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Capítulo 27. Piedras de Hiedra y Sangre | Parte III

ADVERTENCIA: 

En multimedia encontraréis un mapa del castillo telmarino que he diseñado. He intentado seguir bastante cómo se muestra en las películas, aunque me lo he inventado en su mayoría. Durante la narración quedará claro el recorrido que hagan los personajes, por ende, no lo he marcado. El capítulo 27 en su totalidad (las tres partes) han sido 17.799 palabras, y esta parte en concreto ha tomado 8.204.

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     Finalmente, tras discutir las posibilidades que tenían, determinaron que los Reyes, el Príncipe y Trumpkin —quién había insistido en acompañarlos—, llegarían hasta el castillo telmarino a lomos de los grifos. Su líder, una anciana y longeva criatura que había vivido los últimos días de le Era Dorada, expresó las ventajas de los de su especie. Al ser mitad león y mitad águila, los grifos poseían lo mejor de ambos mundos; eran cazadores sigilosos natos. Aquello bastó para convencer al resto, además de añadir que entonces los pegasos y los hipogrifos podrían vigilar el Altozano desde los cielos junto a otras aves.

    La idea de volar no le agradó especialmente a Darya. Ella y las alturas jamás habían conseguido llevarse bien. Mientras recogían las armas recién afiladas de la armería improvisada, Lucy se acercó a Darya para brindarle algo de consuelo. Esta última abrochaba el cinto de su espada a la cadera con un fuerte tirón cuando la menor de los Pevensie se presentó a su lado y le puso una mano en el brazo.

    —No te preocupes, Darya —le dijo la muchacha—. Los grifos no van a permitir que caigas.

    —No es eso lo que me preocupa —admitió la otra, ajustándose las bandas del peto de cuero—. Temo más que tu hermano haga una estupidez.

    —¿Cuál de ellos? —bromeó Lucy. El comentario le arrancó una sonrisa a Darya.

    —Peter —suspiró—. Aunque algo me dice que tampoco debería fiarme de Edmund del todo. No está bien poner el peso de una misión sobre una única persona. Va a tener que entrar él primero y asegurar el perímetro.

    —Pero el hermano de Prísyla también estará allí.

    Lucy no iría con ellos. Restaría en el Altozano junto a Buscatrufas y las familias de los soldados que llevaban consigo. Distintos escuadrones habían sido creados para vigilar los terrenos del Altozano en la ausencia de la comitiva Darya determinó que de aquella forma era mejor, que estaría más tranquila sabiendo que Lucy estaría a salvo y lejos de la batalla que se desataría aquella noche.

    —Eso suponiendo que vaya a ayudarnos de verdad —Se encogió de hombros.

    La telmarina le había confesado a Darya que planeaba mandarle a su hermano un mensaje. La Narniana había agradecido el gesto, pero aquello no había calmado sus nervios. Ya no solo eran ellos los que se ponían en peligro, sino el hermano de Prísyla también. Así pues, había insistido en que le dijera a Deverell que, de verse en peligro en el castillo, se fuera con la comitiva narniana. De aquél modo, al menos, había pensado Darya, podía protegerlos a todos mejor.

    Áket se acercó a ellas portando la cota de diamante que Papá Noel le había obsequiado hacía ya tanto tiempo. Darya le sonrió y contuvo las ganas de pasarle una mano por el pelaje perlado. No quería avergonzar a Áket de ninguna de las maneras, y menos tratándolo como un cachorro delante del resto de narnianos. Al fin y al cabo, ya no solo era su mejor amigo y su pupilo, también era el respetado y temido Guardián de Morfeo.

    Sin embargo, se sorprendió cuando fue el lobo quien se acercó a ella y pasó la cabeza por su mano.

    —Estaremos listos cuando vos lo estéis, Su Majestad —comunicó el cánido.

    Darya asintió y, tomando una profunda bocanada de aire, se subió al lomo del grifo que la llevaría. Con una mirada hacia los Pevensie y Caspian, instó al grifo a saltar al cielo pintado de ocaso.

    El trayecto hasta el castillo era sencillo. El aire frío del norte azotó las mejillas de Darya hasta sonrosarlas por completo. Las montañas y los valles, incluso el Gran Río se sucedieron bajo ellos en una vorágine apenas distinguible por la neblina de las nubes. El viento que los acompañó impulsó las gráciles alas de los grifos hasta que las torres del castillo se distinguieron delante de ellos, gigantes de piedra que aguardaban su llegada y lo que acontecería más tarde.

    El grifo de Edmund descendió antes que cualquier otro. Se deslizó por las tejas con cuidado y aguardó.

    El soldado telmarino que moraba aquella torre paseaba sin preocupaciones. Un poco distraído quizá, pues había tenido la mala suerte de que le tocara aquella guardia en lugar de dormir plácidamente en su lecho. Las horas de construcción del puente habían hecho mella en muchos de los soldados, y aquél no era la excepción. Estaba cansado y distraído, quizá más de lo que hubiera debido.

    El grifo lanzó sus zarpas hacia abajo y tomó al soldado por los hombros. De un golpe de cabeza contra el casco del telmarino, este quedó inconsciente. Edmund saltó del tejado y tomó el extraño objeto cilíndrico que Darya le había visto enseñar durante la reunión antes de partir. Lo había llamado "linterna", y servía para iluminar en la oscuridad. Una antorcha muy poco común, si le preguntaban a ella.

    El resto de criaturas aladas, que habían estado planeando por encima de las nubes, bajaron en picado en cuanto Edmund iluminó el cielo. La señal era perceptible en la oscuridad total de la noche, por lo que no solo los grifos restantes la verían, sino también Áket y Aérilus, que comandaban el ejército por tierra que se escondía en el bosque.

