Me acechan a mí los hijos malditos,

aquellos vástagos de la diosa oscura.

Traen tristeza, traen lamento,

pues son de Eris sus hijos.

Me quema, me duele, su presencia odiosa

como si el collar maldito de la esposa de Cadmo

en mis cansados hombros reposase.

¡Oh, Elpis! Trae contigo la salvación de los hombres

y aleja a los daimones que en mi oído susurran.

Me dicen que no hay sentido,

que no hay modo alguno,

pues hijos somos del barro y el hierro,

esclavos a merced de las tres diosas

y atormentados por los males liberados por Pandora.

¡Oh, Atena! Tú que traes el raciocinio,

devuélveme lo que las manías me han arrebatado.

Evita por favor la tentación que me agrava,

oscura y siniestra, pero a la vez atrayente y hermosa,

como la manzana dorada que trajo la muerte a Ilios,

como la caja maldita que perteneció a la primera mujer.

Brilla, brilla ante la luz de la diosa pulcra

y corta, corta como la mejor obra de Hefesto.

Mis muñecas mutiladas, de ellas nacen ríos escarlata

como las aguas del Flegetonte llameante,

como la estela de la diosa Aurora.

Ya veo, los veo, a los hijos de la noche,

uno coronado con flores amapolas,

el otro, alado, envuelto en el manto oscuro que es Erebo.

¡Hipnos es tu nombre! Bello joven que te acercas a paso lento.

Tu presencia me marea y apaga el dolor de mis heridas,

pues portas mi alma, ligera como el viento.

¡Tánatos es tu nombre! ¡Oh, de semblante igual!

Que me recibes de los brazos de tu hermano,

aquel que te quiso imitar.

Ahora yazco, como polvo, en las entrañas de la madre tierra

y mi espíritu desciende sereno hasta el reino de Plutón,

allí donde no hay luz, allí donde no hay color,

en él reinan los misterios, custodiados por el can terrible.

Y cruzaré las frías aguas del Estígia habiendo pagado lo que debo.

Y en la barca del anciano llegaré a los Campos Asfódelos.

Y allí esperaré a mi juicio, bajo la mirada de los tres jueces.

Y cuando me pregunten que me llevó a la muerte,

yo a gritos responderé:

¡Fueron las algeas quienes corrompieron mi mente!