes y frunció el ceño. Tomó a Curumo de los hombros obligándolo a caminar.

—No me importa ese imbécil —le dijo secamente, intentando no mostrar interés—. Y a ti tampoco te debería importar. Nada bueno sale de sus empresas, pero dudo que venga a hacer algo.

Y ambos siguieron su camino, en tanto, Melkor vigilaba a Mairon como a todos los trabajos tan sublimes del Maia. Parecía una atracción un tanto enferma, pero no era Melkor el único que se sentía así.

Muy cautelosos fueron todos para cuando llegó el quinto día de la semana, pero de pronto, al amanecer, Melkor había desaparecido del radar de todo mundo. Muchos se extrañaron y otros no bajaron ni un poco la guardia.

El Señor Oscuro, viéndose en un bloqueo creativo y sin saber quién sería su víctima, había escapado a uno de tantos jardines que habían en esos tiempos y se dejó caer en la piedra más cómoda que encontró. Dedujo que necesitaba un tiempo a solas tanto para disfrutar de su obra como para reflexionar sobre la misma; quizá ya iba siendo tiempo de tomarse en serio las cosas y dejar de lado las pequeñeces.

Todos sentían gran preocupación por el siguiente movimiento de Melkor, que nadie se percató de su bloqueo.

Bajo el tosco cuerpo del Vala, envuelto en tela negra que dejaba ver su oscuro pecho, el césped yacía muerto en un color negro, trozándose a la par de los bostezos de Melkor. Había decidido que un cabeceo le vendría bien para recuperar la inspiración; pensó en volver con Ulmo, pero pronto desechó la idea queriendo conservarse seco. Después pensó en Yavanna o Varda, pero eso sería un golpe muy fuerte del cual, quizá sí responderían las chicas.

Con los ojos cerrados hizo una mueca, comenzaba a sentir un estrés incómodo recorrer su cuerpo, pero fue cuando esa idea cruzó su mente, la mejor idea que jamás hubo tenido. Abrió los ojos y sonrió como un completo demonio, su mirada se coloreó de un negro azabache y sus facciones se volvieron aterradoras. Melkor casi dejaba salir su verdadero ser.

Más la dicha le duró poco al pobre y débil de Bauglir.

Segundos después de haber sentido aquella epifanía, no se encontró observando un asqueroso paisaje, sino un par de ojos azules muy animados y enormes, casi parecían carecer de parpados. Ese color lo reconocería aún dentro de sus más oscuras y aterradoras pesadillas; era servidor del ser más despreciable, asqueroso y tosco que pudo conocer jamás. Se había encontrado con aquel que se hace llamar Tulkas, el dueño de los temores de Bauglir.

Melkor lanzó un alarido, amilanado se arrastró lejos del portador de tan azulina mirada, pero pronto se encontró preso por el tobillo. Ahogó el llanto y sabiendo lo que iba a suceder, cerró los ojos y contuvo la respiración. Una risa realmente profunda y ronca, apareció por sobre los dos, y Tulkas de una sacudida puso a Melkor de pie, parecía ser un muñeco de trapo en sus colosales manos.

—¡Melkor! —inquirió Tulkas dando a Melkor un abrazo tan fuerte que casi le sacó los ojos de las cuencas.

De verdad, Melkor sintió que sus pobres costillas se trozaban y se volvían migajas, como cuando uno come una tostada con salsa.

El enemigo natural de Melkor era ese Vala, aún más que Manwë. Era Tulkas el único con la fuerza necesaria para mantener corto a Melkor y bien educado, cual perro, pero siempre encontraba una oportunidad para escapar y hacer de las suyas. Ese Ainur era de los más amados y buscados en Valinor, no por su fuerza ni destreza, de hecho, casi nadie hablaba de eso, sino que todos adoraban sus chistes e historias, en especial, su risa tan encantadora. Aunque para Melkor era tan molesta como escuchar a un bebé reír por una completa tontería.

Si fuese por Melkor, habría ahogado a Tulkas de pequeño con una almohada mientras dormía. Pero bueno, eso sólo era parte de sus hermosos y caóticos sueños.

