BIOGRAFÍA - CLAIRE PRADIER
Alrededor del año 1844, cuando Victor Hugo visitaba a su amiga durante los domingos y días festivos, él solía encontrar sentada en su escritorio particular —con su propio permiso— a una chica alta, de dieciocho años, complexión muy pálida, y ojos muy oscuros . "Dos ciruelas", él dijo, "flotando en un platillo de leche".
Muy a menudo, la joven no lo oía entrar. Curvando su cuello cimbreño y su busto pequeño sobre sus libros, se sumergía en sus estudios, quizás también en su ensueño. A veces él la besaba con afecto. Otras, inclinaba la cabeza con formalidad.
Y en este último caso, la humilde subdirectora de una escuela suburbana, maravillada por la mansedumbre del gran hombre, se levantaba sonrojada y acercaba su pálida frente a sus labios. Luego, ella le pediría permiso para volver a sus tareas: los exámenes estaban cerca y, como iba a obtener un diploma, debía estudiar.
A veces, Victor Hugo tomaba sonriendo los libros esparcidos sobre la mesa, pesaba con una mirada el valor de cada uno de ellos y enseguida, apartándose todos con el dorso de la mano, se sentaba a su lado y decía: "Muy bien, Claire, yo seré tu tutor hoy". Así una nueva lección comenzaba. Vívida, entusiasta, brillante como un poema.
El lector se sentiría justamente decepcionado si no relatáramos la historia de la muchacha a quien este "mago de las palabras" le reveló de tal forma las bellezas de la lengua francesa. Además, un conocimiento más profundo de la hija puede conducir a una mejor comprensión de la madre y por ello, adjuntamos aquí un breve boceto de Claire Pradier.
I
La joven nació en París, en 1826. Su padre, el escultor James Pradier, se hizo cargo de su primera infancia, mientras su madre —como hemos ya aprendido— estaba trabajando en Alemania y Bélgica.
Al inicio, el hombre no vivía con ella. La dejaba en Vert, cerca de Mantes, viviendo con un matrimonio llamado Dupuis. A veces combinaba su visita con un poco de deporte, durante la temporada de caza.
Pero la trajo de regreso a París el 15 de octubre de 1828. Por las cartas suyas que se conservan, podemos creer él que obtenía alguna satisfacción de su función educativa. La pluma del artista es prolífica en halagos hacia la chica de "mechones dorados y pálidos", " pícaros ojos castaños", y "mejillas color rojo manzana", cuya "nariz terminaba en una bonita inclinación", que le recordaba agradablemente a la de Juliette.
Pradier pronto descubre en su hija un carácter fino, dotado de mucha inteligencia, y tanto sentimiento que él duda por un tiempo si debe dedicar sus esfuerzos a frenar su desarrollo o a cultivarlo.
En el primer caso, convertiría a Claire en una semi-idiota para no dejar que sus pasiones se volvieran demasiado fuertes para su propia felicidad. En el segundo, podría hacer de ella una artista capaz de los más espléndidos impulsos, y de las más nobles realizaciones.
Si decidimos creer en la palabra de Pradier, la propia niña se decidió por este último destino. A los tres años —guiada por sugerencia paterna, en su estudio de la calle de la Abbaye— ella eligió como juguete favorito un cisne de peluche. De sus juegos con este pájaro bellamente modelado, adquirió el gusto por las líneas puras y las poses elegantes.
También escuchó música interpretada en la casa de Pradier por escultores y pintores que imitaban el arte de Ingres. Obtuvo tanto placer de ello, que nunca más pudo encontrarse con alguno de estos ensimismados artistas sin pedirles de inmediato un beso.
Finalmente, mediante los estudios sobre vestimenta de su padre, y su astuta manipulación de las telas —a las que siempre prefirió en las partes más elevadas de su profesión—, ella aprendió a apreciar la luz y el color. Claire tenía un vívido aprecio por esto último y, durante su corta vida, un simple detalle como el azul del cielo, o el tinte de una rosa le proporcionaban el placer más exquisito.
Habiendo cultivado así la sensibilidad de la flor confiada a su cargo, Pradier fue recompensado por el prestigio inherente a su rol de maestro y guía; el padre cosechó en ternura lo que el artista había gastado en inteligencia y esfuerzo. Desde su más temprana infancia Claire mostró una marcada preferencia por este hombre, tan ardiente y tan alegre, que le enseñó a respirar y a vivir entre obras de arte. Toda su vida sintió por él un afecto que ni sus errores, ni su descuido, ni siquiera su injusticia, podían apagar. Mientras tanto, siempre prolífico en buenas intenciones, siempre dispuesto a hacer votos y promesas, el artista iba formando grandes esperanzas y ambiciones para su hija.
