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Capítulo 6. El Colmillo de Marfil









     Áket siguió las indicaciones de Darya y caminó al frente del grupo. Su misión, como la leona había señalado, era clara: vigilar que la zona por la que pasaran era segura, mientras ella se encargaba de cerciorar la retaguardia. Sentía todavía el sabor de la carne del cervatillo en sus fauces, pero aun así, su estómago rugió levemente, provocando que la Señora Castor lo mirara, curiosa. Los ojos del lobo se dispararon como dagas hacia la nieve que pisaban sus patas y su cola se enroscó entorno al interior de sus patas traseras por inercia.

     Para él, todo aquello era nuevo. A pesar de la forma en la que había crecido en la Cumbre Helada, depositaba en Darya y las palabras que esta le había dicho una ciega confianza; ¡rayos! Le hubiera confiado hasta su vida y no se hubiera mostrado ni mínimamente consternado al respecto. Darya había sido su superior, pero le había demostrado que ahora, además, podía llegar a ser su amiga.

     La crianza de los lobeznos en el castillo de la Reina Jadis siempre había sido estricta. Nacidos directamente en las alcurnias del corazón de la Cumbre Helada, era de esperar que los lobos que sobrevivieran y consiguieran llegar a la edad adulta, se convirtieran en buenos guerreros. Tres de cada cinco cachorros solían morir, ya fuera por pequeñas misiones o porque sus cuerpos no habían soportado llegar a la madurez. Algunos, sin embargo, eran rechazados y privados del entreno como guerreros si así los progenitores lo creían conveniente; era frecuente que los cachorros más débiles fueran descartados y apartados del resto para dejar que murieran. La ley del más fuerte era aplicada.

     Y Áket había sido uno de ellos.

     El más pequeño de su camada, desechado como meros huesos roídos; las zarpas de la muerte enroscándose con más ahínco entorno a su pequeño y débil cuerpo, como una serpiente que sisea en silencio que la hora está llegando. Su destino había sido decidido antes incluso de que alguien dejara que él decidiera. La suerte siendo echada sin su consentimiento, pero, al fin y al cabo ¿qué podía hacer un pequeño lobezno?

     Fue entonces cuando Darya había entrado en su vida. Era costumbre entre los lobos de la Bruja llevar a los cachorros enfermizos hacia los lagos helados que envolvían los entornos de la Cumbre Helada. Muchos eran los lobeznos que solían caminar hasta sus aguas en busca de beber, y muchos los que terminaban en sus profundidades, arrastrados por las siniestras criaturas que los habitaban.

     Darya había estado patrullando, siglos después de haber sido nombrada Comandante y apenas unos pocos años después de haber fundado la Guardia, cuando lo encontró a él. Según ella le había explicado, lo había encontrado muy cercano ya de las orillas del lago del Sur. Bajo el manto plateado de la superficie, las escamas de los espectros de agua helada podían ser vistas, camufladas por el brillo de la luna en el agua. Antes de que los depredadores pudieran haberse lanzado sobre él, Áket había sido rescatado por la Comandante, y así había sido como esta, llena de compasión, había perdonado la vida de aquél a quien ni siquiera ella había condenado.

     Reflejado en Áket, Darya se vio a sí misma.

     Lejos de lo que cualquiera pudiera haber deducido de la razón tras la acción de la leona blanca, Darya se había mostrado distante. Aquello, sin embargo, no había impedido que el cachorro de pelaje perlado siguiera a la Comandante allá a donde fuera. Con el tiempo y durante los años siguientes, Darya se fue acostumbrando a la tozudez que Áket mostraba en acompañarla y, lentamente, ella permitió que el pequeño lobo fuera educado bajo su tutela.

     Los ojos de Áket se desviaron hacia el final de del camino, allí donde Darya había parado segundos antes para borrar las huellas que dejaran sobre la nieve. La había visto seguir el mismo procedimiento durante varios minutos, y aunque había estado tentado a volver sobre sus pasos y ayudarla, aquello implicaba acercarse de nuevo a los humanos, algo que Darya había indicado que, bajo ningún concepto hiciera; no se fiaba de él en aquel aspecto, y si era sincero, no la culpaba por ello.

