EL CALABOZO
Los soldados que estaban bajo el mando del sargento Reyes continuaron su marcha por el camino que llevaba hacia el poblado de Santa Catalina. Ya habían recorrido una gran parte del mismo cuando decidieron hacer un descanso cerca de un pequeño monte, el cual que se erguía como un oasis en esa tierra casi desierta.
Ignacia observaba el paisaje desolador, ya que en esa zona no había ningún curso de agua cercano por lo que la vegetación era algo escasa debido a la sequía prolongada que estaban sufriendo. Sin embargo aún resistiendo se podían ver algunas matas de arvejillas del campo, margaritas dulces, cebadillas y el típico pasto puna, los que servían de alimento a los animales salvajes que habitaban esa zona.
Ella se sentó debajo de un pequeño árbol para repararse del sol, al menos por un momento. Si bien llevaba ropa de verano el calor la estaba sofocand. Los soldados al ver su estado tuvieron piedad de ella, por lo que le dieron de tomar agua, la cual bebió con avidez. Miró sus muñecas que estaban enrojecidas y comenzaban a sangrar debido al intenso roce de la soga contra su piel. Se sentía cansada, con el sudor que recorría todo su cuerpo bajo la larga falda.
Recordó cuando había llegado a esas tierras muchos años atrás con la intensión de establecerse en ese lugar. Su esposo a la época capitán del ejército patrio creyó que ese era el mejor lugar para establecerse y formar una familia.
Era un lugar estratégico, situación que era conocida por el capitán, aunque igualmente no quería que su esposa sufriera la falta de comodidades de las que disfrutaba en la ciudad donde vivieron anteriormente por lo cual hizo construir la casa con las mejores comodidades que había en esa época.
Ella lo había seguido a todos lados no solamente porque era su obligación como esposa, según las reglas de la época, sino porque lo amaba incondicionalmente.
En una de esas incursiones en la que había participado su esposo algunos de los heridos más graves habían sido traídos a su propia casa. Estuvieron al cuidado de Ignacia quien en ese momento conoció el sufrimiento de los hombres que luchaban por la libertad. Con entereza curó a todos y también le sostuvo la mano a muchos mientras morían por las heridas recibidas con mucho dolor. Eso la hizo fortalecer su carácter y apreciar cada día que la vida le regalaba.
Las órdenes impartidas por el sargento Reyes a viva voz hicieron que Ignacia dirigiera su vista hacia la zona donde éste se encontraba con algunos solados. Por lo que pudo entender Ignacia el sargento Reyes iría a la casa de Gregoria María de la Merced Venesa con algunos soldados y otro grupo a la casa de otra mujer de la que no pudo comprender bien el nombre. El resto de los soldados se quedaría en este puesto esperando que volvieran.
El sargento Reyes con su grupo de soldados partieron a toda marcha para dividirse en dos grupos, cada uno de los cuales iría a una residencia distinta con el fin de apresurar la detención de las personas involucradas en la lista, las que seguramente podrían poseer información que les resultaría útil.
Un par de horas después el sargento Reyes se acercaba a la casona de Gregoria María de la Merced Venesa,quien estaba ocupándose de los quehaceres de la casa. Sus hijastros correteaban por el patio seguidos por una de las criadas para que no fueran a hacerse daño. Gregoria era una muchacha muy joven que se había casado con un soldado del ejército patrio por imposición de su familia. El sargento era viudo y tenía dos hijos pequeños, si bien era un poco mayor que Gregoria. Se habían visto sólo par de veces antes de unirse a él en matrimonio. Gracias a su pertenencia a la clase aristocrática había recibido no solamente instrucción escolar sino también hablaba dos idiomas y tenía talento para la pintura. No amaba a su esposo pero al menos había aprendido con algunas dificultades a convivir con él. La vida cotidiana de ambos era escasa, ya que como sargento del ejército estaba la mayor parte del tiempo fuera de su casa. Su esposo había partido hacia el frente de batalla hacía ya unos meses, después de su recuperación de una herida que lo tuvo entre la vida y la muerte por varios días.
El sonido de los cascos de los caballos comenzó a oirse cada vez más cercano por lo que Doña Gregoria fue hacia la ventana para ver que era lo que estaba sucediendo.
- ¡Sara trae los niños dentro de la casa! - gritaba Gregoria mientras corría asustada hacia la parte trasera de la casa. -
-Vamos niños, que la señora nos llama - dijo Sara mientras los tomaba de la mano e iba en dirección a la puerta de ingreso de la casa.
Gregoria estaba muy asustada, ya que su esposo se encontraba ausente en la casa. Le habían llegado noticias a través de los criados que habían ido al poblado a comprar provisiones que hacía ya varios días, que había continuas escaramuzas entre los invasores y los habitantes del pueblo que se resistían a rendirse a sus enemigos. Lamentablemente los enemigos los superaban en número y en capacidad, pero preferían morir combatiendo al enemigo que vivir con su honor mancillado por la rendición.
