No Maravilla No. 1
—Mierda —se le escapó con una exhalación fatigada, el aire caliente saliendo de su cuerpo y su frente sudando. Su largo cabello teñido de color nieve empezaba a adherirse a su piel—, mierda, mierda, mierda, mierda.
Mal, mal, mal. Todo había salido estúpidamente mal. Levantó la mirada, frunciendo el ceño cuando notó que no encontraba en el interior de aquel edificio las palabras que buscaba. Bajó nuevamente los ojos, revisando la hoja de papel que tenía frente a él.
"Terminal 2"
Mierda.
Mirando a su alrededor notó el estrepitoso y obvio detalle: No estaba en la terminal correcta.
¡Y mierda!
Lo lógico era que gritara alguna maldición. Lo lógico era que saliera corriendo como mastodonte y le soltara un par de buenas patadas al autobús azul que le había llevado erróneamente hasta ahí –si es que seguía en el estacionamiento–.
Mier...
Ya saben lo demás.
Alex se dio la vuelta y salió corriendo del edificio, adentrándose a la zona de llegada, donde el autobús lo había dejado. No notó si éste seguía ahí: no tenía el tiempo. Le dolían las piernas y las plantas de los pies. El drama actual había iniciado hacía ya varias horas de su vida y su cuerpo estaba cobrándole la cuota.
Todo empezó, vamos, en la bella París. Sí, una belleza de ciudad, joya de aroma fragante y colores austeros. Alex maldecía mentalmente mientras corría hacia la siguiente terminal que, para su suerte –si es que aún le quedaba cualquier gramo de algo similar a la suerte–, estaba a tan solo meros metros del lugar en el que se encontraba. Corrió perdidamente sintiendo al aire frío tocándole la frente y las mejillas. Sus piernas querían ceder, el aliento se le acababa. La mochila de ocho kilogramos en su espalda le acompañaba como fiel compañera, añadiendo una inocente presión a sus articulaciones.
Todo había empezado en París, sí. Endemoniados franceses.
La estación de metro desde la que había planeado viajar más temprano aquel día estaba a apenas un par de minutos de su hostal. Así que Alex había salido con buen tiempo, había descendido por las escaleras hacia la estación y se había dirigido a la máquina expendedora de boletos.
Problema número uno: la máquina expendedora no quería darle boletos. La máquina rechazaba su tarjeta de débito a pesar de que esta tenía una cantidad saludable de dinero. Y Alex le frunció el ceño al aparato mientras seguía intentando, dos, tres veces, hasta que se rindió y terminó por meterle monedas, las cuales a duras penas le alcanzaban para realizar la compra, ya que se había quedado casi sin efectivo. La máquina por fin respondió.
Alex estaba justo recibiendo su boleto con una sonrisa de alivio en la cara, cuando escuchó un mensaje en los altavoces de la estación. Su francés no era bueno, pero había un par de chicas más ahí. Ellas, al verlo, parecieron entender su confusión y se acercaron.
"The station is closed. It's probably a strike."
Alex las miró parpadeando como tonto, boleto en mano y sin lograr concebir la idea de que ya no podía atravesar las puertas del metro que estaban tan cerca de él, justo ahora que conseguía el boleto. Con la cara incrédula les agradeció y sacó con dificultad su mapa ya arrugado y devastado por los dos días de uso, mientras que las pantallas de la estación declaraban sin mucha afectación que los controladores de la línea "se disculpaban por los inconvenientes" en un francés que el chico jamás entendería.
Volvió a ascender, al tiempo que miraba con desesperación el mapa buscando la siguiente estación. En la escala del mapa, la nueva estación parecía estar relativamente cerca, así que el chico se encaminó hacia la que le aparecía junto a la Bastilla.
No estaba cerca.
El sol se le estrellaba directo a los ojos mientras iba caminando. El tiempo se agotaba. Necesitaba llegar a la estación de autobuses para tomar uno que le llevara hasta Beauvais, el aeropuerto barato de donde saldría su siguiente vuelo a Escocia. Alex consultó la hora en su teléfono. Después consultó el mapa.
