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BIOGRAFÍA - LA TRISTESSE D'OLYMPIO

[CASA EN LA VILLA DE LES METZ, EN JOUY-EN-JOSAS, SEINE-ET-OISE,
En la que vivió Juliette Drouet mientras Victor Hugo permanecía en Les Roches. Esta es la casa mencionada en el poema La Tristesse d'Olympio.]

[La casa sigue de pie hasta hoy... Fotos cortesía de Google Maps xD]

En la región Parisina, a unas cuatro millas de Versales, se anida un valle que los modernos devotos del romance deberían considerar importante visitar.

No porque posee características muy especiales o llamativas, como poderosos torrentes que truenan desde alturas vertiginosas hasta precipicios abismales —por el contrario, su carácter es armonioso y sereno, más parecido a un parque francés adornado de flores por la naturaleza, y regado apenas por la casualidad del clima—,  sino porque en estos entornos clásicos, alrededor del año 1830, las circunstancias llevaron a los grandes hombres de la nueva escuela a buscar un descanso temporal para sus almas inquietas.

Para nosotros estos prados tranquilos, flanqueados por sauces pensativos, que lloran en los límites de los silenciosos de Bièvres, deben estar cada vez más poblados por esas sombras inquietas.

Sombras como Lammenais, el guardián sacerdotal de las conciencias. O Montalembert, el médico angélico. O Sainte-Beuve, el proveedor de ideas. O Berlioz, el músico. O, claro, por el poeta Victor Hugo, que seguía dócilmente en la retaguardia, esperando la gloria de conducir la procesión de los románticos.

Ellos solían llegar en el verano, algunos para pasar un par de días por allá, otros para quedarse por semanas, alojándose en la  casa del señor Bertin, el redactor del Journal des Débâts y propietario del Château de Roches, una propiedad situada a medio camino entre los pueblos de Bièvres y Jouy-en-Josas.

Genial y vivaz, como lo representa Ingres en su célebre retrato, el señor Bertin era un hombre curioso. Le encantaba adivinar, promover y, cuando era necesario, alentar las vocaciones y proyectos de sus invitados. El mantenimiento de su hogar era modesto, pero su hospitalidad era encantadora; una mezcla de permisividad y de despotismo amable; otorgaba una libertad perfecta a los forasteros. O al menos, esto parecía. En realidad, dicha hospitalidad poseía cuidados hábilmente ocultos.

Louise Bertin, la hija mayor del anciano y una de las musas inspiradoras de la época, repartía voluntariamente su tiempo entre la cocina y el salón, los libros de cocina y los poemas. Como una amante apasionada de la música y una dama bastante familiarizada con la mejor literatura de su tiempo, su mente estaba llena de cultura, mientras que su corazón estaba lleno de bondad. Cuando, por casualidad, ella había saciado a sus invitados con sus sonatas y canciones, le invadía el miedo de interferir en sus hábitos e  inclinaciones, y apresuradamente sustituía sus actividades por la anarquía, ordenando a cada uno de los presentes que eligiera su propia ocupación y siguiera su propia rutina, fuera esta la meditación, tomar un paseo, o jugar a las cartas, sin obstáculos.

De todos los visitantes regulares, Victor Hugo pareció ser el favorito de la muchacha, y el que hizo el mayor uso de su generosa y cálida bienvenida.

Tan pronto como florecieron las vicarias, el poeta instaló a su esposa y a sus hijos en Les Roches, mientras él iba y venía entre París y Bièvres. Poco a poco empezó a asociar el valle con sus alegrías y tristezas; se convirtió en uno de esos lugares familiares a los que uno recurre por instinto, con la reconfortante seguridad de encontrar allí las condiciones exteriores adecuadas para calmar a nuestro agitado estado de ánimo interno.

