Capítulo 35
El cielo me regaló uno de los escenarios más bellos. Ignoré la margarita en el jarrón, cansada de ser mi víctima por las últimas horas, para perderme en la fusión nubes rosadas y anaranjadas pintadas con el sol de verano. Sonreí sin proponérmelo. Adoraba aquella escena que conocía de memoria, porque contemplarla se había convertido en mi nueva rutina.
Era extraño como en lugar de presentar los primeros síntomas de hartazgo empezaba a tornarse familiar.
Un suspiro escapó de mis labios, esa nueva sensación de felicidad se albergaba en mi pecho con más frecuencia de lo normal. Dejé la paleta de colores sobre la mesita y limpié mis manos con un trapo desgastado antes de curiosear en el trabajo de mi acompañante, concentrado a mi espalda en los números de la pantalla. Él sí tenía la cabeza en tareas productivas. Me aproximé despacio sin distraerlo, pero cuando estuve detrás de él no pude frenar los deseos de envolver mis manos alrededor de su pecho. Recargué mi cabeza en su hombro y le planteé un beso en la mejilla.
Taiyari sonrió sin quitar la vista de enfrente. Cerré los ojos disfrutando la paz que me invadía a su contacto.
—Supongo que ese último cuadro debe ser una maravilla. ¿Estás inspirada?
—No —acepté sin orgullo de mi último lienzo—. He mostrado más talento en otros días —reconocí dándole un vistazo a algunos padres colgados en la pared de su habitación. Taiyari había conservado sus favoritos, una disputa que le resultaba más difícil cada día.
—No te preocupes, Amanda. A todo mundo le sucede —dijo, buscando hacerme sentir mejor.
Asentí porque tampoco me quebraría la cabeza en un boceto sin gracia cuando tenía temas más importantes.
Habían pasado algunas semanas desde mi llegada. Después de la confusión inicial los padres de Taiyari me invitaron a pasar una temporada en su casa, les tomé la palabra, pero sentía que estaba excediéndome más de la cuenta con sus atenciones. Me había planteado encontrar un trabajo en los próximos días para aportar a los gastos mientras buscaba un departamento pequeño para mí.
Me quedaría en Medellín, lo había decidido después de una fuerte discusión al teléfono con mi madre. Desaprobó totalmente la cancelación de mi compromiso, tomó bando como pensé lo haría. Lo mejor sería dejar de vernos un tiempo hasta que pudiera entenderme. En mi país nada positivo aguardaba mi regreso. En cambio, en Colombia tenía la oportunidad de comenzar de cero. Una nueva vida.
—Estás distraída —acertó Taiyari. Yo fui soltándolo de a poco al verme atrapada. Rodeé su silla y me senté en uno de sus escritorio después de coger las últimas hojas que había impreso.
—Vaya, qué interesante —mentí, cambiando de tema. Su risa reveló mi pésima actuación—. No entiendo nada, pero con qué tú lo sepas estoy más que satisfecha —agregué cediéndole las tablas.
Taiyari trabajaba en casa desde hace unos años. Los números se le daban con una asombrosa facilidad y las estadísticas eran su fuerte. Su primer fallo en la universidad no lo frenó. Era un trabajador independiente, es decir, que pasaba todo el tiempo realizando trabajos individuales para pequeñas empresas. Ocupaba el día entero en sus cálculos. Jamás había imaginado lo cansado que sería no tener un jefe directo u horario fijo. Conocerlo sumó otra razón para dejar de holgazanear y buscarme un oficio que provocara ingresos.
—Por cierto, Amanda —habló despertándome—. ¿Puedes hacerme un favor?
—¿Qué me vas a dar a cambio? —pregunté divertida.
Taiyari escondió una sonrisa.
—Es para ti.
No hizo falta más. De un salto abandoné la mesa para seguir sus instrucciones.
