BIOGRAFÍA - JULIENNE GAUVAIN
Contorno irregular, colores sombríos, sumado a una maraña de torres, campanarios, altos frontones, murallas, y pasajes empinados construidos en forma de escalones: Esta era la ciudad de Fougères al inicio del siglo XIX. Las principales características de sus alrededores eran el rio turbulento, causando conflictos interminables con los incontables molinos, con los campos sin cultivar, con más senderos que carriles, y más carriles que carreteras.
Este previo hogar de los chouans* fue un lugar apropiado para el nacimiento de una de las heroínas del romance, en el 10 de abril de 1806. Era Julienne Joséphine Gauvain, luego conocida como Mademoiselle Juliette, y más adelante, como Madame Drouet.
Su padre era un modesto sastre, viviendo en los suburbios de la ciudad, en el camino entre Fougères y Autrain; su madre era dueña de casa. Madame Drouet era bastante humilde de sus humildes inicios. Ella escribió "Yo soy del pueblo" mientras otros escribían "Nací en una cuna de oro". Así también ella deseaba explicar y justificar desde ya su deseo por la independencia, su temperamento sanguíneo, y su naturaleza impulsiva. Aunque ella también podría haber atribuido dichos rasgos al descuido de su sufrida infancia.
Pues ella no contó con sus padres para protegerla, o prepararla para la vida. Su madre murió el 15 de diciembre de 1806, antes de que ella pudiera siquiera decir sus primeras palabras. El 12 de septiembre del año consecutivo, su padre se arrastró a sí mismo a la enfermería pública de Fougères y allí respiró su último aliento.
La enfermería se encargó de la pobre huérfana, y estaba a punto de sumarla a la lista de las almas allí abandonadas cuando un nuevo protector surgió, uno de sus nobles tíos.
Su nombre era René Henri Drouet. Él tenía treinta y dos años, era un subteniente de artillería, había servido dos años bajo el mando de Napoleón, y había sido herido en el pie por el golpe de un hacha. La herida había sido tan grave que algún tipo de trabajo más liviano tuvo que serle otorgado. El veterano se volvió entonces parte de la guardia costera, y vivió una vida aburrida en el puerto Bretón al que el destino le había mandado. Él clamó a Julienne, y ella fue entregada a su cuidado.
Hay que ser ingenuo para creer que este guerrero retirado fue una persona ideal para hacerse cargo de la educación de una pequeña niña. Él sólo sabía cómo mimarla y acariciarla. Nunca una niña vivió una infancia más salvaje y vagabunda. Julienne nunca fue a la escuela de su pueblo, porque en camino a la misma, brillaba un gran estanque rodeado de matas. Entre las mismas ella solía esconder sus zapatos y sus medias, y, entrando al agua, azul como el cielo arriba, se ponía a recolectar estrellados nenúfares. Cuando salía de allí, a menudo se le olvidaba donde había escondido sus cosas, y corría a casa a pies desnudos, con su cabello suelto volando en el viento y su vestido rasgado en cintas. Pero ella apenas se reía, y era personada porque su imagen era tan encantadora y adorable, con su ropa arruinada y su cabeza coronada por flores. Estos eran los días de halcyon* —días rellenos con alegrías inocentes y dolores elementales. Los días de un árbol frutal, despojado de su carga, bajo la mirada indulgente del viejo guardacostas con su uniforme verde. La muerte de un pardillo domesticado.
Durante toda su vida la memoria de Julienne volvería a admirar estos tempranos placeres, experimentados en un tiempo cuando nada podía dominar su espíritu salvaje, ni siquiera las puertas de un convento, o las reglas de San Benedicto.
Entre las conocidas femeninas de René Henri Drouet, él poseía una hermana y una prima, que eran monjas en un convento parisino, el de las Benedictinas del Santísimo Sacramento. Su hogar estaba situado en la calle Rue du Petit-Picpus. Cuando Julienne cumplió los diez años de edad, él fácilmente logró que la admitieran en la escuela paralela al convento, y en ese entonces la vida de la huérfana pareció haber ganado rumbo. Ella primero se volvería una aprendiz distinguida, luego una novicia piadosa, y al final, una sagrada monja. Pero, de acuerdo a los eventos que en breve discutiremos, Julienne sólo logró terminar la primera parte de este programa.
