3° Humor
Las bisagras de las puertas de la casa de los Wilson de repente saltaron debido a una gran explosión .
Los Wilson eran una familia aparentemente normal, si quitamos que tenían un perro azul y vivían en una casa alejada del mundo conocido por el ser humano hasta el momento.
Cuando el señor Wilson se enteró de lo ocurrido aquella mañana en gran parte de su casa, se puso a maldecir por todo lo alto, hasta que su mujer oyó sus gritos y le intentó calmar.
—¡Por todos los demonios! Esto no puede haber pasado solo ¿Quién ha sido? ¡Que le meto al sótano y no sale de ahí en un mes! O mejor, que vaya preparando su funeral. ¡Que le mato! ¿Me oís? ¡Le ma-to!
—Cálmate, Eustaquio, debe haber sido un fallo del sistema, como las casas son eléctricas y tal...
Los hijos del matrimonio se miraron.
—Matémonos, Francis, hermano mío, no sirve de nada seguir viviendo —dijo uno de ellos, apareciendo por donde debería estar la puerta, que desapareció por la ventana, hecha astillas debido a la explosión.
—Tienes razón, Terry, voy a preparar nuestros funerales —respondió Francis mientras los dos intentaban escabullirse por el hueco de la puerta .
—No tan rápido, jovencitos, de aquí no sale nadie hasta que arreglemos el problema .
—Mamá, siempre se ha dicho que un filósofo en la antigüedad lo arreglaba todo, ¿por qué no llamamos a uno a ver si lo arregla?
—El niño nos ha salido tonto, lo que nos faltaba ya.
—No seas tan cruel con el niño, Eustaquio, que él sólo quiere ayudar.
La mujer se acercó al chico, y lo abrazó tan fuerte que se empezó a poner morado.
—Suéltalo, Cali, ¿no ves que se está muriendo?
—Ya lo decía yo, al final tenemos que organizar un funeral. Voy a ir subiendo las escaleras para llamar al cura o algo —dijo Terry, intentando salir por patas de allí.
—Este también nos ha salido tonto, qué maldición —se desesperó su padre, llevándose las manos a la cabeza.
Cuando Cali soltó al chico este, quién sabe si por delirio o porque de verdad le salía del alma, empezó a cantar.
—Suéltalo, suéltalo, no puedo ocultarlo máaaaaaaaaaas...
—Creo que le has matado una de las pocas neuronas que le quedaban. Ahora sí que es un caso perdido.
—¿Y si bajo al sótano? Para coger el mapa del sistema de la casa, ver lo que falló e intentar arreglarlo nosotros —dijo Terry de nuevo, que no perdía la esperanza de que le dejaran irse de allí .
—Buena idea, ¿ves? Este sí que es mi hijo, ¡vamos!
—No me habéis entendido bien, he dicho yo solo.
—No seas estúpido, tengo que protegerte, que es posible que ahí abajo haya animales.
—Ya, claro, y toda la fauna ya que estás, en sus respectivos hábitats naturales.
—Pues claro, hijo —dijo Eustaquio, posando sus grandes manos en los hombros de Terry.
—Eso es harina de otro costal, venga, andando —dijo Cali intentando que se movieran.
Cuando iban a bajar al sótano, Eutaquio se paró en seco y se quedó mirando a Francis, volvió la cabeza hacia los demás y le señaló.
—Él se quedará aquí, y así... así vigila que no pase nada más .
—¡Vale, papá!
—Menos mal que me lo he quitado de encima, qué habré hecho yo para tener una familia así —pensó su padre.
Siguieron bajando hasta el sótano, y cuando llegaron al final de las escaleras vieron que el sótano era gigantesco.
—¿Esto tiene que ser por lo menos un kilómetro de ancho, no? —preguntó Terry, impresionado.
—No seas exagerado, anda, vamos a buscar el dichoso mapa.
La verdad es que era más fácil decirlo que hacerlo. Diez minutos de trastear por ahí, y ya estaban sudando como pollos los tres.
—Oye, que dentro de este váter no hay más que ratones muertos —dijo Terry, bajando con asco la tapa del inodoro—. Qué asco. Mira, ya sé lo que le pasó al que tuve que cuidar en quinto curso. Tuvo más hijos que Adán y Eva juntos.
—Pues busca en otra parte, hijo mío, que pareces tu hermano —replicó el padre, abriendo un armarito de madera.
—¡Papá!
—¡Anda! ¡Cali, mira! ¡Que al final no han secuestrado a la niña, que está aquí!
La madre de la criatura corrió hacia ella, más contenta que un niño en la mañana de Reyes.
—¡Señor, hija mía! ¡Lo que me has hecho pasar!
—Pero mamá, si me castigaste tú aquí porque se me derritió el helado y se me cayó en el vestido viejo de la prima Teresa... —respondió la niña, rascándose la nariz.
—Ah. También es verdad.
El sótano de la familia Wilson era verdaderamente grande. Quizá no llegase al kilómetro de ancho, pero estrecho tampoco era. Además, tras una década de trastos acumulados, aquello se asemejaba mucho al Laberinto del Minotauro. Solo que no había monstruo, había ratones del tamaño de leopardos.
