Aprendí a desahuciar mi nombre entre papeles fugitivos, entre palabras sin sentido ni dirección elocuentes... o al menos así me parecía.

Aprendí a enmascarar los vacíos que en mi piel se tatuaban con el trascurso fugaz de los años sobrevividos.

Las cosas perdieron sentido.

Lo fueron perdiendo mientras caminaba entre papeles, los mismos papeles que transcribía sin apartar la mirada del que mal llamaba elegido.

El corazón se volvió tintero y la sangre se volvió tinta. La carne ya no era carne, así como el cabello tampoco era ya cabello.

Me había vuelto otro monigote más bañado de ángulos rectos y trazos equivocados, porque el dibujo no se le da nada bien a mis manos.

Pero las palabras resonaban más entre cada paso, entre cada huella, entre cada destino incierto que había descifrado para un ajeno cercano.

Aprendí a desahuciar mi nombre entre papeles fugitivos porque pensé que –así– tendría sentido avanzar... porque pensé que –así– ganaría un par de alas para volar, para alcanzar –como muchos otros– aquel añorado Paraíso.

Pero no creo ya en mi nombre. No busco ya esas alas. No creo tampoco en aquel paraíso, perdido entre tantas palabras que –ahora– son de otro y no del mismo.

Se agotan mis páginas.