BIOGRAFÍA - LAS CADENAS DEL AMOR
Victor Hugo nunca logró hacer a Juliette adoptar su misma concepción del amor. Él deseaba algo calmo, plácido, tan regular como un calendario en sus manifestaciones, pero la dama siempre presentaba sus objeciones: "Tal amor pronto dejaría de existir. Un fuego que no arde descontrolado, es rápido en ser apagado por sus cenizas. Sólo un amor que abrasa y que deslumbra es digno de su nombre. El mío es así."
Y en efecto, no es fácil nombrar un sólo objeto que esta mujer no haya lanzado al crisol de su pasión entre los años 1834 y 1851. Todo fue sacrificado —comodidad, vanidad, renombre, talento, libertad. Hasta que, en algún punto, solo le restó a su poeta.
Ella adoptó sus gustos, sus ambiciones, sus sueños de futuro; ella compartió sus alegrías y tristezas; exageró sus cualidades y a veces, incluso sus defectos. Ella vivía sólo en él, y para él.
Estamos a punto de presenciar una abnegación total del ser, que eleva a Juliette Drouet a un nivel similar al de los místicos de antaño.
Luego, examinaremos uno por uno los detalles del culto que ella rindió a Victor Hugo.
I
Después de vender la mayor parte de sus muebles y de abandonar el lujoso apartamento que ocupaba en el número 35 de la rue de l'Échiquier, Juliette se instaló en una pequeña vivienda que le costaba 400 francos al año, en el número 4 de la rue de Paradis au Marais.
Ella y Victor Hugo decidieron vivir su amor allí, pobres de dinero, pero ricos en afecto y poesía. Dichos placeres debieron ciertamente rellenar todo su horizonte, pues ellos no han dejado registro alguno de sus días en aquel particular nido.
Su tiempo por ahí fue corto. El 8 de marzo de 1836 Juliette se trasladó de nuevo, ahora a un apartamento más espacioso, ubicado en rue St. Anastase, que le costó 14. 800 francos por año. La propiedad constaba de salón, comedor, dormitorio, cocina, y desván —en el que dormía su sirvienta—.
Dicho distrito, desde ese entonces, ha caído en decadencia. Hoy en día lo reconocemos como uno sin vida, bastante lúgubre. Pero en aquella época estaba ocupado casi que por completo por el convento de los Hospitalarios de Santa Anastase —que le originó el nombre la calle— y por algunas casas pequeñas, rodeadas de jardines. El convento y las plantas le daban una tranquilidad provinciana al lugar, y le otorgaban también un silencio impenetrable, que a veces pesaba sobre el ánimo de Juliette.
Su nuevo estilo de vida no estaba calculado para animarla tampoco. Un grado de pobreza que casi rayaba la miseria simplificó sus previos ostentosos detalles.
Poco o ningún fuego existió en su casa; a la dama muchas veces le faltó la leña que necesitaba para mantener a su hogar funcionando. Por eso, ella adoptó la costumbre de pasar sus mañanas en cama, leyendo, planificando, y soñando despierta. Aprendió a llevar cuentas cuidadosas de todos sus ingresos y gastos —cuentas que, después, Victor Hugo revisaba en persona, minuciosamente.
Pero al levantarse de su nido de sábanas, el frío no le impidió de escribirle a su poeta con alegría, en determinada ocasión: "Si buscas calor en esta habitación, tendrás que buscarlo en el fondo de mi corazón".
Todos los lujos en materia de comida estuvieron reservados apenas para las cenas que el maestro honraba con su presencia, después del teatro. El resto del tiempo Juliette comía frugalmente, desayunando huevos y leche; cenando pan, queso y una manzana. Cuando su hija la visitó, ella le regaló una naranja cortada en rodajas y espolvoreada con un centavo de azúcar y de brandy. La misma sencillez reinaba en los días festivos.
Juliette también se negó a sí misma frivolidades inútiles, y redujo al máximo los gastos de su guardarropa. Todo lo que podía crear o remendar, lo creaba y remendaba, y le complacía calcular el dinero que ahorraba al no visitar a modistas. El resto, lo compró por precios muy baratos, o lo prescindió.
En el mes de agosto de 1838, cuando estaba a punto de emprender un viaje con Victor Hugo, se vio en necesidad de zapatos, un vestido, y un sombrero campestre. Compró los zapatos. Confeccionó ella misma el vestido. Y tenía intención de pedirle prestado el sombrero faltante a Madame Kraft, pero esta señora —que ocupaba un puesto menor en la Comédie Française— sólo poseía sombreros de plumas, por lo que Juliette desistió de hacerlo, y maldijo a su amor por la elegancia, que la colocaba en una situación incómoda.
Un poco más tarde, el 7 de mayo de 1839, ella quiso adornar un manto con cintas de terciopelo, de 5 peniques por metro. Pero para la faena, necesitaba de ocho metros y medio. Ella otra vez lamenta su extravagancia y dice: "¡Oh, por qué me he dejado llevar por esto!"
Al estudiar la situación financiera de Juliette, uno se sorprende de que sean necesarias tantas privaciones, ya que, desde el principio, Victor Hugo le concedió 600 o 700 francos al mes. Posteriormente, aumentó esta suma a 800, y finalmente a 1.000 francos en 1838 —cuando él empezó a conseguir mejores condiciones por parte de editores y directores de teatro. Seguramente esa suma debería proporcionar comodidades ordinarias, y en su casa no debería haber ningún indicio de pobreza escuálida, ¿cierto?
Pero el hecho es que, en 1834, Victor Hugo sólo había logrado pagar las deudas más urgentes de Juliette. Y el resultado de hacerlo fue despertar, por accidente, al resto de los acreedores adormecidos. Juliette quedó abrumada por la horda.