Cuando era un joven padre, él convirtió al espacio en el marco adecuado para las alegrías familiares. Cuando el amor por su esposa fue rechazado y su amistad traicionada, volvió a buscar allí, si no consuelo, al menos fe y esperanza para el futuro. Un año más tarde, nuevamente bajo el amparo de Les Roches, pensó que había encontrado lo que tanto anhelaba.

El valle significaba algo más que una invitación a perder el tiempo: lo llenaba de sugerencias sensuales. Él ansiaba poner su ideal de amor insaciable a los pies de una nueva mujer, y pronunciar ante ella las palabras "para siempre".

Con la connivencia de madame Hugo, quien cerró los ojos ante su justificada infidelidad, y de mademoiselle Louise Bertin, que sonrió con tolerancia ante la misma, su felicidad regresó al fin; ciertamente no en el primer año de pasión que compartió con Juliette, sino a inicios del segundo. Victor Hugo llevó a su amante a Bièvres y a Jouy el 4 de julio de 1834, poco antes de la trágica crisis que casi los separó a los dos —narrada en el capítulo anterior—.

Juliette se enamoró inmediatamente de las escenas que el poeta le había descrito tantas veces y con tanta elocuencia, tanto en sus encuentros, como en sus cartas.

Sobre su visita conjunta al Écu de France —la pequeña posada de Jouy-en-Josas — ella redactó, en forma broma, uno de esos informes oficiales simulados en los que su talento sobresalía. Es gracias a ella que tenemos detalles sobre su paso por allí.

Luego de visitar el lugar, ambos decidieron ir juntos a almorzar, sin importar dónde, ni cómo. Lo importante es que el establecimiento no estuviera ni muy cerca, ni muy lejos, de Les Roches. Al terminar de comer, los amantes partieron en busca de habitaciones, a las que finalmente encontraron en la aldea de Les Metz, en la cima de la colina que domina Jouy, hacia su lado norte.

Ellos regresaron a París después de haber pagado al propietario, el señor Labussière, la suma de 92 frs. por un año de alquiler. Arribaron en la gran ciudad en septiembre, para una estancia de seis semanas —que prosiguió el intervalo problemático descrito en el capítulo anterior.

Al volver a su casita campestre después de su infame pelea, vieron que la misma no parecía haber sido alterada en absoluto. Originalmente, la misma fue construida para el guardabosques del castillo vecino, que le pertenecía a Cambacérès. Todavía se extiende su fachada blanca, atravesada por ventanas con contraventanas verdes, sobre el fondo del bosque. Consta únicamente de una planta baja y buhardilla, y una enredadera que cubre sus paredes. A su alrededor se encuentran esparcidos un granero, algunas dependencias y un huerto, cuyas laderas empinadas descienden hasta una puerta que conduce a la carretera de Jouy.

Con la ayuda de la casera, la señora Labussière, Juliette se compromete a realizar las tareas domésticas más ligeras por las mañanas. El acuerdo es que Victor Hugo —hospedado en Les Roches—, debe visitarla todas las tardes, a menos que algún impedimento grave se lo impida.

Pero la caminata desde el Château a Les Metz es larga. Casi dos millas los separan, y los senderos que unen ambos puntos del mapa están en mal estado. Los amantes concordaron pues, con encontrarse a mitad de camino, trazando un recorrido fijado de antemano, abandonando el tejado de Labussière en busca de un frondoso emparrado.

Así comenzó, como escribe Juliette, su "vida de ave en los bosques"

Victor Hugo tenía la opción de elegir entre tres caminos a la hora de encontrarse con su dama. Uno de ellos atravesaba por completo el valle de Bièvres. El otro, era la acera de la carretera que conectaba Bièvres y Versalles. Y el último era el disparejo camino del bosque, que ambos amantes preferían.

El autor solía tomar la carretera de Vauboyen, se internaba en la arboleda que bordeaba el castillo de Les Roches, y  luego, girando a la izquierda, seguía recto hasta la encrucijada de l'Homme Mort. Enseguida, se dirigía a la derecha, hacia Cour Roland. Y ahí, al frente del hueco de un castaño centenario, todo doblado y retorcido por los años, lo estaría esperando su amada.