     A tan solo unos pocos pasos por detrás, podía sentir las respiraciones cada vez más pesadas de los tres humanos. Una en especial, la de la humana que había atacado —y la que había deducido que se trataba de la más joven—, era más pesada que la de los otros dos, y Áket empezaba a ponerse nervioso al respecto. Jamás había visto humanos más allá de las apariencias de la Reina, y aunque Darya había dejado en claro que no eran una amenaza o que no poseían cualquier tipo de poder, el lobo no podía evitar que un imperceptible miedo floreciera en su interior, impulsado, además, por una curiosidad que cada vez parecía carcomer más su mente.

     Quería saber sobre ellos, qué hacían, cómo lo hacían; quería saber de dónde venían, cómo se expresaban y qué pensaban. Era bien sabido entre los integrantes de las huestes de la Bruja que los humanos habían abandonado Narnia siglos atrás. Áket no poseía especiales conocimientos relevantes en el área de la geografía, pero había escuchado historias al respecto. La mayoría de humanos habían traspasado los bordes de Narnia y se habían aislado en Calormen. Otros habían cruzado el mar y se habían adentrado en sus diferentes islas, y otros pocos, una escasa mayoría, había tenido el coraje de infiltrarse allá a donde ni siquiera la Bruja había osado llegar: a la isla de Lerandhi, donde la Corte de las Perlas reinaba envuelta en sal y tormentas.

     Un débil quejido seguido por el sonido de un peso cayendo en la nieve lo atrajo de vuelta, sacándolo por completo de sus pensamientos. Se giró, pues todos se habían parado menos él. La pequeña humana había caído al suelo y se frotaba las adoloridas rodillas con las mangas de su abrigo. Áket observó a Darya acercarse rápidamente para colocar su cabeza sobre el torso de la niña, mientras sus dos hermanos mayores la ayudaban a levantarse cogiéndola por los brazos. La marcha empezó de nuevo.

     Áket sintió un tironeo extraño en lo más profundo de su ser. Ver a Darya reaccionar de aquella manera tan cuidadosa y dedicada por alguien que no fuera él, despertaba en su interior un sinfín de emociones que amenazaban con consumirlo. Emociones que jamás había experimentado pero que, por el gusto amargo que dejaron en sus fauces, dedujo que no podían tratarse de algo bueno.

     —Subid, Majestad —expresó Darya.

     Áket volvió a girarse, percatándose de que tanto la niña como la leona blanca conversaban en voz baja.

     —¡Pero te cansarás! —señaló la humana, sus pequeños brazos envolviéndose a su alrededor—. No quiero retrasarte.

     —Mi retraso será mayor si no subís —esbozó Darya. El rostro impertérrito de la leona se suavizó, y su voz sonó entonces dulce y cálida—. Vamos, Lucy, acepta la ayuda. Es esencial que llegues a salvo.

     La niña, aunque reticente, obedeció. Darya dejó que su cuerpo descansara sobre la nieve recién caída, sintiendo el frío penetrar su cálido pelaje. La niña pasó una de sus piernas por encima, arrastrándose débilmente sobre el lomo de la leona para acomodarse mejor. El tamaño de Darya era considerable, y Lucy, cuya cabeza llegaba exactamente al pecho de la leona, tuvo que hacer un gran esfuerzo por montarse por sí sola. Darya dejó que su cabeza se moviera hacia atrás para empujar con cuidado a la humana y así, ayudarla en cierta forma. Una vez la niña hubo estado dispuesta sobre su lomo, la Comandante tomó impulso y se alzó.

     Para Lucy, que nunca había montado en algo que no fuera un tren o un automóvil, la sensación de tener un cuerpo caliente debajo de sí, que respirara y se moviera, la llenó en una primera instancia de incertidumbre y miedo. ¿Qué ocurriría si se caía? ¿Y si se resbalaba por el pelaje de Darya? Por instinto, su cuerpo se encorvó entorno al tronco de la leona, envolviendo sus manos alrededor de las hebras blancas de la nuca de Darya.