Descubrió que no había avanzado lo suficiente. No tanto como había creído, y entonces se dio cuenta de lo que pasaba: la escala de este mapa estaba terriblemente reducida, lo que significaba que la distancia que a él le parecía pequeña en el mapa, en la vida real era grandísima.
Miró la hora otra vez.
Mierda.
Con el sol en la cara y la piel pálida, Alex empezó a correr. Su mochila de ocho kilogramos se agitaba gentilmente tras él. La espalda no se le cansaba porque la mochila era especial y tenía el ajuste óptimo a su figura, de modo que por momentos incluso podía hasta olvidarse de que la traía puesta.
Excepto cuando corría. Sus piernas no iban a pasar por alto esos ocho kilogramos extra que tenían que cargar mientras él intentaba llegar a su siguiente destino. Había pasado los dos últimos días caminando por toda la ciudad, así que estaba de por sí cansado y con los pies adoloridos. Su carrera bajo el sol por la calle que le llevaría hasta la Bastilla no iba a mejorar las cosas.
Pero Alex corrió como un valiente y llegó a la estación con suficiente tiempo como para alcanzar a los autobuses que llevaban al aeropuerto. El trayecto en el metro no fue demasiado largo, y ascendió cerca de un enorme edificio gris que hacía las veces de centro comercial y centro de convenciones y no estaba muy lejos del Arco del Triunfo. Corrió por las pequeñas calles entrecruzadas que rodeaban al complejo hasta llegar a la plaza de enfrente, donde se estacionaban los camiones de varias compañías, incluida la única que daba viajes hacia el mentado aeropuerto barato. Alex fue y, después de corroborar el horario y número de autobús que debía tomar para llegar a su vuelo, fue a comprar su boleto. Sintió una amplia nube de tranquilidad recorriéndole bajo la piel tras recibir el pedazo de papel y, por fin sereno, fue a formarse a la fila. Recién había empezado una leve llovizna que más tarde se volvería una lluvia que les acompañaría durante el viaje.
Ahora, el trayecto hacia el aeropuerto debía tomarles una hora, según lo indicado por las tablas de horarios de los autobuses. Eso le daba dos horas como margen a la salida de su vuelo, el tiempo adecuado. Así que Alex se acomodó en cualquier asiento, sacó su mapa que ahora se había arruinado y roto tras mojarse en la lluvia, y su pain au chocolat –la pieza de panadería francesa definitiva, al menos en su opinión–, adquirido en el Louvre, que le serviría como bocadillo hasta su llegada al aeropuerto. Comió, bebió un poco de agua y después, dejando que el cansancio se apoderara de su cuerpo tras la carrera realizada, se permitió dormir, viendo las gotas de lluvia que resbalaban sobre las ventanas del autobús.
Alex volvió a despertarse alrededor de dos horas después.
Dos horas.
Dos horas.
Frunciendo el ceño, consultó la hora que marcaba el autobús, y después la que marcaba su teléfono. Atontado por el sueño, sintió que algo no andaba bien. Lanzó una mirada a sus alrededores. Notó que las personas en el autobús –que no eran muchas– lucían algo nerviosas. Sacó la impresión del boleto de su vuelo para confirmar lo obvio: estaban retrasados. Se suponía que debían haber llegado al aeropuerto hacía una hora y, sin embargo, aún seguían en el camino. Alex escuchó a una pareja hablar con voz rápida y nerviosa a un par de asientos por delante. Un hombre de cabello canoso al otro lado del pasillo no dejaba de mirar hacia el reloj del autobús. Una chica pelirroja sentada también del otro lado, justo en el asiento opuesto a él, estaba cruzada de brazos y movía una pierna con ansiedad. La chica le lanzó una mirada a Alex cuando notó los ojos de éste sobre ella. Le hizo una mueca que indicaba su preocupación, a la que Alex respondió con una cara similar, recostándose después nuevamente sobre el asiento.
Seguía lloviendo. No quedaba más que esperar.
En el momento en el que el autobús se detuvo, Alex consideró por una milésima de segundo hacer lo que era lo justo: quejarse. Mira que si los franceses eran buenos para hacer huelgas, los americanos como él eran campeones del mundo en quejarse por un mal servicio y demandar sus derechos. Pero la cuestión estaba en que su vuelo estaba a punto de partir.