Tulkas era un Vala de estatura media, casi como Manwë. Su piel era bronceada, sus cabellos entre rubios y platas. Su rostro siempre tenía una sonrisa por compartir y sus ojos emanaban valor para quien lo necesitaba. Cuando le era necesario, portaba una armadura dorada con algunas piedras, que solo cubría su pecho y dejaba expuesto ese abdomen que sobrepasaba al pobre y delgado de Melkor.

Se encontraba a Tulkas modelando una corona tosca, realmente fea a gusto de Melkor, porque también era dorada como el sol y lastimaba la vista con aquel brillo. Sin embargo, lo que más odiaba Melkor de Tulkas era esa barba tan saturada que lograba ocultar a la perfección sus labios. Lo peor era cuando sonreía, eso sí que daba asco.

Melkor se deslizó entre los enormes brazos de su compañero y tomó una distancia considerable, segura por su propio bien. Se acomodó sus cabellos oscuros, rizados y sucios.

—Ya deja eso —le dijo prestando atención a cualquiera de sus movimientos. No podría darle frente, pero al menos era un experto en las huidas radicales—. Haces eso cada que me ves. Algún día ya no podré ni levantarme.

Tulkas volvió a reír y dio leves saltos en su lugar, estaba muy alegre, pero eso también era sospechoso, al igual como su extraño encuentro con Melkor.

—¡Pero si eso te gusta! —gritó el rubio—. Vamos, otro abrazo de oso.

Melkor podía ser un desconsiderado en la mayoría de los aspectos, pero no era un imbécil, apreciaba tener sus huesos en su lugar. Dio una gran zancada atrás justo en el segundo en que Tulkas intentó abrazarlo.

—¡Aléjate! ¡¿Acaso eres un animal?! —le apuntó con la mano temblorosa—. vete de aquí, anda. Largo, maldito raro.

—¿Por qué dices esas cosas? —cuestionó Tulkas ladeando la cabeza. A decir verdad, no era tonto y en cuanto se enteró de las travesías de Melkor, decidió que lo cuidaría al menos por todo el viernes, por eso su tan "casual" encuentro.

El fortachón pensó que era suficiente castigo para Melkor hacer y decir todo aquello que aborrecía, por ejemplo; los abrazos, la amistad y todas esas cosas que Manwë adoraba. Tulkas avanzó unos pequeños pasos, mismos que Melkor, titubeando, retrocedió.

—Incluso los animales son lindos. Tu no lo eres —por un momento la voz de Tulkas se había endurecido, como cuando luchaba en serio contra Melkor, pero luego se relajó y volvió a su tono flácido y amigable:— aunque quisiera irme, no puedo. Quiero hablar contigo sobre algo que escuché de un pajarillo.

Melkor entrecerró los ojos, no estaba loco como para darle cuentas a Tulkas. Apreciaba de sobremanera su pequeña libertad.

—Sí, ya me imagino qué pajarillo te lo dijo —gruñó mientras seguía retrocediendo. Desvió la mirada e hizo una mueca de incomodidad—. también me gustaría hablar, pero pasa que me encuentras un poco indispuesto —entonces se llevó su mano a su trasero y susurró al oído de Tulkas—. Ya sabes, tengo problemas estomacales.

Después de que Melkor se humilló frente a Tulkas, moviéndose de un lado a otro en su sitio, vio que el rubio parecía incómodo y asqueado. Esa era su oportunidad; pidió disculpas y dio la media vuelta corriendo como alma que lleva el diablo, como si en verdad se fuese a cagar en los pantalones. De tal forma escapó el Primer Señor Oscuro y gran enemigo de la Tierra Media, mintiendo.

El rubio no le siguió el camino porque había creído todo. No era su deseo ver un espectáculo asqueroso, así que decidió dejarlo para cuando Melkor estuviese mejor. Volvió las espaldas y retomó sendero a donde sea que se encontrase cierta joven hermosa de cabellos castaños y pien blanca; Nessa.

