🖤🏝️CAPÍTULO 11 - LA OSCURIDAD DE LA ISLA🖤🏝️
Tatiana guiaba a su tripulación por el oeste de la isla, la punta del trébol más poblada de vegetación y misterios. Kirsty la seguía de cerca, atenta a los movimientos extraños entre los árboles selváticos. No había nadie, pero, al mismo tiempo, parecía estar lleno de ojos que los vigilaban desde las sombras. El viento no soplaba. Las ramas se desplazaban por la fuerza de algo sin nombre ajeno a la comprensión humana o vampírica.
Debían estar próximos a la cueva de la sirena. Si lograban adentrarse entre los túneles cavernosos, solo necesitarían un pequeño empujón hasta hallar la verdad sobre la criatura de los deseos.
La oscuridad nubló su visión cuando se metieron en el hueco sombrío en la ladera de la montaña. Norton y Vaselina prendieron una antorcha para iluminar el camino y los demás avanzaron con ecos rítmicos por el sonido de las botas.
El goteo constante daba escalofríos. En las paredes podían verse pinturas de arcilla ancestrales de los habitantes primigenios de la isla. Entre sus representantes, la vampira reconoció a una criatura que recordaba de las mazmorras del castillo de su padre; el niño pez cargaba con un bastón mágico y una esencia manifestada en forma de espirales se dispersaba por un trébol gigante.
Se sintió avergonzada de su propia raza. ¿Qué clase de monstruo pensaría que era buena idea secuestrar a un ser sagrado? Aquello explicaba las intenciones de los reyes, pero también daba razones por las que su tío podía querer formar parte de la expedición. Ya se lo había advertido durante años, le dijo que la sirena era la solución a todos los males de la tierra y que él estaba dispuesto a morir con tal de liberarla.
Continuaron deslizándose hacia el interior de los pasadizos. La humedad les calaba la ropa más que la tormenta del exterior, cuyos truenos lejanos convertían aquella aventura en una pesadilla vívida.
Las pinturas contaban una historia. Las personas pez fueron antaño los únicos habitantes de la isla, cuando los rayos de sol bañaban sus selvas y sus ríos sin nadie que los atormentara. Un día, la sirena encalló en la playa como un bote a la deriva y de su rescate nacieron las leyendas. La veneraron como a una diosa y le ofrecieron los hermosos lagos junto a una cascada en el corazón de la isla como hogar.
Ella se sintió halagada. Usando su poder, tal y como se reflejaba en la criatura alzando sus brazos ante la congregación arrodillada de peces humanos, les concedió la oportunidad de pedir deseos. Ninguno se atrevió. Aún pudiendo pedir ser como los demás, decidieron mantenerse fieles a su identidad. Comprendían en su total sabiduría las consecuencias de los sueños y sus mensajes secretos.
Entonces, el niño pez saltó. Se irguió entre el resto de sus familiares. Observado por mil ojos negros, su deseo fue que viniesen extranjeros a visitarlos. Por lo que mostraban los escritos, trajo una época próspera en la que los humanos solían acabar naufragados en la isla, y sus almas eran purificadas.
Sin embargo, la llegada de un vampiro lo cambió todo. Al llegar al corazón de la isla, su inmortalidad sacó de él una arrogancia que asustó a la sirena. Le pidió que le diera el poder sobre las razas, control sobre el mundo, y ella se negó. En su lugar, lo convirtió en una sombra sin forma, una entidad oscura condenada a vagar por la isla como un mero espectador de la gloria de quienes eran humildes.
Desde ese día, se extendió el rumor de que la sirena no era sincera; no concedía deseos de verdad, solo caos y trauma.
Alimentando la leyenda, el vampiro oscuro se nutrió de las almas que repudiaban la magia de la muchacha con cola de pez. Cuantos más la odiasen, mayor era su ejército de oscuridad. Hasta que llegó el día en el que su poder fue tal, que le permitió someter a la sirena a su voluntad. A cambio de seguir con vida, cada vez que un humano llegara con un deseo, debía otorgarle un castigo con el que poder absorberle su energía vital.
La oscuridad de esa criatura maligna y sus esbirros asolaron la isla y la corrompieron. Los habitantes se dividieron en bandos, quienes apoyaban a su nuevo amo y quienes se escondieron en las cavernas para siempre.
Sola y abandonada, la sirena se quedó atrapada en su prisión de agua y cascadas, llorando a la espera de alguien que la salvara de su tormento; su amor inmortal.