Alex pensó que quizá todos los ocupantes del autobús tuvieron el mismo microscópico debate mental que él en ese momento: o quejarse con el chofer o salir corriendo del autobús para tomar sus maletas y luego dirigirse a tomar sus respectivos vuelos.
Todos optaron por la segunda opción.
Alex bajó en dos saltos y corrió tras los demás hacia un costado del autobús, agradeciendo que por lo menos la lluvia se hubiese detenido por fin y tomando su mochila a toda prisa de entre el reducido montón, dirigiéndose inmediatamente después al edificio que tenía enfrente. La verdad es que nunca se fijó en la terminal de la que debía salir, y nunca se le ocurrió que el autobús podría dejarlo en la terminal equivocada. Ni siquiera sabía que en Beauvais había más de una, siendo un aeropuerto tan pequeño.
Pero oh, sorpresa. Oh, desgracia. Oh, desilusión.
Alex sentía que sus piernas querían cederle mientras corría desesperadamente hacia la segunda terminal, la cual a duras penas había identificado sólo porque vio a alguien más corriendo hacia ahí. No notó que la chica pelirroja de antes iba tras él, sumida en la misma mala situación.
Y bien, cuando Alex fue a pasar por seguridad, un hombre de ascendencia africana le revisó los papeles y le miró.
« Désolé, monsieur, mais votre vol est déjà en train de partir. Vous ne pourrez pas le prendre. »
Alex le miró de hito en hito, desconcertado ante lo que fuera que el hombre le hubiese dicho. El hombre, sosteniendo su pasaporte, pareció entender su confusión y, con menos amabilidad, le espetó.
"Your flight is gone. Step away, s'il vous plait."
Alex abrió los ojos con completa incredulidad. Fue entonces que descubrió que pelearse con franceses, en inglés, era una completa pérdida de tiempo. Porque, si bien los americanos eran buenos para quejarse, los franceses eran todavía mejores para regañar. El pobre y lingüísticamente incomprendido chico terminó deteniéndose junto a una de las puertas de cristal de la terminal, sin saber ya qué hacer.
Había perdido su vuelo. Esto lo arruinaba todo.
Todo.
De todos los vuelos que pudo haber perdido, éste era el más importante. Éste era el único que no podía darse el lujo de perder, más sin embargo, aquí estaba, con el cielo empezando a nublarse afuera y sintiendo una completa animadversión por parte del personal del aeropuerto y de la aerolínea hacia él. Pensó en que lo apropiado sería ir con la empresa de autobuses y armarles un escándalo, pero, ¿de qué serviría? Probablemente tendría los mismos resultados que antes y, además, si no se iba hoy a Escocia, entonces no importaba qué solución le dieran, sus planes estaban arruinados. Suspiró pesadamente mientras intentaba descubrir qué sería lo que haría. Sus pies le solicitaban un merecido descanso y su estómago empezaba a avisarle que tenía hambre y que el pain au chocolat de hacía horas ya se había quedado decididamente en el olvido. Alex giró ciento ochenta grados pretendiendo ir en busca de su suerte, cuando se encontró de pronto con alguien detrás de él. Le reconoció rápidamente, muy rápidamente, porque ese cabello color zanahoria no se perdía ni se olvidaba con facilidad. Iba a decirle algo, pero la chica se le adelantó.
—¿Hablas español?
Sonreía simplonamente y tenía los ojos azules como un cielo despejado de esos que en América a Alex le había solido gustar pintar tanto. Porque los cielos azules son como el canvas vacío esperando a ser llenado de colores, de borrones y pincelazos saturados de matices salvajes y profundos, como el naranja incendiario del ocaso –así, similar al del cabello de esta chica, aunque la chica lucía más como fuego, como un sol, que como las nubes tranquilas de un atardecer–, o un violeta melancólico que marcara la llegada de la noche.
Alex frunció el ceño sin darse cuenta, poniendo una expresión muy poco amable que sin embargo no sirvió para destruir la sonrisa de la chica, al tiempo que asentía. Y no es que quisiera ser grosero, es que la pregunta le había desconcertado, porque, ¿quién le preguntaba a uno a mitad de toda Francia si es que hablaba español?