Ahora bien, cuando Melkor se aseguró de ya no estar bajo la aterradora mirada de Tulkas, suspiró y retomó su postura. Se sentía humillado, molesto y con deseos de descargar su furia en alguien, pero estaba consciente de la necesidad que lo apremiaba. No había de otra, se intentaba convencer, además Tulkas no es de los que le cuentan de todo a quien sea.

Después de un intento fallido de recuperar su orgullo, estiró sus brazos y cuerpo. Ya comenzaba a menguar la mañana y la tarde no se demoraría en aparecer; resolvió su camino en dirección a cierta persona que últimamente llenaba todos sus pensamientos.

Para cuando llegó a un tipo de construcción enorme, la cual emitía un calor tremendo y poco soportable para un hombre, se sintió emocionado. Entró siendo el personaje principal en todo el lugar; todos los Maiar de Aulë lo observaron prejuiciosos. Más nadie se atrevió a dirigirle la palabra o simplemente, retarlo.

Los golpes que el martillo emitía al chocar con el yunque y metal era lo que reinaba. Pocos tenían el tiempo de platicar y los salones eran desmesurados a modo de que los más de cincuenta Maiar tuvieran su espacio para trabajar. Eran demasiados los que servían a Aulë y por tanto, algunos resultados eran mejor que otros pero ni uno solo, ni el más pequeño o el más grande, pudo jamás superar las creaciones de Mairon, el Maia pelirrojo más atractivo de las fojas.

Fue poco el tiempo que le tomó a Mairon ganarse la preferencia de Aulë, tenía toda la atención y halagos del Vala. Su talento para la orfebrería era incomparable, cada día era una sorpresa ver el desempeño del pelirrojo, quien pese a tener un rostro de porcelana, siempre estaba molesto. Nadie (excepto Curumo, quien era el más... Pazguato de las fraguas) osaba dirigirle la palabra a menos que sea por cosa del trabajo.

Mairon era egoísta con sus conocimientos y fue sólo a Curumo a quien tomó como aprendiz. Solía exigirse de más, no estaba conforme con las perfecciones que salían de sus manos y esto, como muchas otras cosas, atrajo a Melkor cuál abeja a la miel.

El Señor Oscuro pasó justo por el lado del espacio de Curumo, Maia de cabellos anaranjados, cuerpo delgado y mirada tierna. Inservible para Melkor.

Curumo lo observó curioso, y se percató de la dirección de Melkor, pero nada pudo hacer para avisarle a Mairon. Fue el único que pudo ver cómo Melkor se escondía tras una pared negra, mientras el pelirrojo, sudando y frustrado, trabajaba en su última creación.

Mairon estaba tan concentrado en su acto, que le fue tarde para reaccionar a la sorpresiva aparición de Melkor, acompañada con un grito y una risilla.

—¡Ya llegué! —le gritó Melkor posándose sobre una mesa improvisada.

Mairon levantó la vista de un salto, y justo en ese momento, dejó caer con fuerza el martillo, no en su trabajo, sino en su propia mano. El dolor, pese a ser alguien poderoso, se podía sentir hasta los huesos. Cerró los ojos, mordió sus labios y reprimió una oleada de gritos y maldiciones.

Todos los insultos que conocemos ahora, pasaron por la mente de Mairon con la rapidez de una estrella fugaz en el firmamento nocturno.

Mientras tanto, Melkor disfrutaba de la escena riendo y golpeando su rodilla. Era tan experto, que las maldades ya sólo aparecían con sólo su presencia.

—¡¿Qué coño quieres?! —gruñó Mairon mordiendo aún sus labios. Ganas de golpear la cabeza de Melkor con el martillo no le faltaban, pero se supone que esas cosas no las piensa un Maia.

—¡Vengo a hablar contigo! —respondió el morocho con ufanía—. Necesitamos hablar, Mairon. Estoy seguro que querrás ser partícipe de lo que tengo planeado. Además, no tienes otra cosa que hacer más que estar todo el día aquí, y lo mismo mañana y todos tus eternos días.

Eran obvias las intenciones de Melkor, Mairon no era tonto. Dejó de lado sus utensilios y se recargó en el yunque cruzándose de brazos.