A veces ella lograba apaciguarlos con extraños recursos.
Por ejemplo, a Zoé —su ex criada— la actriz le ofreció, en lugar de su sueldo atrasado, un asiento para ver a Angélo. Al señor Manière —su asesor jurídico— ella le prometió que, si éste le concedía el crédito que necesitaba, "el señor Victor Hugo leería con interés" a cierto plan de gobierno de una organización política, del que él era autor —y que, por desgracia, todavía no figura en los archivos de la constitución francesa.
Pero con más y más frecuencia Juliette se vio obligada a pagar, y por ello tuvo que ahorrar en su comida y vestimenta. Y por eso, pasó a desviar el dinero del carnicero y del tendero, para satisfacer al antiguo sombrerero o encargado del establo, tapando una deuda grave con una privación menor.
En el mes de mayo de 1835, de los 700 francos recibidos de Hugo, los acreedores se llevaron 316. En junio, ellos consiguieron otros 347. Ya en julio, más 278.
Otro motivo de su vergüenza pecuniaria fue la irregularidad de las contribuciones de Pradier al cuidado de su hija. Muy a menudo, sin la ayuda de Victor Hugo, esta carga se habría añadido a la suma total de sus deudas. Pero la actriz lo soportaba todo con la alegría de un pájaro. Ella, que había odiado las cuentas y la aritmética, ahora les dedicaba su atención todos los días, a veces más de una vez al día. Ella, que detestaba la pobreza, enfrentaba con una sonrisa larga las privaciones más sórdidas. Ella, que antes se alimentaba de préstamos y de promesas de pagos futuros, ahora exclamaba: "Haría cualquier cosa antes de endeudarme. ¡Qué espantoso y degradante es tal cosa, y qué espléndido y noble de tu parte, adorado mío, que me ames a pesar de mi pasado!"
[Victor Hugo, alrededor de 1836. Cuadro de Louis Boulanger.]
[Juliette Drouet, circa 1835. Cuadro de André-Charles Voillemot]
En estas circunstancias, no es de extrañar que Juliette comenzara a buscar en el trabajo, especialmente en el teatro, un complemento a sus recursos privados. Se tomaba muy en serio su carrera como artista, y para ella fue una gran decepción que su amante no la deseara como intérprete principal de sus obras.
Porque él ciertamente no lo hizo. Hugo dejó que sus celos actuaran plenamente, ya que deseaba quedarse con Juliette solo para él. Su táctica parece haber sido la de prometerle personajes futuros, sin jamás dárselos, ni escribirlos. Además, le procuraba compromisos dramáticos, y la impedía de cumplirlos.
En febrero de 1834 él presentó a Juliette a la Comédie Française, pero un año después se negó a darle el papel más pequeño en Angélo, que se produjo allí. En el transcurso de 1836, 1837, 1838, permitió que Marie Dorval monopolizara a todos los personajes importantes de sus obras anteriores, y ni una sola vez intentó poner el nombre de Juliette en la cabecera, o incluso en el medio, del cartel. Sin embargo, sí le hizo muchas promesas, la animó a aprender largos pasajes de Marion y Doña Sol, y le prometió que algún día escribiría una obra de teatro solo para ella.
Mantenida así en un segundo plano, Juliette pasó sus días oscilando entre periodos agotadores de desesperación y confianza, de gratitud y celos. Porque, como es fácil imaginar, también estaba terriblemente celosa del poeta, y su mente suspicaz se ejercitaba principalmente al pensar en las otras actrices, cuyos vivaces modales y sencillas costumbres ella conocía por experiencia profesional.
Estaba la señorita Georges, cada vez más gorda, pero siempre dispuesta a levantar su bandera y ejercer su acostumbrada soberanía en el escenario. Estaba la señorita Mars, quien, aunque su buena apariencia era cosa del pasado, todavía se esforzaba en llamar la atención del público.
Y luego estaba Marie Dorval.
¡Ah, cómo Juliette envidiaba a Dorval! ¡Cómo la estudiaba para armarse en contra de su rivalidad imaginada! ¡Cuán a menudo tomó medidas morales en su contra!
Ella sabía que era una joven del pueblo, que se estremecía con vitalidad de pies a cabeza, que - aunque sus impulsos primarios eran virtuosos- su naturaleza salvaje aún era fuerte dentro de ella... Juliette conocía bien "la voz que temblaba entre lágrimas y hacía su insinuante llamado al corazón".
¿Podría entonces Juliette cometer el error de no temer a una mujer así, tan versada en el ejercicio de su profesión? ¿Tan experta en las artimañas que atraen a los hombres? ¿Podría dejar de advertir a su amante sobre ella, día tras día, como se llama la atención a un ser querido sobre un grave peligro, un azote violento, o una tempestad?
Al contrario. Ella amenazaba con volver al teatro, actuar en las obras de Hugo, estar presente en todos los ensayos,y competir con su rival en belleza, talento y ardor. Juliette aprendió partes y escenas enteras, y llenó su soledad con los agradables fantasmas que su amante había creado una vez, y que ella soñaba con devolver a la vida en el escenario.
Pero los meses pasaron. Circunstancias delicadas la obligaron a renunciar a su plan de presentarse en el Théâtre Français (En 1836 Victor Hugo fue forzado a tomar acción legal contra la Comédie Française, y él ganó su caso en el año siguiente).
Juliette estaba al borde de la desesperación cuando, en una tarde de primavera de 1838, su amante le trajo una nueva obra de teatro que deseaba leerle, según su invariable costumbre.
Era Ruy Blas.