     —¿Estás lista? —cuestionó la felina. Lucy dejó escapar un suspiro tembloroso que poco tardó en convertirse en vaho helado.

     —S-sí.

     Darya comenzó a trotar, consiguiendo ponerse a la altura del resto del grupo en cuestión de segundos.

     Áket apartó la vista en cuanto se percató de que Darya miraba en su dirección. Soltando un bufido, siguió caminando, acelerando un poco el paso. Canthos y Caleen conversaban detrás de él lo más bajo que podían, como si no quisieran que él los escuchara.

     La hostilidad dirigida hacia él era cada vez mayor, y Áket no tenía ni la menor idea de cuánto podría soportar. El Señor Castor, además, se aseguraba de ir recordándoles que debían ir más deprisa, y a pesar de que nadie parecía decirle algo para rebatir que estaban yendo lo más rápido que un grupo de cinco integrantes podía ir, algunos en especial empezaban a encontrarse verdaderamente hastiados.

     Una de aquellas veces, Peter no pudo contenerse más.

     —Como vuelva a decir que aligeremos —empezó, a punto de perder los nervios—, lo convierto en un sombrero de piel despeluchado.

     Darya, que no se encontraba demasiado lejos, sonrió para sí misma.

     —Deseo ver cómo lo intentas, Hijo de Adán.

     Como si hubiera sido invocado, Canthos se giró para mirarlos una vez más.

     —¡Aligerad, venga! —soltó.

     Lucy se acomodó mejor encima del lomo de Darya, sintiendo la calidez que desprendía su cuerpo y que reconfortaba el suyo propio. Arrugó la pequeña nariz respingona y soltó un pequeño quejido.

     —Se está poniendo más mandón —comentó, provocando que la leona soltara una leve risa que, aunque intentó ocultar, no pasó desapercibida para nadie.

     Áket se detuvo de repente, sus orejas moviéndose en todas direcciones. Darya se posicionó a su altura rápidamente.

     —¿Qué escuchas? —interrogó, demandante.

     —Se acerca algo —informó Áket—. ¿Lo oyes?

     —Sí —corroboró ella—. Y es rápido.

     —¡Es ella! —exclamó Caleen, interrumpiéndolos. Su pata derecha señalaba algo detrás de ellos—. ¡Corred, es ella, ya viene!

     El corazón de Darya se paralizó y su respiración se volvió errática. ¿Era posible que Jadis los hubiera encontrado tan pronto? No podía ser cierto. Su vista se dirigió hacia el punto en el que señalaba la castora y contuvo el aliento una vez más. Efectivamente, una mancha en la lejanía se acercaba peligrosamente rápido, justo en su dirección.

     —¿A qué estáis esperando? —rugió—. ¡Corred!

     Aunque no estaba segura de que se tratara de la Bruja, debían ser cautelosos y prevenir ser avistados a toda costa. Darya tomó una profunda bocanada de aire, sus patas moviéndose más deprisa. Pensó en dejar a Lucy a salvo y volver a por sus dos hermanos más tarde, asegurar sus vidas era prioritario. Pensó en ello mientras empujaba con el hocico a Peter y Susan, ayudándolos a que avanzaran más rápido —según su perspectiva—, pero no lo hizo. Su tamaño era evidentemente grande, pero aquello no quería decir que su fuerza y tamaño fueran suficientes como para llevar a los tres niños en su lomo.

     Si Áket hubiera sido lo suficientemente grande, tal vez Lucy podría haber cabalgado montada en él, y tal vez ella pudiera haber llevado a Susan, dejando que Peter, el más mayor de todos, corriera por sí mismo. Aquello, sin embargo, implicaba que también fueran más lento, pues si ya el peso de Lucy —aunque pequeño—, estuviera influyendo en su velocidad, era evidente que si las dos hermanas eran cargadas por la leona y el lobo, no conseguirían avanzar mucho más deprisa de lo que ya lo estaban haciendo.

