Capítulo 37
Un ligero sonido me obligó a desperezarme. Mi cuerpo se removió en el colchón mientras intentando adaptarme a la tímida luz que se colaba por la ventana. Maldije al que había olvidado cerrarlas, pasando por alto que fui yo. No tenía idea qué hora sería, tampoco deseaba saberlo. Preferí ignorar ese dato un buen rato.
—Cinco minutos más —pedí malhumorada, como si fuese una niña.
La risa hizo vibrar el pecho de Taiyari. Abrí los ojos recordando donde estaba. El sueño desapareció de golpe. Busqué su mirada solo para comprobar que fuera él. «Claro que es él, Amanda», me regañé al rememorar la escena de anoche. Un minuto de alarma antes de sonreír como una boba acurrucándome. Adoré que fuera lo primero que viera al despertar.
—¿Llevas mucho tiempo despierto? —cuestioné, ahogando un bostezo.
—Apenas un momento —susurró.
Asentí aletargada. Admiraba como podía levantarse tan temprano, yo era una dormilona que debía luchar contra un centenar de alarmas antes de pedir tregua. Me propuse empezar a ponerme de pie cuando clareara. Taiyari me soportaba demasiado, no retrasaría más sus horarios.
—Ahora que lo recuerdo, de regreso debo comprar un periódico —dije para no olvidarlo.
—¿Ahora eres un amante de las noticias? —bromeó. Le di un golpe en el pecho.
—Eres un bobo. Es para curiosear en la sección de empleos —le expliqué arrastrando las palabras—. Tengo que buscar uno cuanto antes.
—Sabes que no lo necesitas.
—Lo sé —lo interrumpí, eso de todas formas no cambiaría mi decisión.
Me haría de un empleo esa misma semana, no sabía el cómo, pero sí el resultado. Apreciaba que Taiyari se ofreciera a ayudarme, pero no abusaría de su hospitalidad. Con el salario en mano empezaría a buscar un lugar para rentar cerca de ahí. Adoraba a su familia y ellos habían sido realmente encantadores conmigo, sin embargo, no era mi casa. Necesitaba mi espacio, dejar de dar problemas. Tenía muchos planes a futuro estancados por no tener plata, la rueda que los pondría en marcha.
Mis pensamientos me envolvieron al grado de hacerme dormitar. Estuve a punto de dejarme vencer cuando sentí el suave recorrido de su dedo de mi nariz hasta el mentón. Escondí una sonrisa abrazándome a su pecho.
—No te encariñes, pronto desaparecerá. Hablo de mi nariz. Es decir, no literalmente, la necesito. No me convertiré en Voldemort. Me refiero a que ahora sí voy a operarme. Ahorraré. Esta vez va en serio —me aseguré a mí misma, decidida a ponerme de pie. Si seguía tonteando me quedaría enredada en sus brazos hasta el mediodía.
—Llevas diciendo eso desde hace años, Amanda —se burló de mi repetido discurso—. Empiezo a pensar que es una inversión millonaria.
—No, nada de eso. La cosa es que siempre termino gustándome el dinero en otras cosas —le expliqué, avergonzada por mi falta de determinación—. Lo último lo gasté en venir aquí y en este mes... Claro que no es una queja —aclaré enseguida. Lo miré directo a los ojos para que notara le hablaba con mi corazón—. Volvería a gastarme cada peso que tuve o tendré si la recompensa es verte, Taiyari. Aunque lo de la nariz no era una broma —repetí para no ponerme romántica tan temprano.
—Solo busca una buena clínica, por favor —me pidió. Me senté al filo de la cama y le miré incrédula.
—¿No vas a intentar convencerme de no hacerlo? Ya sabes con esas tonterías de la belleza interior.
—Amanda, es tu decisión. Respeto lo que a ti te haga feliz —dictó. Sonreí agradecida por su apoyo—. Claro que si me preguntas de manera personal qué opino, te diré que no creo que lo necesites. Tu nariz está perfecta.
—¿En serio? —cuestioné divertida alzando una ceja. Señalé el rasgo que más detestable cada que me enfrentaba en mi reflejo para que dejara de mentir—. Debes estar ciego. Tal vez te haga falta unos lentes, tanto tiempo en la computadora trae consecuencias.