Los soldados bajaron de sus caballos frente a su casa e ingresaron bruscamente en su hogar. El último en ingresar fue el capitán Reyes un hombre alto, con una cicatriz en el rostro, recuerdo de una de las tantas batallas en las que había participado. Si algo caracterizaba al capital era su poca amabilidad. Ingresó con la mano apoyada en su sable, como si estuviese preparado para usarlo en cualquier momento.
-¿Doña Gregoria María de la Merced Venesa?- preguntó con seriedad.
-Buenas tardes. Soy yo. ¿Que desea?- contestó doña Gregoria tratando de no mostrar su temor y su nerviosismo.
-Voy a ser directo para evitar perder el tiempo. ¿Dónde se encuentra su esposo?
-No lo sé - contestó ella con decisión .
-¿Está segura?
-Sí. Lo estoy
Ante la negativa de doña Gregoria de darle la información requerida al sargento éste montó en cólera ordenando que la llevaran detenida a los calabozos del cabildo. Allí frente a los ojos de sus hijastros que lloraban desesperadamente por el temor y el miedo de perder a su madre. Lo que doña Gregoria no se imaginaba era todo lo que estaba por venir sería la peor de sus pesadillas. Fue atada por su muñecas con una soga mientras que el otro extremo de la soga fue atado a la montura uno de los caballos de los soldados.
La misma suerte corrió Manuela Isabel Conde de Reyes. Fue sorprendida en su hogar pasado el mediodía mientras estaban almorzando con sus hijos. Fue tomada fuertemente por los soldados quienes no tuvieron ninguna delicadeza para llevarla fuera de la casa. Manuela no pudo despedirse de sus hijos quienes lloraban desconsolados abrazados a las criadas. A diferencia de las otras esposas de los oficiales del ejército Manuela era muy joven y temerosa. Sólo conocía la vida en el poblado. No había vivido la guerra de cerca, no sabía de las penurias y del dolor que ésta provoca.
Estaba asustada y su llanto de hacía más y más fuerte. De nada ayudarían las lágrimas, lo único que podría salvarla de ésta situación era confesar cuando le fuera solicitado, dónde de encontraba el campamento de su esposo. ¿Tendría ella el valor de soportar las calamidades que quizás le esperaban o a cambio de su libertad delataría su esposo?
En un momento tan extremo la decisión estaba en sus manos.
El sol parecía quemar la tierra con su rayos imparables. Manuela comenzó a caminar bajo ese sol ardiente a través de la tierra desierta detrás de los soldados, el paso se hacía cada vez más rápido lo que provocó que Manuela cayera al suelo un par de veces. Ya habían recorrido apenas una cuarta parte de la distancia que todavía les faltaba por recorrer para llegar al pueblo. El tiempo que estuvieron caminando bajo el sol parecía interminable. Las alimañas que poblaban esas tierras estaban a sus anchas, entre ellas la víboras, a las cuales Manuela les tenía un temor inmenso, por lo que caminaba continuamente mirando hacia el suelo por miedo a pisar una de ellas.
Mientras continuaba ese recorrido sobre la tierra ardiente por el sol del mediodía, Manuela no podía dejar de pensar en el llanto desgarrador de sus hijastros cuando los soldados se la llevaron. Sabía en el fondo de su corazón que su tío se encargaría de ellos y los protegería, pero eso no era suficiente consuelo para ella. Tenía la posibilidad de poder volver en ese mismo instante si sólo le dijese al capitán la ubicación del campamento. Esa idea rondaría su mente por todo el viaje. Podría elegir entre sus hijos y un esposo al que no amaba, le debía lealtad a pesar de todo. Cumpliría el sargento Reyes su palabra de dejarla ir por el solo hecho de haberle dado la información o continuaría siendo prisionera. Mientras más caminaba bajo el ardiente sol sus pensamientos se hacían más y más complejos.
Ignacia se había recostado para tratar de descansar un poco, cuando a lo lejos vio la polvareda que levantaban los caballos que venían al trote. Se asustó cuando le pareció ver a lo lejos la figura de una mujer que venía caminando atada tal como lo estaba ella. No alcanzó a reconocerla pero por la ubicación de donde venía el grupo de soldados se dió cuenta que era Manuela.
Al llegar los soldados al pequeño monte donde se encontraba el resto Ignacia fue hacia donde estaba Manuela que lloraba asustada sin cesar. La abrazó e intentó calmarla dándole un poco de agua, la hizo sentar y le acarició los cabellos intentando que se tranquilizase.
- ¿Por qué nos hacen esto? - preguntó Manuela mientras continuaba llorando.
-Cálmate por favor - le contestó en tono dulce - Lo hacen porque quieren saber dónde están nuestros esposos, quieren saber las ubicaciones de los campamentos. No debemos darle ninguna información, ¿me has comprendido?
