III
La caminata hacia una puerta cubierta de cuero sintético se detiene frente a ésta. La música es un vaivén que se escucha ya en la lejanía. Observo con detenimiento como el sujeto del cuervo abre la puerta con pasividad y nos invita a entrar.
—Es mi oficina —aclara el sujeto y esboza una sonrisa.
Amy es una fuerza que podría llamar la voz de la razón. Por razones obvias ella no quiere entrar a la oficina de un desconocido, pero hay un punto que probablemente no ha notado: nos ha llamado "clientas". Dudo mucho que este sujeto quiera hacernos algo, al menos, no lo hará hasta que hablemos. A diferencia del tipo con el cabello blanco y negro, éste se nota más tranquilo y menos escalofriante. Es alto y también viste un smoking, su cabello es castaño y sus facciones muy marcadas. Todavía tengo la sensación de haberlo visto en algún sitio, ¿pero dónde? Estoy segura que no podría olvidar un rostro así, ni su extraño semblante misterioso, ¿entonces de dónde me es familiar?
Un sueño, tal vez. O una pesadilla.
Cuando entramos la puerta se cierra sola a nuestras espaldas emitiendo un leve ruido al hacerlo. El cuervo que reposaba sobre el hombro del sujeto vuelta hacia el escritorio de madera oscura, lugar en el que el hombre misterioso pone sus brazos al sentarse sobre la silla roja que hay detrás. Hace un gesto permitiendo que nos sentemos, pero sólo hay una silla frente al escritorio. La otra está a un costado, junto a la estantería con libros que no preciso los nombres.
Mi amiga hace una mueca y se sienta en la silla junto a los estantes, y yo frente a la del escritorio. Es bastante cómoda, muy acolchada. Despide un sutil aroma a oleo que se mezcla a menta. El cuervo grazna sobre el escritorio y para que calle, el hombre lo acaricia, de arriba hacia abajo con delicadeza.
—Recibí una invitación en una tarjeta roja, supongo que de su parte.
Observo al sujeto de forma sugerente, esperando su respuesta. Él pone sus brazos sobre la mesa, cruzándolos. Da la impresión que estudiara sus propios movimientos, pues la forma en que se mueve es tan perfecta, muy contrastante con mis torpes movimientos.
—El rojo es el color que me caracteriza. Muchos creen que es el color del amor, pero están equivocados. —Sus ojos dan con los míos causando que me sienta pequeña e indefensa. Podría perderme en ellos toda una vida.
—¿Para qué me quiere? ¿Por qué la invitación?
Una carcajada llena de mofa se escapa de sus labios. Se los relame y vuelve a sonreír.
—Reese... No estás aquí porque yo te necesite, estás aquí porque tú me necesitas.
Aplano mis labios para no maldecir. El hecho de saber mi nombre no crea más que un mar de preguntas de la cuales, probablemente, no obtendré respuesta.
—¿Y qué es lo que necesito de usted?
—Soy la solución a tu problema, cuál de todos los que tienes lo decides tú. Todo lo que te propongo es un trato, uno sencillo. Firmas y ya —Chasquea sus dedos—, la solución llegará a ti. Puedo hacer que el chico lindo de bus por fin pueda fijarse en ti. Puedo hacer que ese molesto prestamista deje de ir a tu modesta casa cobrando dinero. Puedo hacer que obtengas todo el dinero que desees. O... puedo hacer que tu buena madre se cure para que la tengas de vuelta en casa, lavando los trastes mientras tú los secas, cuidando de ti, haciendo la cena, viendo la televisión y preguntando por tus deberes.
Una sonrisa macabra tuerce sus labios y sé que lo último fue dicho con mala intención. Si es para provocarme o hacerme sentir mal, no sé, pero un fuerte enjambre de deseos por querer insultarlo me invade por completo. Lo ha dicho como si fuese una broma. Lo peor de todo es que cada uno de ellos es un anhelo bien guardado; sobre todo lo último.