En base a la descripción que nos dejó Madame Drouet, y que fue transcrita en su totalidad por Victor Hugo en Les Misérables, la casa de las monjas en Petit-Picpus no era ni un poco jubilosa. Su primera bienvenida a la niña fue más sombría que cualquier drama en el que ella jamás participaría más tarde, como actriz. Puertas cerradas con candados, corredores oscuros, una capilla donde el padre en sí estaba escondido por un velo oscuro —esta era la escena; fantasmas oscuros con rostros borrosos interpretaban sus papeles; la acción estaba compuesta por oraciones interminables y mortificaciones estrictas.
Las Benedictinas del Santísimo Sacramento dormían sobre paja y usaban camisas hechas con pelo de animal, que producían irritación crónica a la piel y espasmos musculares; no conocían el sabor de la carne o el calor del fuego; se turnaban haciendo reparaciones y no había excusa para negarse a ello. La reparación en sí consistía en rezar por todos los pecados y fallas de omisión y de comisión, todos los crímenes del mundo. Por doce consecutivas horas la peticionaria debía arrodillarse en los peldaños de piedra al frente del Sagrado Sacramento, con las manos tomadas y con una cuerda atada alrededor de su cuello. Cuando el agotamiento se volvía insoportable, la monja se postraba en su cara, con sus brazos estirados a su lado, en la forma de la cruz, y rezaba con un fervor renovado por todos los pecadores del universo.
Victor Hugo, quien recogió todos estos detalles de los labios de Madame Drouet, los declaró sublime. La mujer en cuestión, quien vio su dolorosa pasión en persona, mantuvo una impresión profunda sobre los mismos, sumada a un fuerte apego al catolicismo, y al regalo de la oración.
Fuera de estas costumbres austeras, las aprendices de la escuela seguían a casi todas las prácticas del convento. Como las monjas, solo veían a sus parientes en el salón de bienvenida, y no se les estaba permitido abrazarlos. En el comedor comían en silencio, bajo el ojo crítico de alguna sagrada hermana, quien, de tiempo en tiempo, si una mera mosca volaba sin su autorización, cerraba con un golpe un pesado libro de madera. Este sonido, y la lectura de Las Vidas de Los Santos, eran la única sazón de la merienda. Si alguna estudiante rebelde se atrevía a detestar la comida y dejarla en su plato, ella estaría condenada a arrodillarse y hacer la señal de la cruz en el suelo de piedra, con su lengua.
Ni esta cruz lamida, ni la comida escasa lograron reprimir y controlar el espíritu de Julienne. Ella preservó la hermosa espontaneidad y el amor por la diversión de sus años de infancia. Ella fue la niña mimada del convento, donde sus tías, la Madre des Anges y la Madre Ste Mechtilde, poseían un poco de autoridad. Ella se volvió su enfant terrible*. Una vez, cuando tenía unos doce años de edad, ella se lanzó a los brazos de una monja y lloró, devorando a las paredes exteriores del convento con sus ojos: "¡Madre, Madre, una de las chicas grandes acaba de decirme que solo tengo nueve años y diez meses más para estar aquí! ¡Pero qué suerte me ha tocado!". Y otra vez, ella soltó en el suelo del cenobio una confesión escrita en un trozo de papel, para que ella no se olvidara de los ítems: "Padre, me acuso a mí misma de ser una adúltera. Padre, me delato a mí misma por haber observado a caballeros.".
Uno se preguntará quiénes estos caballeros habrán sido, ya que en el convento del Petit-Picpus no habían profesores hombres; apenas las monjas más distinguidas asumían el papel de institutrices para las jóvenes estudiantes y novicias. A juzgar por la elocuencia que encontraremos más tarde en las cartas de Madame Drouet, las hermanas Bernardinas- Benedictinas deben haber alcanzado su meta de educarlas de forma ejemplar.