Inmediatamente, Juliette reclamó el papel de María de Neubourg y se enamoró de la pequeña reina melancólica que estaba obstaculizada y aprisionada por las reglas de etiqueta de su época, como ella misma estaba hecha prisionera dentro de los límites de su helado apartamento en la calle St. Anastase.
Victor Hugo no pidió nada mejor. Deseaba estrenar a Ruy Blas en el Théâtre de la Renaissance, que estaba bajo la dirección de su amigo Anténor Joly, y habló con dicho hombre para que contratara a Juliette. El acuerdo se firmó a principios de mayo.
Podemos imaginarnos el deleite con el que Juliette se puso a copiar la obra. Sin embargo, la asaltaron miedos melancólicos: "Nunca haré el papel de reina" escribió, "Tengo demasiada mala suerte. Lo que más deseo en la tierra no está destinado a realizarse".
Y es un hecho que el papel se le fue quitado de las manos, tan pronto como lo recibió.
A partir de 1839, su deseo de volver a los escenarios se fue calmando gradualmente. A finales de ese año, el mismo ya había desvanecido por completo. De este modo aumentó mucho la tranquilidad de su poeta, mientras ella se veía impulsada a sumergirse aún más en su soledad amorosa, y en las desventajas que la acompañaban.
Porque, del mismo modo que despreciaba que la vieran en el escenario, Victor Hugo detestaba la idea de que ella saliera sola, y había logrado arrancarle la promesa de que nunca daría un paso fuera de casa sin él.
Por lo tanto, Juliette era tan prisionera a sus caprichos como cualquier Châtelain de la Edad Media lo era a su fortaleza, y tan reclusa en su hogar como cualquier heroína de los dramas sombríos que había representado en el escenario anteriormente.
Ella ni siquiera tenía permiso para ir a ver a su hija en la escuela, allá en St. Mandé. El poeta la acompañaba del modista al sombrerero, luego a visitar al tío cuyo apellido llevaba, y que agonizaba en Les Invalides. La escoltaba a la casa del prestamista, a la tienda de curiosidades, ¡y hasta iba con ella a la ferretería!
Cuando Victor Hugo se prestaba de tal forma a sus necesidades, todo iba de lo mejor. Y Juliette, orgullosa y feliz, tomada del brazo de su "querido hombrecito", charlaba alegremente. Pero llegó un momento en que el amante, monopolizado por otros asuntos, quizá por otras intrigas, ya no era tan asiduo en sus visitas. Entonces la señora protestó y se rebeló en su contra, con la furia feroz de una bestia del bosque, encarcelada, golpeándose contra los barrotes de su jaula, agonizando por su libertad.
Victor Hugo respondió a sus protestas con amables razonamientos y exhortaciones persuasivas. Por muy lejos que llegara Juliette en sus ataques de ira, él siempre era capaz de apaciguarla.
El 27 de septiembre de 1836, al final de un largo período durante el cual el poeta no había podido regalar a su amiga ni siquiera lo que ella llamaba las "joies du préau/alegrías del patio" —es decir, un paseo por los bulevares— Juliette amenaza con irse.
Por varias semanas ella atribuye las enfermedades y dolores de cabeza que sufre con frecuencia a su vida sedentaria. Perdiendo la paciencia, le lanza un ultimátum a Hugo, y le propone una cita de carruaje por el Boulevard du Temple.
Él no aparece por allí, y ella permanece tres horas esperándolo dentro del vehículo. Segura de que su poeta le ha fallado, le escribe una carta a lápiz, desde el carruaje número 556, manifestando su intención de buscar a su hija y marcharse con ella a algún lugar, cualquier lugar.
"Así", Juliette escribe, "me liberaré para siempre de una esclavitud que no satisface ni mi corazón ni mi mente, y que no asegura el reposo de ninguno de los dos".
Sin embargo, al día siguiente no se movió a ningún lado. De hecho, ella no salió de su casa en lo absoluto. Había retomado sus cadenas y su traje de prisión. Porque, como de costumbre, su ira se había evaporado y convertido en melancolía, mezclada con una dulzura resignada. Al final, Juliette llegó a sentir que para ella no existía nada, salvo un amante que unas veces venía, y que otras se alejaba. Si él estaba presente, ella estaba viva y saltarina; si estaba ausente, su resorte principal estaba roto.
Victor Hugo, por su parte, siguió llevando una vida normal mientras su amante pasaba sus días recluida en aquel claustro. Probablemente fue durante esta época cuando Juliette decidió levantar en aquel espacio un altar para el culto privado de su amante. Viéndose incapaz de atraerlo y retenerlo con el único encanto de la pasión, ella se esforzó en conquistarlo mediante la devoción, las atenciones minuciosas, el tierno interés en todo lo que él emprendía, y claro, la adoración desenfrenada de su persona y su obra.
II
Según Juliette —quien logró robar varias reuniones con el poeta, en su propia casa—, Victor Hugo sufría con una ausencia total del confort más básico en su hogar.
Sus lámparas humeaban, al igual que su chimenea —eso es, en las raras ocasiones en que se encendía el fuego—. Él trabajaba en una "horrible nevera", con luz insuficiente y con el tintero siempre medio vacío. Su cama estaba arruinada, con el colchón lleno de lo que él llamaba "cabezas de clavos". Cuando se vestía, encontraba sus camisas sin botones y sus abrigos sin cepillar. En cuanto a sus zapatos, Juliette se avergonzó de su estado.
Sabemos también, por la boca de Théophile Gautier, que el autor de Hernani era un buen comedor, pero que sus meriendas caseras se servían de forma confusa. Chuletas con judías hundidas en aceite; ternera y salsa de tomate con un omelette; jamón con café, vinagre, mostaza y un trozo de queso.
