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Rojo

El cuerpo de Sofía permanecía rígido mientras sostenía entre sus dedos, ampliándolo con los pulgares y los índices, el pañuelo blanco de su esposo manchado de rojo.

Como para comprobar si la mancha era real y no una alucinación causada por algún tipo de miedo irracional, o un efecto secundario de respirar los gases del cloro y la lejía que la cubrían, encerrados junto con ella en el cuarto de lavado, pasó su pulgar por la mancha solo logrando que esta aumentase su tamaño, a consecuencia, causó un daño mucho peor a la tela.

Entre ropas sucias, sentada en el suelo comprobó que aquella mancha estaba ahí, así como el material cremoso de la misma que dejaba claro su origen.

Lápiz labial barato, de esos que dejan pegajosos los labios y adquieren el tono y la consistencia exacta de crayones derretidos.

El acto volvió insostenible su negación y cuando el ardor en sus ojos era tal que, ni las lágrimas descendiendo por sus mejillas lograban apaciguarlo, ella apretó con fuerza los dientes, después, pese a que sentía los huesos igual de rígidos que el metal, con una mano que temblaba de un modo que parecía demasiado pesada para ella misma, secó aquella humedad en su rostro.

—¡Mamá—escuchó a lo lejos la voz de Caro —, ya vamos a comer!

Sofía tiró hacia atrás su cabeza en un movimiento salvaje que tenía la absurda intención de regresar el agua salada en su cara a sus ojos.

Se mantuvo así por un rato hasta que, contra todo pronóstico, lo logró.

Después arrojó el pañuelo a la lavadora sin encenderla, se apoyó en su base para levantarse y emprendió camino hacia el comedor.

En su paseo se encontró con las fotos colgadas en las paredes, una continua a la otra que ella misma había puesto allí con la intención de que cada uno de esos rostros sonrientes le dijeran todos los días, tanto a su esposo como a ella, "aquí está tu familia, estás en casa".

A pesar de que, en los cuadros se contaba en momentos felices lo que había sido su matrimonio, ahora se sentía más como si aquellos dientes se burlaran de ella.

Vio la foto de la "feliz pareja" cortando su pastel de bodas. Héctor tenía una mancha del azul de las flores en la mejilla izquierda, pues ella lo había embarrado a modo de broma en un gesto infantil.

El fotógrafo había hecho una mueca desaprobatoria al pedirles que dejasen de jugar para poder fotografiarlos. No es que Sofía quisiera ser grosera, solo estaba tan encerrada en el regocijo de su final de cuento de hadas que, había olvidado la presencia tanto del hombre de la cámara como la de todos los presentes al festejo.

Solo le importaba su príncipe de cabello castaño encrespado en rulos tan pequeños como resortes de juguete. En aquel entonces, parecía tener los labios rosados como el jugo de la guayaba y unos ojitos tan pequeñitos, como los de los perros en un tono de café y amarillo que más se parecía el tono de la miel, pero que se agrandaban lo suficiente para parecer normales a través del cristal de sus cuadradas gafas negras.

Era delgado y larguirucho, de modo que lucía frágil, cosa que se veía bien ella, pues era mujer de largos cabellos ondulados y achocolatados, con ojos redondos del tamaño de limones y el verde de los mismos.

Además, no era por echarse flores, pero ella sí tenía el cuerpo de las artistas de la tele, con enviables senos naturales que solo habían tenido un crecimiento exponencial después de dar pecho a sus hijos, aunque era cierto que su abdomen se había desbordado en la medida de ser notable a la vista de los demás y el ancho de sus piernas había absorbido en un recuerdo la tersura de su almendrada piel, al menos ella fue guapa en el algún punto.

Es decir, tenía montones de pretendientes. Pudo haberse ido con el chico güerito que se peinaba como leonardo Dicaprio y que traía muertas a todas sus amigas en la preparatoria o pudo escoger al galan que vestia de negro a quien cubria esa aura misteriosa que treminó por convertirse en actor de telenovelas, hasta pudo irse con el chico malo que jugaba futbol y siendo menor de edad, ya tenía un tatuaje y una fama de delicuente que hacia a todas brillar los ojitos igual que si se saboreasen un postre al contar sus asañas.

Pero no, eligió al chico aburrido que le ayudaba en matemáticas.

Porque, si bien no era tan guapo, ni tan simpático y se la pasaba limpiando el sudor de sus manos al hablar con ella, Sofía se sentía segura con él.

Hector la acompañaba hasta la puerta de su casa cuando salían a compartir un pastel en la cafetería o regresaban tarde después de ver una película en el cine, aunque él tuviese que caminar solo en la noche de vuelta a su casa, nunca estuvo conforme con la despedida si no era dejandola en la entrada de la suya.

Incluso esperaba hasta que se metía y ella se despedía de él desde la ventana. A él le parecía más importante que ella estuviese resguardada antes que apresurarse a irse.

No la llevó nunca a una fiesta o a un salón de baile, cosa que le parecía perfecto pues a ella no le gustaban los lugares donde había mucha gente, en lugar de eso la llevaba al parque a darle de comer a las gaviotas, a los juegos mecánicos en los que ambos perdían en alma en gritos en medio de las salvajes vueltas y a ver el atardecer mientras compartían anécdotas graciosas de su día o le enseñaban cómo armaba esos robotsitos con los que estaba, sinceramente, obsesionado.

Y ahora, ese chico tan dulce que se tardó dos meses en agarrarle la mano, que incluso le preguntó "¿Quieres ser mi novia?" escrito con dulce de fresa sobre un pastel de chocolate y que cuando la invitó a su casa a ver unas películas porque sus papás se irían de viaje, solo le dio un beso.