—Lo he guardado en uno de los cajones. Si no me equivoco es el segundo a la izquierda —me orientó desde su lugar. Revolví el interior, pero no encontré más que camisas—. O sería en el derecho —fingió dudar tocando su barbilla.
Entrecerré mis ojos, lo había hecho adrede para molestarme. Cogí una de las telas para lanzarla a su cara antes de rodear la cama para fisgonear en la otra cómoda. No tuve problemas en hallarlo, siempre se me dio bien encontrar pistas.
—Dijiste que querías unos. Fue un sacrificio por una hoja de papel —me recordó, pero no le presté atención, concentrada en retirar la cinta que impedía ver el contenido.
—Oh, no —reí cubriéndome la boca para no soltar una sonora carcajada. Me dejé caer en la cama mientras regularizaba mi respiración. Taiyari había tomado cualquier banal comentario como una declaración para regalarme cuanta cosa gracioso encontrara en los catálogos.—. ¿Son idénticos a los que dejé en la papelería el primer día que le escribí? —le pregunté sin tenerlo muy claro.
—No sé, no estuve ahí, Amanda —me confesó divertido. Pasé el detalle por alto—. Pero los describiste así. Intenté encontrar los más parecidos.
—¿Te acuerdas?
Él se encogió de hombros antes de volver a sus pendientes.
—Tengo buena memoria.
Negué con una sonrisa antes de romper el empaque y admirarlos uno por uno. Me abracé a mí misma, ahogándome en la alegría. Serían mi nuevo objeto favorito, los conservaría tal como Taiyari guardaba aquella grabadora vieja.
—Los amo —aseguré en voz alta para agradecerle el detalle. Taiyari volvió a mirarme con una sonrisa que me robó un suspiro—. Ahora verás brillos y colores por todos lados —le avisé ilusionada por estrenarlos.
—Bueno, vivir contigo es ver brillos y colores por todos lados —repitió de buen humor.
—Eres un tonto —repliqué, sin negar la descripción.
—¿Por qué? No es una queja. Es el precio de querer a una artista.
—Y un mentiroso de lo peor —agregué divertida para que detuviera sus tonterías.
Recargué mi frente en la suya antes de robarle un beso. Taiyari era capaz de alborotar mi corazón con el mínimo toque, por eso cada que sus labios rozaban los míos sentía que me desconectaba de esta realidad para saltar entre nubes.
Estaba locamente enamorada de él. Y a veces me sentía tan mal por ello, siendo tan feliz, sin importarme el resto. Entregándome a esa calidez sin límites. Había tirado los muros de mis inseguridades para ser completamente libre de su mano. Le amaba como una chiquilla irracional, incluso yo misma me sorprendía lo fácil que era quererlo.
Sonreí mirándolo a los ojos cuando nos separamos. Me encanta ese brillo particular que destacaba en su mirada oscura.
—Quedé de ayudar a tu madre con unas cosas —expuse, convenciéndome a mí que deseaba quedarse con él—. No tardaré nada —expliqué dando un par de pasos hacia atrás.
Solté una risa nerviosa cuando choqué con la madera a mi espalda. Taiyari me dedicó una de esas sonrisas que me hacían suspirar como una adolescente. No estaba segura de que mi yo de quince años pudiera quererlo con la intensidad que lo años me habían regalado, lo que sí sabía era que agradecía al cielo haberme enviado el valor para subir a ese avión. Retando mis temores, el pasado, y quizás hasta al propio destino.
—Lo haces muy bien, Amanda —me felicitó Abril cuando probó lo que había preparado. Era un cumplido demasiado halagador para mi mediocre desempeño, pero lo acepté con una sonrisa.
Siendo honesta no era un desastre para la cocina. Había mejorado mucho con sus consejos. Una buena maestra, aunque a mi parecer demasiado benévola en sus críticas.
