Capítulo 8. Una advertencia
Darya despertó completamente desorientada. Lo único que era capaz de recordar era el sonido de la cascada al romperse, el agua engulléndola y el brillo del colmillo al encontrarse bajo las frías aguas. Parpadeó varias veces para deshacerse de la somnolencia que parecía querer aferrarse a ella, y miró a su alrededor con cuidado, intentando no hacer movimientos bruscos.
Se encontraba tendida sobre un pasto de un verde tan vivo, que por unos instantes quedó anonada. Segundos más tarde, recordó que la hierba era ya visible porque el hechizo de la Bruja estaba llegando a su fin, cada vez más debilitado. Una brisa sopló y acarició su rostro, portando consigo los aromas de las flores que empezaban a germinar y el olor a pescado asado no muy lejos de ella.
Enfocando más la vista e incorporándose, se percató de que a su derecha, Peter y Lucy miraban atentamente cómo Caleen daba vueltas a varias truchas de río clavadas en una rama con inmensa concentración. El fuego —que no se encontraba a mucha distancia de ella y la mantenía caliente—, crepitaba con suavidad y a un ritmo constante y tranquilizador. A su izquierda, a orillas de las corrientes del río, ahora más calmado, Áket zambullía la cabeza en el agua para atrapar entre sus fauces más truchas, mientras el Señor Castor le indicaba dónde buscar a continuación y Susan miraba desde una distancia prudente, aunque con curiosidad.
—¡Darya! —exclamó Lucy de repente, llamando su atención. La niña se acercó a ella rápidamente y envolvió los brazos alrededor del torso de la más mayor, por poco tumbándola de nuevo.
Durante unos segundos, Darya tuvo el impulso de lamer cariñosamente los cabellos castaños de Lucy hasta que, avergonzada por la ocurrencia, recordó que continuaba siendo humana y no una leona. En su lugar, devolvió el abrazo torpemente, al mismo tiempo que el resto del grupo se acercaban a ellas.
—¿Cómo te encuentras, querida? —le preguntó Caleen una vez la niña se hubo separado—. Tendrás hambre, ¿verdad? Claro que sí. En unos minutos estas truchas estarán más que listas y podrás reponer fuerzas.
—Es muy amable, Señora Castor —sonrió, aunque todavía ajena al gesto—; muchas gracias.
—Nos diste un buen susto —informó Canthos entonces—, pensábamos que no resistirías. Estabas terriblemente congelada, cachorro.
Áket emitió un débil arrullo y restregó el morro húmedo contra una de sus manos. Darya le acarició las peludas orejas y el puente de su hocico.
—Estoy bien, Áket —dijo.
—Tu bastón quedó perdido en el río —habló Peter, pillándola desprevenida—. Me he tomado la libertad de buscarte otro, y además, recuperamos tus cosas.
Instintivamente, Darya se llevó una de sus manos hacia la clavícula. El alivio la recorrió cuando sus dedos rozaron la superficie curvada del colmillo y el rostro del león de plata que lo coronaba.
—La cadena es resistente —comentó Canthos al verla—, de lo contrario, no me extrañaría que se hubiera extraviado junto al bastón.
—Gracias a todos —agradeció, permitiendo que sus labios humanos se curvaran levemente hacia arriba. Peter le devolvió la sonrisa.
La única que permaneció a una distancia prudente de ella, fue Susan. La mayor de los Pevensie no le dedicó palabras de alivio o bienestar; permaneció en silencio al otro lado del fuego, donde observó largo y tendido a Darya sin la más mínima intención de dirigirle la palabra. Extrañada, pero respetando sus aparentes deseos, Darya no hizo ningún comentario al respecto.
Pasaron el resto del mediodía al lado del río en aquel mismo punto, alerta por si los lobos de Maugrim volvían a hacer acto de presencia. Darya sabía que la Bruja no se encontraba demasiado lejos si los lobos habían llegado hasta ellos, pero aún así, se permitió relajarse durante aquellos minutos de paz y serenidad. No fue hasta entrada la tarde que el Señor Castor decidió que lo mejor para todos era borrar las marcas de su presencia y emprender la marcha de nuevo.