"Debemos tener esperanzas" él le escribió a Juliette en el día que le quitó la niña a su nodriza, el 15 de octubre de 1828, "en el hecho de que ella vivirá y crecerá, y que nosotros podremos hacer de ella un personaje distinguido."
Un poco más tarde, el 28 de septiembre de 1829, James escribe: "Querida amiga, tienes la suerte de poseer una Claire que te será de gran consuelo en tu vejez." Y de nuevo, el 4 de julio de 1832: "¿Quién puede amarla mejor que yo, especialmente ahora que veo su rara inteligencia desarrollándose de manera tan satisfactoria y alentadora para nuestros designios?"
Él planeó para su pequeña hija los regalos más singulares e inesperados. Una vez sería el dinero que había ganado por elaborar el busto del canciller Pasquier —un encargo que le debía a Juliette y a su amistad con el sujeto. Otra, el precio de una casa que poseía en Ville d'Avray y deseaba vender. Luego, se propuso entregar a Claire la suma de 2.000 francos, que le había prestado a un primo.
Hermosas palabras, sin duda. Pero tan vacías como las molduras huecas que decoraban el estudio del hombre.
El primo nunca devolvió el préstamo, la casa de Ville d'Avray fue vendida —por orden del tribunal, en un momento en que la hipoteca sobre ella superaba con creces su valor—, y el busto del canciller Pasquier, aunque encargado, nunca fue siquiera proyectado por Pradier.
Juliette había decidido vivir con Victor Hugo en las condiciones de pobreza indicadas en un capítulo anterior. Su delicadeza natural la impulsó a asegurar el futuro de su hija y, al mismo tiempo, a liberar al poeta de toda ansiedad al respecto. Por eso mismo, a finales del año 1833, le escribió a Pradier pidiéndole que reconociera a Claire como suya.
La respuesta del escultor fue la siguiente:
"Estimada amiga,
Tu carta no me desagradó en absoluto, como me parece, temías que sucedería. Su razón de existir es demasiado noble como para provocar en mí algún sentimiento contrario.
Lo único que me molesta es que no pueda hacer de inmediato lo que deseas, y lo que tengo toda la intención de hacer eventualmente, aunque de una manera cuidadosa y calculada, para no interferir con el futuro o la tranquilidad de ninguna otra persona.
¡Me entristece que no te des cuenta de lo que siento por ti y por Claire! ¡Creí que todas tus esperanzas estaban centradas en mí! Estoy tan abrumado por mis deudas que no puedo pensar en ejecutar mis intenciones en este momento.
Adiós, recupérate, y ténme fe, sólo en mí. Ninguna de las dos me habéis perdido... ¡Lejos de ello! Adiós, tu muy devoto amigo, y mucho más que eso,
J. Pradier."
Es fácil adivinar lo molesta que Juliette se volvió al recibir semejante carta. Ella expresó su disgusto a Victor Hugo en varias de sus notas, en las que insulta a su antiguo amante: "Miserable tonto, estúpido sinvergüenza, el más vil e idiota de los hombres, un cobarde sin fe" —tales son los principales epítetos que le dedica.
Se ha dicho en algunas ocaciones que el autor de Lucrèce Borgia interfirió en el asunto y obtuvo de Pradier el reconocimiento de Claire. Esto es absolutamente incorrecto.
Aunque sí es probable que el poeta hiciera el intento de lograrlo.
Al parecer, con la ayuda del abogado Manière, sí obtuvo del escultor la promesa de una pensión; pero no hubo un reconocimiento oficial, y pronto encontraremos al padre de Claire más dispuesto a repudiarla que a permitirle la protección de su apellido.
Por el momento, Pradier se limitó a aceptar que Juliette llevara la niña a la escuela de Saumur, con una tal "Madame Watteville", cuyo representante en París se llamaba Monsieur de Barthès.
A él le hubiera gustado que Victor Hugo y su amiga se hicieran cargo exclusivamente de los arreglos, pero prudentemente ambos se negaron a hacerlo, aunque prodigaron bondades, cartas cariñosas, consejos y obsequios a la pequeña exiliada.
El 28 de mayo de 1835, Claire, tras sufrir una enfermedad infantil, recibió de su madre una muñeca y la siguiente carta:
"Buenos días, mi querida pequeña Claire. Espero que ya te encuentres bien cuando leas esta carta.