Asintió, escuchando las palabras de Melkor, de cuando en cuando rodaba los ojos.

—Ajá, si —respondió con obvio fastidio—. No hay nada de qué hablar después de lo que te dije el domingo, debes demostrarme de lo que eres capaz. ¡Lo que yo haga no debe incumbirte! Eres un metiche... Mejor dime... —y su tono y volumen de voz decrecieron, tornándose un poco sospechosos—. ¿Qué diantres has estado haciendo estos días? Estás en boca de todos.

La expresión de Melkor parecía una broma pues se hizo el que no entendía nada. El rumor ya había llegado a las forjas y Mairon, bueno, no sabía qué pensar, pero le dolía admitir que sentía curiosidad.

—¿Eh? ¿De qué hablas? —le dijo ladeando la cabeza—. ¿no habíamos quedado en eso, en que te mostraría que soy merecedor de tus trabajos aún más que Aulë?

Mairon gruñó en respuesta. A veces las palabras de Melkor decían tan poco, bufó rechinando sus dientes.

—Sabes muy bien a qué me refiero. Muchos hablan de las cosas que has hecho en los bosques y el mar —repuso Mairon—. en serio ¿Qué has estado haciendo?

—¡Ah, te refieres a eso! —entonó divertido—. Ya, qué te importa. No he venido a hablar de eso.

Y Mairon se dio la media vuelta tomando al momento su martillo. Tampoco iba a insistir si era algo que no le afectaba directamente.

—Entonces vete, porque yo no tengo nada qué hablar contigo.

El Primer Señor Oscuro, detectando en la voz de Mairon un poco de inseguridad, se confió a ella y se levantó para posarse justo detrás del menor en estatura. Colocó su diestra en las caderas de Mairon y su zurda en el mentón de este, y se acercó a su oído. Se refirió a él con ese asqueroso aliento suyo;

—No te vengas a hacer el inocente aun cuando ese brillo en tus ojos dice lo contrario —murmuró Melkor con voz ronca.

—Cállate... —respondió Mairon cerrando los ojos y sintiendo disgusto por el agarre de su mayor—. tú no sabes nada. No ves nada de mí.

Una risa floja, casi como un murmuro mal formado, emitió Melkor.

—¿Eso crees? —le amenazó—. Sé tanto como para asegurar que estás insatisfecho no sólo con tu trabajo, sientes que puede haber algo más que un día entero en este lugar ¿no?

Mairon no respondió, bajó la mirada totalmente descubierto. Últimamente comenzaba a cansarse de todo, no lo entendía, pero sentía que aquella confusión era mala, pero también buena.

—He visto en ti un futuro del cual no puedes arrepentirte. Un lugar donde sólo tu puedes ordenar como se te ha hecho —le dijo Melkor con avaricia lamiendo sus oídos—. ¿De verdad quieres perder esta oportunidad que te estoy brindando?

Inconscientemente Mairon negó con su cabeza. Después se arrepintió, pero de nada serviría ahora que Melkor había sonreído y percatado que lo tenía comiendo de la palma de su mano.

—¿Qué dices entonces?

—Uh... —el pelirrojo carraspeo la garganta. Sintió dos perlas de sudor frío resbalar por su frente, era raro, el no sudaba en las forjas—. No puedo responder a esa pregunta, pero... ¿De qué has querido hablar antes?

Melkor volvió a formar una media sonrisa en sus labios y tomó un espacio considerable. Mairon le plantó cara, pero en lugar de tener un semblante de pocos amigos, parecía más confuso que nunca.

—Bueno, eso ya es un pequeño paso al futuro que te aguarda —admitió el azabache—. Resumiendo las cosas, quiero hacerle una broma a cierta persona, pero para eso necesito una chica.

—Entiendo... —ladeo la cabeza haciendo un puchero—. pero no conozco a muchas mujeres y pienso que nadie querrá ayudarte. Lo siento, no puedo ayudar.

—No, no entiendes —explicó Melkor con cierto brillo de emoción en su mirada—. Te convertirás en mujer, yo no necesito a una de verdad. Me ayudarás así y conocerás esa sensación que deseas.