—Quizás, no sé, a mí me parece que eres preciosa. No te buscaría ningún arreglo —comentó. Yo negué pegando un salto de la cama para ponerme de pie deprisa. Era esa clase de engaños que uno gustaba escuchar.
—Tengo que ir a bañarme o se nos hará tarde —le avisé en un ridículo atropello de palabras saliendo de la habitación, usándolo de excusa para que no percibiera el sonrojo de mis mejillas.
Cerré detrás de mí antes de recargarme en la puerta para suspirar. Ese hombre sabía las palabras exactas para robarme el corazón, aunque pensándolo a fondo, no se hurta lo que se entrega por voluntad propia y yo a él se lo había dado con lazo incluido.
Me parece injusto no mencionar la otra cara de la moneda en mi intensa relación con Taiyari. Pese a que solía contar los buenos momentos como si de un cuento de hadas se tratara, nada podía estar más lejos de la realidad.
Era consciente que no había otro lugar en el planeta en el que pudiera ser más feliz, pero eso no significaba que desaparecieron los momentos duros. Claro que no, estaba repleta de ellos. Tantos, que muchos tentaron mis fuerzas. No podía olvidar que atravesábamos por una enfermedad desgastante en todos los sentidos. La realidad no te da tiempo para descansar.
Los días estaban llenos de retos, a veces cotidianos, el resto primeras veces que te robaban un poco de espíritu. Múltiples esfuerzos en todo lo que otros pasaban por alto. E incluso después de semanas viviendo con Taiyari seguía sorprendiéndome lo que él debía soportar.
Quizás nunca fui realmente consciente de lo que venía para nosotros hasta que lo acompañé por primera vez a sus terapias. Ese día supe que debía ser fuerte, no fingir, madurar para enfrentarlo. Yo que siempre había sido una chiquilla que se quebraba al primero toque, esa que había actuado como mujer madura durante unos años porque creía que era la llave para la estabilidad, ahora debía enfrentarme al mundo real.
Te cambia la vida saber que la persona que amas padece una enfermedad incurable, un dolor que no tendrá en cuenta tus opiniones.
No es un cambio de un día a otro. Debo confesar que me sentí abrumada cuando la doctora me saturó de información.
Terminé llorando en la fisioterapia al observar las muecas de dolor de Taiyari. Tuve que salir para calmarme, bajo la excusa de darles espacio. Suplanté el lugar del ser más inútil de la humanidad al caer en cuenta que no importaba lo mucho que yo deseara que el sufrimiento terminara, porque seguiría ahí incluso cuando me negara a verlo. Me sentí tan egoísta mostrándome vulnerable en un momento en el que necesitaba mi ayuda.
Me deslicé por la puerta hasta quedar en el suelo. Lloré en silencio manteniendo la mirada en la nada mientras los dedos vibraban de la impotencia. Contemplé en la pared mi vida, la de él. El futuro de los dos. Tuve miedo. Miedo de no ser suficientemente valiente para un reto de esta magnitud que se abría ante mí, lleno de piedras y quizás. Estrujé mi rostro entre mis manos detestando mi cobardía.
Entendí por primera vez sus esfuerzos por mantenerme al margen. Sin embargo, acompañarlo fue la prueba definitiva que necesitaba para quedarme.
—¿Está bien, señorita?
Ahogué un grito cuando sentí algo rozar mi brazo. Me hice a un costado por instinto, pero pronto recordé que estaba en medio del pasillo y que la única responsable del susto era mi propio drama. La mujer me ayudó a ponerme de pie, incluso cuando le aseguré no necesitaba una mano. Limpié los rastros de lágrimas avergonzada por mi fragilidad.
—¿Malas noticias? —curioseó con demasiada familiaridad. Titubeé ante su dulce mirada.
—Solo noticias.
—¿Es la primera vez que estás aquí? —me preguntó amigable en su deseo de sacarme conversación. Yo me abracé a mí misma sintiéndome sola—. Jamás te había visto.
—Acompañé a mi novio, pero ahora él está adentro.
—¿Tu novio? —cuestionó en un susurro, sin disimular la extrañeza. Yo asentí, pero ella apenas me prestó atención. Estudié su rastro en busca de la causa de su reacción hasta que me mostró una cálida sonrisa—. Sabes, mi hijo acaba de cumplir trece años, tiene distrofia muscular de Duchenne.