Usando un vestido de jaconet* blanco, rayado de rosa, con la cabeza cubierta con un sombrero de paja italiano —oriundo de sus viejos tiempos de opulencia—, con el pecho hinchado, las mejillas sonrojadas y la boca sonriente, Juliette parecía una flor que brotaba del tosco cáliz formado por el viejo árbol.

Una flor muy despierta y vivaz, en efecto. Porque a la primera señal de que Victor Hugo se acercaba, ella volaba hacia él y le brindaba una oportunidad más de admirar su famoso caminar éreo, caracterizado por sus pasos mágicos, tan ligeros que incluso habían sido comparados con el dulce sonido de una lira.

Luego de este trote seguirían sus besos, caricias, una avalancha de palabras suaves, más besos, y una rápida carrera hacia las frescas y verdes profundidades del bosque, donde el melodioso cantar de los pájaros los invitaba a internarse.

Cuando volvían a salir de la maleza, ahora en silencio, Juliette caminaba primero, teniendo el honor de apartar las ramas y espinas del camino de su poeta, y él se contentaba con observar las minúsculas huellas que dejaban los pies de su amada sobre el musgo o la arena, y cuya pequeñez hasta le parecía un poco absurda.

Al fondo del claro en la vegetación burbujeaba una fuente, en donde Juliette hacía un hueco con sus manos y recogía un trago delicioso de agua, para enfriar a sus labios ardientes. Gotas se deslizaban entre sus dedos y al verlas serpentear por su piel, su amante descubría que allí, a su frente, se encontraba un hada capaz de "transmutar el agua a diamantes".

No debemos imaginar, sin embargo, que el tesoro de su amor se gastaba enteramente en estos atrevidos encuentros.

Es muy cierto que la pasión es más fuerte cuando hay una mezcla de intelecto, y  que sólo las personas de cualidades distinguidas son capaces de extraer por completo el deleite de las relaciones sentimentales.

Victor Hugo fue demasiado sabio como para descuidar el entrenamiento de la sensibilidad de su joven amante.

Como un bloque de mármol raro, ella se sometió a este hábil escultor con la encantadora sencillez de una naturaleza inculta y bruta—naturaleza que ella en efecto, sí poseía—. Y él, por su parte, percibió en el material sin forma la silueta de una estatua terminada, que pronto iba a tallar con sus propias manos. El bosque era el estudio al que él acudía cada tarde para cultivar, a través de sensaciones y deleites novedosos, su propia poesía y elocuencia. El bosque le dio color por color, música por música...

En otras ocasiones, Victor Hugo también alentó en Juliette la inclinación a la oración y al arrepentimiento lloroso. Él conservaba desde su niñez —y ella también siempre había tenido— una fuerte sensibilidad católica. La mera satisfacción de la sensualidad sin la influencia santificante de un amor profundo significaba contaminación, desde su punto de vista. De ahí siguió un doloroso remordimiento por un pasado que al poeta le gustaba oír a su amante lamentar, y al que ella esperaba, con todo su espíritu, ser capaz de redimir alguna vez. El papel de Drouet fue el de una Magdalena humillada; el papel de Hugo, el de un apóstol o salvador solemne.

Nada podría ser más tranquilo y sin incidentes que las veladas de Juliette, y que proseguían a estos encuentros. Ella devoraba con el apetito de una ogresa la frugal cena que le ofrecía madame Labussière. Reparaba los desperfectos en su ropa, causados por el paseo de la tarde, o estudiaba algunos de los papeles en los que esperaba aparecer tarde o temprano en el Théâtre Français. A las diez de la noche, se iba a la cama. Este era su tan preciado momento de soledad, cuando se retiraba, como ella misma dice, al fondo feliz de su corazón para ensayar en espíritu los sencillos acontecimientos y delicias del día. Para recordar al rostro de su amante, para verlo, hablar con él y esperar sus respuestas. Luego, a medida que la somnolencia iba ganando terreno y las nubes del descanso oscurecían su querida silueta, ella debía entregarse al sueño.