     Las respiraciones de todos eran erráticas. Los dos Pevensie mayores hacían lo posible por correr igual de rápido que la leona y el lobo, mientras los castores habían optado por posarse sobre sus patas delanteras para ir más rápido. Si les hubieran preguntado, tanto Peter como Susan hubieran encontrado ciertamente injusto la desventaja que llevaban.

     Como animales, Darya, el lobo blanco y el Señor y la Señora Castor llevaban ventaja, pues sus patas parecían estar acostumbradas a correr sobre la nieve y sabían moverse con fluidez a través de la misma. A pesar de que la capa de nieve por la que corrían no era demasiado gruesa, podían sentir sus pies siendo engullidos por el frío y la humedad de la nieve.

     Delante de ellos, la primera línea de árboles de un bosque se alzaba a la intemperie, invitándolos con sus ramas desnudas a que se acercaran para buscar refugio. A diferencia del bosquecillo cercano al Erial del Farol, aquel no poseía una capa de follaje en la cual ocultarse, y sus ramas, además, no eran lo suficientemente altas como para subirse a ellas y pasar desapercibidos; la luz de aquella mañana tampoco les era de gran ayuda. Deberían conformarse con buscar refugio en tierra firme.

     Darya pensaba todo esto mientras sentía que sus pulmones colapsarían en cualquier instante. Con Lucy aferrada fuertemente a su lomo, procedió a adelantar al resto e introducirse en el bosque de árboles muertos. Pequeñas elevaciones de nieve se distribuían entre los troncos, y sus ojos las recorrieron despavoridos. Una en especial llamó su atención y, sin pensarlo dos veces, se detuvo frente a ella, señalándosela a Lucy con una de sus patas delanteras.

     —Escóndete, niña, ¡deprisa!

     Lucy obedeció al instante, bajándose de su lomo y cayendo sobre la nieve con un golpe sordo. Darya miró tras de sí, viendo que los castores, Áket y los dos Pevensie restantes se acercaban al escondrijo. Corrió hacia ellos y les indicó de igual forma la pequeña cueva de nieve, apenas lo suficientemente profunda como para ocultarlos a todos.

     —¡Adentro, adentro! —gritó Canthos, quedándose junto a Darya para asegurarse de que todos entraran.

     —¡Áket! —exclamó la leona—. Te quedarás conmigo para montar guardia. Si es necesario, seremos la carnada. No pueden encontrarles a ellos bajo ningún concepto.

     —Sí —asintió el lobo.

     El sonido del trineo era cada vez más cercano. Con el corazón latiéndole en la boca del estómago, Darya quedó agazapada delante de los niños y los castores, mientras Áket la imitaba y dejaba escapar pequeñas nubes vaporosas por la transpiración de sus cuerpos y alientos. Los niños, arrinconados contra la pared de nieve tras sus espaldas, intentaron no pronunciar palabra o sonido alguno.

     El trineo se detuvo. Escucharon los cascabeles que portaban las criaturas que habían tirado de la cochera, y a continuación, los pasos de alguien que se aproximaba, justo por encima de su pequeña cueva. Una sombra humanoide se detuvo en lo alto, mirando alrededor. Los ojos de Darya se entrecerraron. Aquella sombra era demasiado fornida como para pertenecer a la Bruja, y demasiado alta como para ser de Ginarrbrick. Tampoco parecía un minotauro, gigante o hombre lobo. Entonces, ¿quién era?

     Áket olfateó instintivamente y al verlo, Darya no pudo evitar imitarlo. El olor que desprendía la figura era singular; no se comparaba a nada que hubiera olido jamás proveniente de alguno de los esbirros de la Bruja o esta misma. Era un aroma que más bien le recordaba vagamente al dique de los castores. Un perfume cálido, agradable y reconfortante, el olor a leña quemada, a galletas de avena y sabrosos dulces de azúcar.

     La leona se giró para mirar al Señor Castor. Canthos le devolvía la mirada a su vez, olfateando igual que habían estado haciendo Áket y ella misma segundos atrás.

     —No es enemigo —articuló en voz baja. La sombra desapareció de sus vistas a continuación—. No es nadie de la Cumbre Helada.