Él de alguna manera no se tardaba mucho en combinar estas extrañas mezclas, y a menudo, mientras las devoraba, se recordaba de una frase que su amante le había escrito una vez sobre el tema: "Cuando pienso en lo que eres, en lo que haces, y en la incomodidad en la que vives, me lleno de admiración y de lástima por ti."
Con el instinto de una mujer amorosa, y los recursos de una mujer inteligente, Juliette se apresuró en aprovechar el lado humano de su dios y en brindarle el cuidado personal que con urgencia necesitaba. Se entrenó a sí misma para ser su cordon bleu, enfermera, sastre y zapatero personal.
Si Victor Hugo iba al teatro a trabajar, al regresar a la calle St. Anastase encontraba en su mesa un delicioso plato de pollo y ensalada, acompañado por los budines que tanto le gustaban, y durante todo el año su postre favorito: uvas —una fruta que a él siempre le había encantado—.
Juliette lo servía "de rodillas"—o al menos, eso afirmaba. Se ofendía si él no le permitía regalarle los espárragos más grandes y la crema más espesa, solo para su deleite. Y ella lo hacía, porque si él estaba feliz, ella también lo estaba.
Si Hugo tenía uno de esos ataques malditos y repentinos de "inflamación interna" que a veces le afectaban la cabeza, e incluso los ojos, su amante preparaba medicaciones, infusiones y sopas de hierbas, que el romántico tragaba mansamente. Adoptaba entonces una actitud maternal, lo besaba, lo mimaba con palabras suaves, lo alimentaba con sus propias manos y lamentaba no poder brindarle su propia salud y hacerse cargo de su indisposición.
Si Hugo se quejaba del pobre estado de su vestimenta, o de la escasez de su guardarropa, Juliette le remendaba los calcetines y la ropa blanca, planchaba sus chalecos, le quitaba las manchas de grasa de la chaqueta, le hacía un batín con una vieja capa de teatro, y le fabricaba "un sobretodo forrado de terciopelo, con cuello y puños de la mejor seda", usando un abrigo antiguo como base. Así ella logró reunir, poco a poco, a casi toda la ropa del poeta en su propia habitación; tanto sus trajes ordinarios, como los que usaba en grandes ocasiones, fuera en una recepción en la Academia, o una sesión de la cámara de pares.
En una ocasión ella le escribe, burlándose con suavidad de sí misma: "Después de que te fuiste lamenté no haberte obligado a vestir tu chaleco de cachemira esta noche; el cual fue reparado y arreglado para ti. Por la mañana estuve ordenando todas tus cosas. Tu abrigo ocupa un lugar de honor en mi ropero; tu chaleco y tu corbata se cuelgan sobre mi manto, tus zapatitos y calcetines de seda descansan debajo. A falta de ti, me aferro a tus trapos, los cuido y los limpio con deleite."
Pero el gran logro de Juliette, su triunfo, fue crear en su pequeño apartamento la atmósfera adecuada para que su poeta trabajara.
La costumbre del hombre era ordenar sus pensamientos durante el día y resolverlos con la caída de la noche. Juliette le preparó un rincón acogedor en su dormitorio, cerca de su cama. Lo equipó con una mesa, un sillón, una lámpara y un tintero. Sobre la silla colgó retratos de sus hijos, para que se sintiera como en casa. Sobre la mesa, pasaron a reposar hojas de papel y bolígrafos recién cortados, que atestiguaban la presencia y el cuidado de un devoto del genio.
Él siempre venía en algún momento de la tarde, y al llegar, se instalaba en lo que él mismo llamaba su "cuarto de trabajo". Sus hábitos metódicos y fuertes le permitían abstraerse de su entorno y dedicarse estrictamente a su labor de autor.
Además, mientras redactaba su prosa, tenía la impresión de que Juliette estaba profundamente dormida. Pero al pensar eso no le hizo justicia a su amada. ¡Dormir mientras él trabajaba! Juliette nunca se habría atrevido a hacerlo. Ella lo miraba y lo admiraba. A veces recogía un lápiz para garabatear en cualquier trozo de papel la expresión de su veneración, y cuando el poeta terminaba su faena, encontraba pequeñas notas como estas a su lado: "Me encanta observar hasta tu sombra en la página mientras escribes."
Que un poeta permita que su persona sea adorada no es nada nuevo. Que desee ser admirado en sus obras es aún más natural. Juliette intuyó ambos hechos, y adquirió la costumbre de aplaudir con amoroso entusiasmo el menor logro del maestro.
Ella dedicaba parte de su día a copiar sus manuscritos, clasificarlos y hacerlos lo más parecidos posible a las pruebas de imprenta, y es fácil imaginar que dedicó mucho tiempo a leerlos una y otra vez. Todo lo que escribió fue igualmente sublime a sus ojos. Si se permitía mostrar preferencia por tal o cual trabajo, era sólo a condición de que no se supusiera que despreciaba algún otro.
En 1846, Victor Hugo fue invitado a dar un discurso en la Cámara sobre la "consolidación y defensa de la frontera".
Juliette leyó el texto no menos de tres veces. Primero en el diario "La Presse", luego en "Le Messager", y finalmente en "La Presse" de nuevo. Recortó extractos del mismo y los guardó en sus archivos. Enseguida, le escribió gravemente al autor, para decirle que nunca había sido más elocuente. De la misma manera ella atesoraba todos sus bocetos, por más triviales que fueran, e incluso sus caricaturas más pobres —a las que pegaba en álbumes que escondía cuidadosamente. La dama envidiaba a Léopoldine, la hija del poeta, que hacía lo mismo en su hogar —y quien, como es de esperarse, tenía más oportunidades que ella de ampliar su colección.