Aprieto mis puños sin quitar mis ojos de su expresión siniestra y burlona.
Me levantó de golpe y le doy una última mirada, una cargada de odio. Él se acomoda en su asiento y acaricia al cuervo negro sobre la mesa, detallando con sus oscuros ojos mis movimientos.
—No le queda mucho tiempo, Reese.
Amy me mira con cautela y yo le devuelvo la mirada. Abrimos la puerta y salimos del despacho. Ya no se escucha música, ya no hay personas. Todo lo que veo son monstruos.
.
A pocos centímetros de la puerta de hospital ésta se abre y permite que entre.
Ya es una costumbre encontrar el hospital lleno de personas, ya sea esperando ser atendidos o de visitas. Los primeros días en que mi madre fue internada el frío del lugar, ese toque siniestro, la baja autoestima y el olor a medicamentos, era algo que no soportaba, me estremecía hasta la espina dorsal cuando daba el primer paso y recorría el ancho pasillo hasta la recepción. La sensación extraña de no pertenencia continúa, juro que nunca podría acostumbrarme al ambiente, pero el nerviosismo de antes se apaciguó y ser una visitante en este sitio de tantas penas como alegrías se me ha hecho una rutina de nunca acabar.
Sí, estoy esperando que alguna vez mamá salga de acá viva; mas tantas cosas han pasado, tantos sucesos repentinos abordados y tantas lágrimas derramadas me tienen como un soldado volviendo de la guerra.
—Hola, ma.
Sus ojos están cerrados, como si durmiera apaciblemente. Su color es más pálido que antes y está mucho más delgada, pero su olor es el mismo. Incluso al tomar su mano quieta a un costado de la cama, puedo sentir la calidez que expele. Su mano sigue siendo suave y sus dedos largos. Ella solía tocar piano todo el tiempo, como nacida para ello. Recuerdo sus enseñanzas, sus "ya aprenderás", sus "tranquila, yo estoy contigo". Todos sus recuerdos son tan vivos que siempre me rehúso a pensar que ahora está en un camina con un respirador artificial, con su cabello apagado, sus lindos ojos cerrados. Me gusta pensar que, donde quiera que esté soñando, puede escucharme. Por eso siempre vengo a hablarle. Antes los doctores no me lo permitían tan seguido, pero ahora que su salud se agravó tengo esa facilidad.
—Hoy he venido sólo por unos minutos, tengo prueba de Literatura y sabes que nunca me gustó leer los dramas sangrientos que escriben los aficionados de la ciudad. Estudié, no tienes que preocuparte de ello, estoy intentando ser lo más responsable que puedo, aunque extraño tus regaños... Já, ¿quién lo diría? Te extraño mucho, mamá. El día en que todo se solucione encontrarás todo perfecto, no más desaires con el gato del vecino, no más problemas con los prestamistas, no más notas bajas, no más electrodomésticos descompuestos. Lo prometo.
La ciudad gris se ha teñido de azul, el sol se oculta detrás de los edificios y pronto no tardará en darle paso a la luna para que se talle en el cielo oscuro. Hay una ventisca que corre de lado a lado causando que las hojas que cuelgan frágiles de los arboles caigan al suelo, secas. El placer de pisarlas y escuchar el crujir que emiten en único. De vuelta a casa me divierto haciendo eso mientras me abrazo para que el viento no atraviese mi ropa con tanta facilidad y se estrelle contra mi piel.
Ya a oscuras, las luces de la calle se encienden. El eco de éstas hacen que me inquiete y caigo en cuenta que estoy sola transitando por la acera.
—Reese...
Mi respiración se pausa un segundo. Me quedo de pie, en medio de la acera y busco a la persona que llamó, pero no hay nadie. A mis espaldas no encuentro nada más que el camino desierto y unas polillas las que revolotean por las luces. Entonces, todas caen al suelo sin vida. Abro mis labios, mi garganta está seca. El vaho sale de mí. El frío de la noche se acentúa. Un escalofrío me recorre y de pronto, las luces comienzan a apagarse. Una por una, por toda la calle, hasta que solamente una de ellas queda encendida. Justo en el sitio donde estoy de pie.