     —He podido comprobarlo —dijo Canthos, acercándose a la entrada de la cueva—; ahora solo nos queda asegurarnos.

     —Tendré que ir a ver —intervino Peter de repente. Canthos se giró hacia él a la par que Darya y ambos negaron fuertemente.

     —¡No! Muerto no sirves de nada a Narnia.

     —Y tú tampoco, Canthos —objetó Caleen, tomando una de las patas de su esposo y acercándolo a ella para evitar que saliera.

     —Gracias, cariño.

      —¿Señor Castor, qué piensa hacer? —cuestionó Darya, a pesar de que había previsto sus intenciones mucho antes de hacer la pregunta.

     Canthos pretendía ir a comprobar que sus sospechas fueran confirmadas y no se tratara de un enemigo. Darya sintió un tirón en la boca de su estómago; iba en contra de su moral y la lealtad que les profesaba a los castores el dejar que Canthos saliera, pero por otra parte, estaban los Pevensie. Los tres niños permanecían abrazados los unos a los otros, incapaces de verse con el coraje suficiente como para moverse, por miedo a hacer demasiado ruido. No podía permitirse dejarlos solos, pero tampoco podía dejar que el Señor Castor acudiera solo a investigar quién era aquella figura.

     —Áket —llamó. El lobo le dirigió una breve mirada al escuchar su nombre—. Acompaña al Señor Castor. A la mínima señal de peligro, no dudéis en volver.

     El cánido asintió antes de seguir al castor al otro lado de la cueva, donde la sombra se había perdido. Darya le echó un vistazo a Caleen, posicionada a su derecha, quien mantenía la cabeza alta, mirando hacia todos lados como si así pudiera escuchar algo, hasta el más mínimo ruido que le advirtiera que su esposo se encontraba bien. No obstante, el silencio penetró en lo más profundo de sus pechos, y solo el eco de las respiraciones de los niños, cada vez más agitadas a causa del miedo, rompió la atmosfera que se había creado.

     De repente, un aullido. Darya se tensó.

     Silencio.

     Otro aullido, y la cabeza del Señor Castor apareciendo boca abajo frente a ellos, desde la parte superior de la cueva.

     —¡Salid, vamos, salid! —dijo el castor—. Espero que hayáis sido buenos, porque ha venido alguien a veros —esbozó, antes de desaparecer tras el montículo de nieve.

     Darya volvió a olisquear el aire antes de sacudirse levemente y girarse para mirar a los Pevensie. Sus ojos se encontraron brevemente con los azules de Peter, mientras él buscaba preguntarle silenciosamente si era seguro salir. La leona asintió, reconfortante.

     —Vamos —animó en un suave arrullo que, por unos instantes, se le antojó demasiado extraño en su propia voz. Demasiado suave, distante a los duros comandos que acostumbraba a pronunciar.

     Los niños se alzaron de la nieve caída en el interior de la cueva y caminaron fuera seguidos de Caleen. Cuando dejaron atrás la pequeña cueva en la que se habían refugiado, por unos instantes, la luz del sol combinada con la blancura del paisaje los cegó. Darya, parcialmente acostumbrada —aunque prefería los atardeceres y las noches, cuando su visión se mostraba en todo su esplendor—, enfocó la vista en Áket de manera rápida. Para su sorpresa, el lobo mordisqueaba hambriento un hueso totalmente pulido que, a simple vista, le pareció a Darya demasiado limpio y bonito como para ser roído.

     Delante de ella, la figura humanoide cuya sombra habían visto, se alzaba. Una calidez reconfortante recorrió el pecho de Darya y repentinamente extrañada a causa de ello, dio un paso atrás. La figura se giró para mirarla al instante, como si hubiera detectado su presencia.

     —No debes temer, Darya —dijo suavemente. Su voz resultó un suave arrullo, profundo y ligeramente ronco por la edad.

     Era un hombre de larga barba y cabellos níveos. Estiró los brazos hacia ellos y después a ambos lados, dándoles la bienvenida mientras su abrigo rojo resplandecía con el brillo del terciopelo bajo la luz del Sol. Detrás de él, se hallaba un trineo de rústica madera de arce y hierro, tirado por siete renos de pelaje castaño.