Juliette era aún más codiciosa sobre su producción teatral, porque allí entraban en juego sus verdaderos celos. Se puede afirmar que durante más de quince años —es decir, de 1834 a 1851— ella se interesó por todas y cada una de las representaciones de los dramas de Victor Hugo.
Estuvo presente en el Théâtre Français en la primera noche de Angélo —estrenada el 28 de abril de 1835—, y quiso volver a ver la obra todas las noches siguientes, a pesar de la amarga decepción que le había causado el no ser parte de su elenco.
Estuvo allí también el 20 de febrero de 1838, durante el resurgimiento de Hernani. Y el 8 de marzo, fue ella quien aplaudió con más fuerza a Marie Dorval, quien revivió al personaje de Marion Delorme.
Mientras Hugo escribía Les Burgraves, ella exigió saber todo sobre su creación, desde su concepción más temprana, y su deseo fue cumplido. Cuando Victor Hugo le leyó la obra, de inicio a fin, ella se emocionó mucho y dijo: "No sé cómo descender de nuevo a la tierra desde la altura sublime de tu concepción".
Juliette participó en el reparto de los papeles, y se puso en contra de la elección de Mademoiselle Maxime y Madame FitzJames, a quienes ella no quería ocupando el rol de Guanhumara. La dama defendió a Madame Melingue —quien, en consecuencia, obtuvo dicho papel—.
Por fin llegó la noche del estreno. Había una facción, una facción violenta y agresiva, que era un signo de la reacción de la nueva escuela práctica, contra la vieja escuela romántica. ¿Quién se sentó en un palco destacado y opuso el frente más firme a la multitud silbante? ¡Juliette! ¿Quién se atrevió a acusar a Beauvallet de asesinar el papel del duque Job? ¡Juliette otra vez!
"Aplaudir tus bellos versos" escribió el 13 de marzo, "y lanzarme a gritos en su defensa es sólo otra forma de hacerte el amor. ¡Ah, ojalá pudiera ser un hombre las noches en que se representa la obra! ¡Te prometo que los suscriptores del Nationale y del Constitutionel verían cosas raras!"
Las mañanas y tardes transcurrían pesadas en su solitario apartamento de la calle St. Anastase. A veces el poeta pasaba adentro por un momento, para lavarse los ojos o reclamarle alguna otra atención doméstica, pero por regla general, sus visitas se hacían por la noche, después de las fiestas y del teatro. Su amante, por tanto, siguió suplicando por su libertad. Y así obtuvo de nuevo el permiso de recibir a algunos de sus amigos en su hogar.
Eran personas insignificantes, pero de buen corazón: Madame Lanvin, la esposa de uno de los empleados de Pradier que actuó como intermediaria —en parte honoraria y en parte remunerada— entre el escultor y Juliette; Madame Kraft, una empleada de la Comédie Française que influyó en la cultura literaria; Madame Pierceau, una digna matrona; Madame Bezancenot, una vieja aliada.
Por regla general, Victor Hugo toleraba la presencia de esta pequeña compañía. Pero, aunque un hombre de principios muy diplomáticos, sus visitas comenzaron a cansarlo, y él se demostró un poco molesto con sus reapariciones.
Fue entonces cuando Juliette le reveló que su necesidad de hablar sobre él la había llevado a instaurar un curso regular de "hugolatría" entre las buenas damas. Ellas habían instaurado una costumbre de leer sus poemas, declamar sus obras de teatro, y elogiar la independencia de su carácter y la dignidad de su vida.
Ante pruebas tan delicadas del afecto que ella le profesaba, no es de extrañar que el poeta le hubiera confiado a Juliette sus esperanzas y ambiciones más sagradas. Ella era una de esas personas con quienes un amante siempre puede contar, con la certeza de ser siempre apoyado, alentado y aprobado. De este modo, ella tuvo conocimiento de cada esfuerzo hecho por Victor Hugo, de cada paso que dio, e incluso de las intrigas mediante las cuales fue ascendiendo poco a poco hasta llegar a la Academia Francesa, luego a las Tullerías, a la pequeña corte de Neuilly, y finalmente a la Cámara de Pares.
III
No es como si la propia Juliette alguna vez haya sentido una veneración especial por reyes, príncipes, pares o académicos. "Demócrata y republicana por casualidad de nacimiento" —como ella misma se describió— detestaba también, por un tema de principio, a todo lo que parecía ser capaz de atraer o alejar a Victor Hugo de la calle St. Anastase.
Su primera inclinación, por tanto, fue criticar con acritud a las Academias, a los salones, a la política y a la corte, pero la determinación del poeta no era de la cualidad que se debilita fácilmente con protestas. Y Juliette lo sabía.
Así que comprendió también que el habit vert (uniforme de la Académie Française) era el real objeto del deseo de su ídolo, y que éste tenía a todo su corazón puesto en conseguirlo, ella abandonó su oposición y se resignó a tan sólo hacer algunas burlas calculadas, para cubrir la retirada del candidato desafortunado y protegerlo lo más que podía de la amargura.
Porque Victor Hugo fue, en efecto, un candidato desafortunado para la Académie.
En febrero de 1836 se le fue negado el fauteuil (silla) de Lainé, y se lo entregaron a un escritor de vaudeville de la época, llamado Dupaty. A finales de noviembre del mismo año, Mignet fue preferido antes que él, para ocupar la vacante dejada por Raynouard. En diciembre de 1839, en lugar de elegir a Hugo, no se nombró a nadie en lugar de Michaud. En febrero de 1840, se le dio prioridad al secretario permanente de la Academia de Ciencias, Monsieur Flourens. Y tan sólo el 7 de enero de 1841 el poeta fue elegido para ocupar el fauteuil de Lemercier, por diecisiete votos, contra quince otorgados a un dramaturgo llamado Ancelot, cuyo nombre una posteridad ingrata ya no recuerda.