Nunca había escuchado aquella palabra.
El término distrofia muscular englobaba varios tipos. Abarcaba debilidad en los músculos desde la cara hasta el talón. Incluso una misma enfermedad progresaba de manera distinta en cada persona. Aquella sonrisa que me regaló adquirió un nuevo significado después de una larga charla. Ella también estaba asustada, por momentos distintos e igual de fuertes. Representaba la esperanza de una vida puesta en pausa. Lloré al ser testigo de su dolor. No le daré un nombre específico a esa mujer, pese a que me lo compartió, porque puede ser la madre de cualquiera de los niños o adultos que veían su vida cambiar al salir de un consultorio médico, después de decenas de pruebas médicas buscando una razón a sus dolores. Entendí el giro que daba su existencia. Los sueños que muchos de ellos perderían, los nuevos que se verían obligados a crear. Tanta gente buscando desesperada respuestas que no obtendrían porque no existen aún. Parece inimaginable concebir la idea, mas es verdad.
Tan cierto como que jamás pensé que formaría parte de ellos. Y ahí estaba, tiritando de miedo ante lo desconocido, pero sin deseos de rendirme. Después de esa tarde lo supe, está vez no dejaría que el miedo ganase mi guerra.
Lo ayudé a recostarse en su cama. Intentó disimular la fatiga, pero falló haciendo evidente su cansancio al cerrar sus ojos apenas su cabeza descansó en la almohada. No solo había tenido que soportar los ejercicios, la revisión pulmonar y una plática de lo más extensa con el especialista, sino mis lágrimas, la preguntas de su madre deseosa de detalles y mis estúpidas cuestiones en todo el camino. Me compadecí de él.
Lo observé en silencio durmiendo tranquilo, me pareció casi un regalo. Mis dedos acariciaron su rostro antes de inclinarme para darle un beso en la frente.
—Estoy muy orgullosa de ti.
Mi Taiyari era más fuerte de lo que imaginé. Quién diría que aquel muchacho serio de la preparatoria evolucionaría para ser un hombre que ganaría toda mi admiración. Envidié su fortaleza, su temple, su manera de permanecer fiel a sí mismo pese a los contratiempos.
Abandoné el lugar, pero él me detuvo tomándome entre sus manos.
—Quédate conmigo, Amanda.
—Taiyari, vas a tener que ser más convincente —repliqué con una sonrisa.
—Por favor.
—Está bien —reí. Pensaba hacerlo de todos modos.
Me eché a su lado dejándome arropar por su calor. Mi mente estaba atormentada entre tantas advertencias de médicos y voces ajenas, pero mi corazón se tranquilizó al encontrarse con el suyo. Aprecié el silencio de la alcoba para memorizar sus latidos. Afuera el mundo rodaba, ahí el cielo había abierto una estación.
—Lamento que tengas que soportar todo esto —murmuró acariciándome.
—¿Abrazarte? Déjame decirte que podría quedarme aquí toda la vida —le confesé hechizada por el ritmo de su respiración. Escucharla era lo único que necesitaba, era saber que existía y que lo hacía en mi compañía.
—Hablo de tener que acompañarme, aguantar mis...
—Shuu... —lo callé porque no tenía ganas de pensar.
Aprendería, haría que todo fuera más sencillo para los dos. El cansancio me arrulló entre sus garras. Estuve a punto de entregarme a su reino cuando escuché las palabras que resonarían para siempre en mi pecho cada que las dudas aparecieran.
—Te amo, Amanda.
Yo abrí los ojos sorprendida.
Sin pretensiones, ni cursilerías. Taiyari lo había soltado sin más, en el momento que más precisaba escucharlo, cuando me preguntaba si sería capaz de ser lo que necesitaba. Era sincero, era como si cada letra gritaba que no mentía. Y aunque había oído antes esa frase fue inédito aquel cosquilleo que hizo brotar una sonrisa en mis labios. Nunca habían calado tan hondo una oración. Y sin saber qué decir, porque tenía tantas cosas en mi cabeza deseosas de hacerse oír, dejé que el mío respondiera lo que sentía en ese momento:
—Yo también, Taiyari. Yo también.
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