     Darya no lo reconoció; no recordaba haberlo visto en toda su vida, en todos los años que llevaba patrullando Narnia. El hecho de no conocer quién era aquel hombre la dejó anonada, molesta, incluso. Molesta, porque dentro de ella podía sentir el miedo que empezaba a bullir; miedo a lo desconocido. Y ella se negaba a sentir miedo.

     —¿Quién sois? —preguntó. El hombre dejó escapar una leve risa.

     —Me conocen por muchos nombres, querida leona —habló—, pero el más conocido es...

     —¡Papá Noel! —interrumpió la pequeña Lucy, con una sonrisa de oreja a oreja. Sus aniñados ojos brillaban con el resplandor de la alegría, y por unos instantes, Darya no pudo sino sentirse confundida—. Feliz Navidad, señor.

     El hombre pareció complacido de ser reconocido.

     —Así es, Lucy —dijo—, desde que habéis llegado.

     —¿Cómo puede ser posible? —cuestionó la leona, azotando la cola detrás de ella. Sus orejas se retiraron hacia atrás—. ¿Cómo sabemos que no miente?

     El anciano sonrió tranquilamente.

     —¿Qué ganaría al mentir?

     —Quizá información —empezó a decir ella—; quizá trabaje para la Bruja sin que lo sepamos. Quizá...

     —Darya —llamó Áket.

     Por primera vez desde que habían salido de la cueva, Darya escuchó la voz de su amigo, de aquél que había sido su Segundo. Áket había dejado de lado el hueso y se relamía las comisuras de las fauces pausadamente. Su porte era elegante, tranquilo, incluso. Darya se sorprendió, viendo que mientras ella era un manojo de nervios e inquietud, Áket permanecía totalmente preso de la quietud, como las aguas apacibles e imperturbables de un lago.

     Había llamado su atención para que guardara silencio, para que consiguiera recomponerse y calmarse. No podía perder la paciencia de la forma en la que había empezado a hacerlo segundos atrás. Inhaló pausadamente antes de asentir.

     —Aceptad mis disculpas, Señor —dijo al cabo de unos minutos—. Perdonad mis insinuaciones, no pretendía ofenderos de ninguna de las formas.

     —No debes disculparte, Darya —dijo el anciano—, pues entiendo que está en tu naturaleza desconfiar de aquellos que supongan un peligro para tus más allegados. Siento, de igual forma, que halláis pensado por un momento, que mi trineo era el de la Bruja, los parecidos son comprensibles.

     —Pensábamos que era ella —admitió Peter.

     —Sí, pero en mi defensa, diré que yo conduzco uno de estos mucho antes que la Bruja.

     —Creía que nunca era Navidad en Narnia —habló Susan. ¿Acaso no era aquello lo que los Castores les habían dicho?

     —No, desde hace mucho tiempo; pero la esperanza que habéis traído, Majestades, está empezando a debilitar a la Bruja. Sin embargo —dijo a continuación—, supongo que no os vendrá mal un poco de ayuda. A todos vosotros.

      Se giró hacia el trineo, caminando hasta un gran fardo de tela carmesí. Por las dimensiones de semejante bolso, Darya pensó que, o bien el contenido era extraordinariamente grande, o había múltiples cosas metidas dentro. Papá Noel —aunque ella siguiera sin saber bien quién era—, cogió los cordones dorados que ataban el saco y procedió a desatarlos, abriendo los cierres de la tela. Metió entonces las grandes manos y rebuscó durante unos segundos, antes de extraer el primero de los objetos: un vial ovalado de cristal en una funda carmesí y cosida en hilos dorados, además de un cinto de cuero y una pequeña daga. En esta última y el tapón del vial, la cabeza de un león había sido labrada en los metales. La respiración de Darya se cortó. El león era el emblema de Narnia, en referencia al Gran Aslan.

     —¡Regalos! —exclamó Lucy, repentinamente emocionada.

     Papá Noel sonrió.