Ahora que estás convaleciente puedo hablar contigo de asuntos serios. Esto es lo que quiero decirte:
Previendo que puedas necesitar recreación, te envío desde París una encantadora acompañante, que estará muy amablemente dispuesta a divertirte. Pero como no sería justo que los gastos de su manutención recayeran en ti durante el tiempo de su estancia contigo, te envío también una gran bolsa de dinero para sus gastos. Úsalo sabiamente, de acuerdo a tus necesidades.
La preocupación del señor Toto por ella no es menor a su devoción por ti. Por lo tanto, él añade un enorme canasto de provisiones. Espero que la niña no se los haya comido todos por el camino, y que todavía te quede algo.
Esto no es todo. Yo también he estado pensando en tu ropa, querida pequeña, y te envío un chal para tus paseos, un vestido blanco con ropa interior a juego, un fular de fantasía, un vestido de rayas sin bolsillos, y un delantal con mangas.
Adiós, mi querida buena niña. Debes decirme si mi selección es de tu gusto. Ámame y disfruta tu tiempo por ahí, para que cuando vuelva a verte te encuentre alta, gordita y hermosa.
J. Drouet."
En otras ocasiones, el propio Victor Hugo le escribía afectuosamente a la hija de su amiga. Es necesario leer estas cartas, tan llenas de ternura reflexiva, para conocer mejor el calor del corazón del poeta.
Por ello se le debería perdonar mucho:
"Te amamos demasiado" le escribió a Claire el 23 de mayo de 1833, "y tienes una dulce madre que, aunque ausente, piensa muchísimo en ti. Debes recuperarte rápido, y agradecer cada noche en tus oraciones al buen Dios por haberte dado una madrecita tan buena, como ella a su vez le agradece a Él, por darle su encantadora hijita."
Y unos días después, en una posdata de una carta a Juliette, Hugo nuevamente interviene: "El señor Toto le envía cariños y besos a su pequeña amiga, y desea que aún la tuviera cerca, para poder viajar con ella a todas partes. Pero, sobre todo, le gustaría acariciarla y cuidarla como a su propia hija."
Como a su propia hija.
Estas palabras eran ciertamente características del sentimiento de Victor Hugo hacia la niña que, por casualidad del destino, se había cruzado en su camino. Niña a la que él adoptó, sin vacilar.
Al principio, Claire no se dio cuenta, o no estaba dispuesta a corresponder su afecto. Estaba celosa del gran caballero que le robaba parte de la atención de su madre. Era reservada y desagradable. Juliette se indignó, pero el poeta no se rindió en esfuerzos por conquistarla.
Con el permiso de Pradier —que estuvo encantado de entregárselo— el el 15 de abril de 1836 Hugo colocó a Claire en una escuela de St. Mandé, 35, Avenue du Bel-Air, regentada por Madame Marre.
A partir de ese momento, fuera durante las visitas sorpresa del caballero al salón, en las tardes del jueves, cuando él llegaba allí acompañado por una Juliette radiante de alegría por el viaje, o fuera durante los domingos que ella pasaba al lado de su madre, Claire Pradier comenzó a conectar a Victor Hugo con su progenitora en su afectos, aunque de manera inconsciente, otorgándoles a ambos igual nivel de respeto, al unir sus nombres en sus oraciones.
Extremadamente sensible por naturaleza, con más ganas de amar que de aprender, ella adoptó el hábito de soñar despierta en la escuela o en los prados, y sólo parecía recuperar el brillo de las mejillas y el resplandor de los ojos cuando los amantes la buscaban, tomando sus pequeños dedos fríos y contraídos en entre sus cálidas manos. Era entonces cuando el apartamento en la calle St. Anastase resonaba con su alegre charla, y ella participaba con entusiasmo en los ritos de los cuales Victor Hugo era el Dios y Juliette, la sacerdotisa.
En 1840, al cumplir sus quince años, la madre de Claire consideró que el momento de confesarle el secreto de su nacimiento irregular había llegado. La señora también le habló sobre el abandono de Pradier y la bondad de Victor Hugo. La exhortó a que fuera simple en sus ideas, y le pidió que no fijara sus ambiciones demasiado alto.
La chica manifestó al principio mucho disgusto y enfado por las revelaciones, pero pronto su piedad natural despertó, y Juliette pudo escribir: "Claire estará para siempre en la iglesia".
Victor Hugo se encargó de abrir los ojos de la muchacha al lado práctico de la vida y de señalar su necesidad de prepararse lo antes posible para una profesión. En respuesta a estos llamados a la razón, Claire pronto aceptó su suerte, con un corazón valiente.