Manuela asintió con la cabeza mientras se apoyaba en el regazo de Ignacia. No supieron cuanto tiempo permanecieron así hasta que escucharon un ruido que venía en dirección al Norte del monte en el cual se encontraban. Trataron de ver pero no podían hacerlo bien por la posición en la cual se localizaban. El sonido de los cascos de los caballos y una carreta se hacían cada vez más cercanos.
Ignacia y Manuela se estremecieron cuando un par de soldados fueron hacia ellas y las tomaron de los brazos, las llevaron casi a la rastra a través de algunos árboles para llegar hacia donde estaba la carreta. Ignacia pensó lo peor, tenía miedo que estos soldados se aprovecharan violentándolas. Las subieron a la carreta tirándolas dentro de ellas. Una vez allí dentro ambas vieron como los soldados entraban en la carreta para atarles las manos. En medio del forcejeo no se habían dado cuenta que allí también se encontraba Gregoria con las manos atadas al fondo de la carreta.
Las tres mujeres comenzaron a gritar desesperadas temiendo la violencia de parte de los soldados, pero éstos sólo se limitaron a atarlas y dejarlas allí.
El sargento Reyes se encontraba alejado de esa área pero al oir los gritos de las mujeres corrió hacia la carreta.
- Soldados,¿ qué está pasando aqui?
- Sólo estamos atándolas como nos indicaron, sargento, pero comenzaron a gritar asustadas.
-Déjenlas solas. Que se calmen. No tengo ganas de escuchar el griterío de estas mujeres. Y prepare a todo el grupo que antes del atardecer partimos hacia Santa Catalina.
-Sí, mi sargento - contestó uno de los soldados.
Ignacia, Manuela y Gregoria permanecieron en silencio dentro de la carreta hasta que el movimiento de la misma les indicó que ya estaban partiendo.
-¿Que harán con nosotras? - preguntó Manuela.
-No sabemos - respondió Ignacia. - Lo que debemos hacer es no dar ninguna información no importa lo que nos ocurra.
-Seguro nos matarán - dijo Manuela a la vez que comenzó a llorar.
-Cálmate por favor - respondió Ignacia tratando de calmarla. - El señor nos acompañará en este difícil momento. Confiemos en la voluntad del señor. Recemos, pidamos por nuestras almas para que tengamos calma frente a esta prueba. Tengamos entereza y dignidad.
Las tres mujeres continuaron el viaje en la maltrecha carreta supervisada siempre por cuatro soldados a sus flancos. Estaban demasiado cansadas, sus lágrimas se habían secado sobre sus rostros dejando un surco. Los cabellos y las ropas desordenadas. El hambre era sólo un recuerdo. No salieron palabras de ninguna de sus bocas, sólo oraciones para intentar de esa forma aplacar la desesperación de tener que enfrentar la muerte apenas llegaran al poblado.
La entrada a Santa Catalina fue escalofriante. Se oían los gritos lejanos de hombres que aún estaban defendiendo sus libertad del implacable invasor.
Ignacia trato de ver entre los agujeros de la lona que cubría la carreta que era lo que sucedía. Se aterrorizó al ver sobre las calles laterales los muertos apilados sobre un carromato que partía hacía las afueras de la ciudad.
De pronto la carreta se detuvo, habían llegado a la plaza principal del poblado frente a la cual se encontraba el cabildo.
Las tres fueron bajadas bruscamente de la carreta para ser conducidas al interior del cabildo.
En el interior del mismo las esperaba el capitán Solis con una expresión sería. Su enjuto rostro no dejaba transparentar ninguna emoción.
Manuela temblaba de pies a cabeza, comenzó a sollozar por lo que Ignacia se acercó más a ella en signo de contención.
-Señoras - comenzó diciendo el capitán Solis. - Saben muy bien el motivo por el cual están aquí.
Ninguna de ellas respondió. Las tres permanecían con la vista hacia el suelo.
- Les voy a dar la última oportunidad de que me respondan lo que les fue preguntado en sus casas a cada una de ustedes por el sargento Reyes. -Hizo un largo silencio y luego continuó -Les voy a dar esta noche para que piensen bien la respuesta que me van a dar. De ello dependerá vuestro destino.
Las tres mujeres se miraron de reojo para confirmar que ninguna de las tres diría una palabra.
- Entonces para que puedan reflexionar con calma pasarán la noche en los calabozos bajo tierra.
Ignacia, Gregoria y Manuela fueron tomadas por los brazos y conducidas a los temidos calabozos pese a la resistencia ofrecida por las mujeres fueron arrojadas dentro de ellos.
De pronto todo se volvió oscuro, frío y nauseabundo.
En el interior del calabozo apenas se oyó una tenue voz -¿ Quien está ahí?
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