Tatiana Dragomir no se lo pensó, recorrió el pasillo a zancadas. Su sirvienta la detuvo antes de llegar a una antesala de estalactitas.
—Alteza, deberíamos ser cautos. No sabemos si nos encontraremos con esos seres en nuestro camino —le dijo, preocupada. La agarró de la mano—. Me preocupa lo que os pueda pasar.
—El único modo de salvar a Graham es liberándola a ella. —La vampira comenzaba a dudar sobre su propia motivación. Ya no sabía qué era lo que añoraba: las emociones que sentía siendo parte del mar o el amor por Graham—. Tengo que hacer esto. Lo sé. Asumo los riesgos.
—Dejad que os ayude. Si vemos una de esas sombras, yo las distraeré. Os daré tiempo hasta sacarla de su cárcel.
Tatiana sintió un calambre con el contacto de su leal seguidora. Ya no era su sirvienta, era su igual. Tenían un pacto y aquello no influía en su personalidad. Después de siglos creyendo que la lealtad era parte de su poder como vampira, Kirsty le había demostrado que la inmortalidad era menos valiosa que el coraje de un amor honesto.
—No, quédate a mi lado. La sacaremos juntas. —Le sonrió la condesa, mirando al resto de sus tripulantes aterrados—. Lo haremos todos. Nadie más morirá.
El sonido de unas botas y un uniforme obligó al grupo a ocultarse tras una roca. Se asomaron a ver la antesala y vieron a un soldado del rey malherido huyendo de una presencia. Llevaba una antorcha y sudaba. Ante él, un río lo separaba de una posible escapatoria.
—¡Atrás, he dicho! —gritó dándose la vuelta. Apuntó a la pared con una pistola y disparó—. ¡Por los Dioses!
Una sombra se agrandó en el muro de piedra. De ella, una viscosa esencia ennegrecida se materializó en un ser de tinta. Chorreaba a su paso. No tenía rostro, solo apariencia de humano.
Nada de lo que le hiciera el soldado lo hería. Era inmune.
—¡Por favor, no! —aulló el hombre antes de que lo empujara al río.
Tenía poca profundidad, pero unas garras negras se aferraron a él desde las profundidades y tiraron de su cuerpo hasta llevarlo con la corriente. De su piel lograron arrancar un humo rojizo que voló hacia la criatura de tinta. Los gritos de dolor fue lo último que se oyó de aquel pobre infeliz mientras el ser misterioso seguía su patrulla por los túneles cargando con cientos de almas inocentes a sus espaldas.
Si querían sobrevivir, debían salir de las cuevas.
Narcís Dragomir acababa de escuchar cómo uno de los soldados del rey era devorado por la oscuridad de la isla. Había descubierto que las cavernas eran un territorio más hostil que la selva, y aquello era mucho decir. Cada vez que veía un río, fuera cual fuera su profundidad, decidía saltarlo. De vez en cuando, por las grietas de la montaña, se veía el reflejo de luz de los relámpagos en mitad de la tormenta.
Llegando a una cámara con una apertura al exterior, lo detuvo el chasquido de una pistola. Varias espadas se desenfundaron al unísono.
La sala era la convergencia de tres túneles distintos desde los cuales se oían voces.
El vampiro respiró hondo, alzando los brazos. Con lentitud, decidió darse la vuelta para ver a Harry MacLeod con los últimos cinco guerreros de Saxos III. Su largo cabello castaño recogido en una coleta sudaba por el horror que habían vivido.
—Así que el rey decidió ignorar mis advertencias del todo, ¿eh? —bromeó.
Un disparo atravesó su hombro. Narcís gimió de dolor, golpeándose la espalda contra la pared. Varias gotas del exterior cayeron sobre su brazo. Estaba a escasos centímetros de regresar a un terreno seguro.
—Eres un traidor y un mentiroso. —Harry se le acercó jadeando por el esfuerzo—. Abandonaste al rey por tus propios intereses y ahora pagarás por ello.
Una cascada de tierra y rocas vino acompañada de la aparición de una pareja y un niño pez como los de las pinturas.
—¿Harry? —preguntó el príncipe Rory Campbell boquiabierto.
El comandante soltó la pistola como si el mundo se le acabase de caer encima.
—¿Qué coño hacéis vosotros dos aquí? —aulló Narcís enfurecido de ver a la aprendiz de su sobrina con Agunar y el mozo más tranquilo del reino.
Aquel no era lugar para inocentes.
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