     —Así es. Estos, querida Lucy, son para ti —añadió, entregándole a la niña los primeros objetos—. El jugo de la Flor de Fuego —Señaló el frasco de cristal—. Una gota cura cualquier herida, incluso aquellas más mortíferas, siempre y cuando llegues a tiempo. Y ten esto —le dio la daga—, aunque espero que nunca tengas que utilizarla.

     —Pero —pronunció Lucy, mirando la funda con la daga y el vial en sus manos—, creo que debería ser muy valiente para ello, señor.

     —No me cabe duda, pero las batallas siempre son repugnantes, y la valía aflora cuando menos lo esperas, pequeña, incluso cuando más miedo sientas.

     Lucy se apartó, y Papá Noel volvió a girarse hacia el saco. Esta vez, sacó un caraj de cuero rojo forrado en terciopelo por dentro, un set de flechas de afiladas plumas rojas y un arco de madera de cedro de marfil. Por último, un cuerno de marfil tallado con la forma de un león rugiendo.

     —Susan —llamó entonces. La susodicha se aproximó con el ceño ligeramente fruncido. La idea de una batalla nunca le había parecido atractiva a la mayor de los Pevensie, se dijo Darya, pero su participación sería necesaria a pesar de todo—. Confía en este arco, no acostumbra a fallar.

     —¿No ha dicho que las batallas son repugnantes? —le preguntó la muchacha, visiblemente confundida.

      Papá Noel dejó escapar una leve risa—: Y aunque parece que no tengas problemas para hacerte escuchar —prosiguió, ignorándola y tendiéndole el cuerno esta vez—; hazlo sonar, y donde quiera que estés, algo acudirá a socorrerte.

     —Gracias —sonrió Susan; la primera sonrisa en mucho tiempo.

     —Peter —indicó el anciano, y mientras el muchacho se aproximaba, Papá Noel extrajo una espada enfundada y un escudo. Igual que las armas anteriores, la empuñadura de la espada estaba bañada en oro y la cabeza de un león, igual a la daga de Lucy, resplandecía bajo los rayos de Sol. El escudo, por otra parte, mostraba el rostro de un fiero león con su majestuosa melena—. Puede que no tardes mucho en utilizarlos.

     Una vez más, hubo una referencia a la batalla que se avecinaba. Darya miró atentamente a Peter mientras la espada emitía un suave ruido metálico al ser extraída de su funda. Había una inscripción grabada a lo largo de la hoja, aunque no alcanzó a leerla.

     —Gracias, señor —respondió el primogénito.

     —Señor Castor, encontrará que los destrozos en su dique han sido reparados y que la estructura del mismo ha sido terminada por fin. Señora Castor, una máquina de coser nueva la espera junto a su mecedora, y provisiones para el año próximo han sido dispuestas en las alacenas.

     Los castores se mostraron terriblemente agradecidos ante aquellos regalos y dieron las gracias múltiples veces al respecto, aunque el anciano le restó importancia alegando que era Navidad.

     —Áket, aunque tu mente todavía alberga dudas, escucha a tu corazón —indicó. En sus manos, había una armadura con forma canina, una coraza de escamas de hierro y grabados en plata—. El hierro de esta coraza es ligero, pero ni la más certera de las lanzas o flechas podrá penetrarla mientras la lleves puesta. Podrás moverte con total libertad en ella, y será como una segunda piel para ti.

     El lobo se aproximó, permitiendo que el hombre le colocara el abrigo de metal sobre el pelaje. En efecto, la coraza se adhirió al pelaje blanco de Áket como si la hubiera llevado toda la vida, como una segunda piel. El lobo efectuó una reverencia, dándole las gracias.

     —Y por último, Darya. Acércate.

     La leona no esperaba que hubiera algo para ella, si bien podría haberlo deducido fácilmente: hasta Áket, quién no sabía de qué bando se encontraba todavía, que iba confiando ciegamente a donde quiera que ella fuera, había recibido una armadura. Se acercó, aunque vacilante, y se quedó quieta mientras Papá Noel rebuscaba en uno de los bolsillos interiores de su chaqueta.