En todas las peregrinaciones que estas cinco candidaturas sucesivas exigieron, Victor Hugo estuvo invariablemente acompañado por Juliette. El 24 de diciembre de 1835 ella le escribe:
"Un asunto sobre el cual no toleraré ninguna tontería es el de tus visitas. Insisto en acompañarte, para saber cuánto tiempo pasas con las esposas e hijas de los Académicos. Del mismo modo podré recoger algunas migajas de vuestra sociedad, lo cual no es poca cosa."
Dichas visitas se iniciaron entre Navidad y Año Nuevo, en un clima frío, seco y soleado. Vestido de negro, según la costumbre, Victor Hugo iba todos los días a buscar a su amiga a la calle St. Anastase, se subía con ella a un carruaje, y le mostraba el plan para la tarde: a tal hora debían sitiar a Monsieur de Lacretelle, después a Monsieur Royer-Collard, luego al Monsieur Campenon...
El señor de Lacretelle era demasiado diplomático para no dar muchas promesas y seguridades. El señor Royer-Collard era un jansenista demasiado bueno como para fracasar en una negativa tajante hacia el autor de Hernani. En cuanto al señor Campenon, tenía fama de ser un hombre honrado y un excelente jardinero aficionado. Su conversación estuvo llena de comentarios sobre injertos y brotes. "¿Cómo debería complacerlo con su actividad favorita?" le preguntó Victor Hugo a su amiga, "¿Debería elegir rosas o peras, mirtos o cipreses?". Como la buena criatura iba entrando en años y contaba más veranos que éxitos literarios, Victor Hugo se inclinaba poco amablemente por este último.
Juliette se reía alegremente de sus chistes. El poeta enseguida subía numerosas escaleras, hablaba con los caballeros, y regresaba al carruaje con un acervo de entretenidas anécdotas que llenaban el vehículo de diversión, color y vida.
Luego, siguieron los cálculos de sus posibilidades. Si parecían prometedores, Juliette felicitaba a su "inmortal" —como lo llamaba con anticipación—; si no, se burlaba una vez más de la Académie.
Al final del año, todo este espectáculo comenzaba de nuevo. Como en 1835, Juliette fingió no dar mucha importancia a la elección de su amante, pero esto no le impidió abusar verbalmente a la Académie cuando, un mes más tarde, la sociedad cerró sus puertas en la cara del líder de la escuela romántica, nuevamente.
Es privilegio de la Academia Francesa ser cortejada por quienes más a menudo se han burlado de ella. Ninguna institución ha sido jamás la causa de tanta retractación. La propia Juliette se comería sus palabras en breve.
El jueves 7 de enero de 1841, cuando Victor Hugo había triunfado por fin sobre un candidato, ya no era una amante quien le escribía, sino una general militar, que dirigía un panegírico de victoria a un héroe: "Con tus diecisiete votos amistosos, y a pesar de los quince gemidos de tus adversarios, ¡eres un académico! ¡Qué felicidad! Deberías traerme tu hermoso rostro aquí, para que te bese".
Victor Hugo cedió ante su galante deseo, como es de imaginarse, y en seguida se comenzó a preparar para su recepción en la Académie . El poeta aspiraba a escribir un discurso magnífico, elocuente, completo, que debería abarcar todos los grandes nombres e ideas del pasado, presente y futuro; algo tan vasto como el imperio de Carlomagno y tan noble como el genio de Napoleón. Juliette, por su parte, soñaba con un vestido de tarlatán blanco con amplios pliegues, adornado con un pañuelo rosa, como el que una vez había admirado sobre los hombros de Madame Volnys, una de sus odiadas rivales de la Comédie Française.
Aunque el discurso debía pronunciarse en junio, Victor Hugo ya lo tenía listo para el 10 de abril. Se lo leyó a su admirada amiga esa misma noche.
El vestido blanco de tarlatán, por desgracia, nunca fue finalizado.
Varias razones conspiraron en contra de su adquisición. En primer lugar, Juliette declaró que no le concedería a nadie el honor de presentar a un nuevo académico con sus viejos volantes de encaje; renovarlos suponía un gasto de unos 23 francos, lo que era un costo alto para las finanzas de los amantes. En segundo lugar, la recepción de Victor Hugo se celebraría casi en la misma fecha que la primera comunión de la hija de Juliette, Claire Pradier, lo que supuso otra causa de gastos.
Juliette entonces sacrificó valientemente su vestido y, habiéndose consolado con una copia del espléndido discurso del maestro, esperó la llegada del gran día. Pero en el momento en que aguardaba verlo ser pronunciado, sin más decepciones, el maligno destino la puso a ella —y por consiguiente a Victor Hugo y a la Academia— frente a frente con un nuevo dilema de la más grave importancia: la cuestión del púlpito para el momento trascendental.
El anticuado objeto era una construcción de madera de apariencia mezquina, teñida para representar la caoba. En días normales era despreciado y relegado a ser el trastero de la Bibliothèque de l'Institut, pero, en la ocasión de la recepción de un nuevo miembro, la costumbre prescribía que se debía situar bajo la cúpula, delante del agitado neófito.
La etiqueta exigía que el nuevo miembro colocara sobre ella sus guantes y las notas de su discurso, pero la desvencijada cosa ya había dado tanta elocuencia en el pasado, que se tambaleaba bajo el peso de sus responsabilidades.