Se decidió que, a los dieciocho años —es decir, en 1844—, ella sería contratada como profesora asistente en la escuela de Madame Marre, a cambio de comida y alojamiento —aunque sin salario.
La joven también accedió a estudiar para obtener un diploma y esperaba, una vez alcanzada la meta, encontrar algún empleo honorable y remunerado con la ayuda de Victor Hugo.
Claire se puso a trabajar con un ardor, buen humor, y inteligencia que provocaron en Juliette los más cálidos elogios para su hija, y eterna gratitud hacia su poeta.
II
Uno no puede dejar de preguntarse si Claire Pradier realmente tenía el corazón feliz, o si esa frente de dieciocho años, pura y hermosa como la de Juliette, ocultaba tal vez un espíritu cargado de melancolía.
Ella sin duda era guapa, y lo sabía. Sus rizos castaños, sus ojos brillantes —cuyo tono oscilaba entre el negro suave y el azul del océano—, sus mejillas redondeadas —a menudo agitadas por la fiebre—, y la distinción de una figura alta, de andar majestuoso, lo comprobaba.
"À la madonne auguste d'Italie
La flamande qui rit à travers les houblons.
///
A la Virgen augusta de Italia
La flamenca que ríe entre los saltos."
(Les Contemplations, Libros V. y XIV., Claire P.)
Pero la belleza no es ningún consuelo para quien ya se siente tocado por el dedo helado de la muerte, y quien, además, no tiene ningún incentivo para prolongar la lucha por la vida. Claire así se sentía.
Ya en su más tierna infancia ella había mostrado un temperamento delicado, una salud incierta; más nervios que músculos, más sensibilidad que vitalidad. Durante todo el año 1837, su tos nunca la abandonó. En los años siguientes, su figura apenas mostraba las curvas de la juventud.
Cuando su aspecto era motivo de halagos, ella sonreía con debilidad. Y su voz —lo suficientemente hermosa y gentil para recordar a Victor Hugo de las cadencias más suaves de Les Feuillantines— apenas se atrevía a pronunciar la palabra "mañana".
De ahí procedía su desánimo, del que nunca podía librarse —aunque por lo general lograba ocultárselo a su madre—.
Los malos presentimientos también la acosaban: "A menudo sueño con mis seres queridos", le escribió a Juliette, "y cuando me despierto, anhelo seguir durmiendo para siempre".
III
Móvil como el cincel que él manipulaba con tanta habilidad, volátil como el polvo del yeso que pulverizaba, Pradier no proporcionó a Claire ni asistencia regular, ni apoyo moral. Se había casado y era padre de varios hijos legítimos. Por desafortunada que fuera la celebridad de su esposa —y de los escándalos de gran alcance provocados por ella—, el artista deseaba conservar ante su hija natural una actitud remilgadamente respetable, modesta, y bastante calvinista.
Pradier tenía tanto cuidado al evitar encuentros ocasionales, como la propia Claire tenía ansias de causarlos. Cuanto más ella lo abrumaba con pequeños regalos, elaborados con sus propios dedos, con tiernas pruebas de un afecto invencible, más indiferente y descortés él se mostraba, olvidándose de pagarle la mensualidad, olvidándose de darle los regalos de Año Nuevo, olvidándose incluso de sus reuniones con ella, dejándola esperar su llegada con paciencia en el frío estudio de la Rue de l'Abbaye, mientras él hacía de galán en el bulevar.
Sin embargo, Pradier había permitido que la muchacha conociera a sus hijos legítimos y había llegado incluso a poner a su hija menor, Charlotte Pradier, en la misma escuela que ella, cuando mandó a sus dos hijos a un internado en Auteuil.
En mayo de 1845, Claire, en un gesto impulsivo, natural de una muchacha de diecinueve años, quiso darles a los dos escolares el placer de escribirles una carta fraternal; consiguió incluso que Charlotte les escribiera junto.
El escultor se enteró de su intento de acercamiento y así trató su trivial indiscreción:
"Mi querida gran Claire,
He visto al director de la escuela de... quien me ha informado que usted y Charlotte le han escrito a John.
Por favor, escriba lo menos posible. No creo que las jóvenes deben utilizar sus bolígrafos para revelar sus sentimientos. Semejante hábito se adquiere con demasiada facilidad; deberían saber cómo, pero nunca hacerlo.
Además los niños se ven cada quince días, y eso es suficiente.