    Susan y Darya prepararon los arcos y tensaron las cuerdas. Mientras tanto, Peter, Caspian y Trumpkin desenvainaron sus espadas. De las siete torres que poseía el castillo, cinco de ellas eran de vigilancia. Una había caído a manos de Edmund, pero quedaban las otras cuatro. Separándose, cada grifo voló en una dirección distinta, siendo el de Peter el único que se quedó junto al de Darya. La joven cerró los ojos con fuerza durante unos instantes antes de abrirlos y apuntar al guardia bajo ella. La flecha silbó en sus oídos y se clavó en la garganta del telmarino como el aguijón de un escorpión. Darya volvió a cerrar los ojos.

    —¿Estás bien? —Escuchó que le preguntaba Peter, pero no respondió. Todavía seguía disgustada con él.

    —Bájame, por favor —le pidió a su montura en su lugar. El grifo asintió y descendió. El grifo de Peter lo imitó, y tiempo después, los de Susan, Caspian y Trumpkin se unieron a ellos.

    La muralla en la que habían aterrizado servía de conexión para dos de las torres. El adarve se mantenía a oscuras, con la luz de la luna como única fuente de claridad. Delante de ellos aún podían ver el parpadeo de la linterna de Edmund. Darya se giró hacia Trumpkin.

    —Asegúrate de que el resto ha llegado hasta el castillo y deshaceos de los guardias que encontréis por el camino, pero sed sigilosos. Dentro de treinta minutos nos encontraremos en el patio de armas para abrir las puertas y levantar el puente levadizo.

    El enano asintió de acuerdo y se perdió de vista. Caspian alzó la cuerda que llevaba colgada al hombro.

    —Es probable que el Profesor se encuentre en las mazmorras, pero no perdemos nada por mirar en su estudio.

    —No tenemos tiempo para eso —protestó Peter—. Miremos directamente en las mazmorras. Debemos llegar a las puertas al mismo tiempo que Trumpkin.

    —Separémonos —indicó Darya sin mirarle. Peter deseó que lo hubiera hecho.

    —Podemos ocuparnos de Miraz —añadió Susan, refiriéndose a ella y su hermano.

    —Yo iré con Caspian a por el Profesor Cornelius —dictó la Heredera. Caspian le brindó una sonrisa por el apoyo.

    —Nos encontraremos en la puerta —prometió el Príncipe.

    Así fue como Caspian y Darya se encontraron bajando por la cuerda que él había llevado. Atándola a una de las almenaras de la muralla, emprendieron el descenso hasta el siguiente nivel del castillo. Caspian había contado los pasos y la posición de los ventanales bajo las almenaras hasta dar con aquél que creía que pertenecía al estudio del profesor. Darya quiso protestar cuando bajó de repente sin la seguridad de que era la ventana correcta, pero tampoco quiso apresurarse a asumir que el Príncipe no conocía su hogar lo suficientemente bien como para saber dónde estaba el estudio del Doctor Cornelius. Con un suspiro de resignación, bajó tras él y soltó la cuerda en cuanto sus pies tocaron tierra firme.

    Caspian cogió la daga atada a su cinto y maniobró con ella para manipular el pestillo que sellaba la ventana. En unos pocos segundos un sutil chasquido les indicó que había funcionado. El joven cruzó el umbral primero, recorriendo la estancia con la mirada antes de musitar el nombre de su tutor. Darya aguardó junto a la ventana, no muy segura de entrar. A simple vista, el lugar estaba desprovisto de toda actividad. Solo el murmullo del viento interrumpía la quietud en el estudio del tutor del Príncipe.

    La joven echó la vista hacia atrás y revisó las torres de vigilancia. El cambio de guardia todavía no se había producido, pero los telmarinos no tardarían en darse cuenta de que algo no iba bien. A aquellas alturas, Trumpkin ya estaría próximo a alcanzar las puertas del castillo para dar paso al resto de los narnianos. Debían darse prisa.

    —Caspian —llamó, la urgencia palpable en su tono—. El Doctor no está aquí.

    Más el Príncipe, cegado por la ilusión de encontrar a su tutor, siguió indagando en los rincones oscuros, en el lecho vacío y las mesas repletas de pergaminos. Darya lo observó de soslayo, manteniendo su atención en el portón cerrado de la estancia. Había algo extraño en la puerta. Con cautela, sin perturbar el orden de los objetos tirados en el suelo —¿por qué el Doctor Cornelius los habría puesto con tan poco cuidado así? —, se acercó a la entrada y examinó la madera. Contuvo una exclamación.

    Astillada en los lados del pestillo interior y con este último doblado en un ángulo extraño, la puerta había sido recolocada para que cerrara la entrada al estudio; pero la inclinación era evidente, aunque se hubieran esforzado por ocultar la agresividad con que el portón había sido desencajado de sus bisagras.

    En la distancia, al otro lado de la puerta, sonó el sonido de un golpe sordo, rotundo y estremecedor. Unos instantes más tarde, Darya escuchó los pasos apresurados.

    —¡Caspian! —exclamó—. El Profesor no se encuentra aquí, lo tienen prisionero. ¡Debemos darnos prisa e ir al patio interior!

    El susodicho acortó la distancia que lo separaba de la posición de ella con una flecha de plumas rojas en la mano. Darya la reconoció como la flecha que el Profesor Cornelius le había dicho que los Telmarinos habían encontrado en el río. Una de las flechas de Susan.

    —Entonces, ¡aprisa! —sentenció el Príncipe. Darya le dedicó una mala mirada, pues por su culpa ahora podrían descubrirlos.

    —No tan rápido —objetó—. Escucho pasos que se dirigen hacia aquí y es probable que en unos segundos estemos rodeados. Debieron saber que, si veníamos, vendríamos directos al estudio del Doctor. Tenemos que estar preparados para el ataque.