La realidad era que Alex lo hablaba, sí, y era un hecho del que estaba bastante orgulloso porque le había tomado su tiempo y muchas largas pláticas con toda una variedad de latinoamericanos en los Estados Unidos llevarlo hasta la maestría que tenía ahora. La pelirroja sonrió con más ánimo ante su asentimiento.
—¿Has perdido también el vuelo? ¡Es una barbaridad! ¿Cierto? Y la culpa ha sido toda del autobús y...
La chica fue hablando con toda naturalidad, moviendo los ojos hacia un lado, como si sólo hubiese estado buscando a alguien con quien desahogarse. Alex le miró silentemente, atorado apenas en su primera pregunta.
¿Qué era lo que le había dicho? La cosa había sonado a algo así como "a perdío también el vuelo" y Alex estaba seguro de que "perdío" no le sonaba a ninguna palabra que conociera. La chica tenía un acento fuertísimo. Había algo raro en la manera en que pronunciaba las palabras, que Alex no lograba identificar qué era, pero que estaba haciéndole totalmente imposible entender la mitad de lo que decía. Captaba palabras aquí y allá, pero la chica hablaba con velocidad y con unas eses fuertes que no se parecían ni a las de los mexicanos ni a las de los colombianos. Por un momento recordó a aquel cubano al que había conocido una vez y que al principio también había tenido dificultad en entender.
—¿Quieres ir a quejarte con los autobuses? —inquirió. La chica le miró, parando su perorata. Después miró hacia un lado, como si buscara hallar con la vista a dichos buses. Luego regresó los ojos azules al otro, que era más alto que ella como por media cabeza.
—¿Tú quieres quejarte? Yo pensaba que por lo menos deberían darme un vuelo nuevo, pero no lo sé, no hablo nada de francés y mi inglés tampoco es muy bueno. No sé cómo exigir mis derechos —puso mueca de tremenda desolación y Alex sonrió divertido. Ahora que había hablado más despacio, había logrado entenderle casi todo.
—¿A dónde irías si te dieran un vuelo nuevo?
La chica se encogió de hombros.
—A donde me lleve el viento. No tengo planes, ¿y tú?
¿Sería ella argentina? Su seseo extraño le hacía pensar eso, pero sospechaba que había una diferencia básica entre esta chica y cualquier otro argentino al que hubiese escuchado.
Alex suspiró. Repentinamente recordó sus planes arruinados y, haciendo una maniobra incómoda, sacó de la parte superior de su mochila una pequeña libreta con anotaciones. La abrió y miró los planes que ahora se le habían ido por tierra, buscando los siguientes elementos de su ahora desfasada lista de lugares por visitar.
—Realmente necesitaba ir a Escocia —confesó—, pero ahora que he perdido el vuelo ya no tiene sentido ir. Así que, supongo que... probablemente me iré a Bélgica.
Repasó el dedo por una esquina de la hojita blanca que le anunciaba con una letra escandalosa y llena de rayones la ruta que se había decidido a seguir. La chica se acercó a él intentando robar una mirada a la libreta y, aunque Alex tuvo un extraño primer impulso de ocultarla, se resistió a él y decidió dejar que los ojos azules se posaran sobre sus planes. Tras mirarla un momento, la pelirroja levantó la mirada. Estaba ahora tan cerca de él que Alex casi podía ver su propio reflejo en sus ojos azules, como si algún artista hubiese decidido de pronto pintar un cuadro en ellos que lo representaba a él.
—¿Qué es esta lista de lugares? —preguntó la chica, señalando los nombres escritos en tinta negra en la hoja. Alex se encogió de hombros y cerró la libreta para volver a guardarla.
—Son los lugares a los que tengo que ir.
—¿Tienes que? ¿Y por qué tienes que ir a esos lugares?
—Son relevantes.
—¿Relevantes?
El muchacho desvió la mirada con incomodidad.
—Sí, para mí son importantes y quiero ir a todos, pero ahora no podré ir al siguiente porque tan sólo está abierto un día al año y el boleto que logré conseguir para visitarlo ya no sirve para nada.
La pelirroja abrió los ojos con impresión.
—Eso es totalmente injusto —dijo. Alex volvió a encogerse de hombros.