Julienne aprendió de ellas, si no ortografía y estilo cultivado, al menos la sinceridad, y también el punto que, antes de intentar escribir cualquier cosa, uno debería tener algo que decir en mente.
Ella también estudió sus logros. La Madre Ste Mechtilde poseía una hermosa voz. Ella fue, por lo tanto, asignada como maestra de ceremonias y líder del coro, y usada como maestra para su sobrina y sus otras aprendices. Su hábito era tomar siete niñas y hacerlas cantar de pie, formadas en una línea de acuerdo a su edad, para que sonaran como alguna especie de agudo órgano juvenil. La historia no nos dice si Julienne cantaba mejor que las demás, pero un poco más tarde, ella comenzó a contemplar la idea de utilizar su virtuosidad en la música para salir adelante. En el convento ella también aprendió a dibujar y a pintar con acuarelas. Ella le debe este último talento a un favor de las monjas, quienes —de forma excepcional a su reglamento— le permitieron tomar clases con un joven maestro, Redouté.
No es muy atrevido declarar que Julienne recibió también allí las cualidades de tacto y de moderación, además de un aire de distinción que ella exhibiría más tarde en los salones de Victor Hugo.
Al convento de las Bernardinas estaba adjuntada también una especie de casa de descanso donde las monjas más viejas podían terminar sus días, y donde las monjas de otras órdenes religiosas, cuyos hogares había sido destruidos por la revolución, podían vivir. Algunas de estas mujeres preservaron en sus corazón un generoso instinto maternal, al cual Julienne fácilmente sabía despertar. Ella cayó en la costumbre de correr allá —rompiendo la ley de silencio permanente para adentrarse en aquel feliz ambiente—. Y, además, a romper la prohibición de la intimidad, al convertir a las ancianas en sus buenas y cercanas amigas. Ella las escuchaba con atención y recordaba mucho a su respecto. Cuarenta años después de su partida y ella aún podía recitar sus nombres, sus apariencias, sus rutinas, y todos los datos de aquel grupo peculiar, un poco arcaico, pero sin duda cortés e ingenioso.
Tal vez por haber levantado levemente este velo, Julienne comenzó ya, a la joven edad de dieciséis, a fijar sus ojos más allá del convento y de sus puertas. Tal vez también fue por algún instinto de dignidad y de respeto propio lo que llevó a aprender más sobre el mundo antes de convertirse en una novicia y jurar sus votos. Sea cual sea su motivo, es seguro que, en la solemne ocasión de su presentación al arzobispo de París, el Monsignor Quelen, como postulante, ella logró demostrarle que su vocación era débil y que su deseo de ver el mundo, era fuerte. El hombre entendió, y le explicó a las monjas que este cordero quería ser libre. En aquella misma tarde, Julienne dejó atrás el convento.
Aquí sigue un período un tanto cuanto oscuro en la vida de esta chica. La conocemos de nuevo entre los estudiantes de un escultor, James Pradier, en 1825.
Este artista, que para aquellos de nuestra generación el nombre solo les recuerda un grupo de estatuas —estatuas más llenas de gracia que de modestia; agrupadas de forma más elegante que viriles—, posee la obra de un maestro que deseó ser rival de Praxiteles, pero solo logró seguir los pasos de Clodion.
Pradier, en todo caso, solo necesita de un cuidado biógrafo para adquirir otro tipo de fama: El de un artista grand viveur, magnífico y vanidoso, descuidado y débil. Nacido demasiado tarde para liderar sin escándalos la vida frívola que él amaba, y demasiado temprano para adquirir por la industria la fortuna necesaria para la indulgencia de sus gustos.
Dos veces a la semana su estudio era transformado en un salón, y sus eventos eran atendidos por una compañía variada: pintores y poetas, modelos, actrices, damas de alto prestigio, políticos y hombres de la espada —a toda la sociedad, en resumen, le gustaba ser vista en la Rue de l'Abbaye.