    Diciendo esto, Darya sopesó la idea de cargar el arco, pero rápidamente la desechó y decidió desenvainar su espada. Si estaban rodeados, las armas de larga distancia no le harían ningún bien. Una espada, por el contrario, podría darle ventaja. Caspian la imitó y el silbido tajante del acerco surcó el aire. La Heredera miró al Príncipe comprobando que estuviera listo. Este asintió, y tomando una bocanada de aire, Darya abrió la puerta.

    Su espada dibujó una curvatura por delante de ella a toda velocidad, pero se vio reducida en poco tiempo por otra arma que ejerció fuerza desde abajo. Darya evocó más fuerza en sus brazos, pero su contrincante poseía más fortaleza y las espadas chillaron al unísono antes de volver a separarse. Entonces, Darya sintió un tirón hacia atrás y, al no haberlo previsto, perdió el equilibrio. Las manos de Caspian la atraparon, pero el Príncipe la soltó y avanzó por delante de ella, cruzando la puerta. Darya quiso protestar, pero Caspian había visto al atacante antes que ella, y dos únicas palabras bastaron para que parara.

    —Lord Deverell —respiró Caspian.

    —Majestad —dijo este, una sonrisa curvando sus labios—. No os imagináis lo mucho que me alegro de saberos en buen estado, pero ahora debemos marchar cuanto antes. El castillo está siendo sitiado.

    —Lo sabemos —repuso Darya—. Nosotros lo estamos sitiando.

    —¿Y vos quién sois? —cuestionó el telmarino mayor.

    Deverell, se recordó Darya, no la había reconocido porque su primer encuentro había sido siendo ella una leona.

    —Me conocisteis con otra forma hace unas noches, Mi Señor. Me confiasteis la protección de vuestra hermana Prísyla.

    —¿La Reina Protectora? —farfulló Deverell, todavía perplejo—. ¿Cómo...?

    —Vuestras preguntas deberán esperar, Mi Lord —interrumpió Caspian—. Si el castillo ya ha sido sitiado, hay que encontrar al Doctor Cornelius cuanto antes. No nos iremos sin él. —Y tras unos segundos, añadió—: Y tampoco sin vos.

    —Discutiremos los términos de esa negociación en concreto más tarde —dijo el hombre—. Retienen al profesor en las mazmorras del ala este. Para llegar hasta allí deberemos cruzar medio castillo.

    —Hay que llegar al puente —insistió la muchacha.

    —¿De qué puente habláis? —le preguntó Deverell.

    —El levadizo. Nuestras huestes esperan que abramos las puertas al castillo.

    Los ojos del hermano de Prísyla relampaguearon.

   —Entonces no solo pretendéis sitiar el castillo, sino también atacarlo —Había una nota de envenenado resentimiento en sus palabras. Darya bajó la cabeza.

    —Aunque no pueda serviros de consuelo, mi plan solo incluía rescatar al profesor, pero mi intención jamás fue atacar al castillo.

    —Lo hecho, hecho está —se limitó a decir el telmarino mayor—. En estos momentos los guardias ya han averiguado que algo ocurre. Habéis tenido suerte de encontraros conmigo y no con alguien más. Todos los soldados le son leales a Miraz, ni siquiera yo cuento con aliados entre estos muros —Frunció el ceño, sopesando lo siguiente que diría—. Para llegar hasta el puente levadizo sin que os vean, deberéis bajar las escaleras a unos metros de aquí, girando a la izquierda y después a la derecha por un pasillo repleto de tapices. Al bajarlas, daréis con la puerta a las cocinas. Atravesando estas últimas os encontraréis con unas escalerillas que llevan hasta el patio interior del castillo. Pero tened cuidado, pues no poseo conocimiento sobre cuántos guardias morarán por allí. Una vez en el patio, estaréis desprotegida. Es todo lo que puedo deciros.

    —Gracias, Lord Deverell —asintió la Heredera. Aunque el tiempo corriera en su contra, la información que Deverell le había proporcionado era valiosa y ahora poseían una forma de llegar hasta el puente sin llamar demasiado la atención. No obstante, con la reticencia tensándole el cuerpo, Darya se quedó en el sitio.

    Se vio envuelta en un dilema moral. Por una parte, la idea de dejar que los narnianos entraran en el castillo la apremiaba a correr hacia el puente levadizo con tal de ayudar a Trumpkin pero, por otro lado, tampoco deseaba dejar al Príncipe Caspian a su suerte. Era consciente de que Caspian sabría moverse por el castillo con mayor facilidad que ella, pero no podía dejar de evidenciar que ahora era alguien buscado, que los de su propia estirpe le estaban dando caza. Caspian pareció ver el conflicto en sus ojos y le puso una mano enguantada en el hombro.

    —Lord Deverell y yo iremos a por el Profesor, tú corre hacia el puente y asegúrate de que Trumpkin tenga ayuda. Nos encontraremos en el patio interior y nos iremos.

    El tono de voz que utilizó le hizo creer a Darya que aquellas no eran completamente sus intenciones; que escondía algo. Pero no tenía tiempo para más preguntas, así que envainó la espada y cargó el arco para el camino que le quedaba, y girándose una vez hacia Lord Deverell y otra hacia Caspian, dijo:

    —Protegedle, Mi Lord; y vos no hagáis nada estúpido. Recordad el plan, príncipe.

    Echó a correr antes de que cualquiera de los dos pudiera decir algo más. La determinación inundó a Darya como un oleaje furioso. Debía llegar hasta las puertas antes de que fuera demasiado tarde, o todo el plan se vería comprometido y entonces, sus probabilidades de escapar se verían reducidas. Las antorchas parpadearon cuando el viento sopló a través de las columnas de piedra. Aún así, Darya fue capaz de vislumbrar las escaleras que Deverell había mencionado. Exhaló para calmar su respiración tras la carrera y asió el arco de su espalda, posicionándolo por delante de ella. Cogió una de las flechas y la preparó mientras empezaba a avanzar.