Fue en Les Metz donde la dama acuñó la feliz frase: "Me quedo dormida pensando en ti".

A veces la despertaba el viento que gemía en las alturas y entonces, ella reanudaba sus dulces reflexiones. El poeta tenía la costumbre de trabajar de noche, así que se lo imaginaba en su habitación de Les Roches, inclinado sobre su escritorio, escribiendo.  Luego, ella "bendecía el vendaval que la había convertido en la compañera de la vigilia de su querido pequeño trabajador, a través de la distancia que los separaba".

Con el amanecer, la dama se levantaba de nuevo. Saltaba de la cama, corría hacia la ventana, abría las contraventanas e investigaba el cielo (no es que temiera a la lluvia, como tampoco le preocupaban "las ampollas en los pies o los rasguños en las manos", pero sólo tenía dos vestidos, uno de lana y otro de lino, y las condiciones del tiempo determinaban su elección).

Su aseo era rápido y su desayuno sencillo. Dedicaba el resto de su tiempo en la casita a copiar los manuscritos que Victor Hugo a menudo le había confiado de antemano. Luego, corriendo ligeramente —tal ella misma lo describe: "como una liebre a través de la llanura"— la mujer se dirigía a su cita.

Como es de esperarse de una muchacha enamorada, ella siempre era la primera a aparecer a los pies del castaño. Escudriñaba sus iniciales entrelazadas, que ella misma había grabado en su corteza, o volvía a recitar de memoria los versos que había encontrado el día anterior en su cavidad arbórea. Ella "los cantaba en su corazón", los aprietaba contra su pecho y besaba las cartas que le había traído a su amado como respuesta.

Porque aquel castaño les servía a los amantes de buzón y de refugio.

Según un acuerdo entre ellos, lo primero que hicieron al llegar ahí fue depositar bajo su agradable sombra todo lo que habían escrito el día anterior para el otro o sobre el otro. Por parte de Juliette, sobre todo, las cartas se hicieron cada vez más numerosas; dos, cuatro, a veces seis por día. Ya no escribía, como al principio, para extenderse sobre su pasión ni para asegurarle al poeta que lo amaba con verdadero amor, ni para aliviar el aburrimiento y hacer pasar más rápido las horas de su soledad. Escribía porque Victor Hugo —quien antes se había mostrado indiferente a sus "garabatos"— ahora exigía su prosa como un homenaje cotidiano hacia su persona, y reprochaba a su amada si sus párrafos eran demasiado breves, o poco numerosos.

Este amante celoso había descubierto las ventajas de la manía de escribir de una mujer bonita. Cuando su querida estaba ocupada escribiendo, él pensaba que ella estaba contenta.

Hugo también aprendió que sus cartas estaban llenas de entusiasmo, de humor, de sentimiento, de diversión y de poesía, y por eso deseó con ansias que todas se conservaran. Un día, cuando Juliette, en un ataque de ira, arrojó un paquete de ellas al fuego, él la obligó a escribirlas de nuevo, una por una.

La actriz podría protestar elegantemente, atrincherarse en su ignorancia y alegar su falta de inteligencia, pero cuanto más afirmaba que no sabía escribir, más insistía su amante en que lo hiciera.

Nadie ha llevado nunca tan lejos esa forma de afectación que consiste en vilipendiarse para ganar halagos. Habiéndose colocado así, en lo que a su estilo se refiere, en la posición de rodillas que prefiere, Juliette permanece ahí.