Por favor, no firmes más con el apellido "Pradier". Algo así se hace conocido y puede provocar chismes. No necesitas mi nombre para ser amada y respetada. Sé franca, y no le temas a nada. Tu buen momento llegará algún día. Hasta entonces, debes ser prudente en todos los aspectos. Los niños deben acostumbrarse a vuestra posición tal como es; se interesarán en ti más tarde.
Además, como estoy hablando de estos temas, te ruego que utilices cualquier otro término en tus cartas que no sea "padre adorado" o "amado". No estoy acostumbrado a ellos. Tales epítetos sólo son apropiados para un Dios. Llámame cualquier otra cosa que te resulte natural. No es necesario que te avise sobre ello; tus sentimientos serán tu mejor guía.
También, por favor, escribe de forma más legible, porque recibo tus cartas por la noche.
Y, sobre todo, escribe sólo cuando tengas algo especial que decir. No debes convertirte en una garabateadora de nada —escribiendo apenas por el placer de usar tu pluma—."
¡Cómo semejante carta debió herir el corazón que en otro tiempo latía con tanta ternura por Pradier!
Ni las caricias de Juliette, ni las palabras tranquilizadoras de Victor Hugo lograron consolar a Claire. Un mes después de que su padre la desheredara de tal forma, ella acudió a su examen y —en parte por dolor, en parte por la timidez— fracasó por completo.
Este fue el último golpe.
No es que su constitución mostrara algún signo inmediato del shock que había sufrido, o se desmoronara de inmediato. Su apariencia física permaneció inalterada, pero la muerte entró en su alma y la acechó de cerca desde entonces —tal como a veces yace bajo aguas profundas, que fluyen tranquilamente cuando vistas desde lejos—. Ella hizo su testamento.
Y desde ese momento en adelante, Claire Pradier vivió como esos inválidos resignados que, alzando la mirada al cielo, no prestan atención al paso de las horas, mientras esperan la llamada suprema.
Y ella esperó.
Su madre, al verla todavía aparentemente sana, no se dio cuenta de su estado y consideró el inicio de este coloquio mudo con la muerte como un mero retorno de la antigua depresión de su hija.
Sin embargo, un incidente ocurrido en el mes de febrero de 1846 dio también a Juliette uno de esos presentimientos que no pueden engañar.
Al igual que Claire, esperó.
Pero no lo hizo por mucho tiempo.
[Claire en su lecho de muerte. Dibujo hecho por Pradier.]
El 21 de marzo de 1846, habiendo ido a St. Mandé a ver a su hija, la joven ayudante de maestra, Juliette se llevó el diseño y el material de una obra que Victor Hugo le había comisionado. La idea del poeta era bordar el escudo de su familia sobre un grueso lienzo, en colores seleccionados por él mismo. La complicada heráldica adornaría los respaldos de dos sillones góticos en sus habitaciones en la Place Royale.
Contrario a la costumbre, Claire mostró muy poco interés por los planes del autor. Escuchó distraídamente a su madre y habló muy poco. Una tos seca sacudía su cuerpo de vez en cuando. Sus mejillas ardían por la fiebre.
Juliette volvió a casa cruzando la Avenue de Bel-Air, la Barrière du Trône, y luego Faubourg St. Antoine. Victor Hugo, que siempre estaba preocupado por ella, la encontró a medio camino.
Ella caminaba lentamente, con la cabeza inclinada. Cuando él la detuvo y le preguntó por su bordado, su amante estalló en llantos. El poeta comprendió en un instante lo que había pasado. La joven estaba enferma.
Siguiendo sus instrucciones, Claire fue trasladada a la calle St. Anastase al día siguiente. Triger, el médico de Juliette, recibió instrucciones de visitarla diariamente. Sin atreverse a pronunciar de inmediato la terrible palabra "tisis", él habló de escalofríos y clorosis.
Claire apenas le hizo caso y con un gesto débil indicó que estaba demasiado agotada como para preocuparse de ello. La cabeza que intentó levantar de la almohada cayó hacia atrás como si fuera demasiado pesada para su frágil cuello. Sus grandes ojos oscuros contemplaron a través del espacio alguna visión melancólica. Sus manos sobre las sábanas blancas apenas conservaban fuerzas para entrelazarse, fuera en una caricia o en una oración.
La muchacha rogó que se informara a Pradier de su enfermedad. Él le escribió primero, y luego vino. Demostró su cariño con gestos teatrales y palabras bien elegidas. Enseguida, puso a disposición de la enferma y de su madre una villa que decía poseer en Auteuil.