Ese chico ¿le estaba siendo infiel?

No quería creerlo, no podía, sobre todo cuando llegó al comedor y lo vio repartiendo los panqueques entre los platos de la mesa.

Un tercio de los resortes juguetones y rebeldes de su cabello habían tomado un tono blancuzco, la limpieza en su rostro había durado una muy corta temporada pues, tras desaparecer el acné comenzó a suplirlo el paño y su miopía sólo empeoró con los años, de modo que sus lentes se habían vuelto casi el doble de gruesos, sin mencionar que, si acaso ella tenía una masa en el estómago eternamente colgante que le quedó como recuerdo tras dar a luz a Tomas, él había duplicado su persona.

Ya no se veía frágil, si no más bien robusto, además de que, ella conocía los pliegues que él escondía bajo la camisa. ¿Cómo era posible que ahora que se veía mucho peor le hubiera comenzado a perder el amor a su esposa?

—Hola —la saludó en una irreprochable sonrisa, ajena a todas sus culpas—, le dije que fuera a avisarte, no que te gritara —agregó en un tono acusatorio de su voz mientras dirigía su vista a Caro, quien servía los vasos de jugo para repartirlos en la mesa.

Ella había heredado la delgadez, los rulos y la altura de su padre, de manera que, a sus catorce años, ya alcanzaba la repisa más alta de los armarios de cocina. Siempre fue raquítica, como una momia, sin embargo, en un acto cruel de la naturaleza que le recordaba a su madre como el tiempo se robaría a su niña de trenzas con ligas de colores y la reemplazaría de forma gradual con aquella adolescente irritable, ensimismada con cortarse el largo de la falda del uniforme un poco más cada día, a paso lento pero certero, le estaba aumentando el ancho de la cadera y en su pecho plano se le formaban bultos del tamaño de naranjas.

Cuando Caro pasó de una silla a otra para ir dejando los vasos, Sofía notó que estaba demasiado alta y se agachó bajo la mesa.

—¿Esos son mis zapatos? —le recriminó tras reincorporarse, aunque ya sabía que lo eran.

Hector también se agachó entonces, el resentimiento que le tenía Sofía aumentó de golpe, ¿Cómo era posible que no se diera cuenta de que su hija caminaba como una garza torpe? ¿Tanto le distraía su amante que ni siquiera le iba a prestar atención a sus hijos? entendió al fin él porqué había decidido dejarse la barba recientemente.

—Es que...—se justificó nerviosa—, quería practicar caminar con tacones.

—No te los vas a llevar a la escuela—la reprendió.

—Pero... —dirigió la vista a su padre buscando algún tipo de intervención.

—Ya oíste a tu mamá—fue su única respuesta tras tomar asiento—. Además, si eres muy joven para usar zapatos tan altos, te vas a atrofiar los pies.

—Todas mis amigas van a la escuela en tacones —argumentó sentándose de mala gana.

—Y también fuman mariguana—agregó Tomas. Tenía once años, adoraba probar cosas nuevas, o lo que es lo mismo, cambiaba de obsesión cada dos meses. La última eran los videojuegos por lo que lo decía con la vista clavada en su teléfono móvil, acto que hizo a Hector arrebatarle el dispositivo de las manos.

El pobre le había heredaro la miopía así como el mal gusto para vestirse, sin embargo, para su suerte, tenía el cabello grueso y los ojos de su madre, por desgracia, en su piel acaramelda, justo donde se le hacían unos adorables chapetes, comenzaban a surgirle las erupciones de la piel grasa que le heredó al padre.

—¡Eso no es cierto! —aseguró Caro.

—Sus novios parecen salidos del anexo.

—Es solo el novio de Jimena—balbuceó burlándose de él y después se dirigió a sus padres para defenderse—, y todas nosotras le decimos que ese tipo es un patán, pero no nos hace caso.

—Tú no tienes novio, ¿verdad? —la interrogó Hector.

—Claro que no—respondió, ya irritada, como era de esperarse.

—¿Tomas?

—Hasta donde sé, no tiene —aclaró el pequeño soplón levantando los hombros—, a nadie le gusta su cara de mona.

—No le digas esas cosas—lo regañó Hector.

Caro se levantó furiosa.

—No les gusto ya que soy una ñoña, porque ustedes no me dejan hacer nada.

—Si eso es lo que te manteniene soltera—le respondió Hector endureciendo su propio tono—, nos volveremos más estrictos. Eres muy joven para tener novio.

Incapaz de encontrar un argumento que defendiera su punto, Caro se giró para marcharse.

—Son tan anticuados y crueles —dijo con la indignación legible en las lágrimas nacientes de sus ojos.

—¿A dónde vas?

—¡A cambiarme los zapatos!

Aunque, resentido por los gritos de su hija, Hector se sentía más ofendido aun por la ausencia de su esposa durante la discusión, volteó a verla para cuestionar su desapego y solo se encontró con su mirada punzante que solía dedicarle cuando él hacía algo malo, como llegar demasiado borracho a casa tras salir con sus amigos o haber dicho algo inapropiado en las reuniones familiares, solo que en aquella ocasión, la mirada también estaba algo cristalizada, como llorosa.

—¿Mi amor? —le preguntó confundido —, ¿Qué pasa?

Sofía tuvo la firme convicción de reclamarle, quería ir por el pañuelo, arrojárselo a la cara y preguntarle quien era la zorra que había manchado tanto a la prenda como a su príncipe azul.

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