Y es en Les Metz donde sus cartas comenzaron a ser un himno de alabanza, en honor de la divinidad de su amado. La adoración y la adulación excesiva a Hugo son su base. En cuanto a formas e imágenes, Juliette no duda en recurrir a las escrituras sagradas que tanto estudió en el convento de Petit-Picpus. Es cierto que esta mezcla de religiosidad y de pasión presenta un aspecto narrativo exagerado, e incluso a veces un patético. Pero cuando el amor se eleva —o se degrada— a esta adoración casi mística, no puede sorprendernos que acabe creyendo en su propia virtud. Habiendo adoptado las formas de la religión, el mismo adquiere insensiblemente su importancia  y dignidad. Se ennoblece.

No poseemos las respuestas completas de Victor Hugo. Pero sí poseemos pequeños fragmentos de las mismas, guardadas en los cuadernos que su amada copiaba y fechaba minuciosamente. Además, también tenemos los poemas que él le dirigía, y los versos que sabemos —por las fechas inscritas al pie de cada página en las obras completas del autor— fueron compuestos durante su estancia en Les Metz. No es exagerado decir que el creador de Feuilles d'Automne nunca estuvo más felizmente inspirado que en ese entonces. En ningún otro lugar él se acercó más al modelo clásico que había elegido en aquel momento, el gentil Virgilio.

Los amantes regresaron a Les Metz dos veces: En octubre de 1837, por unos pocos días, y luego por un solo día, el 26 de septiembre de 1845.

En 1837 fue Victor Hugo quien dirigió la expedición y tomó la iniciativa de iniciarla. Buscó una por una las huellas de sus amores. Su genio excéntrico admiraba la gran indiferencia de la naturaleza, que no había logrado conservarlas intactas, para su honor y placer. Y detestando esta ingratitud hacia las cosas exteriores, compuso una obra maestra, llamada La Tristesse d'Olympio. Puso el poema a los pies de Juliette, quien lo aceptó, lo leyó, lo releyó, y lo aprendió de memoria, sin jamás criticarlo.

En 1845 la peregrinación fue liderada por ella. La dama la planeó con cuidado, y le suplicó al poeta, al escribirle el 19 de agosto: "Tengo un deseo inexpresable de volver a ver Les Metz. Es absolutamente necesario ir allí."

Y por ella, lo hicieron. A principios del mes de septiembre, se organizó un pequeño viaje. ¿Qué vestido debería la dama usar? ¿El de organdí a rayas o el tarlatán azul con toques blancos que había llevado unos meses antes, en la recepción de St. Marc Girardin en la Académie Française? Eligió lo primero porque su amante lo prefería; la misma razón la llevó a usar un sombrero de paja "adornado con geranios arriba y abajo del ala". Vestida así, con las mejillas más sonrojadas que de costumbre, y con los ojos brillantes, Juliette subió con su poeta al ómnibus de París a Sceaux.

A Victor Hugo no le gustaban los ómnibus, y mucho menos ese. Recordaba sus numerosos paseos por allí con su amigo Sainte-Beuve, en la época en que éste era más asiduo a sus visitas a Les Roches, y a su pesar le parecía ver el fantasma de Joseph Delorme en el asiento trasero, con su apariencia eclesiástica y su manía de acurrucarse cómodamente entre dos personas gordas.

El poeta reflexionaba en silencio sobre estos recuerdos, mientras Juliette recordaba volublemente otros. Se preguntaba si se encontrarían con el mendigo al pie de la colina de Bièvres, en cuyas manos habían vaciado a menudo su bolso para que la limosna les trajera suerte, y si el panadero de la plaza todavía hacía aquellas tartaletas que le solía gustar tanto a su amante.

Por fin, el ómnibus los dejó en Bièvres, delante del Chariot d'Or. El vestido de organdí a rayas causó gran sensación entre los niños del pueblo. Juliette corrió hacia la pequeña iglesia. Allí, nada cambió. Todo poseía la misma sencillez, el mismo silencio, la misma paz melancólica de los viejos tiempos.

[Église Saint-Martin, en Bièvres.]