    De repente, fue terriblemente consciente del silencio que se extendía por el aire. Era capaz de escuchar sus propias pisadas, y se preguntó si los guardias que estuvieran custodiando las escaleras y el patio también lo serían. Cada paso era un doloroso recordatorio de dónde se encontraba y por qué. Si tan solo Peter la hubiera escuchado... Apretó los dientes hasta que le chirriaron dentro de la boca y se obligó a morderse el carrillo para distraerse de aquellos pensamientos.

    Así como sus pasos le eran audibles, otros también lo serían. Pegó la espalda a la pared en cuanto alcanzó el inicio de las escaleras y tensó el arco. Aguardó uno, dos, tres minutos. Entonces lo escuchó: la respiración rápida de alguien que ha corrido durante varios minutos, los pasos apresurados que no se molestan en ser ocultos, el suave jadeo de una voz ronca por el esfuerzo. Darya contó hasta tres a la par que los pasos subían, cada vez más cerca, cada vez más urgentes.

    Se deslizó hacia delante con el arco en alto y la flecha en posición.

    Y la flecha quedó a un suspiro del pecho de Peter.

    —¿Qué estás haciendo aún aquí? —inquirió él. Pero Darya no se contuvo.

    —¿Yo? ¡Tú eres el que casi queda con una flecha en el corazón! ¡Pensaba que eras un guardia! ¡Podría haberte matado! —Con los nervios a flor de piel, Darya bajó el arco al mismo tiempo que Peter le colocaba una mano en el hombro y le dedicaba una sonrisa. Ella intentó no verse afectada por el gesto, pero el revoloteo en su pecho la traicionó.

    —Pero no lo has hecho —concedió Peter. Sus dientes brillaron como perlas a la luz de la luna. Darya agitó la cabeza y volvió a guardar el arco y la flecha—. No hay guardias abajo. Edmund los ha guiado hasta la torre de vigilancia. La mayoría han dejados sus puestos, así que tenemos el camino despejado.

    Darya asintió y ambos bajaron las escaleras.

    —¿Dónde está Susan? —cuestionó la Heredera. La ausencia de Susan no le había pasado desapercibida.

    —Ha ido en busca de Caspian; tiene un mal presentimiento.

    —Coincido con ella —Se pegaron a la pared, resguardados por la curva de los escalones cuando escucharon pasos acelerados. Un guardia pasó corriendo justo enfrente de las escaleras, pero no se fijó en ellos. Darya soltó un suspiro.

    —¿Por qué? —inquirió Peter.

    —Porque yo le dije lo mismo a él. Había algo en su mirar que me dejó intranquila.

    Darya no osó decir nada más. El simple pensamiento hacía que se estremeciese. Si bien Caspian se había dedicado a buscar al Profesor Cornelius, mientras lo observaba, ella no había podido evitar distinguir algo más en su porte. Una ansía que lo estaba carcomiendo de dentro hacia afuera de manera lenta y tortuosa. Darya había vivido lo suficiente como para identificar de qué se trataba, pero se negaba a darle el nombre que rondaba en su cabeza.

    «Tan solo espero que Lord Deverell lo guíe y lo proteja, incluso de sí mismo.»

    El patio de armas, tal y como había dicho Peter, había sido peinado de guardias, pero debían actuar con suma cautela, pues era probable que las fuerzas telmarinas se encontraran en aquellos instantes en las almenaras y el adarve. A pesar de todo, la operación parecía complicarse por momentos. Con Susan en busca de Caspian, el propio príncipe desaparecido en alguna parte del castillo, el hermano de Prísyla intentando brindarles tiempo y Edmund en el torreón, dependía de Darya y Peter el que las puertas se abrieran. Solo eran dos, y Darya no sabía si tendría fuerza suficiente para activar el mecanismo del rastrillo y el puente levadizo.

    Lograron recorrer el camino que les quedaba hasta el patio de armas sin cruzarse con apenas soldados. A aquellas alturas, Reepicheep y sus Ratones se habrían adentrado en el castillo y les darían unos minutos de distracción. Ambos reyes se agazaparon tras una columna y Peter se inclinó para asegurarse de que la zona estuviera despejada. Darya miró tras ellos al mismo tiempo, viendo a un único guardia que miraba a su alrededor atento. La Heredera contuvo una maldición y deslizó una flecha entre sus dedos. Soltando el aire que contenía, la flecha surcó el aire y sinuosa, se clavó en el pecho del soldado.

    Pero Darya no había previsto el eco de la armadura al caer al suelo.

    —¿Quién anda ahí? —exclamó un soldado desde el adarve sobre sus cabezas.

    Peter y Darya se miraron con alarma.

    —Tenemos que abrir la puerta, ¡ya! —apremió el Hijo de Adán.

    —Peter, solo somos dos —intervino ella, agarrándolo del brazo para detenerlo—. No seremos capaces de activar el mecanismo. Necesitamos más fuerza.

    Peter le devolvió una mirada cansada. Él también sabía que sería difícil activar el puente levadizo y las puertas de hierro, pero no tenían más opción que intentarlo. Para aquellas alturas, Nerian y los narnianos se habrían internado entre las calles de la ciudad, mientras que el resto de la hueste, de tamaño más considerable, aguardaba en la linde cerca de los establos.

    —Quizá sí —concedió Peter en un tono bajo, casi ronco—; pero se nos ha acabado el tiempo.

    Al menos, debían intentarlo.