     Una cadena de plata brilló en sus manos. Darya la miró, curiosa, hasta que el hombre abrió la mano por completo, dejando ver una figurilla sujeta a la cadena a través de una argolla de plata. No obstante, al mirar más de cerca, se percató de que no era una figurilla, sino un colmillo. Un colmillo de marfil que, al parecer, tenía una cabeza de león bañada en plata coronando el nacimiento de la encía.

     —Este colmillo me fue entregado por alguien a quién posiblemente no recuerdes. Tiene muchos siglos de antigüedad y es toda una reliquia. Es, por derecho, tuyo. Ahora pediré que abras tus fauces, leona, y cierres los ojos.

     Darya vaciló. ¿Debía depositar tal confianza en las manos de aquel hombre? Miró a su derecha, a los tres hermanos y sus nuevas adquisiciones. A su izquierda, a los castores y Áket, los primeros con las promesas de sus nuevos regalos y el último con su coraza impenetrable. Si ellos habían podido confiar en aquel anciano, ¿por qué ella no?

     Cerró los ojos y abrió las fauces, acatando las órdenes que le habían sido dadas. Sintió que una gota de un líquido era depositada sobre su lengua, y que esta se deslizaba hasta su garganta. Por inercia, tragó y a continuación, abrió los ojos. Papá Noel cerraba el colmillo que, en realidad, era un pequeño contenedor, con la cabeza de león siendo el tapón al contenido que guardara en el interior del colmillo.

     —Este colmillo contiene una poción muy especial y rara. Única en todos sus ingredientes. Las lágrimas de una estrella fueron depositadas como ingrediente principal a su fórmula, y el aliento de la creación le otorgó varias propiedades, alterando y potenciando las que ya poseía. El contenido del colmillo es infinito, y siempre permanecerá lleno —explicó Papá Noel.

     Se giró una última vez hacia el saco en el trineo y le mostró lo que había sacado a Darya antes de dárselo a Peter. La leona sintió que un mareo repentino atacaba su cuerpo.

     —Estas serán tus armas, Darya —dijo. La funda azul de una espada encontró su lugar en su campo de visión, a su vez que un arco de marfil parecido al de Susan, y un caraj azul repleto de flechas plateadas.

     —No poseo los conocimientos o los medios para utilizarlas —habló ella. Su cabeza se embotaba por momentos, el mundo entero empezó a darle vueltas. Su corazón latió desbocadamente en su pecho y la sensación de vértigo nubló su mente y cuerpo.

     —No, todavía —asintió el anciano—, por eso, necesitarás el colmillo. Y ahora, cambia.

     Como si sus palabras hubieran formado parte del cántico prohibido de un hechizo dormido, las patas de Darya cedieron bajo el peso de su cuerpo y sus ojos se cerraron. Lo último que vio, fueron los rostros conmocionados de los presentes, los azules ojos de Papá Noel.

     Una infinita luz azulada lo inundó todo y, a continuación, el mundo se desvaneció.










¡Hola!

Han pasado varias semanas, pero sin duda la espera ha valido la pena (o eso espero). Este capítulo es el más largo por el momento, pero en un futuro vendrán otros mucho más extensos, os lo aseguro.

Hemos podido apreciar mejor el personaje de Áket, en especial cómo empezó su relación con Darya y los primeros años de su vida, ademas, parece que siente algo de celos de las atenciones de la leona hacia los humanos. Aclaro, por si acaso, que no es nada romántico. El cariño que Áket siente por Darya es el de un hijo hacia su madre o un hermano menor hacia su hermana mayor, algo fraternal.

Papá Noel (Father Christmas, Santa Claus, o variantes para otros), ha aparecido por fin. Este capítulo es un punto de inflexión ligeramente importante, el título ya lo dice. Ese colmillo va a ser clave en muchas escenas, ya veréis. ¿Sabéis lo que viene a continuación, verdad?

Espero que os haya gustado, ¿qué os ha parecido?

¡Votad y comentad!

¡Besos! ;*

—Keyra Shadow.



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