Ahogaron el fuego con tierra y eliminaron todo signo de haber residido allí, antes de equiparse con sus respectivos obsequios y proseguir. Darya se hizo con la ayuda de Áket, sorprendida todavía porque el lobo conservara su armadura. Según le había explicado, era tan liviana que la corriente no lo había arrastrado, y tal y como Papá Noel había señalado, era una segunda piel para el lobo perlado.
Asiendo el bastón con su mano libre y reposando la otra sobre la armadura de su cánido amigo, Darya entabló conversación con Lucy en cuanto la niña se le acercó. Los hermanos Pevensie se habían deshecho de sus abrigos por completo, y Darya no pudo evitar mirar con curiosidad las vestimentas que habían portado debajo. Aunque las había visto durante su estadía en el Dique de los Castores, todavía no llegaba a concebir lo distinto que parecían de los ropajes narnianos a los que ella se había acostumbrado; claro está, dichos ropajes los había visto en las ilustraciones de los libros en el Dique.
El sol y la brisa estival los acompañaron mientras Darya escuchaba a la pequeña Pevensie hablar. Le contó todo lo que sabía de su mundo y lo distintas que las cosas eran de Narnia. Claro que Lucy no escatimó en detalles y opiniones, admitiéndole a la nueva humana que Narnia le era más agradable que Finchley —¡qué nombre tan extraño!—, a pesar de que echaba profusamente de menos a su madre, Helen.
—Nunca conocí a mi madre —admitió Darya de repente. Lucy la miró totalmente boquiabierta.
—¡Eso es horrible!
Darya se encogió de hombros.
—Supongo que, en cierta forma, sí lo es. Pero tuve a otras figuras que me guiaron, aunque algunas no fueran del todo buenas —prosiguió.
Su mente viajó hasta Jadis y la forma en la que casi la había convertido en su protegida particular. Darya siempre se había cuestionado el por qué de aquella acción, hasta que había comprendido que Jadis, pese a ser malévola, había visto un potencial oculto en ella, una fuerza y determinación que, aunque hubiera explotado con fines tan envenenados como ella misma, habían ayudado a Darya a sobrevivir durante los años siguientes a su captura.
Subieron una empinada colina cuyo pasto acarició sus piernas y patas a medida que caminaban. La respiración de Darya se aceleró por el esfuerzo, tornándose pesada. Todavía no estaba del todo recuperada de los eventos del río, y sentía su cabeza embotada y aturdida. Dio un paso al frente, sin percatarse de una rama que se extendía justo por delante de la zona que iba a pisar, y resbaló hacia delante.
Áket emitió un gañido al mismo tiempo que las manos de Peter sujetaban los brazos de Darya para sujetarla. El lobo, por su parte, se había posicionado delante de la muchacha, por lo que agradeció que el peso de esta desapareciera de su lomo, a pesar de que hubiera hecho lo mismo sin pensarlo dos veces. El mayor de los Pevensie se aseguró de que Darya estuviera bien antes de soltarla.
—Cuidado —esbozó simplemente.
Darya sonrió en respuesta, agradecida, antes de que la luz se propagara por su cuerpo. Cuando esta volvió a dispersarse, dejó tras de sí a la gran leona blanca, y no a la muchacha que Darya había sido.
—Vuelves a ser una leona, querida —se maravilló Caleen. Darya observó sus armas, todavía adheridas a su cuerpo, sintiendo de igual forma el peso del colmillo y la cadena alrededor de su cuello.
—Eso parece —dijo—. Hubiera sido de gran utilidad que Papá Noel me comunicara la duración exacta de los efectos de la Esencia de Estrella, sin embargo.
Como él había dicho, la duración dependía de ella, pero acababa de demostrarle que era totalmente imprevisible. ¿Quién le aseguraba que, si la bruja los encontraba y ella era humana, no se transformara en aquel instante en leona? Jadis la reconocería al instante y entonces sabría que podía convertirse en humana.
«Los peligros no hacen sino aumentar en número por momentos» —pensó, suspirando.
Acabaron de subir a la cima, y quedaron sin aliento por las vistas que se extendieron ante ellos.