Melkor antes ya había escuchado sobre las habilidades de Mairon y no le importó si ofendida al pelirrojo con su petición, quería hacer las cosas de una forma rápida ya que para él tampoco sería tan cómodo. En cuanto a Mairon, dudó su respuesta por un rato y por más peros que puso, Melkor lo arreglaba todo.

Al final accedió a ayudarlo, porque sentía curiosidad tanto por Melkor como por lo que planeaba. Acordaron en encontrarse por la noche, bajo aquel árbol viejo en que se conocieron, para bien o para mal, Mairon aún no lo sabía.

Mairon pensó que sería divertido hacer su primera travesura; Melkor ya le había contado todo, la víctima y la travesura como tal y le pareció que era inofensiva, si acaso incómoda pero no traería la muerte de nadie. Jamás se pudo haber imaginado lo que levantarían el próximo fin de semana.

Cuando la noche cayó y las figuras de los Maiar y Valar ya eran pocas, Mairon dejó por primera vez las forjas y se escabulló entre las sombras para encontrarse con un Melkor que ya le esperaba desde todo el día.

Después de una pequeña sesión de insultos y burlas, procedieron a encaminarse al lugar del Valar y última víctima de las cinco fechorías de Melkor; Manwë. Antes de colarse al Taniquetil, Mairon se volvió una mujer de anchas caderas, mirada seductora y labios apetecibles.

En ese momento era Mairon una mujer perfecta físicamente, pero para Melkor, era horrenda, más fea que la mierda de un chimpancé. Pero peor era nada, se consolaba Melkor, mientras a empujones y golpes, llegaban a la habitación donde estaba Manwë.

Ahora bien, la noche no sólo traía el descanso para muchos, sino también el sigilo, los coqueteos y algunas que otras caricias teñidas de un color rosa a nombre del aprecio y amor eterno. Las puertas del Taniquetil habían sido cerradas, y de vez en cuando, vigiladas por Eonwë en espera de algún encuentro inesperado.

No había sido una buena semana para el pobre de Manwë, desde el martes que ya no se le veia sonreír y mucho menos, las ganas de aparecer en público con esos elegantes trajes o bien, con sus enormes y solemnes alas. Simplemente tomaba una forma sencilla y vestía algo ligero, sabiendo que alguien ya lo estaba esperando en la sala real para presentarle una queja sobre Melkor.

La llegada de la noche del viernes obligó a Manwë a vestirse con una simple bata azul, de tela levemente trasparente que dejaba a la luz su delgado y blancuzco cuerpo. Invocando un fuerte suspiro, Manwë masajeó sus sienes intentando traerse calma ahora que estaba dentro de su habitación y ni una sola luz, más que la del árbol, se colaba por las ventanas o paredes.

En completa y deliciosa soledad, el Ainur se dejó caer en su lecho. Meditó por unos minutos la situación actual, mientras veía perdido el techo, como cuando uno entra a un trance por las mañanas viendo un simple zapato, y volviendo en sí, el peli plata se arrastró colándose dentro de las blancas y brillantes sabanas. Cerró los ojos y un fuerte sonido apareció junto con un par de alas en su espalda.

Le parecía vergonzoso dejarlas salir, pero así encontraba un mejor descanso.

Entonces las puertas se abrieron una segunda vez, pero de una forma lenta y casi celosa. Se cerraron y nada más escuchó Manwë.

De pronto, sintió un par, delgadas y delicadas manos subir desde sus caderas, hasta su pecho y hombros. Sin duda hacia siglos que esa sensación no despertaba algo en él, sintió un frío delicioso y también un cosquilleo que lo obligaron a emitir un delgado bufido. Después una respiración chocó contra su nuca, conocía a la perfección ese aliento fresco y con olor a menta; era su tan amada y cara Varda, la doncella de las estrellas.

—¿Hoy también ha sido un mal día? —preguntó la mujer al instante en que dejaba viajar una de sus manos al rostro de Manwë y la otra le brindaba placer carnal.

—Uh.. Algo así —gruñó siendo consentido—. al menos ha sido un poco menos estresante que otros.