—La vida es injusta, supongo —recordó entonces que tenía las piernas cansadas y que tenía mucha hambre. Observó a la chica—. ¿Qué harás tú?
Ella sonrió y se encogió de hombros.
—No sé, ¿tú?
—Te lo he dicho. Me iré a Bélgica. Los autobuses de aquí a Bruselas son baratos y no tardan mucho, de ahí me iré a una ciudad llamada Sint-Truiden.
—¿Te molestaría si te acompaño?
El americano frunció el ceño, observándola. Pensó en su lista, en su importante lista. Esta chica no tenía ni una idea de lo que la lista significaba.
—¿Quieres ir a Bruselas?
—Quiero ir a esa ciudad que has dicho.
Una mueca frunció los labios del muchacho.
—Mira, en realidad voy a un castillo que está abierto al público a vivir por unos días. El lugar está dirigido a artistas. Voy a conocer a otros artistas y a ver si puedo pintar algo.
—¿Puedo ir?
La mirada de total ilusión en los ojos azules, que aún no habían abierto distancia con él, le hizo imposible negarle nada. Seguro que la chica no sabía en lo que se estaba metiendo, pero también era probable que terminara abandonándolo a mitad del camino. Bruselas sin duda le resultaría mucho más interesante que un castillo para dementes en medio de un pueblecillo cualquiera.
—Sí, claro, vamos.
Tomaron un nuevo autobús que les llevara de regreso hacia París y, aprovechando que habían llegado a la estación principal de autobuses de la ciudad, fueron a ver qué autobuses salían hacia la capital belga. No había nada hasta el día siguiente, así que compraron sus boletos y, con las mochilas bien puestas en sus espaldas, se fueron a buscar un nuevo hostal. En el camino hacia París, la chica se había presentado como Soleil, una andaluza –lo que explicaba su fuerte acento y palabras carcomidas, a los que empero Alex ya estaba logrando empezar a acostumbrarse–, de apenas veintidós años que estaba en un viaje de graduación, usando el dinero que había ahorrado con pequeños trabajos durante su carrera y que sus padres le habían dado como regalo por obtener el título. Esencialmente no había tenido ningún plan definido, así que simplemente se había ido a la siguiente capital más cercana, montándose en un RyanAir, y después había decidido irse a Escocia sólo porque le gustaba la cultura de ahí y además quería ver todos los castillos medievales. Cuando llegó el turno de Alex de hablar sobre su bizarro viaje y su aún más inusual lista, él simplemente le explicó que era un artista neoyorquino que necesitaba inspiración. Había salido de Nueva York hacía un par de semanas, dirigiéndose a la primera parada de la lista, en Boston, Massachusetts. De hecho, había sido esa primera visita la que le había inspirado para realizar su viaje actual.
El Mapparium, un globo terráqueo de cristal gigante, construido en 1935 –hecho que era enfatizado por sus ya irreconocibles fronteras, donde la Unión Soviética todavía era un gigante del este e Israel e Indochina no existían–, era considerado el único globo del mundo que permitía ver a la tierra en sus proporciones reales y no las distorsionadas que solían apreciarse en mapas o en otros globos terráqueos. Su particularidad era que era un globo terráqueo hueco, de modo que uno veía al mundo desde adentro, no desde afuera y, de esta forma, las proporciones aparecían tal como eran realmente. África, por un lado, era gigantesca, mientras que Europa, Asia y Norteamérica estaban amontonadas cerca del polo norte. Era un mapa donde todo lo que uno estaba acostumbrado a ver desde siempre de pronto lucía irreconocible.
Había sido dentro del Mapparium, escuchando su propia respiración y los latidos de su corazón, que Alex había decidido qué era lo que tenía que hacer. El mundo era grande, ¡enorme! Y si bien él vivía en la llamada 'Gran Manzana', capital de culturas y mar de variedades, mientras enfocaba los ojos en los bellos colores brillantes del Mapparium decidió que definitivamente eso no era suficiente. Tenía que irse de ahí. Tenía que ver a esa destajada Rusia con sus propios ojos, pisar esa Latinoamérica de la que venían tantos amigos suyos, recorrer esa Europa que era tan vieja y vanidosa. Tenía que poner pie en todos esos lugares y, con los colores sumergiéndose en sus pupilas, supo que no había vuelta atrás.