    Las torres que flanqueaban el puente levadizo y la entrada al castillo estaban desprovistas de guardias a simple vista, probablemente obra de Reepicheep y sus ratones. Aún así, los monarcas se deslizaron bajo la sombra de los muros con la espalda pegada a la piedra, casi a cuclillas y con las armas en ristre. Darya no olvidó la advertencia de Deverell: era probable que varios guardias se hubieran dado cuenta de que algo ocurría en el castillo a aquellas alturas.

    El patio de armas era un desierto de roca húmeda y luz de luna. Darya distinguió varias luces provenientes de unas pequeñas ventanas a un lado de la muralla de las torres. Instintivamente, apretó la espalda contra la pared y provocó que Peter chocara con su cuerpo.

    —¿Qué ocurre? —inquirió el monarca. Darya señaló con un asentimiento las ventanas, intentando ignorar el aliento de Peter acariciándole la mejilla.

    —Hay luces allá en la distancia. ¿Crees que sean guardias?

    Peter negó.

    —La torre de los guardias está en la otra punta de la fortaleza, para nuestra suerte. Lo comprobé con Nerian y Prísyla antes de marchar. Aquellas, según Prísyla, son las estancias de los nobles. No deberían darnos problemas, y dudo que salgan cuando lleguen nuestros refuerzos. Vamos.

    Pero no pudieron avanzar. Campanas empezaron a resonar desde uno de los torreones, presuntamente el que pertenecía a los guardias. Peter y Darya se miraron sintiendo un sudor frío recorrerles la espalda. La voz de alarma se había dado, y aquello solo podía significar una cosa: el tiempo se les había acabado. Mientras el castillo cobraba vida a cada segundo que pasaba, los dos monarcas salvaron la distancia que los separaba de las puertas y el puente levadizo.

    El mecanismo del rastrillo era un complicado entresijo de poleas de contrapeso activadas a través de una gran rueda de madera. Peter la estudió durante unos instantes antes de indicarle a Darya que empujara junto a él.

    —¡Edmund! —gritó el Pevensie de repente, mirando a la torre en la que había caído su hermano—. ¡Avisa a las tropas!

    La voz de Edmund llegó desde la lejanía, sumida en la distancia.

    —¡Estoy un poquito ocupado!

    Darya impulsó la rueda con todas sus fuerzas a la par que Peter empezaba a girarla. El mecanismo soltó un chirrido horroroso antes de ponerse en movimiento. Pasos sonaron tras ellos, y pronto, tres guardias aparecieron a unos pocos metros de distancia.

    —¡Peter! —chilló Darya cuando este dejó escapar la rueda. Sus manos se aferraron a la madera y sintió que las astillas se le clavaban en las palmas.

    —¡Lo sé, lo sé! ¡Lo siento! —Rápido como un rayo, Peter desenvainó a Rhindon. Darya sintió el fugaz contacto de unos labios contra su mejilla antes de que Peter se enfrentara a los guardias—. ¡Tienes que hacerlo tú, Darya!

    —¡¿Cómo puedes decir eso?!

    ¿Cómo podía, en efecto? ¿Cómo podía pretender que ella moviera aquel amasijo de poleas por sí misma? Ya contando con la ayuda de Peter había sido difícil, ¿y ahora esperaba que lo hiciera sola?

    «Cuando lo pille» pensó Darya, apretando la mandíbula—, «aquel sombrero que quería hacerse con el Señor Castor parecerá cosa de niños».

    Las cadenas que activaban las poleas eran pesadas, y su constante tintineo, junto con el de las espadas tras ella, estaban haciendo que Darya se pusiera mucho más nerviosa. En la distancia, a través de la celosía de hierro que conformaba la puerta, vio que los narnianos se aglomeraban ya en la linde del bosque, avanzando hacia el castillo. Los dientes de Darya rechinaron cuando intentó mover la rueda por enésima vez.

    «Necesito más fuerza».

    Empujó. Las cadenas repicaron al son de las campanas. Empujó. Peter resopló tras ella, empujando a uno de los guardias. El sonido de la carne siendo perforada inundó el aire: un gajo limpio a la parte trasera del muslo. El soldado cayó. Empujó. Los bufidos de los felinos y los resuellos de los minotauros se hicieron más evidentes. Una gota de sudor le bajó por la espalda, serpenteando por su columna vertebral. Empujó. La celosía empezó a levantarse.

    «¡Más fuerza!»

    Darya gruñó por el esfuerzo, su torrente sanguíneo caliente por sus venas y sus músculos contrayéndose entre escalofríos. El Colmillo tembló contra sus clavículas. Y entonces, la luz explotó a su alrededor.

    El estallido de luz creó un halo cegador que hizo que los guardias que luchaban contra Peter se cubrieran el rostro. Él aprovechó la distracción y deslizó a Rhindon en su dirección. Los soldados cayeron y Peter se dio la vuelta en el preciso instante en que la leona blanca acababa de empujar la rueda con sus patas delanteras. El pelaje de Darya brilló a la luz de la luna en un tono etéreo y puro, derrochante de luz blanca. Peter juró que había crecido.

    Un poderoso rugido y un grito desgarrador quebraron la noche y los narnianos los tomaron como la última señal que necesitaban. Pronto, Nikabrik y el resto de las tropas se encontraban alzando la puerta junto a Darya.

    Peter observó a Caspian, cuyo brazo sangraba profusamente, y a Susan aparecer al otro lado del patio de armas, junto a Lord Deverell y el Profesor. Rhindon refulgió en sus manos, sedienta de sangre y danza. Los narnianos vociferaron al otro lado de los muros.

    La puerta se abrió.

    —¡Por Narnia! —comandó.

    —¡Y por Alsan! —rugió Darya, saltando a la batalla.