Vistiendo botas largas, de corte bajo en la frente, usando pantalones de terciopelo violeta y un abrigo del mismo material, flanqueado por un lebrel escocés casi tan grande como él, el maestro de la casa recibía a sus invitados, los escuchaba, hablaba con ellos, sin interrumpir su trabajo; él creaba maravillas frescas con el cincel mientras la conversación fluía sin parar, y por ello, su labor se convierte simultáneamente en chisme y espectáculo.
En el novedoso entusiasmo de un ambiente tan brillante, tan variado, de una moral tan sencilla, Julienne cometió una falta a su prudencia, que acabó modificando el destino de toda su vida. Gracias a su espíritu independiente, y gracias más aún a su belleza natural, ella muy pronto estableció su posición en el hogar de Pradier. Ella fue allá a menudo, permaneció mucho tiempo entre sus paredes, e incluso aceptó posar para él.
Y cuando, un día, el escultor decidió tener para sí mismo esta flor, tan superior en delicadeza y aroma a las que usualmente encontraba en su estudio, él no tuvo que hacer nada más que inclinarse y recogerla.
Él convirtió a Julienne en su amante en 1825. Ya en 1826, ella le dio una pequeña hija, a la que conoceremos de nuevo en esta obra. Pero por ahora, surgieron las dificultades prácticas de este suceso.
[Dibujo no publicado de Pradier de su hija, Claire, cuando aún era un bebé.]
James Pradier, ex- Prix de Rome, Caballero de la Legión de Honor, Miembro del Instituto, Profesor de la Escuela de Bellas Artes, no podía con toda propiedad y orgullo, de acuerdo a sus ideas, casarse con una modelo. Él no sueña a respecto por un solo segundo. Pero, como desea ser al menos un poco gentil con la joven, aunque esto no se encaje ni un poco bien con su carácter, él logra ingresarla al mundo del teatro. Teniendo amigos en Bruselas, él decreta que ella deberá ir allá a estudiar y hacer su primera aparición como actriz. Y. ya que ella necesita de orientación, de consejo y de protección, él le escribe casi todos los días largas cartas, cuya longitud suele alternar con su vulgaridad. La correspondencia continua, tan densa y trivial, interminable y tonta, una mezcla de orgullo propio, reproches, y palestras. Si Julienne demuestra su disgusto por el Vaudeville, Pradier proclama que dicha forma de actuación es la más encantadora del mundo y la pone encima de la tragedia, a la que él encuentra aburrida y fría. Si Julienne reclama que solo posee un vestido, Pradier le dice que apenas las estrellas más brillantes del escenario cuentan con más. Si ella se atreve a pedir por una pequeña cantidad de dinero, él le responde que no tiene una moneda para sí mismo, y le ofrece un libro de cuentos de hadas ilustrado bajo su supervisión.
Ella debe mantenerse viva de alguna manera, y cuando la pobre chica llega al punto de darle todo lo que tiene al prestamista, ella le escribe: "Este es el único dinero que mis talentos me han generado hasta ahora". Tal vez ella se encontraba reducida a alguna medida desesperada, si no fuera por la aparición milagrosa de un caballero llamado Félix Harel.
Pese a haber sido un incorregible Bonapartista, y en consecuencia un conspirador por oficio, Harel también fue un hombre del teatro; en medio a todas sus preocupaciones políticas, uno puede siempre discernir su predilección por las cosas pertenecientes al escenario. Él también poseía una convicción inquebrantable de que la política, el drama, los mandatarios y las bailarinas, siempre estuvieron conectados. Así que, aunque por el momento fuera un fabricante de panfletos, un financiador de revoluciones, o un prefecto, aunque estuviera esperando por un cargo, o huyendo de algo, él siempre tenía un dedo en algún espacio teatral, fuera como director, manager, o consejero privado. Cuando conoció a Julienne, él ocupaba esta última función en el Théâtre Royal de Bruselas. Él le presentó la joven doncella al mundo. Sin más entrenamiento que el otorgado por Pradier desde la distancia, ella hizo su primera aparición en los escenarios en esta misma ciudad, al inicio del año de 1829, en específico, el 17 de febrero.