La llamada "villa" resultó ser la primera planta de una casa comunitaria, en 57, rue de La Fontaine. Claire fue llevada allí a principios de mayo, por su madre. Victor Hugo las visitaba casi todos los días.
Pero ni los halagos de "Monsieur Toto", ni las rosas que él llevaba a su ex alumna, ni las exhortaciones del doctor Louis —a quien un día el poeta trajo consigo—, lograron devolverle a la joven, cuya sangre la dejaba cada día más pálida y exhausta, el color de su semblante.
Claire apenas se atrevía a levantarse de la cama. La empapaban sudores helados y gemía sin parar, de una manera terriblemente dolorosa para quienes se veían obligados a permanecer a su lado, sin forma de ayudarla.
El 6 de junio pidió ver al vicario de San Mandé, su confesor.
El día 16, recibió los últimos sacramentos.
El día 18, sobrevino el delirio.
Expiró al fin en el día 21.
La enterraron en primer lugar disponible en Auteuil. Pero cuando se leyó su testamento, en el que ella había escrito: "Deseo ser enterrada en el cementerio de Saint-Mandé. También le ruego al señor Abbé Chaussotte que celebre mi misa fúnebre y que crezca hierba verde sobre mi tumba", Victor Hugo y Pradier acordaron exhumar el ataúd.
La ceremonia tuvo lugar el 11 de julio. Juliette, quien se sentía más muerta que viva, no estuvo presente, pero Victor Hugo y Pradier caminaron juntos detrás del carro fúnebre, encabezando la procesión blanca de los pequeños alumnos y compañeros de trabajo de Claire.
El escultor, siempre lleno de intenciones, proyectos y charlas, hablaba en voz baja sobre la magnífica tumba que levantaría con sus propias manos en memoria de su hija. Debería ser, según él dijo, "una deuda sagrada; la ejecutaré con tanto amor que mi cincel nunca antes habrá modelado algo tan casto ni tan hermoso."
Después de un largo y lento viaje por París, bajo el sol, ellos llegaron al cementerio de Saint Mandé. Cerca de la tumba de un viejo amigo del poeta, Armand Carrel, una tumba recién excavada bostezaba, lúgubre y codiciosa.
Se escucharon algunos cantos, algunas bendiciones, el alboroto de una multitud congestionada. Luego todos se separaron, pero no sin una renovación de la promesa de Pradier.
Ocho años después él mismo murió, sin haber saldado su "deuda sagrada" con su hija. Una resolución más se había esfumado con palabras vacías.
Victor Hugo vivía entonces precariamente en el exilio, pero tan pronto como se enteró del fin del escultor, lo borró de la historia, encargó en persona una lápida decente para Claire, y ordenó que la tumba fuera cubierta con hierba verde.
Sobre su lápida están grabados cuatro de los versos que él había escrito después de su partida, para consolar a Juliette. Más tarde, Hugo se dedicó a componer otros.
Así, Claire Pradier fue protegida hasta el final por el padre de Léopoldine, contra dos de los temores que más habían alarmado su imaginación juvenil: "una tumba abandonada en algún cementerio lejano y un recuerdo apagado en el corazón de hombres."
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Nota de la autora: Leer sobre la historia de Claire siempre me rompe el corazón. Es una historia tan trágica y triste, que me resulta imposible no sentirme mal por ella. Y por Juliette. Y por Hugo.
Hablando de VH, aquí dejo la traducción de uno de los poemas que él escribió para Claire y que también me matan cada vez que los leo.
Más una vez, la traducción es mía... Así que perdónenme si por accidente interpreto algo mal. También quise hacerla rimar, así que hice pequeños ajustes. Nada muy grave, ni que cambie el significado del verso, no obstante.
Además de estar hablando de Claire, VH también se refiere a su hija, Léopoldine, que murió en un accidente náutico 3 años antes de C.
Como digo... trágico.
"Claire" (Diciembre 1846, Les Contemplations, VIII)
¡¿Entonces qué?! ¡La tuya también! ¡La tuya siguió a la mía!
Oh, madre de profundo corazón, tú eres preciosa.
Deja la puerta bien abierta para que ella vuelva;
¡Esa piedra, allá sobre la hierba, es una tumba!
La mía desapareció en olas que se encuentran.
Entonces vino tu turno, Claire, y tú volaste lejos.
¿Será que allá arriba, entre las sombras del cielo, ellas se llaman?
¿Para que se vayan así, por desgracia, una detrás de la otra?
Niña que sonreía, y que ahuyentaba la congoja,
que alguna vez su madre meció con su canción,
quien cautivó con su encantadora pequeñez
y que más tarde, el horizonte entero clareó,
¡Así que aquí estás, durmiendo bajo esta piedra gris!