Y en Varda una media sonrisa, pícara y sensual, apareció en sus pálidos labios. Se atrevió a besar el cuello de Manwë y obligarlo a girar en su dirección. Ambos recostados en el mismo lecho era una bella imagen del amor verdadero.

Los ojos platas de Manwë se encontraron con lo azulinos de Elbereth. Por un momento nadie dijo nada, parecían no necesitar algo así para entenderse.

—Varda, mi amor —dijo Manwë rompiendo El silencio con un tono de voz titubeante—... Yo, ¿Puedo besarte?

La fémina emitió una leve risilla ante la inocente pregunta del hombre de su vida. Lo atrapó en un abrazo por las caderas y asintió.

—Me sorprende que al día de hoy, después de mucho tiempo de habernos comprometido, sigues pidiéndome permiso para algo tan sencillo —inquirió antes de ella lanzarse a efectuar aquel beso.

El acto tuvo poca duración, pero fue más que suficiente para saciar el apetito de Manwë, más no el de Varda. Los ojos de la joven habían tomado un brillo especial y exigente.

—Pero eso te vuelve aún más hermoso para mí —inquirió Varda en un delgado murmullo—. Sigues siendo el mismo joven tierno al que conocí y...

Y entonces las puertas se abrieron interrumpiendo a la dama. No era Eonwë, él siempre tocaba antes de entrar. Y mucho menos otro Maiar o Valar. Una risas y gritos entraron a la habitación, entonces Manwë levantó la mirada, mientras que Varda apenas logró reaccionar.

El bello y romántico momento entre la pareja de Arda fue interrumpido por un valar de cabello oscuro y una joven jamás vista de cabello rojo. Melkor había entrado pateando las puertas, y con él, Mairon en una forma fémina.

—¡Hermano! —llamó Melkor colocando a Mairon entre él y un pedestal de la habitación—. lo siento, pero necesito este lugar.

Melkor conocía las costumbres de su hermano menor y sabía que lo iba a encontrar en esa situación con Varda. Y guisa de burla, le pidió a Mairon que tomara la forma de una mujer para fingir el coito.

Mairon, estando en aquella penosa posición, sintiendo la asquerosa mano de Melkor en sus muslos, sabía que Manwë no sería capaz de reconocerlo, por lo que disfrutó de la burla emitiendo alaridos de placer mientras Melkor se burlaba.

Después de unos minutos de hacer sus tonterías, los dos maldosos fueron expulsados de la habitación por el mismo Manwë, quien en medio de la cólera perdió la razón. Se levantó de la cama y los ojos se le pusieron el blanco, era la primera vez que Mairon lo veía molesto. Una fuerte ventisca mandó lejos a los visitantes.

—¡Fuera de aquí! —les gritó para cerrar las puertas.

La reacción de Manwë fue la esperada por Melkor, y junto con Sauron, salieron corriendo y riendo de ese lugar. Había sido divertido, Mairon lo admitió al volver a su verdadera forma.

Quizá no era tan malo estar con Melkor, podrían hacer cosas divertidas. Claro, tenido en cuenta lo que divertido significa para ambos.

En cuanto a Manwë, aún no superaba su molestia y aunque Varda intentó calmarlo, fue imposible. Mandó a llamar a Eonwë.

—¿Sucede algo, mi señor? —cuestionó un joven de rostro serio y cabello blanco pero más rizado y corto que Manwë. Era Eonwë enfundado en su blanca armadura.

—Sí —sentenció Manwë sin el perdón en su mirar—. Avisa a todos los valar de Valinor, mañana a primera hora del mediodía se levanta una junta para discutir sobre el futuro de mi hermano, así como las represalias.

—Escucho y obedezco, mi señor.

Eonwë salió de la habitación, del Taniquetil y al poco rato, al amanecer del sábado, todos se habían enterado de la nueva noticia. Mairon también se enteró, pero no hubo en él arrepentimiento, sino curiosidad por saber que iban a decir en aquel concilio, por lo que le pidió a Aulë, le diera el permiso de acompañarlo.

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