En aquel día ella le informa a Pradier que su debut fue un éxito, y que la prensa le es favorable. Él le agradece de inmediato a la divina providencia y decide que ella puede, a partir de ese entonces, mantenerse a sí misma con su talento. Pradier le escribe: "¿No es esto de tu agrado? ¿No te levanta un gran peso de tu corazón, tú, quien tiene un alma tan noble? ¡Cuán dulce es el pan que se ha ganado con honor! De mi parte, siendo que tus errores han sido perdonados por todo los problemas a los que te estás enfrentando. Tu perseverancia será recompensada, nunca lo dudes. ¡Sigue trabajando! El tiempo nunca pesará sobre ti cuando estés trabajando con honestidad; el estudio trae más flores que espinas.".
Habiendo dicho esto, el artista regresó a sus previos asuntos y placeres, no sin manipular a Julienne para que permaneciera el mayor tiempo posible en Bruselas. Él no ignoraba el deseo pasional de la joven de volverse una vez más su única y más disputada amada. Pero él temía que, si ella no encontraba en París el mismo público que tenía en Bruselas, ella otra vez, al menos moralmente, estaría bajo su responsabilidad. Por esto mismo, redoblando sus consejos recelosos de prudencia, él le imploró que no arriesgara su estabilidad por la incertidumbre.
Obvio es que sus palabras no la detuvieron. Julienne, como ella misma solía decir en su adultez, prefería cruzar la distancia que la separaba de su hija a pie, que esperar un segundo más para verla. Los eventos de 1829 la salvaron de este destino.
Demostrando evidencias de un descontento interno, el gobierno de Charles X estaba desarrollando proclividades liberales. Entre otros exilados políticos, Félix Harel recibió el permiso de regresar a su patria, y con él vinieron su ilustra amante, Mlle. Georges, y nuestra heroína, Julienne. Ella los acompañó, no tan solo a París, sino al teatro del Porte St. Martin, el cual, bajo la influencia de Harel, rápidamente se convirtió en una fortaleza del romanticismo. En el 27 de febro de 1830, ella hizo su debut con el papel de Emma, en L'Homme du Monde, de Ancelot and Saintine. Luego, ella migró casi que de inmediato al Odeón en París, teatro del que Harel también se convirtió en manager. Ella actuó en varios papeles ahí durante el año de 1831.
Vamos a oír más adelante que ella era hermosa, pero en el presente, debemos contenernos a hablar sobre su talento y sus habilidades dramáticas. Se ha dejado a entender que ella le debe su éxito apenas a su precioso rostro y figura esbelta, y que ella era una de esas favoritas efímeras que ganan el aplauso popular por la exhibición de sus encantos. La verdad es que la "Belle Juliette", como ella comenzó a llamarse, dio pruebas de sus poderes distinguidos en el área, aunque es justo admitir que, ahora que el tiempo se ha pasado, no es fácil determinar cuán fuertes los mismos eran.
Primero, porque nunca fue de buena fortuna para Juliette interpretar un papel que desde aquel entonces se ha convertido en un clásico, y por el cual sus habilidades pueden ser correctamente examinadas: En el grupo de Harel, los personajes de primera clase ya estaban monopolizados por Mlle. Georges y Madame Dorval. Además, casi todas las obras en las que Juliette apareció hoy en día son consideradas anticuadas y, dependiendo del ángulo, absurdas. En efecto, es difícil concebir cómo algunas de las mismas siquiera llegaron a ser excitar. Será más sabio, por lo tanto, usar las cartas de Pradier como una base para descubrir qué talentos naturales inspiraron al artista a convertir a su amante en una actriz, no tan solo de Vaudeville, sino como de la tragedia.