¡Así que ya no estás, apenas has estado aquí!
La estrella atrae al lirio, y ahora tú retrocedes,
¡Oh virgen, a su virginidad, por el azul eterno!
Tú has ascendido al firmamento sublime,
escapado a los grandes cielos como un zorzal al bosque,
Y llama, ala, himno, olor; todo se sumergió al abismo,
¡Los rayos, amores, perfumes y voces!
Ya no te oíremos reír en nuestra oscura noche.
Veremos, solamente, como para bendecirnos,
deambulando por nuestro cielo y nuestra memoria,
¡Tu rostro, nube, nombre, e historia!
¿Sentiste ya tu epitalamio tenebroso?
Caminando por nuestro mundo con pasos silenciosos,
de todos los ideales que compusiste con tu alma,
¡Como si estuvieras haciendo un ramo para el cielo!
Al verte tan tranquila y tan brillante,
los corazones más sangrantes ya no odiaban nada.
Tú pasaste entre nosotros como Ruth, la espigadora.
Y como Ruth recogió la espiga, tú, la bondad libertadora.
La naturaleza, oh, de tez tan pura, vertió sobre ti su gracia,
la aurora su candor, y los campos su aura plácida;
Y encontramos, nosotros, a quienes el dolor nos pasa,
¡Toda esta dulzura en tu belleza!
Casta, ella parecía no ser otra cosa,
que la forma que emerge de los cielos deslumbrantes,
y de todos los rosales, parecía la rosa,
y de todos los amores, el incienso más fragante.
Los que no conocieron a esta encantadora chica,
no pueden saber qué significa esa mirada
transparente como el agua que ilumina y brilla,
cuando la estrella surge en el océano demacrado.
Ella era simple, franca, humilde, ingenua y buena,
cantando en voz baja su canción de ilusión,
teniendo un "no sé qué" en toda su persona,
vago y distante, como la visión.
Sentimos que ella tenía poco tiempo en la tierra,
que ella sólo apareció para desaparecer,
y que aceptaba poco su vida involuntaria,
y que la tumba parecía por momentos asombrarla.
Ella ha pasado a las sombras, donde el hombre se resigna;
un viento oscuro soplaba; ella cruzó sin ruido.
Bella, pura, como la pluma de un cisne,
¡Que permanece blanca, que a la noche resiste!
Ella se nos fue al alba que se levanta;
virtud en el cielo azul, un fulgor en la mañana,
boca que sólo ha conocido el beso del sueño,
¡Alma que sólo ha dormido en el lecho de Dios!
Nosotros estamos aquí ahora, presos a un luto sin bordes.
Madres, ambas arodilladas sobre ataúdes sagrados,
Mirando para siempre al luto tenebroso,
¡A la desaparición de sus seres amados!
¡Creer que se quedarían! ¡Qué sueño! Dios los toma,
incluso cuando sus brazos blancos nos rodean el cuello;
un viento que viene del cielo profundo nos hace temblar, sin cesar.
Estos fantasmas encantadores, que creemos que son nuestros.
Están ahí, cerca de nosotros, jugando en nuestro camino.
No desdeñan a nuestro sol oscuro.
Y detrás de ellos, y sin que su franqueza lo sepa,
sus alas a veces proyectan sombras sobre el muro.
Vienen bajo nuestros techos, entre nosotros permanecen;
les decimos: "Hija mía", o "hijo mío"; son dulces,
risueños, alegres; nos dan una caricia, y mueren.
¡Oh madre, estos son los ángeles, ya ves!
Es una voluntad del destino, para nosotros severa,
que regresen tan pronto al cielo, para ellos abierto,
antes de haber puesto sus labios en nuestros vasos,
antes de algo haber hecho, y el sufrimiento experimentado.
Ellos parten, radiantes, ignorando la envidia,
el error, el orgullo, la maldad, el odio, el dolor,
Todos estos seres benditos se alejan de la vida,
¡A la edad en que el inocente ciruelo está en flor!
Nosotros, que somos demonios o que somos apóstoles,
debemos trabajar, esperar, preparar;
y pensativos, expiar, por nosotros mismos, o por los demás;
nuestra carne debe sangrar; nuestros ojos deben llorar.
Ellos son el aire en fuga, el pájaro que no aterriza;
por un momento, el suspiro que vuela, el abril de furia,
que brilla y que pasa; son el perfume de la rosa,
que se devuelve al cielo con el rayar del sol.