El púlpito se encontraba parado débilmente sobre un pedestal torcido, en inminente peligro de hundirse. En lugar de ser un objeto altivo, a la altura de cualquier ocasión, parecía ofrecer una humilde disculpa por su absurda existencia.
Éste fue el ridículo artefacto que Victor Hugo tuvo que interponer entre él y Juliette el día de la gran ceremonia. Y ella perdió el sueño por ello. Durante un tiempo, incluso los volantes de encaje de su ropa, el discurso en sí, su olvidado vestido de tarlatán blanco, y el pañuelo rosa que nunca obtuvo pasaron a un segundo plano.
"Estoy en un estado de agitación inexpresable y me preocupo por ese miserable púlpito" escribió. "Estaré sentada justo detrás de él. ¡Por eso mismo estoy en la completa desesperación! En verdad, desde que este temor se apoderó de mí, me he convertido en la más desafortunada de las mujeres. Creo que si en ese día no puedo ver tu hermoso y radiante rostro mientras hablas, nada evitará que estalle en sollozos de rabia y miseria. El solo pensarlo llena mis ojos de lágrimas."
A pesar de sí mismo, Victor Hugo compartía una característica crucial con Jean Racine: no soportaba ver llorar a una mujer bonita. Por lo tanto, tomó medidas decisivas y logró aliviar el dolor de su amiga. A Juliette le aseguró que, pasara lo que pasara, ella sería capaz de contemplar a su "querido pequeño orador" con tranquilidad. Es decir, mirándolo desde frente, y de pies a cabeza.
Desafortunadamente, el destinó ordenó que la calma no habitara por mucho tiempo en esta alma apasionada. En la noche anterior a la recepción, Juliette se sintió tremendamente nerviosa y, mientras Victor Hugo se sentaba a corregir los bocetos de su discurso en la Imprimerie Royale, ella se retiró de ahí, diciéndole con irritación: "Soy como los salvajes que se van a la cama cuando sus mujeres están pariendo a sus hijos".
A las 4:30 de la mañana ella ya se había levantado. Le escribió varias cartas a su amante, se vistió, y se apresuró en llegar al Palacio Nazarin, donde se colocó en la primera fila, incluso antes de que llegara el pelotón de infantería encargado de la guardia.
Según el testimonio tanto de los enemigos como de los amigos de Victor Hugo, la recepción superó en dignidad y brillantez a todo lo que la cúpula había presenciado anteriormente. La corte estuvo representada por el Duque y la Duquesa de Orleans, la Duquesa de Nemours y la Princesa Clementina, todos sentados en una tribuna. La sociedad elegante y el mundo de las letras se codeaban en los bancos. Había mujeres por todas partes, incluso al lado de los académicos más antiguos y remilgados. El viejo Monsieur Jay estaba parcialmente oculto bajo ondas de encajes, gasas, sedas y rasos, usados por sus vecinas, Madame Louise Colet y Mlle. Doze. El señor Étienne meneaba la cabeza entre dos sombreros monstruosos, tan adornados de flores que, con un solo movimiento, perturbaba las flores del Pérou de madame Thiers, y con el siguiente, agitaba los ramos de rosas de la cabeza de madame Anais Segalas.
Juliette no vio nada de todo esto; tampoco prestó atención al murmullo irrelevante de su vecino de la derecha, Monsieur Desmousseaux de la Comédie Française, o de su invitada de la izquierda, Madame Pierceau. Estaba en un estado de agitación dolorosa, pero sumamente deliciosa, y cuando Victor Hugo entró, se sintió a punto de desmayarse.
Para su alegría y alivio, el poeta le dirigió una sonrisa antes de comenzar su discurso, que la devolvió a la vida, y ella se dispuso a escuchar sus elocuentes palabras con toda su atención, como si no las hubiera escrito ya hasta saberlas de memoria.
Hoy ambos parecían estar revestidos de nuevas bellezas, y ella se entregó al disfrute del momento. Las magníficas imágenes que adornaron el primer discurso de Victor Hugo en la Academia ocultaban cálculos de la descripción más sabia del mundo.
Victor Hugo aspiraba llegar a la Chambre des Pairs, y usarla como un trampolín hacia un poder que lo ayudaría a desarrollar la misión moral y social que consideraba la verdadera función de un poeta.
Para lograr este objetivo era necesario que primero perteneciera a una de las sociedades entre las cuales el Rey podía seleccionar legalmente a los miembros de dicha asamblea. La Académie era una de ellas; de ahí las sucesivas candidaturas del poeta y el tono especial de su discurso, en el que todos los partidos políticos eran lisonjeados y mimados por igual; de ahí, finalmente, las visitas infinitas a la corte, cuya frecuencia sólo aumentó a partir de 1841.
Así como Juliette prácticamente quemó en la hoguera a casi todos los académicos de su tiempo, antes siquiera de tener la oportunidad de conocerlos y encontrarlos encantadores, ella comenzó a criticar y censurar a Louis Philippe y a sus hijos, con la mayor severidad posible.
¿Acaso no iba aquella gente a arrebatarle su poeta? ¿Y para qué? ¡Para concederle honores vacíos y ocupaciones inútiles! Por eso mismo encontramos a Juliette predicando a su amante el desprecio de la grandeza terrenal. Estaba ferozmente celosa del ciudadano-rey.
Para calmarla a ella y a sus miedos, Victor Hugo sólo tuvo que revelarle sus planes secretos; desde el primer momento en que él le mencionó la Pairie (título de Par de Francia), ella se volvió complaciente y orléanista.
