Cuarenta Y Uno
Dos meses después...
Ese día las tostadas del desayuno sabían exquisitas.
Mi hermana menor revoloteaba su vestido azul al compás de la música que cantaba John.
Sus coletas se movían sin cesar y mi novio le tomaba las manos para hacerle despegar sus piesitos del suelo.
Yo sonreía como una boba mientras ayudaba a Lila, mi madre, a preparar la tetera de té con agua caliente.
Todo parecía de postal, era un día perfecto, la lluvia golpeaba sin piedad la ventana provocando un sonido agudo típico de esos tiempos.
Mi familia estaba feliz, yo lo estaba. En ese momento pude apreciar cada segundo que pasaba.
Pero luego, como si te regalaran una caja de nutella, te observarán sonreír, y esperaran a que la abrieras para no encontrar nada, así, el día tan especial se desdibujó del todo cuando alguien llamó a la puerta.
Todavía recuerdo a aquella mujer, menuda, de cabellos oscuros y enrulados, iguales a los de Damian.
Su cara estaba demacrada, su expresión mostraba a una persona golpeada por la vida. Una persona infeliz, que irradiaba pena y melancolía.
Ella tartamudeo mi nombre al verme y sus pálidos ojos tomaron un poco de brillo cuando le dije que hablaba con la persona correcta.
Después de ese día, después de salir corriendo hasta el hospital con lágrimas en los ojos, con mis viejas zapatillas que obtenían un gran golpe con el suelo cuando alguna roca o tal vez alguna hendidura en el pavimento se interponían en mi camino.
Con la sangre acelerada a mil, con John detrás mío gritándo que me frenará y con mi mente reproduciendo las últimas palabras de la madre Damian. Esas palabras que me hicieron reaccionar, las que rompieron mi corazón.
—Él está muriendo, Analía, mi hijo se está muriendo y no hace más que repetir tu nombre una y otra y otra vez.
Después de ese día, la vida no fue igual.
*****
CALMA, NO LLOREN, Y NO SE IMAGINEN UN FINAL TAN APRESURADAMENTE.
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Los quiero mucho ♥
-Gomita
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