    Los primeros soldados que avanzaron no esperaron encontrarse frente a frente contra una leona. Darya saltó sobre ellos cerrando las fauces alrededor de la carne blanda de las extremidades y los cuellos. Peter la miró por unos segundos, la imagen del propio Aslan abalanzándose sobre la Bruja impregnando su mente por un instante. Sacudiendo la cabeza, lanzó un mandoble que le rebanó el cuello al telmarino más cercano.

    La carnicería pronto se sucedió a la colisión entre ambos bandos. Los centauros, dirigidos por Aérilus, embistieron con maestría con cascos y espadas por igual. Los minotauros derribaron a los telmarinos con sus hachas, mazos y cornamentas; los felinos y los lobos asaltaron los puntos débiles de los hombres que permitían dejarlos al descubierto, siguiendo de cerca el ejemplo de la Tormenta de Enemigos.

    La espada de Peter surcó por el aire en un circulo perfecto hasta hundirse en el pecho de un soldado, y a sus espaldas, Caspian despachaba a los de su mismo pueblo como si no hubiera conocido más que el rencor y la ira hacia ellos. Susan les cubría las espaldas con sus flechas, y Darya los acechó de cerca, siempre manteniéndolos a la vista mientras dejaba tras de sí una estela de ríos carmesíes. Deverell, a metros todavía de ellos, resguardaba al profesor mientras se dirigían a los establos.

    Todo se desenvolvió de manera caótica y colérica. Narnianos y telmarinos se mezclaron unos con otros en un amasijo indistinguible de espadas, gritos de guerra y llantos de dolor. Sobre ellos, las almenaras y el adarve se llenaron de arqueros y ballesteros telmarinos, propiciando sus tiros y marcando sus objetivos en movimiento. Darya los cazó con ojo avizor, y así se lo hizo saber a Peter.

    —¡Dame una gota del Colmillo! —exclamó ella. Peter asintió, y Caspian y Susan pronto los cubrieron.

    La gota de la Esencia de Estrella supo a gloria para Darya. Se deslizó entre los telmarinos caídos y aquellos que todavía luchaban, en busca de sus armas. Los filos de las espadas y el silbido de las flechas llenaron sus oídos durante unos minutos, con voces humanas y berridos animales fundiéndose a su alrededor.

    Su espada había desaparecido, pero su arco y sus flechas seguían en el suelo, allí donde habían caído tras su transformación. Las dagas que guardaba en el caraj también estaba allí. Darya los tomó y se echó el caraj a la espalda, una flecha ya preparada en la cuerda de su arco y las dagas aseguradas en su cinto. Fijó la vista en uno de los hombres que planeaba disparar desde arriba, y soltó la cuerda. La flecha se clavó en la pechera del soldado lo suficiente como para desestabilizarlo. Una segunda flecha le siguió a la primera, y pronto, había un soldado menos entre los arqueros. Darya volvió a avanzar, utilizando las puntas de su arco para asestar golpes a los solados que se cruzaban en su camino. Pronto, su espalda chocó con otra y, girándose con rapidez, presionó la cuerda del arco contra su oponente.

    Los ojos azules de Peter le devolvieron la mirada y Darya soltó una exhalación que no sabía que contenía, su rostro a escasos centímetros del de él.

    —Agáchate —le susurró Peter, sin apartar sus ojos de los de ella. Darya obedeció al mismo tiempo que Rhindon se clavaba entre el hombro y el cuello de un telmarino. Una mano apareció ante Darya y ella la tomó. Peter volvió a estar delante de ella—. Cualquiera pensaría que pensabas cortarme la cabeza —mofó con sorna.

    —Que no sea por falta de ganas —concedió Darya, y advirtió—: Cambio de lado.

    Ella y Peter intercambiaron sus lugares. El soldado que había estado corriendo en dirección a Peter se topó con una de las flechas de Darya. Cayó al suelo con las plumas azules coronando su frente.

    —Nada mal para alguien que lleva dormida siglos —felicitó Peter. Darya, olvidando sus riñas anteriores, sonrió.

    —Olvidas que antes de eso, serví a una bruja malvada desde que tuve uso de razón. Llevo la batalla en la sangre.

    Las manos de Peter se deslizaron por su cintura para apartarla de un tirón de un hacha voladora. Darya chocó con su pecho. Involuntariamente, inhaló su aroma. Peter sonrió, notando cómo las pupilas de la chica se dilataban.

    —Podrás llevar la batalla en la sangre, pero tus reflejos siguen dormidos.

    —¡Eh, tortolitos! —soltó Edmund por encima de sus cabezas—. ¡Dejad los mimos para cuando no estemos al borde de la muerte!

    Darya y Peter se separaron y volvieron a concentrarse en la batalla, como si los intercambios que acaban de tener lugar no hubieran sido más que una mera normalidad entre ambos. Sin embargo, permanecieron cerca el uno del otro, atentos a sus movimientos y a aquellos de sus enemigos.

    Darya los recordaba a ambos, cientos de años atrás, en su primera batalla. Allá en las vastas llanuras de una Narnia que se revelaba contra el frío invierno de la Bruja Blanca, luchando por su legítima libertad. Jadis de Charn había perecido bajo las fauces del Gran León, pero Narnia volvía a alzarse una vez más, por sus tierras, por el temblor de sus corazones y los suspiros de sus almas.

    Cualquiera que hubiera vivido la Batalla de los campos de Beruna en tiempos de la Bruja, habría sabido discernir a la reina y el rey que combatían por y entre los suyos por el legado pacífico que le había sido negado a Narnia. La Reina Protectora y el Sumo Monarca se mecían en una danza siniestra, saltando alrededor del otro y blandiendo sus filos como los colmillos desnudos de una fiera famélica. Se cubrieron las espalas y guardaron sus flancos, acabando con todo aquel que osara acercarse, y acercándose a aquellos que aún no lo habían hecho.