Tienen este gran y misterioso disgusto del alma
por nuestra carne culpable y por nuestro destino;
tienen, entes soñadores que otro azul reclama;
¡No sé qué sed de morir por la mañana!
Son la estrella dorada que se acuesta en la aurora,
muriendo por nosotros, naciendo en otro firmamento;
para la muerte, cuando un astro en su vientre viene a florecer,
continúa, por allá, su desarrollo eterno.
Sí, madre, estos son los elegidos del misterio,
los enviados divinos, los alados, los conquistadores,
a quien Dios solo les ha permitido tocar la tierra,
para llevar un poco de alegría a unos pocos y pobres corazones.
Como el ángel a Jacob, como Jesús a Pedro,
ellos vienen a nosotros, a quienes su ausencia asfixia,
bellos, puros; cada uno de ellos, portando bajo su párpado
la serena claridad de los paraísos profundos.
Cuando ellos besaron piadosamente todas nuestras heridas,
sanaron así nuestros dolores, iluminaron nuestras razones,
hicieron el alba, por un momento, brillar a tráves de los claros,
y cantaron la canción del cielo en nuestros hogares.
Luego, regresaron allá arriba, para hablar con Dios sobre los hombres,
y para mostrarle cuál es nuestro camino,
todo lo que sufrimos, y todo lo que somos,
ellos se fueron con un poco de tierra en las manos.
Ellos se van; a veces es un rayo el que se los lleva;
a veces un mal más fuerte que nuestros superfluos cuidados,
y entonces, nosotros, pálidos, fríos, con la mirada fija en la puerta,
nada más sabemos, excepto que ya no existen en la tierra.
Y decimos: - ¿De qué nos sirve un hogar sin vida?
Sin sus pasos, ¿de qué nos sirve una casa vacía?
¿De qué nos sirve el remo, cuando ya no están sus alas?
Si ellos no regresan, ¿a quién más esperar?
Ellos se fueron, como el ruido que sale de las liras,
Y nosotros nos quedamos allí, sólos, cerca del abismo a donde todo se escapa,
tristes, melancólicos; y el brillo de sus galantes sonrisas,
a veces se nos aparece vagamente en la noche.
Porque han regresado, y ese es el misterio;
oímos a alguien flotando, a un suspiro vagando,
a los vestidos rozando nuestro umbral solitario,
y es entonces cuando podemos llorar.
Sentimos sus cabellos temblando en nuestra sombra;
nos sentamos, agotados, cansados hasta el alma,
nos levantamos, después de una oración oscura,
y sus manos blancas, nuestras rodillas tocan.
Ellos nos dicen, con su voz más tierna:
- ¡Padre mío, un poco más! ¡Madre mía, un día más!
¿Puedes oírme? Estoy aquí, y aquí te voy a esperar,
En el último peldaño de la escalera del amor.
Te espero, para que podamos irnos todos juntos.
Esta vida es amarga, y pronto se acabará.
¡Pobre corazón, a nada le temas! Dios vive! La muerte une.
Volverás a ser un ángel, después de ser un mártir. Aguarda. -
¡Oh! ¿Cuándo vendrán ustedes? Rencontrarlos es nacer.
¿Cuándo veremos, como una antorcha ideal,
la dulce estrella muerta, radiante, aparecer,
en este horizonte al que le llamamos tumba?
¡¿Cuándo iremos donde están ustedes, palomas?!
¿Donde están los niños muertos, y las primaveras perdidas?
¿Y todos los queridos amores cuyas tumbas somos, en vida?
¿Y toda la luz que tenemos por la noche?
Hacia ese gran cielo clemente, donde están todos los dictámenes,
los amados, los ausentes, los seres puros, sinceros,
los besos de los espíritus y las miradas de las almas;
¿Cuándo nos iremos? ¿Cuándo nos iremos?
¿Cuándo iremos donde están el alba y el relámpago?
¿Cuándo veremos, ya libres, aunque hombres todavía,
nuestra carne oscura disolverse entre rayos?
¿Y nuestros pies, hechos de noche, convertirse en alas de oro?
¿Cuándo escaparemos a la alegría infinita?
¿Donde los himnos vivientes son ángeles velados;
donde vemos, a través del azul de la armonía,
un verso cobalto vagar sobre laúdes estrellados?
¿Cuándo vendrás tú a buscar nuestro corazón humilde y sombrío?
¿Cuándo nos sacarás de este mundo carnal,
para mercernos juntos en las profundidades del abismo,
bajo el deslumbramiento de la mirada eterna?"
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