Me siento dentro de una función, sobre el escenario siendo iluminada por uno de los focos. Tengo miedo de dar un paso, o de respirar muy fuerte.
Escucho murmullos, pero ya no sé hacia qué lugar caminar. Mis piernas tiemblan y la ansiedad se hace presente.
No estoy sola.
Doy un paso más, luego otro y otro, buscando la salida de la pesadilla. Porque de eso debe tratarse todo esto, estoy en una pesadilla. Mi pecho sube y baja con frenesí, mis manos son como el hierro y mi cara duele por el frío. Me detengo para tomar algo de aire. Sin embargo, un grito desgarrador tensa todo mi cuerpo. Siento la electricidad recorrerme, y al instante no siento nada. Soy testigo de cómo aquel grito se va apagando hasta el completo silencio. Mis ojos presencian el acto que ninguna persona desearía observar, se suman a la complicidad de una escena fatídica llena de sangre y agonía, puedo ver la luz despidiéndose de unos ojos claros y la ambición apoderarse de su agresor, abriendo paso así a lo que todo ser terrenal siempre ha temido: La Muerte.
He presenciado un asesinato.
«Despierta... ¡Despierta de una buena vez!»
Mis pensamientos son confusos; una parte de mí quiere que despierte o huya, la otra quiere continuar viendo el cuerpo muerto con un ápice de esperanza creyendo ilusamente que se levantará y caminará como si nada hubiese ocurrido.
Ya es tarde. Los ojos lascivos del autor se posan sobre mí. Soy un testigo, soy su nueva víctima.
«Despierta, Reese ¡despierta!»
Como un felino acechando a su presa el autor del asesinato se levanta y pasa el dorso de su mano por sus labios. Carga un cuchillo teñido de oscuro. Sangre, lo más seguro.
Soy la primera en correr.
Mis ojos se humedecen, las lágrimas apenas me dejar ver. Mis pies duelen y están hinchados. El viento frío se siente como estar en pleno invierno. Quiero despertar de la pesadilla, pero todo indica que es la vida real, que los cuentos y las leyendas de The Noose son ciertos, que estoy al borde de una muerte segura, que todo lo que vi es real.
La luz roja del club nocturno me llega al rostro y todo lo que logro ver antes de entrar por la puerta es "Red Maze" en neón.
Esquivo las mesas aún con el miedo reposando en la garganta, escarbando en ella. Podría colapsarme acá mismo, en medio de toda la muchedumbre... pero necesito llegar con él.
"Soy la solución a tu problema"
—Necesito... —El cuervo está sobre la mesa. Él está sentado en su silla, como si aguardara. ¿Acaso me estaba esperando?—. Acabo de... Estoy en problemas. —La voz emerge de mí pausada y jadeante. Busco la silla frente al escritorio y me siento de lleno—. Ayúdame, por favor.
El hombre del cuervo sonríe con autosuficiencia y deja su cigarrillo sobre un pequeño cenicero de vidrio.
—Firma —me ordena con frialdad, extendiendo un papel blanco con escritura y una firma que reza «Zyer»—. Firma y solucionaré tres de tus problemas. Estoy siendo benevolente.
—¿Qué me pides a cambio? —Alguien golpea desde el otro lado de la puerta. Mi pecho se comprime del susto.
—Sal de ahí, mocosa, sé que estás con él —sisea una voz.
Me giro con temor mirando al hombre del cuervo, éste mueve su cabeza sugiriendo que firme. Una pluma negra yace junto a la hoja. Con mi mano temblorosa, tomo la pluma y pongo la punta sobre el contrato.
Mi firma.
Zyer coloca su mano sobre la hoja y la arrastra en su dirección con una sonrisa que no logro descifrar.
—Bien hecho.
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