Y el hecho es que Pradier consideraba a Juliette como una mujer bien equiparada por la naturaleza, dotada de sentimentalismo, de inteligencia, y de voz elocuente. Esto dicho, él sí la criticaba sobre su timidez y su falta de seguridad en sí misma, que era suficiente para arruinar sus entradas y cubrir sus salidas con el ridículo. Él también encontraba justo observar que, una vez ella ya estaba en la escena y había dominado su miedo al escenario, la joven poseía una tendencia a sobre exagerar sus partes, y no lograba decir sus líneas con suficiente naturalidad; a veces se olvidaba de presentarse al público, hablaba antes de irse a las bambalinas, y no lograba controlar bien sus gestos, entonaciones y pausas.
Para resumir, poseía fuego, intelecto, y un órgano vocal apto. Pero su personalidad apocada, aprensiva, su monotonía en su entrega, y su hesitación en sus movimientos, eran sus debilidades dramáticas más graves. El testimonio de Pradier ha sido confirmado por otros artistas. Si hay necesidad de decir algo más, lo podemos juzgar a través de sus encuentros con Harel.
Hablando del hombre, el 7 de febrero de 1832 él la hace firmar un contrato de trece meses, que comenzaría a entrar en efecto el siguiente 1ro de Marzo. Él la trae de vuelta del Odeón al Porte St. Martin, y le promete el modesto sueldo de cuatro mil francos por año, pagado mensualmente. Pero él no la trata como una actriz de "utilidad general" —por el contrario, él insiste en que mantenga su papel de jeune première en la comedia, la tragedia y el drama; que ella aprenda todos los días al menos cuarenta líneas o versos de sus guiones; que ella compre de acuerdo a sus gustos todos los vestidos necesarios para sus personajes; que ella esté presente en todos los ensayos ordenados por la administración del teatro. En el 13 de enero de 1833, los dos concuerdan en extender dicho contrato, bajo las mismas condiciones, hasta el 1ro de abril de 1834. Entre sus descansos, Juliette continuó creando sus propios personajes.
Se debe confesar que ella llevó la vida esperada de una estrella del teatro. Desde el Boulevard St. Denis, donde vivía, hasta el Boulevard du Temple, que era en ese entonces el centro del mundo social y de la diversión, la distancia era corta. Ella, por lo tanto, estaba presente en todas las escenas de este grandioso círculo de entretenimiento. Su vestuario poseía cierto prestigio. Sus viajes, uno de los cuales fue hacia Italia hacia fines de 1832, la ayudaron a mantenerse en los ojos del público. Hermosa como una diosa, más feliz que nunca, su brazo siempre estaba tomado, sin ninguna preocupación, del brazo de algún acompañante momentáneo, mientras sus ojos flameaban con el deseo y su corazón, se sentía a punto de explotar.
Ella viajó a Cytheræa* sin arrepentimientos aparentes, y sin anhelos de volver a su antigua patria. Fue en este crucial momento cuando Victor Hugo logró traerla de vuelta a su puerto, en donde la mantendría para siempre a su lado, siendo la esclava de un maestro, la mujer de un solo amor.
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Nota de la autora: No sé cuando terminaré este proyecto, ni sé si alguien lo leerá, pero ojalá que disfruten el viaje de todas formas jeje.
Aclaraciones:
*Chouans: Insurgentes contrarrevolucionarios bretones que mandaba Jean Chouan durante la Revolución francesa
*Halcyon: Es el nombre de un ave de una leyenda griega, que generalmente se asocia con el martín pescador. En la antigüedad se creía que esta ave anidaba sobre el mar que se calmaba para que se pudieran incubar sus huevos en el nido flotante. Por ello se esperaban dos semanas de calma alrededor del de invierno. Este mito hacía que el término halcyon se usara como sinónimo de paz y calma.
*Enfant terrible: Es una expresión que se refiere a una persona brillante, rebelde y transgresora, cuyas opiniones y creaciones se apartan de la ortodoxia, son innovadoras o de vanguardia. Proviene de una expresión o que apareció en el siglo XIX, que literalmente significa "niño terrible". Siendo este el uso más extendido en la actualidad. Inicialmente también se empleaba con más literalidad, para referirse a un niño insoportable; mimado, caprichoso, travieso, inquieto.
*Cytheræa: Otra palabra para Afrodita.
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