Tanto si el poeta iba a arengar a la viuda del príncipe soldado en nombre de la Academia, tras el accidente de 1842, o si la visitaba en privado, Juliette siempre insistía en acompañarlo a Neuilly, y allí lo esperaba. sentada en un carruaje afuera, mientras su amante acuñaba frases melosas dentro del palacio.
La duquesa que allí residía era alemana, sencilla, buena madre y profundamente religiosa. De las obras de Victor Hugo, la única que conocía era la número XXXIII. de los Chants du Crépuscule, "Dans L'Église de..."
"C'était une humble église au cintre surbaissé,
L'église où nous entrâmes,
Où depuis trois cents ans avaient déjà passé,
Et pleuré bien des âmes."
—
"Era una iglesia humilde, de arco rebajado,
La iglesia a la que entramos,
Donde ya habían pasado trescientos años,
Y lloraron muchas almas."
La buena señora probablemente pensó que estos versos habían sido compuestos en un momento de profundo fervor, en honor de una esposa respetada. Felicitó al poeta, le citó algunos versos más, lo interrogó minuciosamente sobre sus hijos y, mientras él discursaba sobre estos temas domésticos, la verdadera musa de la hermosa poesía, tan querida por la duquesa, estaba sentada esperando abajo, sentada sola en su carruaje. .. soñando con el futuro par de Francia; ya lo veía en su imaginación descendiendo la gran escalera del Luxemburgo, con un porte digno de sí mismo. Por su parte, se contentaba más que nunca con permanecer al pie de la escalera, en actitud de humildad, entre la multitud de espectadores. Y cuando el poeta saliera por fin de los aposentos ducales, ella le compartiría su sueños, y él los apreciaría con complacencia.
El nombramiento de Victor Hugo como miembro de la nobleza apareció en el Moniteur de 15 de abril de 1845. Corresponde a los políticos determinar en qué medida la presencia del "Olympio" podría beneficiar a los consejos de la nación; pero al biógrafo de Juliette la entrada de su amante en Luxemburgo le parece un acontecimiento feliz.
A partir de ese momento, efectivamente, la joven dejó de estar enclaustrada. Más ocupado que nunca y quizá menos celoso, el poeta permitió que su amante lo acompañara al Luxemburgo y regresara sola a su residencia en Marais. Al principio, Juliette apenas sabía cómo aprovechar esta libertad desconocida. Con su amante ausente, se había acostumbrado a la semioscuridad. La luz del sol parecía burlarse de su sombría soledad. Ella escribe: "Nadie puede sentirse más triste que yo cuando camino sin compañía por las calles. Hace doce años que no hago algo así y me pregunto qué puede significar. ¿Es una señal de tu confianza o de tu indiferencia? Quizás ambas cosas. En cualquier caso, estoy lejos de estar contenta".
Sin embargo, poco a poco fue adoptando nuevas costumbres. Solía regresar caminando del Luxemburgo por el Pont-Neuf y los Quais. Se entretenía intentando seguir las huellas de Victor Hugo y calzar en ellas sus propios zapatitos. Cuando llegaba a casa, se sumergía más profundamente que nunca en las preocupaciones de su amante.
De vez en cuando, afortunadamente, obtenía una reacción suya. Leía poco: quizá las cartas de Madame de Sévigné, o las enviadas por Mademoiselle de Lespinasse. Ella cuidaba bien a sus flores, porque Victor Hugo la había obligado a trasladarse del número 14 al 12 de la calle St. Anastase, donde sus habitaciones de la planta baja conducían a un jardín. Allí, en un espacio de sesenta pies cuadrados, Juliette tenía cuatro arbustos de rosas carmesí y unas cuantas docenas de frutillas prolíficas, destinadas a proporcionar uno de los postres favorito del poeta durante todo el verano. Ella se ocupaba personalmente de todos los detalles más triviales de su vida, sometiéndolos a todos a su amor.
De este modo, salvo por algunos ataques de celos de los que hablaremos más adelante, los días de Juliette transcurrieron felices. Ya no caviló más sobre su pasado; la redención por el amor le parecía a este punto un hecho consumado. Cuando se giró hacia el futuro, lo hizo con el idealismo de Victor Hugo en mente, esto es cierto. Pero no por ello sus planes fueron menos consoladores, ya que la autorizaron a esperar por la eterna reunión de sus almas, más allá de los confines de esta tierra.
El 31 de diciembre de 1842*, el poeta le había dedicado unos delicados versos que ella se aprendió de memoria. Eran parte de un credo mediante el cual Juliette esperó fortalecer su alma contra las flechas de la fortuna —aunque dicho intento resultó, al final de cuentas, ser infructífero—.
La muerte y la traición estaban a punto de destrozar su corazón fiel, como se rompe con crueldad al un juguete de niño.
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Anotaciones: Aunque nada aparece al respecto en el libro original, yo creo que el poema citado al final del capítulo, por la fecha, puede ser uno llamado "XXV - Qu'est-ce que cette année", que sale en "Toute la lyre", VI.
Aquí dejo los versos originales, sumados a mi humilde intento de traducción:
"Qu'est-ce que cette année emporte sur son aile?
Je ne suis pas moins tendre et tu n'es pas moins belle.
Nos dèux coeurs en dix ans n'ont pas vieilli d'un jour.
Va, ne fais pas au temps de plainte et de reproche.
A mesure qu'il fuit, du ciel il nous rapproche,
Sans nous éloigner de l'amour."
—
"¿Qué agarra este año en su ala?
Yo no soy menos tierno, y tú no eres menos hermosa.
Nuestros dos corazones en diez años no han envejecido ni un día.
Anda, no te quejes, ni reproches al tiempo,
Pues a medida que huye, nos acerca al cielo,
Sin distanciarnos del amor."
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