A medida que habían dejado atrás el río y se habían internado en el bosque, en la misma dirección en la que Debrahk les había indicado, la nieve y la escarcha había comenzado a ser más escasas. Ahora, delante de ellos se extendían llanuras de verdes pastos fértiles y árboles repletos de frondosas capas de hojas. La brisa que los había acompañado soplaba con más ahínco y mucho más cálida allí, portando consigo el olor de las flores recién florecidas y los dulces frutos que habían surgido.
Sobre dichas llanuras y hasta donde alcanzaba la vista, había cientos de carpas rojas y doradas con un millar de estandartes de leones dorados. Darya se sintió desfallecer ante lo que sus ojos veían; un escalofrío la recorrió y se sintió terriblemente conmovida. Ver tantos narnianos juntos, formando fraguas para fabricar corazas y armaduras, cotas de malla y armas; verlos en pequeñas formaciones para lecciones de lucha cuerpo a cuerpo o practicar el uso de las armas; verlos de aquella forma, vivos y luchando por la libertad que tan celosamente defenderían costara lo que les costara, la conmovió.
—¡Canthos! —exclamó Caleen, maravillada—. Mira, querido, ¡mira!
—Lo veo —corroboró su esposo con una risa aliviada—. Hemos llegado.
Darya se giró para mirar a los Pevensie y Áket, solo para encontrar en sus rostros las mimas emociones reflejadas del suyo propio. Su mirada se detuvo en Áket por unos instantes. ¿Cómo debía sentirse él? Mientras la pareja de castores y los niños procedían a bajar por el sendero que los conduciría hasta el campamento narniano, Darya quedó rezagada, indicándole a Áket que se detuviera con ella por unos minutos.
—¿Te encuentras bien? —preguntó. El lobo sacudió la cabeza.
—Sí, no debes preocuparte.
—Pero lo hago —insistió Darya—. Siempre me preocuparé por ti, Áket. Aunque a veces no llegue a demostrarlo del todo bien. Esto es algo completamente nuevo, y quiero estar segura de si deseas estar aquí antes de que detecten nuestra presencia. Podríamos escondernos en el bosque y visitar a los niños de vez en cuando, informar de los movimientos de Jadis.
—¿Vivir como parias? —ironizó el lobo—, ¿acaso no lo somos ya? Ambos nos hemos convertido en proscritos, Darya, sea de cara a los narnianos o a los esbirros de la Bruja Blanca. Lo único que marcaría la diferencia en estas circunstancias, sería escoger el bando correcto. No me importa lo que ocurra cuando bajemos, estarán en todo su derecho.
El rostro de Darya se ensombreció.
—Ambos sabemos que a la hora de la verdad, solo una criatura tendrá el poder de decidir qué hacer con nosotros. Lo sabes, ¿verdad? —Áket asintió, y Darya soltó un último suspiro—. Entonces, prosigamos.
Bajaron la pendiente y no tardaron mucho en llegar hasta el resto del grupo. Los Pevensie caminaban los unos al lado de los otros, mientras los castores avanzaban por delante de ellos. Darya y Áket se quedaron en la retaguardia, las miradas de todos cayendo en ellos en último lugar y quedándose allí hasta que los perdían de vista.
Darya jamás había visto a tantos narnianos juntos. Si bien parte de su vida la había consagrado a protegerlos, siempre habían sido pequeñas minorías: un grupo de náyades rompiendo el hielo de charcas y lagunas; unos faunos que celebraban festividades desafiando las órdenes de Jadis. Algunos animales pequeños reuniéndose para trazar planes secretos. Pero nunca había visto a todos aquellos juntos, y mucho menos a todos los rostros de nuevas criaturas que iba descubriendo: pegasos, unicornios, tigres y leopardos, guepardos y gacelas, antílopes y elefantes. Más allá, animales más pequeños se regodeaban entre las patas de los antes mencionados. Centauros y gigantes, ninfas y dríades, hadas y enanos. En el cielo, un fénix hizo sonar su canto, y una bandada de aves sobrevoló sus cabezas, acompañados de una manada de grifos e hipogrifos.
Eran tantos que, por unos minutos, todo lo que Darya pudo hacer fue obligar a sus patas seguir caminando, de lo contrario, se habría quedado quieta solo para admirarlos a todos y cada uno de ellos.
Las tiendas del campamento se extendían a través del centro de la cañada en un mar de colores carmesíes, amarillos y cremas. Pasaron justo por el camino que se abría entre ellas escuchando los sonidos de las fraguas y los alaridos de las criaturas que anunciaban su llegada. Los narnianos sabían bien ante la presencia de quiénes se encontraban, y algunos no dudaron en elaborar reverencias ante los futuros reyes de Narnia. Todos conocían la profecía, y aunque los niños no fueran más que extraños en tierra desconocida, no pudieron evitar sentirse halagados y conmovidos por el respeto que les fue mostrado lentamente. Algunos narnianos empezaron a caminar tras ellos ciegamente. Darya y Áket acabaron por pasar al lado de los castores, pues recibieron algunos gruñidos silenciosos que los animaron a moverse fuera del camino de los seguidores.
No fue hasta unos minutos más tarde, cuando hubieron llegado al final de la cañada, que se encontraron con la tienda más elaborada y grande de todas. Darya contuvo la respiración levemente mientras el silencio se hacía. Un centauro yacía impasible al lado de las cortinas rojas, que miró a los recién llegados con rostro de piedra imperturbable.
Darya sabía a quién pertenecía aquella tienda.
Peter alzó su espada, desenvainándola.
—Venimos a ver a Aslan —fueron sus palabras.
Las cortinas rojas se movieron, y tras ellos, todos los narnianos se inclinaron hacia el suelo en reverencias. Los escalofríos envolvieron a Darya, sintiendo cómo se quedaba sin respiración a la par que las cortinas se abrían.
Lo único que había visto de él, eran ilustraciones. Dibujos que algún fauno escriba o un sabio enano había elaborado con delicadeza y suma destreza; pero los dibujos no podrían compararse jamás con la realidad.
En primer lugar, cuando Aslan salió de su tienda, pareicó que eclipsaba al propio sol, o que tal vez, este brillaba con más fuerza para que el león recogiera en su dorada melena toda la luz posible. Los ojos amables aunque fieros, eran del color del oro fundido; su complexión era fuerte y robusta, y su porte, el de un rey. El Gran León era una criatura tan magnífica como terrorífica.
Los niños se arrodillaron, y así lo hicieron también los cuatro animales con ellos. Cuando Aslan habló, su voz retumbó en todos de forma potente y aterciopelada, pero también cálida.
—Bienvenido Peter, Hijo de Adán. Bienvenidas Susan y Lucy, Hijas de Eva. Bienvenidos Castores, os doy las gracias. —Se detuvo por unos segundos, y Darya alzó la vista, solo para encontrar los dorados ojos del Gran León posados en ella. Aslan prosiguió, sorprendiéndolos—: Bienvenidos Áket y Darya, aquí estaréis a salvo, os lo aseguro, y gracias a vosotros también por acompañar a nuestros Hijos de Adán y Eva. Pero, ¿dónde está el cuarto?
—A eso venimos, Señor —habló Peter—. Necesitamos ayuda.
—Hubo un problemilla por el camino —añadió Susan.
—La Bruja Blanca ha traicionado a nuestro hermano.
—¿La Bruja Blanca? ¿Cómo ha ocurrido?
—Los ha... —Canthos miró brevemente a los Pevensie—, traicionado, Majestad.
—¡Entonces nos ha traicionado a todos! —exclamó el centauro que había residido al lado de la tienda. Aslan dejó salir un gañido de advertencia.
—Calma, Oreius. Seguro que hay una explicación.
Las orejas de Darya se inclinaron hacia delante con pasmo cuando escuchó las siguientes palabras de Peter.
—La culpa es mía —admitió el mayor de los Pevensie—. Fui duro con él.
—Todos lo fuimos —acompañó Susan, posando una mano en el hombro de su hermano.
—Señor es nuestro hermano —insistió Lucy. Los felinos ojos de Aslan se suavizaron.
—Lo sé, querida, pero eso solo empeora las cosas. Quizá sea más arduo de lo que pensáis. Ahora, se os enseñará el camino hacia las que serán vuestras tiendas, y espero que estéis lo más cómodos posible. Comed y bebed, pero sobretodo, descansad. Nos esperan largos días de aprendizaje y preparación; debemos estar alerta.
Con aquellas palabras, los narnianos volvieron a su rutina, mientras dos dríades se acercaban al grupo. Darya se giró para mirarlas justo cuando sintió una mirada sobre ella. Instintivamente, miró por encima de su lomo. Aslan tenía sus ojos clavados en ella, y con un movimiento de cabeza, le indicó que entrara tras él en su tienda.
—Áket —llamó suavemente. El lobo la miró—. Volveré en unos minutos, quédate con los niños y el Señor y la Señora Castor; no te separes de ellos, ¿entendido?
—Sí —asintió él—, pero, ¿a dónde irás?
Darya dejó escapar una exhalación entrecortada, mirando de nuevo la tienda delante de ella.
—A hablar con alguien a quien nunca he conocido.
El interior de la tienda era todo lo acogedor que cabía esperar. Sobre la hierba del suelo habían depositado varias alfombras de suaves telas color crema, y había varios muebles distribuidos por el ancho y largo de la carpa: un diván desmesuradamente grande, una mesa repleta de comida, un gran cuenco de plata lleno de agua y varios mapas en otra mesa más lejana. Darya se dijo que era la tienda ideal para un animal, pero también para un rey. En el centro, meciendo su cola de un lado a otro tras él, el Gran León la esperaba.
—Siéntate, por favor —pidió, y aunque reticente, Darya obedeció. Los dorados ojos de Aslan resplandecieron—. He esperado durante mucho tiempo tu llegada, Darya.
Las palabras la sacudieron como si acabaran de tirarle una jarra de agua encima. Sacudiendo su propia cola con un violento aspaviento, Darya resopló.
—Nunca supe quién eras —empezó en voz baja—; te conocí a través de un sueño, de una revelación. Durante meses vagué por los bosques sin saber de dónde venía, quién era o cuál era mi propósito. —La voz le tembló. Lentamente, sus orejas se retiraron hacia atrás y sus pupilas se dilataron al igual que sus fosas nasales—. Lo único que poseía por aquel entonces, era mi nombre, y el miedo y terror que un cachorro siente al verse completamente solo. ¿Cómo puedo creer tus palabras, cuando nunca intentaste encontrarme? ¿Cómo puedo creer lo que dices, si nunca fuiste tú quien vino a mí? —La respiración se le aceleró—. ¿Cómo responder a esas cuestiones... padre?
El dolor era claro en sus orbes dorados, pero aquel mismo dolor llevaba arraigado en las profundidades de Darya desde que había conocido quién era él, y lo que significaba para ella.
—Nunca quise abandonarte, Darya —habló él por fin—. Sin embargo, debía pasar. Tenía obligaciones allá donde todavía no podrás llegar, al menos no hasta dentro de muchos siglos. Tenías toda una vida por delante; todavía la tienes.
—Una vida que pasé, durante siglos, consagrando a la Bruja.
—Conoces bien tu profecía, ¿no es así? —inquirió Aslan—; cuando entendiste sus líneas, sus significados, entonces enmendaste el error. Ese error, a pesar de todo, debía ser cometido en una primera instancia. No puedo pedir perdón por todo lo que tuviste que soportar, Darya, pues no estaba en mi juicio el controlarlo, y tampoco puedo pedirlo por en lo que te ha convertido. Nuestro pasado nos define, pero no debemos dejar que nos controle: el presente y el futuro también deben tener lugar en nuestro ciclo de vida.
Darya bajó la cabeza, negándose a que su padre viera las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.
—¿Alguna vez pensaste en buscarme? ¿Alguna vez me añoraste o ansíaste conocerme?
—Muchas veces —murmuró en respuesta—. Sé que tienes muchas preguntas sobre tu procedencia y, con el tiempo, las responderé.
—Solo quiero que respondas tres por el momento, pero una de ellas depende de la respuesta de una —confesó, mirándole por fin. Sus ojos verdes parecían mucho más fieros y vívidos por el brillo de las lágrimas—. ¿Tengo madre?
Aslan dejó de mover su inquieta cola y exhaló con fuerza. En su pecho, sintió que le clavaban mil flechas invisibles y que perforaban su corazón con una daga emponzoñada y certera.
—Sí.
Darya dejó escapar el aliento que no sabía que contenía.
—¿Cómo se llamaba?
—Erylía —contestó de igual forma. Aslan dejó que su mirada se paseara por el felino rostro de su unigénita.
—¿Quién soy?
El pecho de la leona blanca se hinchó, llenándose de todo el aire posible. Se sentía sofocada, como si el peso del cansancio por la travesía cayera sobre ella de repente.
—Eres la conexión entre dos mundos —La voz de su padre estaba teñida de melancolía—. Eres la hija del Rey de las Bestias y la Reina de la Magia, y la Heredera de ambas de sus tierras.
Darya asintió lentamente.
—Espero que comprendas —dijo—, que no te trataré con el cariño fraternal de una hija a su progenitor, sino con la familiaridad de dos desconocidos que han encontrado algo en común. Salvo el legado que porto en mi sangre y el deseo de proteger tanto a esos niños como a los narnianos que en estas tierras se encuentran, nada más nos une.
—Lo comprendo —esbozó Aslan—, y deseo que con el tiempo puedas verme como a un padre, hija.
Ella no dijo nada más, no hizo falta. Había dejado claro que, pese a tener ahora pleno conocimiento de que él era su padre, aquello no cambiaba las cosas. No iban a convertirse en padre e hija de la noche a la mañana. Darya seguía creyendo que lo más próximo a figuras paternas que había tenido, eran los Castores y, por otra parte, aunque no se sintiera orgullosa de decirlo, a Jadis.
Cuando salió de la gran carpa, los rayos de la tarde todavía cubrían el cielo lo suficiente como para que pudiera adivinar con total claridad las siluetas de los narnianos que deambulaban por el campamento. Observó un regimiento de soldados que se dirigían a las colinas más altas de la cañada, dispuestos a montar guardia para prevenir que ningún soldado enemigo se integrara en el campamento.
A su derecha, una voz se aclaró la garganta. Darya miró en aquella dirección, sus ojos encontrándose con unos de un sorprendente color violeta. Pertenecían a una ninfa cuyo rostro era enmarcado por cortezas oscuras y cabellos de hojas de sauce. Era esbelta, pero su apariencia delicada contrastaba con las partes de armadura que se adherían a su piel y la larga lanza que sobresalía de su espalda.
—Mi nombre es Níhmir —habló—, y os conduciré hasta vuestra tienda.
—Puedes llamarme Darya —dijo ella en respuesta.
Níhmir no respondió al instante, pero cuando lo hizo, no fue con palabras amables. En cambio, se acercó a ella y bajó la voz hasta que esta solo fue un simple susurro al viento, frío y amenazador.
—Sé quién sois, Comandante. No conozco vuestras intenciones, pero sé bien quiénes sois vos y ese lobo blanco. Al parecer habéis olvidado que los árboles escuchamos, pero sabed esto: nosotros sí recordamos. Tened cuidado.
El pelaje de Darya se erizó por completo y de sus fauces salió un gruñido silencioso.
—¿Es una amenaza? —inquirió.
Una sonrisa venenosa, tan antinatural en un ser tan hermoso como una ninfa, curvó los labios de Níhmir. Hasta la más bella de las plantas podía estar recubierta de ponzoña.
—Solo una advertencia.
¡Hola!
No voy a decir que las actualizaciones van a ser mucho más seguidas ahora porque no quiero gafarlo pero... es probable que se vuelvan un pelín más constantes porque mañana acabo este año de universidad. Y eso implica escribir. Mucho.
¿Qué os ha parecido el capítulo? ¿Qué pensáis de las reticencias de Susan hacia Darya? ¿Y la advertencia de Níhmir? Darya no va a tenerlo nada fácil para ganarse la confianza de los que sepan quien es, eh...
En cuanto a la revelación sobre la identidad de Darya, creo que era algo que se veía venir. De hecho, en la versión inicial de la historia, el capítulo acababa con Aslan anunciando que Darya era su hija, y le daba muchísima más información sobre sus orígnes. Básicamente, le contaba la historia completa. Obviamente, en esta versión renovada he decidido jugar con el factor misterio e ir descubriendo poco a poco lo que envuelve a los orígenes de Darya.
¡Espero que os haya gustado!
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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