—Eso nos pasa por dejar aquí abajo la comida que sobra de la barbacoa —dijo el señor Wilson cuando vieron la sombra de uno de ellos—. Ya decía yo que qué raro, que me desapareció el beicon que no se comió Pitts.
—Pero papá, ¿cómo se te ocurre guardar comida hecha? —alucinó su hijo, esquivando una montaña de puzles de monumentos que casi se le cae en la cabeza.
—Pues hijo, a lo mejor en el momento no tienes ganas de comértela, pero en la siguiente barbacoa... Que además siempre se pasan los suegros...
—¡Eustaquio! —lo amonestó Cali, con los brazos en jarras.
La hija recién encontrada del matrimonio le tiró del vestido a su madre.
—¿Qué quieres? Ay, espera, te llamabas... No me lo digas... Es que chica, tras tanto tiempo sin verte... Como para acordarme... Ah, sí, Julia. Menos mal que tengo la chuleta esta.
—Mamá, ese fue mi regalo de cumpleaños del año pasado —dijo la niña.
—Pues oye, mira si lo he amortizado. Muy buena idea. Mejor que el bollo ese que me compró tu padre, que todavía querrá que engorde para tener una excusa para dejarme... —murmuró, furiosa, Cali.
—¿Qué? ¿No te gustó el kilo de mazapán que te traje?
—¡Es un regalo muy cutre, Eustaquio, muy cutre!
—Ah, claro, y es mejor un limpiaváteres de cristal como el que te regaló tu madre —se ofendió su marido.
—¡Eso no me pone kilos de más!
—No, pero es una indirecta como una catedral para que limpies el váter.
Cali se quedó callada. Evidentemente, no había pensado en eso.
—¡Papá, lo he encontrado! —anunció, victorioso, Terry, con un papel amarillento en la mano.
—¡Ese es mi hijo! —lo felicitó el hombre—. Pero oye, ¿y ese color tan sospechoso? Si solo tiene treinta años...
—Ah, eso. Es que estaba dentro de un barril de cerveza.
—Ah, bueno. Entonces es normal. Menos mal que has sabido cómo dar con ello... Venga, vamos arriba.
Una Cali aún pensativa, una Julia muerta de hambre, un Terry que echaba un tufazo a alcohol de mil pares de demonios y un Eustaquio algo decepcionado aún por la pérdida de su beicon y porque su mazapán era cutre estaban sentados alrededor del mapa, enfrente de la caja de los fusibles.
—Bueno —dijo el hombre lentamente—, según esto, deberíamos tocar el botón de la calavera y subir la palanca "DOWN". No sé, ¿cómo lo véis?
—Por probar no pasa nada —respondió Cali, encogiéndose de hombros.
—Poggqué noh —añadió Terry, haciendo un esfuerzo.
—Papá, ¿estoy en tu testamento? —preguntó la pequeña Julia, repentinamente seria.
—Menudas preguntas, hija mía, pues claro que no —le respondió su padre, levantándose—. Venga, que papá va a arreglar esto.
—Vale, adelante, papi —respondió la niña.
En cuanto Eustaquio tocó el botón, se iluminó como un árbol de Navidad.
—¡Hala, mira! ¡Papá es una luciérnaga! —se maravilló, perversa, Julia—. Por no ponerme en el testamento, cochino traidor—murmuró para sí misma.
—Fueghhhos arrrtificiales —asintió Terry.
—Huele a pollo asado —murmuró Francis, saliendo de debajo de la cama.
—¿Y tú qué hacías ahí? —preguntó, intrigada, Cali—. Bueno, da igual. Cuenta a ver las costillas que tiene tu padre, anda. Que teníamos que ir a hacerle unas radiografías por si se le había roto una, pero ya que estamos, nos sale gratis y todo... Tú cuenta deprisita.
Francis, con la lengua fuera, movió el dedo a medida que contaba.
—Todas enteritas —dijo, con orgullo.
—¡Ay, perfecto! Mira, si al final nos ha salido gratis esa caída desde el tercer piso.
—Que no, que no, mamá, que todas rotas enteritas. No le queda ni una buena.
Cali se desmayó allí mismo. Sus tres hijos se la quedaron mirando.
—Francis, ¿sabes que papá no me ha puesto en el testamento?
—Pues claro, tonta. Si es que lo sabemos todos menos tú.
—Sí, pero ¿sabes qué tengo que él no? Que sigo viva, y él se está electrocutando.
Los hermanos se miraron entre sí.
—Tiene razón, la condenada cría.
Terry soltó un sonoro eructo.
—Quhiiiierodormir —dijo.
—Pues vamos a la cama —respondió su hermano—. Venga, que vas más borracho que un piloto de fórmula uno tras el podio.
Un perro azul se hizo pis encima de Eustaquio, que se seguía electrocutando.
—Acuérdate de apagar la luz cuando acabes —le dijo Julia, que también se iba a dormir.
El perro ladró, contento con su nuevo meadero.
—Y así, hijos —terminó de relatar una versión cuarenta años más adulta de Julia—, es cómo conocí a vuestro padre.
—Si a mí me conociste en la cola del bus —dijo su marido, desconcertado.
—Que te calles.
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