Me contaste que la chica no te había respondido, y que aquello era preocupante para ti, pero yo te tranquilicé diciendo que probablemente te había dado mal su número.

No notaste que te mentí, y tampoco notaste que la chica no volvió a la cafetería ya que la olvidaste por completo.

Yo continué hablando contigo, y cada día me gustabas más, mi corazón era tuyo, pero aún no lo sabías, estaba planeando cómo decírtelo.

El temor a que me rechazaras era enorme, sentía que mi cuerpo temblaba con sólo pensarlo.

Pero aún así, tomé tu brazo cuando tu turno en la cafetería terminó, te llevé a la parte trasera del lugar, dónde no había absolutamente nadie, ese lugar que marcaría nuestro fin en algún momento en el tiempo, principalmente el tuyo.

Los nervios me recorrían de pies a cabeza, y tú lo notaste ya que me tomaste del hombro, me sonreíste dulcemente, y me dijiste que me tranquilizara, me hiciste respirar y me acariciaste el cabello, acomodándolo.

Esa era la tercera razón. La confianza y tranquilidad que me transmitías, eras capaz de calmarme con sólo hablarme o sonreírme, capaz de relajarme.

Eras mi neutralizador, uno que ni yo sabía que necesitaba.

—Me gustas —te confesé, con las mejillas completamente rojas.

El nerviosismo fue reemplazado por tristeza cuando ví un cambio en tu expresión.

—Lo siento... pero yo no soy gay —me sonreíste levemente.

Me pediste que siguiéramos siendo amigos, tal como lo llevábamos siendo desde semanas atrás, y me dejaste solo.

Yo sólo ví tu silueta alejarse mientras las lágrimas se deslizaban por mi piel, golpeé la pared hasta que mis puños sangraron, sólo ahí me detuve.

Pero no me preocupé más que eso, yo lograría tenerte.

A cualquier costo.