Tomó todos sus ahorros, rentó su apartamento, vendió las cosas innecesarias, no le importó. Cuando volviera tendría un lugar al cual regresar, pero le quedaba claro que las cosas viejas ya no le servirían, tendrían que ser sustituidas por cosas nuevas.
Igual que todo en su vida.
Y así había creado esa lista que tenía actualmente tatuada en el corazón. La lista de los trece lugares que tenía que visitar para sentirse satisfecho. El Mapparium había sido el primero, así que le faltaban doce. Excepto que, ahora, gracias al ineficiente servicio de camiones parisino, se veía obligado a tachar otro de la lista sin haberlo visitado. Le quedaban once y tendría que encontrar la manera de sustituir al faltante.
—¿Por qué tienen que ser trece? —le había preguntado Soleil de camino al hostal. Alex le miró, preguntándose si la pelirroja no se tomaría su explicación como la explicación que sólo podía ser dada por un loco.
—Porque son las Trece No Maravillas del Mundo.
—¿Eh?
Soleil ladeó la cabeza. Alex se sintió un poco avergonzado. La verdad es que no le había hablado sobre esto a nadie, ni siquiera a...
—Las Trece No Maravillas del Mundo. Yo las elegí y tengo que visitarlas todas.
Soleil sonrió.
—¿Pero por qué trece?
—Porque —bajó la cabeza, pensando—, porque "trece" es el siguiente número que no se puede.
—¿Ehhh? —ahora la pelirroja frunció el ceño y levantó una ceja e hizo una mueca con la boca, totalmente confundida por la respuesta. Alex le miró.
—¿Sabes cuándo anunciaron las Siete Maravillas del Mundo Moderno?
Soleil se encogió de hombros, no lo recordaba.
—Hace años —respondió. Alex asintió.
—El siete de julio del dos mil siete. Es decir, el siete del siete del siete. También puedes tener el ocho del ocho del ocho, y así hasta el doce. Pero no puedes tener el trece del trece del trece, ¿entiendes? Es el siguiente número que no se puede.
Soleil le miró un momento como si estuviese loco –como era pertinente que se le mirara después de decir aquello–, y después desvió el rostro, analizándolo.
—Esto es realmente significativo para ti, ¿verdad? —terminó por preguntar. Alex le miró. Los ojos azules, dos joyas de zafiro, enmarcadas por pestañas largas y reflejando las luces apagadas del cielo, le hacían pensar en un tesoro. Dos piezas de zafiro guardadas entre piel de plata, pestañas de obsidiana y cabello de ámbar. Dedos de cristal, labios de perla, una voz musical como el cantar delicado de un arpa añeja. Un inesperado tesoro español. Frunció el ceño y desvió la mirada. Tenía esa tendencia a romantizarlo todo, a ponerle a todo características novelescas que no necesariamente estaban ahí, a verle magia a las gotas de lluvia que caían del cielo como a la manera en que la gente huía de ellas. Era un artista de corazón.
—Lo es —confirmó. ¿Por qué? Porque sí. Era algo que necesitaba hacer. Tenía que alejarse del pasado que se le había quedado atascado en Nueva York. Tenía que alejarse de...—. ¿Aún te quieres ir con un artista demente como yo?
Soleil sonrió, aunque Alex no lo vio.
—Ahora, por otro lado, tengo todavía más ganas de ir —Alex le miró, descubriendo la sonrisa—, ¿te molestaría si me uno a tu viaje todo lo lejos que pueda llegar?
Alex no creía que Soleil entendiera las proporciones dantescas de este su viaje ilógico por el mundo, pero asintió de todas formas, pensando que, en realidad, Soleil terminaría quedándose en Bruselas, tal como él lo había pensado desde el principio y no había motivo para preocuparse.
Pero no vio que mientras él pensaba en tesoros españoles, Soleil le analizaba, imaginándose entre las hebras de su cabello platinado a un dragón hecho de nubes y neblina.
¿Y quién iba a querer perder de vista a un dragón?
No Maravilla No. 1: El Mapparium.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro