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Capítulo 7. Aguas Oscuras







     La luz cegó a Lucy por completo.

     Los acontecimientos que siguieron a Papá Noel depositando una gota de la poción en la boca de Darya, sucedieron sin previo aviso y más rápido de lo que hubieran imaginado jamás. De un momento a otro, lo único que supo es que tapaba sus ojos para resguardaros del fuerte halo de luz, que inundó la primera línea de árboles del bosquecillo en el cual se encontraban. Le pareció escuchar la débil risa de Papá Noel a su izquierda, y a Darya emitiendo un grito ahogado.

     Entonces, la luz se desvaneció, y apartando las manos de sus ojos, observó que, donde segundos antes había estado Darya, ahora otra figura ocupada su lugar: una muchacha, no mucho mayor que Peter.

     Su tez era pálida como la nieve y sus cabellos oscuros y rizados, completamente negros. Sus ojos, verdes como las praderas en primavera, los miraban con pasmo y confusión, y su boca, ligeramente roja con el color de las cerezas, se curvaba en un rictus de pura conmoción. De repente, las piernas de la joven fallaron y esta perdió el equilibrio, aterrizando sobre la blanca nieve y las telas del vestido azul y plateado que portaba.

     Papá Noel volvió a reír.

     —Bienvenida a tu nueva forma, Darya —dijo.

     —¿Darya? —cuestionó la niña, sin preocuparse por ocultar su conmoción. ¿Aquella muchacha era Darya?

     —Estos son los efectos del colmillo y la Esencia de Estrella —comunicó el anciano—. Solo tú puedes cambiar con ayuda del colmillo, y esta nueva forma te servirá para ayudar a Sus Majestades con más facilidad, como podrás comprobar en un futuro. —Se acercó a ella y habló en voz baja a continuación, para que nadie más pudiera escucharle, y aunque Lucy no pudo descifrar qué decía, las palabras del hombre fueron las siguientes—: Además, esta nueva forma te permitirá ocultarte mejor de aquellos que engañaste en un pasado, y que no dudarán en darte caza. —Volvió a apartarse, dejando el collar con el colmillo en las manos de la muchacha—. Esto ahora te pertenece, y deberás tratarlo con sumo cuidado.

     Darya, haciendo uso de sus nuevas extremidades, dos manos de delgados dedos tan ajenas a sus poderosas patas felinas, se colocó el collar por encima de la cabeza hasta que el colmillo hubo quedado por encima de su clavícula. Permaneció en el suelo, sintiéndose repentinamente vulnerable. No comprendía cómo los humanos podían caminar sobre solo dos patas, y ahora que ella lo era, se sentía como un cervatillo que acababa de nacer. Si no se levantaba ahora, se convertiría en una presa fácil, en carnada para los carroñeros. Ella era una poderosa leona, una cazadora por naturaleza, y ahora se veía envuelta en una nueva forma: la de la presa.

     —¿Cuánto tiempo permaneceré así? —forzó, sintiendo la forma de su nueva lengua y sus dientes llanos, tan distantes a sus preciadas mandíbulas de carnívora—. ¿Cuál es el plazo para que los efectos del colmillo lleguen a su fin?

     Necesitaba desesperadamente volver a su forma original, recobrar su esencia; no quería, no necesitaba ser humana. Ella era una leona, y no se avergonzaba de ello, se enorgullecía. Darya se observó a sí misma —o todo lo que alcanzó a ver—, y sintió repugnancia, incomprensible, quizá, para cualquiera que no fuera ella. Odió la cascada de cabellos azabaches que cubría su espalda, las manos delgadas y débiles, las piernas caladas de frío a causa del viento que se colaba por debajo de sus faldas, las telas que la cubrían, su boca y su forma. Lo repudió todo, y lo único que restó intacto fue su alma, el palpitar de su acelerado corazón bajo las costillas y las rápidas inhalaciones que la agitaban.

     Papá Noel frunció un poco los labios al observarla, como si pudiera ser capaz de ver su batalla interna, y librando una propia él mismo.

     —Eso dependerá de ti —se limitó a decir, pero su respuesta no dejó satisfecha a Darya.

     —Quiero volver a mi forma —demandó, a pesar de que bien sabía que el hombre delante de ella no podía hacer nada al respecto—. No sé caminar, no sé coger esa espada o disparar el arco y sus flechas. Acabáis de hacerme vulnerable al enemigo, habéis despojado a mi alma de su recipiente original. Nos retrasaréis a todos por haberme hecho cambiar, por muy benévolas que fueran vuestras intenciones. —Tomó una entrecortada respiración antes de serenarse, sus ojos vagando por el suelo hasta que se toparon con una rama gruesa y partida, lo suficientemente alta para la altura que adivinaba, poseía. La cogió y se impulsó hacia arriba, tambaleándose y sintiendo las piernas débiles y desentrenadas—. Pero debemos continuar, es cierto. Gracias por sus regalos, Señor, aunque los míos no sean del todo bien apreciados.

     Papá Noel se limitó a asentir antes de entregarle sus cosas. Darya las tomó, colocando los objetos entorno a su cuerpo. Cruzó el caraj y las flechas sobre el pecho y soportó la correa del cinto con la espada en su cadera, su mano izquierda aguantando el arco con fuerza. El hombre asintió una vez más antes de dirigirse al trineo. De repente había recobrado su cálida sonrisa.

     —El invierno se acaba y el trabajo se acumula cuando llevas cien años fuera. ¡Larga vida a Aslan, y feliz Navidad!

     Subió a su trineo, y con un fuerte pero seguro movimiento, agitó las riendas de los renos. En unos minutos, no hubo rastro alguno de la presencia de Papá Noel, y aun así, los niños, los castores y los dos carnívoros no pudieron sino albergar en sus corazones sentimientos de cálida esperanza renovada.

     Darya se mantuvo en pie con ayuda de su bastón improvisado, pero encontró en Áket el apoyo suficiente para el otro hemisferio de su cuerpo. Aunque el tamaño del lobo no fuera del todo mayor como para apoyarse en él del todo, era lo suficientemente grande como para caminar un poco más segura. Caleen los observó antes de acercarse y brindarle a Darya algo más de estabilidad, colocando sus patas sobre las piernas ocultas de la muchacha.

     —No dejaremos que caigas —la reconfortó—, y aunque sientas que ahora eres de menos ayuda que antes, eso no nos importa, querida. Te ayudaremos.

     «Ayudar» —pensó irónica. «Me he convertido en una carga que deben soportar. Debería ser yo la que los ayudara, no al contrario.»

     A pesar de todo, agradeció la ayuda de sus dos amigos y empezaron a caminar, aunque torpemente, por la nieve.

     —No estamos demasiado lejos del Gran Río —dijo al cabo de unos minutos—, pero sería bueno que la marcha fuera un poco más rápida, aunque temo que no soy una gran contribución a ello.

     La mirada de Peter cayó sobre su figura, y Darya se sintió repentinamente extraña, descubierta; había intentado no mirar las reacciones de los Pevensie a su transformación. Seguramente estaban horrorizados, había pensado, pero los ojos de Peter no mostraban más que curiosidad y empatía hacia ella. Para su sorpresa, el mayor de los Pevensie se acercó y le indicó a Caleen que se apartara para ocupar su lugar. Instintivamente, Darya envolvió uno de sus brazos por encima de los hombros del muchacho cuando Peter pasó el suyo propio por debajo, atrayéndola a su cuerpo para que su peso recayera sobre él.

     —Gracias —agradeció, sincera. Escuchó a Áket soltar un leve bufido, pero no le prestó demasiada atención.

     En pocos minutos, alcanzaron la pendiente que llevaba al Gran Río, una escalinata de baldosas rocosas naturales que bajaba hasta las aguas congeladas. Darya observó la pared de hielo que se alzaba delante de ellos: la cascada, el nacimiento del Gran Río. No quiso imaginar qué ocurriría si la capa de hielo que cubría la cascada llegaba a quebrarse. Aunque sabía nadar, prefería mantenerse alejada lo más que pudiera de grandes masas de agua, y sabía que Áket se sentía de la misma manera.

     Todavía podía recordarlo como cachorro, mirando en las profundidades de una de las marismas congeladas de la Cumbre Helada, a la espera de poder visualizar algo en las aguas oscuras. Podía recordar la forma serpenteante de los espíritus que poblaban las aguas, la forma en la que cada vez se habían acercado más a la superficie. Darya los había espantado lo mejor que había podido, pero aquello no había impedido que Áket cayera al agua entre llantos y aullidos lastimeros. Lo había sacado justo a tiempo para que las criaturas no lo llevaran hasta las profundidades del lago, y aún así, la experiencia había dejado tras de sí una huella imborrable, una pesadilla constante en la memoria de ambos.

     Bajaron por las escalinatas con el sonido de sus respiraciones y del hielo rompiéndose como única compañía. Tal y como habían previsto, el Gran Río despertaba debajo de la capa helada que lo había mantenido dormido durante tanto tiempo. Si no cruzaban a tiempo antes de que la capa de hielo desapareciera, ya no tendrían forma de llegar al otro lado.

     —¿Los castores no hacen diques? —preguntó Lucy con la voz agitada.

     —No somos tan rápidos, querida —respondió Canthos.

     —Y no hay tiempo —dictaminó Áket, sus orejas moviéndose intranquilas en todas direcciones. Darya supo por qué; ella también escuchaba las patas frenéticas sobre la nieve, las respiraciones erráticas y los jadeos transportados a través del viento. Los lobos estaban cerca y la Bruja, también.

     Los aullidos no tardaron en hacerse oír por encima del viento y el sonido del hielo del río rompiéndose. De repente, la idea de que la Bruja la descubriera por fin hizo mella en Darya, se instaló en su cabeza y embotó su mente como el más poderoso de los venenos. Entonces recordó que poseía una nueva forma y que, pese a todo, Jadis no la reconocería.

     Pero sí a Áket, y no podía permitir que Maugrim y el resto de lobos lo vieran.

     —Áket —llamó. El lobo perlado se situó a su lado al instante, su armadura tintineando levemente con el movimiento—. Quiero que te adelantes, que cruces el río antes que nosotros y explores los alrededores del otro lado. Asegúrate de que sea seguro, y entonces, encuéntranos.

     —No pienso dejaros aquí —negó el cánido.

     —Es demasiado peligroso, bien sabes que corres peligro si te quedas.

     Áket alzó la cabeza y de repente, pareció hacerse tres veces más alto y grande de lo que era. Darya lo observó en silencio, perpleja y maravillada por la valentía que su antiguo Segundo mostraba en sus facciones, por la determinación que parecía inundar su ser en aquellos instantes. Determinación a no dejarlos, valentía al correr el riesgo de que fuera reconocido y sentenciado a muerte por traición ante los que habían sido sus amigos y compañeros.

     Darya no necesitó que se dijera nada más, había comprendido lo que Áket parecía decirle sin necesidad de emplear palabras: había crecido, ya no era el mismo lobezno que se había inclinado sobre las aguas oscuras de un lago monstruoso.

     Este era el nuevo Áket, quien le juraba lealtad completa con voz silenciosa y determinación apasionante.

     La jauría de lobos no tardó en hallar su camino hasta las orillas congeladas del Gran Río. Los Pevensie se acercaron los unos a los otros, mientras los castores se aproximaban a ellos, Áket enseñaba los colmillos amenazante, y Darya aferraba su bastón con más fuerza, pese a todo, dispuesta a defenderlos.

     El hielo crujió bajo sus pesos cuando volvieron a avanzar, intentando poner distancia entre ellos y los lobos que bajaban las rocas. Canthos paró a Peter cuando este dio un paso hacia delante.

     —Espera, tal vez deba ir yo delante.

     Peter no protestó, y Darya, quien sentía un terrible y profundo cariño por la pareja de castores, tampoco; el Señor y la Señora Castor era lo mejor que tenían para asegurarse de que el hielo fuera seguro, al fin y al cabo, eran los que menos pesaban y estaban acostumbrados a caminar sobre ramas débiles y troncos huecos para hacer sus diques. No había nadie mejor que ellos para comprobar el terreno por el cual debían avanzar.

     Canthos palpó el terreno con la cola, mientras el hielo crujía con más fuerza en según qué lugares. Bajo la capa de hielo, el sonido de la corriente cada vez sonaba con más insistencia y algunos pedazos habían empezado a desprenderse; el hielo no resistiría mucho más tiempo.

     —Oye, ¿has estado comiendo a escondidas, verdad? —preguntó Caleen.

     —Uno nunca sabe cuándo va a volver a comer —se excusó su esposo—, sobre todo contigo en la cocina.

     Los Pevensie y los dos carnívoros fueron avanzando tras los castores. Por unos momentos, los únicos sonidos que llegaban a sus oídos eran los de sus respiraciones agitadas y el crujiente hielo. Pedazos de carámbanos empezaron a caer desde la pared de la cascada, y mirando hacia arriba, Lucy exclamó con horror. Los lobos de la Bruja los habían alcanzado, y aunque estaban a medio camino de llegar a la otra orilla, no serían lo suficientemente rápidos.

     —¡Corred! —gritó Peter.

     —¡Deprisa! —lo acompaño Susan.

     Darya miró hacia arriba, percibiendo lo que hacían los lobos. Saltaban de roca en roca desde lo alto de la cascada, para después ir descendiendo ágilmente hacia la orilla a la que intentaban llegar. Detrás de ellos, podía escuchar a la otra mitad de la jauría, que no tardaría en cubrir el extremo por el que habían entrado; los estaban acorralando.

     Maugrim saltó delante de ellos de repente, cortándoles el paso junto a Húvay, quien se lanzó al frente para apresar al Señor Castor entre sus fauces. Sintiendo un repentino estallido de ira, Darya buscó con mano torpe el mango de su nueva espada para sacarla del cinto. Al mismo tiempo, Peter la imitó con su propia arma. Húvay clavó sus ojos castaños en Áket.

     —Alimaña traicionera —ladró—. La Reina querrá tu cabeza clavada en una pica.

     —Es una pena —burló Áket, sin inmutarse—. Me habría gustado más servir como estatua decorativa. Hubiera sido una buena adquisición para su colección.

     Húvay no dijo nada más, pero las palabras no hicieron falta. Darya, aunque sintiéndose terriblemente culpable por dejar solo a Áket en aquella discusión, no dijo nada. No podían saber que era ella. Maugrim dirigió una mirada fugaz hacia el lobo perlado antes de centrar su atención de nuevo en Peter. Darya había entendido su gesto. Se ocuparía de Áket en cuanto los Pevensie se desvanecieran.

     —Suelta eso, chico —aconsejó Maugrim, sin inmutarse—. Alguien podría lamentarlo.

     —Por mí no te preocupes, ¡atraviésalo! —exclamó Castor.

     Los lobos detrás de ellos aullaron, y Darya se giró para observar cómo Áket gruñía amenazadoramente, cada una de las hebras de su lomo firmemente erizadas.

     —Huye ahora que puedes, y recuperarás a tu hermano —dijo Maugrim. Peter vaciló, y Susan agarró con fuerza la manga de su abrigo.

     —¡Para Peter! Quizá deberíamos escucharlo a ver —habló la muchacha.

     Darya quedó paralizada. Si bien sabía que Susan era, de entre los Pevensie, a la que menos agradaba la idea de encontrarse en una situación peligrosa y lejos de su hogar —y ya puestos, su mundo—, jamás hubiera esperado que semejante propuesta saliera de sus labios. Darya no podía culparla; durante años, en una época ya lejana, ella misma habría creído en las palabras de los esbirros de la Bruja, y en las falsas promesas de la misma.

     —¡No le escuches! —dictaminó de repente, viendo que Peter se debatía en bajar su espada o no—. No puedes confiar en lo que te diga.

     —¿Y quién eres tú? —ladró Maugrim, mirándola a ella. Darya quedó paralizada. ¿Podría reconocerla bajo sus apariencias humanas?

     Pero era imposible. Maugrim no podía ver más allá de su falsa forma. Así pues, Darya asió la espada en sus manos con más fuerza, sintiendo que la empuñadura se le clavaba en las palmas, y procedió a dibujar un arco con el filo que aterrizó sobre el lomo de uno de los lobos más próximos a ella. La fuerza del arma al chocar contra el cuerpo y clavarse en el músculo, perforando la piel del estómago del lobo, hizo que se tambaleara por unos segundos. La respiración se le aceleró y con esfuerzo, extrajo la espada ensangrentada, apuntándola a Maugrim igual que seguía haciendo Peter.

     —Alguien que podría matarte a ti y a todos los que profesáis pleitesía a la Bruja —suspiró con esfuerzo y con la voz levemente entrecortada; pese a todo, sonó segura de sus palabras, y Maugrim soltó un aullido colérico antes de embestir en su dirección, a la par que el resto de lobos se lanzaban hacia ellos de igual manera.

     —Oye —siguió insistiendo Susan a Peter—, que alguien con un abrigo rojo te dé una espada, no significa que seas un héroe. Vamos, ¡tírala!

     —¡No, Peter, Narnia te necesita! ¡Destrípalo ahora que puedes!

     El hielo de la cascada crujía ahora con más fuerza. Ninguno de los presentes sabía cuánto resistiría la pared de hielo. Darya empezaba a estar cansada de las insistencias de Susan, pese a que las comprendía. Cuando el miedo gobierna los corazones de las criaturas, incluso el más sensato y lógico puede dejarse dominar por las cavilaciones más insensatas y estúpidas.

     —No es un héroe —gruñó, apartando a uno de los lobos de su camino con ayuda de Áket—. Pero será un rey.

     —¡Peter! —exclamó Lucy, demasiado tarde.

     La cascada se liberó y el Gran Río rugió.

     Por unos instantes, el silencio se hizo con el control de los oídos de Darya. No escuchó los gritos, los aullidos despavoridos de los lobos o la forma en la que las patas de los castores repiqueteaban contra las baldosas de hielo hasta lanzarse al agua. No escuchó la forma en la que la espada de Peter se hundía en el bloque de hielo bajo sus pies, o cómo Susan y Lucy, incluso Áket, intentaban agarrarse a él.

     Solo existió el sonido de su respiración entrecortada y acelerada, y más tarde, el de la corriente arrastrándola. Las aguas tiraron de sus ropas hacia abajo, aprisionándola en una jaula invisible. No podía respirar; sus pulmones batallaban junto a su boca para alcanzar el más mísero atisbo de oxígeno, pero lo único que consiguió fue que el agua entrara con más ahínco dentro de su cuerpo.

     El agua estaba helada y caló cada parte de su ser. Darya sabía que debía luchar por llegar a la superficie, pero aquella parecía una batalla que no podría ganar. Nunca había aprendido a nadar, y aquellos parecían los momentos menos indicados como para aprender a hacer lo que nunca había hecho antes. La corriente siguió arrastrándola, reclamándola para sí con la ayuda de su vestido y la magnitud del peso de sus recién entregadas armas. Las extremidades se le entumecieron y su cuerpo perdió la poca fuerza que había tenido tras la transformación.

     Los ojos se le volvieron pesados y ante ellos, durante los pocos segundos de consciencia que le restaban, atisbó el brillo del colmillo de marfil por los reflejos del río.






     Áket llegó a la orilla sintiendo que las patas cederían bajo su peso en cualquier instante, y precisamente, aquello fue lo que sucedió. Tras él, los hermanos se habían reunido tras encontrar a la más pequeña, y los castores se sacudían los pelajes con fuerza. El lobo perlado sentía su cuerpo pesado, y quizá se debiera al peso que su espeso pelaje tenía por haberse empapado.

     Se tomó unos minutos para recuperar la respiración, hasta que Caleen, mirando a su alrededor, dijo lo siguiente:

     —¿Dónde está Darya?

     La fatiga que Áket sentía se disipó en cuestión de segundos, cayendo en la cuenta de que, efectivamente, la que había sido su mentora no se encontraba entre ellos. Respirando aceleradamente, procedió a girar la cabeza de un lado a otro esperando atisbar a Darya.

     —Áket —llamó el Señor Castor—, tranquilízate, joven. Si la buscamos entre todos, la encontraremos antes.

     Diez minutos más tarde, la encontraron. Todavía presa de su nueva forma humana, Darya permanecía inmóvil sobre la hierba a medio descongelar, sus armas tiradas a su alrededor, probablemente después de ser arrastradas por la corriente del río hacia la orilla. Áket corrió hacia ella, tocando una de sus manos con el hocico, buscando despertarla. Pero los ojos de Darya no se abrían.

     —No despierta —aulló hacia el resto—. ¡No despierta!

     Susan, siendo la primera en salir de la conmoción de encontrar a Darya inconsciente, se lanzó al suelo al lado del lobo y buscó el pulso de la muchacha en la muñeca.

     —Casi no respira —dijo—, y está helada.

     —Hay que encender una hoguera —determinó Caleen, alentando a su esposo y a Peter a que se marcharan—. Encontrad algo de leña seca, lo suficiente como para una fogata pequeña. Darya necesita todo el calor que podamos reunir, y nosotros también, incluso con las temperaturas tan cálidas que empiezan a hacer ahora.

     Los dos se alejaron y volvieron minutos después, solo para encontrar que las chicas se habían deshecho de sus abrigos y de que la Señora Castor reunía las armas de Darya a un lado. Encontraron a esta última todavía quieta y respirando a duras penas entrecortadamente, con Áket echado sobre sus piernas con las orejas caídas hacia atrás.

     —Áket —murmuró Darya débilmente entre sueños.

     —Aquí estoy —rezó en un susurro.

     Pasara lo que pasara, Áket no iba a abandonarla.

     Nunca.








¡Hola! 

Long time no see, ¿eh? Me disculpo por la demora, pero estos últimos meses he tenido un bloqueo general en prácticamente todo lo que conforma escribir y editar. Para vuestra suerte (espero), eso ha cambiado y estrenamos nueva portada junto a capítulo nuevo. ¿Qué os parece, por cierto? Quería hacer algo distinto a los prototipos de portadas de los fic de Narnia que hay por aquí.

¿Qué os ha parecido el capítulo? 

Muchísimas gracias a l@sque todavía seguís aquí leyendo y aguantando las esperas, de verdad.

Votad y comentad, 

¡Besos! ;*

—Keyra Shadow.


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