Ella fue la primera en proponerme me quedara junto a ellos, lo hizo desde la noche número uno. Al principio dudé, no quería dar más molestias, pero era una mujer convincente. Sabía hacerte decir que sí antes siquiera darte cuenta. No podía quejarme, después de todo, nadie jamás se había comportado con tal amabilidad conmigo. Le tomé mucho cariño, descubrí se trataba de una mujer de lo más dulce y sencilla.
—Estaba pensando que mañana, si me dejas, puedo preparar galletas —le propuse para que me contara que le parecía la idea mientras yo tapaba la cacerola.
Abril se llevó las manos a la cintura y fingió severidad.
—¿Qué te había dicho, Amanda? No tienes que pedirme permiso para nada. Esta es tu casa —repitió. Asentí agradecida. Siempre se esforzaba porque olvidara que no lo era—. Estoy muy feliz contigo aquí —me comentó apenas despegué un segundo la vista del horno—. Me hacía falta compañía femenina.
—¿Ahora podemos criticar juntas a los hombres? —bromeé sacándome el guante y poniéndome de pie. Ella contuvo una risa sin llevarme la contra.
—Esa es la segunda causa —comentó en voz baja. Yo le guardaría el secreto.
Mientras esperábamos terminara de calentarse la comida Abril se apoyó en un mueble, cruzada de brazos. La conocía, quería decirme algo, pero no se atrevía. Cada que tenía esa expresión ausente mis nervios se incrementaban. Nunca sabía qué me esperaría.
—Verte por la casa es como un sueño para todos. Has logrado lo imposible... Es por eso por lo que quiero pedirte otro favor, Amanda.
Aguardé un segundo intrigada por la seriedad del asunto, sobre todo cuando no se decidió a hablar.
—Sabes que puedes pedirme lo que quieres —mencioné para que confiara en mí. Abril bajó la mirada, dudando, antes de buscar la mía regalándome la respuesta.
—Mañana es un día complicado, Taiyari tiene que ir a terapia. Sumado al ejercicio diario tiene que complementarlo con visitas periódicas con especialistas —me platicó en confianza.
Yo asentí atontada. No tenía ni idea. Todos los días aprendía algo nuevo o era víctima de alguna sorpresa. No mentiré, los primeros fueron desgastantes acostumbrándome a una rutina llena de actividades que jamás creí realizar. Aprender un montón de información y significados, que pese a que la familia me los soltaba a cuenta gota, tardé semanas en procesar.
—De hecho Taiyari ha aprendido muchas cosas de su independencia gracias a esos talleres —añadió para que entendiera su importancia, no solo en su salud, sino en su independencia.
—Él no me había dicho nada —justifiqué mi asombro.
—Sí, creo que no quiere preocuparme, desea llevar todo con la mayor naturalidad para que no te sea tan abrupto el cambio —me explicó despacio, pensando que me enfadaría—. Quizás hasta planeaba no acudir, pero yo quería pedirte que...
—¿Lo convenciera?
No tenía que preguntarme, ni tampoco intentar destacar lo vital que resultaba para sus progresos. No permitiría se retrasara por mi culpa.
—Lo acompañaras —me corrigió, alarmándome porque no sabía que era posible formara parte—. Creo que teniéndote a su lado sería más sencillo sobrellevarlo con mejor actitud. Además, habrá muchos médicos que pueden resolver tus dudas. Creo que tener información ayuda a sentirnos confiados.
Era de la misma idea. Poder cuestionar sin límites, envolverme de lleno en el tema, me brindaba una seguridad que no me había atrevido a pedir por miedo a herirlos. Existían muchas preguntas rondando en mi cabeza. Le agradecí con una tímida sonrisa a la madre de Taiyari por darme la libertad de sentirme perdida, pero también por brindarme herramientas para encontrar el norte. Quizás fue porque me entendía mejor que nadie que jamás me exigió ser perfecta. No importaba cuanto me esforzaba, fallaría un centenar de veces.