    Con la respiración agitada por el esfuerzo de la lucha y la fuerza empleada, la Heredera observó a su alrededor. Una nueva tropa de ballesteros y arqueros se apostó en el adarve, permitiéndoles un descanso a los compatriotas que habían disparado hasta el momento. Ninguna flecha había cortado el aire en dirección a los reyes, pero el corazón de Darya se encogió en su pecho, una sensación fría paralizándole el alma.

    —¡Soldados, apuntad! —gritó el líder del séquito—. ¡Disparad!

    Las flechas silbaron en el aire. La lluvia se abalanzó contra narnianos y telmarinos por igual, presionando contra el suelo a algunos y condenando a la agonía a otros. Darya vio la flecha que se dirigía a Peter, quien rescataba un escudo del suelo. Sin pensarlo dos veces, se posicionó en la trayectoria del proyectil y sintió que la punta de hierro traspasaba la cota de malla de su hombro. El grito que profirió alertó a Peter, quien corrió hasta ella y la cubrió con el escudo. Darya apretó los dientes mientras agarraba a tientas la flecha, lo más cerca de la herida posible. Contó mentalmente hasta tres y partió el mástil de la flecha. Sacar el arma habría sido un error sinigual: cualquiera sabía que, si una flecha era extraída tan rápido como se había clavado, podría causar más estragos. La sangre brotaría a borbotones y la carne quedaría totalmente desgarrada. A pesar de que lo último era inevitable, Darya prefería no convertirse en un charco carmesí.

    El telmarino que le había disparado cayó al suelo con un grito y un golpe seco. Junto al adarve, abriéndose paso entre los soldados, Edmund esgrimía su espada mientras corría hacia la puerta de la torre.

    Al otro lado del lugar en el que estaban las estancias nobles, sobre el adarve de la nave mayor del castillo, Miraz apareció. Sus ojos oscuros se cruzaron con los de Darya por unos segundos. Una sonrisa ladina curvó el semblante de Miraz. Verlo burlarse de ellos desde su palco particular, des del cual la masacre se mostraba en todo su horror, hizo que la Hija de Aslan hirviera en ira. Percibiendo su tensión, Peter miró hacia donde su amiga mantenía los ojos clavados.

    —Vamos —le dijo a la reina.

    Avanzaron a paso rápido, indiferentes a los cuerpos de los telmarinos que caían a su alrededor, y mascullando una plegaria rápida por los narnianos caídos. Unas escalinatas conectaban con la pared de la mayor, llevando a su vez al palco por el cual Miraz lo observaba todo. Darya y Peter tomaron el camino marcado por los escalones de piedra resbaladiza.

    Pero entonces, un sátiro se les adelantó. Saltó desde lo alto de la escalinata y se dispuso a asestarle un golpe de hacha a Miraz. Este esquivó el golpe sin esfuerzo y forcejeó con el arma del narniano. La cornamenta del último se dirigió hacia la pechera del telmarino y rasgó la carne de debajo. El Lord Protector soltó una maldición. Girándose, le arrebató al General Gozelle la daga que llevaba al cinto. El sátiro no tuvo tiempo a reaccionar antes de que el arma se le clavara en el pecho hasta la empuñadura. Sonriendo, Miraz lo empujó hacia atrás.

    La caída pareció suceder de manera tortuosamente lenta. El cuerpo inerte del sátiro chocó con la escalinata, el adarve y, finalmente, un crujido enfermizo llenó el aire cuando impactó contra el suelo. Tras el cadáver, un riachuelo de sangre se expandió entre las rocas.

    Darya lo observó todo boquiabierta, su corazón retumbando en los oídos y las manos sudorosas amenazando con dejar caer su arco. Aguardó unos instantes, buscando algún movimiento por parte del sátiro, pero este no llegó. El charco de sangre bajo el pelaje pardo se volvió más espeso y ancho. Los ojos del sátiro perdieron su brillo y Darya culpó a Miraz por ello.

    «No» —pensó después, mientras un dolor intenso le recorría el cuerpo y quebraba su alma. Sus manos temblaron y la madera del arco palpitó bajo su tacto. «No, nosotros los hemos traído hasta aquí. Los hemos condenado a una muerte anunciada. A un presagio que clamaba desgracia.»

    Entonces fue cuando escucharon a Miraz ordenar que se cerrara la puerta.

    —Peter, debemos irnos —imploró, su voz compungida por una tráquea que retenía el llanto y lanzaba dentelladas hacia las lágrimas a punto de derramarse—. Hay que irse —repitió—, hay que salvarlos. Por favor.

    El muchacho asintió y la tomó por el brazo, guiándola por las escaleras hasta la zona de las estancias. El miedo propio a aquello que es desconocido empezaba a impregnarse al pecho del Pevensie: miedo a desconocer qué sucedería a continuación; miedo al ver a la siempre valiente Darya flaquear y contener el llanto.

    —¡Replegaos! —vociferó Peter por encima de la batalla. Solo aquellos más cercanos lo escucharon—. ¡Debemos retirarnos! ¡Aprisa!

    Darya temblaba entre sus brazos, pero Peter no hubiera sabido decir si se debía a la impotencia, a la ira, o a una terrorífica estupefacción. Aérilus galopó hasta ellos y les sirvió de escudo mientras derivaba las estocadas de los telmarinos. Susan le seguía de cerca, el arco tensado y las flechas silbando. No había rastro de Edmund, Deverell, Caspian o el Doctor Cornelius.

    Un minotauro, que había percibido cómo la celosía de la puerta empezaba a caer, se apresuró a interponerse en el descenso. Sus músculos temblaron y dejó escapar un bramido que retumbó entre los muros; no aguantaría demasiado.

    —¡Rápido, sácalas de aquí! —le dijo Peter al centauro. Aérilus ayudó a Susan a subir a su lomo, pero Darya no tomó su mano extendida como lo había hecho la otra reina.