La joven cayó de rodillas al verlo todo, y los amantes regresaron juntos al Chariot d'Or, donde desayunaron. Luego emprendieron su marcha hacia Les Roches. También en este lugar, según la opinión de Juliette, todo seguía igual. A la izquierda, detrás de las altas hierbas, el río fluía sin ser visto ni oído. Por respetar las necesidades del hombre y del valle, su curso se había desviado y ahora se extendía entre prados y huertas. Su presencia se adivinaba por la abundancia de flores y juncos nacidos de su humedad.

Cuando los amantes llegaron a Les Roches, Juliette insistió en abandonar el valle por el bosque. Subieron por Vauboyan hasta el bosque de l'Homme Mort. Allí, ella caminó directamente hacia un castaño que dijo reconocer; luego, encontró un fresno de montaña en cuya corteza había grabado sus iniciales entrelazadas. Después, la fuente y los senderos. Deseaba volver a visitar estos espacios, a los que llamaba "las capillas de su amor", para rendir en cada uno de ellos un homenaje a su devoción.

Al final de su recorrido, llegaron a Metz y a la casa de los Labussière. ¡Pero qué encantamiento delirante! Todo aquí también estaba tal como lo recordaba. La puerta, la campana, el huerto, el hito en el que solía sentarse a esperar a su amante cuando la cita era en la cabaña, la cama, con sus cortinas de algodón estampado, el armario rústico, la mesa de roble... "¡El cielo!" ella exclamó "¡Ha sellado todos los tesoros de nuestro amor que aquí sepultamos! ¡Y nos los ha guardado!" Y la dama anhelaba apoderarse de todas estas joyas y llevárselas consigo.

¡Qué encantadora era Juliette en este momento, y qué superior era al Olimpio! ¡Cuán preferible era su entusiasmo, con su poder de resucitar al pasado muerto, a una melancolía que menosprecia y mata!...

Un único interés la anima. Su instinto es creativo, pues donde el poeta ve la muerte, ella percibe vida. Las rosas que él creía marchitas y esparcidas, ella las admira en plena floración; todavía puede respirar su perfume. Del polvo y de las cenizas que él ha probado y llorado, ella extrae el sabor de la miel.

En este caso, seguramente, su amor no aspira simplemente a sentarse en las alturas con el genio del poeta, como ella afirmaba, sino que se eleva mucho más allá.





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Aclaraciones:

*Jaconet: Una tela de algodón liviana.



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Bonus: Les dejo abajo la traducción de dos poemas de VH, que se creen fueron escritos para JD: "Oh! pour remplir de moi" (19 de septiembre de 1834) y "Tristesse d'Olympio" (21 de octubre de 1837).

Juro que intenté, con todo el cariño del mundo, traducir el texto original al español de forma más clara posible. (Estoy estudiando francés, pero ni de cerca lo puedo hablar o escribir con fluidez, así que por favor, ténganme piedad) (Yo solo quiero darles el POV de Hugo sobre sus viajes a Biévres, y sobre los sentimientos que él tenía hacia JD , ya que no poseemos muchas cartas suyas hacia ella en la actualidad).


"Oh! pour remplir de moi"

¡Oh! Para llenar tus pensamientos de ensueño conmigo

mientras tú me esperas, cansada por la marcha,

debajo del árbol, al borde del lago, lejos de las miradas inoportunas;

y en tanto bajo tus pies el valle fragante,

por completo tomado por la niebla de un sol desaparecido,

humea como un hermoso jarrón donde arden perfumes;

que todo lo que tú lo veas, las colinas y las llanuras,

los dulces arbustos de las flores con sus encantadores alientos,

la ventana con brillantes sus destellos,

la verde pradera, el sendero que conecta a los pueblos,

y el profundo barranco rebosante de follaje, como las olas del mar,

que el bosque, el jardín, la casa, la nube,

cuyo mediodía roe a la sombra menguada,

que todos os puntos confusos que allí vemos tiemblen,

que la rama con los frutos maduros, que la hoja seca,

que el otoño, ya esbozado por septiembre,

que todo lo que escuchamos arrastrarse, caminar y volar,

que esta red de objetos que te rodea y te oprime

y cuyo árbol de amor que a tu frente se alza,

es el primer enlace;

hierba y hoja, ola y tierra, sombra, luz y llama,

que todo tome voz, que todo se convierta en alma,

¡y te diga mi nombre!