Después de la cena en la que mi prudencia brilló, me mordí la lengua para no soltarlo, acompañé a Taiyari a su habitación. Cerré la puerta a mi espalda en silencio, buscando las mejores palabras. Un hallazgo que no llegó en el primer minuto, así que Amanda sin protocolos se lanzó al ruedo.
—Necesitamos hablar —comencé haciendo uso del inicio más típico, pero también el más útil. Taiyari me observó sin tener una pista de qué sendero tomaría. Me gustaba sorprenderlo.
—¿Y ese misterio? —preguntó con una sonrisa que me obligué a no imitar.
—No sé... —dije caminando en círculos por la alcoba. Fingí demencia, elevando la voz al aire como si hablara con las paredes—. ¿Hay algo que no sepa?
Un minuto de silencio en el que no bajé la guardia. No permití que evadiera mi mirada, la sostuve elevando mi ceja. No quería que empezáramos a guardarnos secretos, tampoco huir de lo inevitable.
—Te lo dijo mi madre... —concluyó en un pesado suspiro.
—¿Quién más? Si tú jamás te has dignado a decírmelo —le reclamé por dejarme fuera de nuevo, para que entendiera que me molestaba. Más daño hacían sus silencios que las crueles verdaderas.
—Lo olvidé... —inventó, en un mal intento de excusa. Crucé mis brazos para que no me hiciera tonta. Eso sí que no. Ese juego no funcionaría conmigo. Él arrastró su silla despacio hasta el borde de la cama, como si quisiera aprovechar cada segundo—. Bueno, no lo olvidé, es solo no quería contagiarte toda esa tensión. Pensé que mientras menos te involucraras menos cargas tendrías —se sinceró al fin.
Imaginé que diría algo así, casi con ese orden de palabras. No podía odiarlo, ya lo había intentado en otras ocasiones. Reconocía sus esfuerzos por mantenerme lo más alejada a las dificultades, pero a Taiyari le costaba entender que era yo quien tenía que decidir si quería formar parte o no. Le di la espalda reflexionando. Tampoco servía discutir, nada ganaría gritando o armando una escena, lo mejor sería hallar un punto en común.
—¿Quieres que te acompañe? —me atrevía a preguntarle dándome la vuelta, topándome con su rostro, soltando de golpe lo que deseaba desde un principio.
Taiyari me observó como si le hubiera pedido que saltáramos juntos de un avión. Tal vez estábamos ante una experiencia semejante.
—No es entretenido —me advirtió para hacerme consciente.
—No te estoy invitando al cine —comenté escondiendo una sonrisa que escapó con fuerza. Taiyari ni quiera la notó, estaba pensativo. Me acerqué para tomar sus manos entre las mías—. Si quiero ir no es para divertirme, sino para estar contigo.
—No...
—Taiyari, no quiero forzarte, pero sería tan feliz si me dejaras apoyarte —me sinceré con los dos para no darle más vueltas—. Deseo formar parte de tu vida, con todo lo que incluya. Te prometo que no haré ruido, ni te quitaré el tiempo. Seré tan callada como me lo pidas. Nada de estorbar. Tendré un comportamiento ejemplar. Vamos, Taiyari, ni siquiera notarás que estoy ahí.
Estaba ansiosa por un sí porque su aceptación significaba un gran paso en nuestra relación. No solo quería ser la chica que lo hiciera feliz un rato, sino la que compartiera los sin sabores de la vida. Los momentos amargos en compañía solían ser más llevaderos. Yo deseaba convertirme en un poco de azúcar en medio del pesar. Así como él lo era en mi historia.
Quizás por eso me consideré la mujer más afortunada del mundo cuando Taiyari acarició mi mejilla antes de asentir. Sí. No era una respuesta simple, me entregaba la llave a una de la puertas que mantenía con más candados, esa que lo volvía vulnerable. En secreto me comprometí a cuidarlo a toda costa. Guardaría su nombre en el fondo de mi corazón donde había reservado un espacio para él.
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