"Tristeza del Olimpo"

Los campos no eran negros, ni los cielos sombríos.

No, el día brillaba con un azul sin límites.


Sobre la tierra extendida,

había incienso y verdura en el aire de los prados,

cuando él volvió a los sitios que, por tantas heridas,

¡Se le vació el corazón!


El otoño sonrió, desde las colinas hasta las llanuras,

Inclinando las encantadoras maderas que apenas amarilleaban.

El cielo estaba dorado,

y los pájaros, vueltos hacia aquel que todo lo nombra,

quizás quisieron decirle a Dios algo sobre el hombre.


Él quiso volver a verlo todo, el estanque cerca de la fuente,

la choza donde las limosnas habían vaciado su bolsa,

el viejo fresno torcido,

los retiros de un amor al fondo de un bosque perdido,

el tronco donde, con besos sus almas confudidas,

¡todo lo olvidaron!


Él buscó el jardín, la casa aislada,

la puerta en la que la mirada se sumerge en una alameda oblicua,

los huertos de la ladera.

Pálido, él caminaba - al sonido de sus pasos graves y sombríos-,

y vio en cada árbol, ¡Ay! ¡Dibujarse la sombra de días que ya no existen!


Escuchó estremecerse al bosque que él ama

con un viento suave que - haciendo vibrar a todo en nosotros mismos-,

revive y despierta al amor.

Y agitando el roble o balanceando la rosa,

parece ser el alma de todo a lo que rodea,

¡y sobre lo que todo reposa!


La hojas que yacían en el solitario bosque,

esforzándose bajo sus pies por levantarse del suelo,

corrían sueltas por el jardín;

de igual modo, cuando nuestra alma está triste, los pensamientos

vuelan por un momento sobre su ala herida,
para luego, enseguida, caer sobre sí mismos.

Él contempla por mucho tiempo las formas magníficas

en la que la naturaleza se adueña de campos pacíficos;

él soñó hasta la tarde;

todo el día vagó por el barranco,

admirando a todo el cielo, al rostro divino,

¡al lago, al espejo celestial!


¡Pobre de él! Recordando sus dulces aventuras,

Mirando, sin entrar, por encima de las vallas.

Como un paria, él vagó todo el día, hasta la hora en que caía la noche,

y sintió a su corazón triste como una tumba.


Luego, gritó:

¡Oh dolor! ¡Un día yo quise; yo cuya alma está turbada

saber si la urna aún conservaba el licor,

y ver qué se había hecho de este valle feliz,

y de todo lo que había dejado ahí desde mi corazón!


¡Qué poco tiempo basta para cambiar todas las cosas!

Naturaleza serena, ¡cómo todo se te olvida!

Y de qué forma rompes, con tu metamorfosis,

¡los hilos misteriosos que atan a nuestros corazones!


¡Nuestras habitaciones de follajes en los matorrales han cambiado!

¡El árbol en donde grabamos nuestras marcas está muerto o volcado!

¡Nuestras rosas entre las vallas han sido saqueadas

por niños pequeños que saltan por la zanja!


Un muro rodea la fuente donde, en la hora calurosa,

juguetona, ella bebía al descender por el bosque;

ella tomaba el agua entre sus manos, la dulce hada,

¡y caían perlas de sus dedos!


Han pavimentado el camino mal nivelado

donde, en la arena pura, tan bien perfilado,

- y con su pequeñez haciendo gala de ironía-,

¡su encantador pie parecía reírse junto al mío!


El hito del camino, que vivió días sin nombre,

donde antes a ella le encantaba sentarse a esperarme

ahora se usa para que choquen, cuando la vía está oscura,

los grandes carros gimientes que regresan al anochecer.


El bosque aquí falta, mientras que por allá ha crecido.

De todo lo que fuimos, ya casi nada está vivo,

y, como un montón de cenizas apagadas y enfriadas,

¡La pila de recuerdos se esparce por el viento!


¿Ya no existimos? ¿Hemos tenido nuestro tiempo?

¿Nada hará que nuestro gritos sean superfluos?

El aire juega con la rama mientras yo lloro.

Mi casa me mira, y ya no me reconoce.


Otros pasarán ahora por donde nosotros pasamos.

Nosotros fuimos y venimos, otros irán y vendrán;

Y el sueño que nuestras dos almas habían esbozado,

¡lo continuarán sin poder terminarlo!


¡Porque nadie aquí abajo lo termina ni completa!

Los peores humanos son como los mejores;

todos despertamos de nuestros sueños en el mismo lugar.

Todo comienza en este mundo, y termina en el otro lado.


Sí, vendrán otras aquí; otras parejas impecables.

A este asilo feliz, calmo, encantado,

en donde todo lo que se puede amar de la naturaleza se esconde.

¡Mezcla de ensueño y solemnidad!


Otros tendrán nuestros campos, nuestros senderos, nuestros retiros;

Tu madera, amada mía, será de extraños.

Vendrán otras mujeres, bañistas indiscretas,

¡a perturbar el flujo sagrado que tus pies descalzos han tocado!


¡¿Qué?! ¡Fue en vano que nos amáramos aquí!

¡Nada quedará de estas laderas floridas

donde fundamos nuestro ser mezclando con él nuestras llamas!

La naturaleza impasible ya se ha apoderado de todo.


¡Oh! ¡Díme! ¡Barrancos, frescos arroyos, vides maduras!

¡Ramas cargadas de nidos, grutas, bosques, arbustos!

¿Murmurarás tú por los demás?

¿Le cantarás a otros tus canciones?


¡Nosotros te entendimos mucho! Dulce, atento, austero,

¡Todos nuestros ecos se juntaron tan bien a tu voz!

¡Y prestamos con gusto, sin perturbar tus misterios,

la oreja para escuchar las palabras más profundas que dices!


¡Responde, puro valle; responde, soledad!

Oh, naturaleza refudiada en este hermoso desierto,

cuando ambos estemos durmiendo con la misma actitud

que da forma a los muertos pensativos en sus tumbas,


¿Serás tú tan insensible?

¿Para saber que yacemos muertos con nuestros amores,

y que tú continúas con tu fiesta pacífica,

en la que cada día sonríes, y en la que cada día cantas?


Y a nosotros, sintiéndonos errantes en tu retiros,

fantasmas reconocidos por tus montañas y tus bosques,

¿no nos dirás tú estas cosas secretas,

que le decimos a viejos amigos, cuando los volvemos a ver?


¿Podrás, sin tristeza y sin quejas,

mirar a nuestras sombras flotar hasta donde caminaron nuestros pasos

y verla a ella arrastrarme lejos, en un abrazo triste,

hacia alguna fuente llorosa que solloza suavamente?


¿Y si están en algún lugar, en las sombras donde nadie mira,

dos amantes que bajo tus flores se acobijan,

no irás y le susurrarás al oído?

"¡Tú que vives, piensa en los muertos!"


Dios nos presta por un momento los prados y las fuentes,

los grandes bosques temblorosos, las rocas profundas y sordas,

los cielos azules, y los lagos, y las llanuras,

pone ahí nuestro corazón, nuestros sueños, nuestros amores;


Luego, nos los quita. Él apaga nuestra llama,

sumerge en la noche la cueva donde brillamos,

y le dice al valle, donde quedó impresa nuestra alma,

que borre nuestro rastro, y olvide nuestros nombres."


(El poema sigue, pero es gigante y mi francés es limitado, así que espero que este pedacito les haya sido de su agrado jeje ^^)

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