    —¡No! —protestó la Heredera—. Yo me quedaré. —Y entonces, se giró hacia Peter con una determinación férrea—: No voy a dejarte.

    —¿Qué estás diciendo? —le reprendió Peter.

    —Una vez juré que no te dejaría morir, y pienso seguir cumpliendo esa promesa, te guste o no.

    Aérilus asintió y se tomó aquello como una señal de retirada. Al verlo marchar, más narnianos se unieron a la huida. Aún así, no todos se habían dado cuenta del escape. Darya y Peter, pues, se dedicaron a socorrer y alertar a los narnianos que encontraron para que marcharan de vuelta al Altozano.

    Unos pocos minutos más tarde, cuando la mayoría de sus fuerzas se habían disipado, Caspian apareció junto a Deverell y el Doctor montados a caballo. La bestia negra que Caspian cabalgaba se detuvo junto a ellos, las riendas de un corcel bayo siendo depositadas en las manos de Peter. Ayudándola a subir, Peter aseguró a Darya junto a las riendas antes de montar él mismo. El caballo era grande y delgado, pero no por ello falto de músculo.

    Una nueva oleada de flechas se disparó, esta vez con el minotauro como único objetivo. Peter agitó las riendas con fervor y el caballo se abalanzó a la carrera. El minotauro hizo un esfuerzo mayor para levantar la puerta cuando vio a los cuatro jinetes dirigirse hacia él. Las flechas se clavaron en sus pectorales, en su abdomen y cuello. Darya reprimió un nuevo sollozo.

    La puerta chirrió y los caballos resoplaron. Girándose para mirar por encima del hombro de Peter, Darya observó cómo el minotauro colapsaba, y con él, toda esperanza de salir para los narnianos que aún permanecían dentro del castillo. Darya no pudo contenerse más.

    —¡No! —El grito pareció desgarrarle la garganta. Peter sintió un escalofrío recorrerlo. Jamás había escuchado a Darya gritar de aquella manera, desoladora—. ¡No! ¡Debemos volver, no podemos dejarles! ¡No!

    Los vítores y las palabras de ánimo hacia los que habían salido, en especial hacia los reyes, no menguaron. Ni aun cuando las espadas telmarinas descendieron sobre ellos para apartarlos de la celosía caída, ni cuando las flechas se clavaron en todas partes allí donde la carne era blanda. No dejaron de animarlos a marcharse, a encontrar refugio. Darya tuvo ganas de vomitar.

    —¡Por la Reina Protectora! —declaró un fauno antes de lanzarse sobre un telmarino. Más siguieron su ejemplo, hasta que no quedó de ellos más que flores marchitándose en el suelo de piedra. Darya volvió a proferir un grito sórdido, descorazonada.

    Darya permitió que sus lágrimas cayeran libremente y que su respiración se volviera entrecortada, trabajosa. Le habían arrancado el corazón del pecho, lo habían estrujado y reducido a la más mísera nada. No podía respirar. Peter, tras ella, tenía los ojos rojos por contener las lágrimas. Al ver que Darya empezaba a hiperventilar, deslizó una mano por su cintura y la atrajo hacia sí.

    —Darya, escúchame —imploró, su voz estrangulada en un susurro—. Necesito que respires, ¿me oyes? Respira conmigo, por favor. Estoy aquí. Respira.

    —¡El puente, Peter! —advirtió Caspian desde el otro lado del puente levadizo. Peter dejó que Darya se dejara caer contra él por completo y, todavía teniéndola por la cintura, agitó las riendas del caballo con fervor.

    El puente había empezado a subir. Los telmarinos deseaban cortar su única vía de escape. El caballo rezumbó bajo los cuerpos de Darya y Peter. Quedaba poco para que el puente levadizo subiera por completo. Peter sujetó a Darya con más fuerza y se inclinó sobre ella, obligándola a inclinarse a su vez sobre la cruz del corcel.

    Un salto de fe. El caballo llegó hasta el otro lado trabajosamente y Peter le permitió unos minutos para retomar el aliento. En el adarve y las almenas se congregaron arqueros. En el interior del castillo, los narnianos que quedaban en pie todavía luchaban; si morían, sería con honor.

    Peter y Darya los observaron desde su posición. Observaron cómo la desolación y la desesperanza se lanzaba en picado junto a las flechas telmarinas y el clamor de las espadas. Darya deseó que aquella emboscada no se hubiera llevado a cabo, y en su interior, mientras el dolor le quemaba las entrañas, culpó a Peter por ello.

    Pero no tanto como se culpó a sí misma.



    Lentamente, el alba se cernió sobre ellos como un rojo caballo errante. Las primeras luces del día reflejaban a la perfección lo que había sucedido fuera de sus dominios. Darya se preguntó si, de vuelta al castillo telmarino, las rocas y la hiedra reflejarían aquel tono carmesí de otra manera. Aún quedaba un camino considerable hasta el Altozano, y la joven se dejó llevar por el cansancio en un sueño sin descanso. Peter bajó del caballo y la dejó a ella sola en la silla, optando por caminar para despejar su mente.

    Para cuando llegaron a las vastas llanuras del Altozano, el día se volvió tormentoso y gris. Darya despertó poco más tarde y descabalgó sin mediar palabra alguna con Peter. Dejó que el caballo llevara a uno de los tantos heridos que llevaban consigo y caminó. Se abrazó a sí misma y hundió las uñas en la carne de sus brazos.

    Nadie dijo nada acerca de su aspecto, de sus ojos rojos o las mejillas y nariz sonrojadas. No era la única en aquellas condiciones. Todos habían perdido a alguien tras aquella puerta, y sus rostros les mostraron aquella verdad a los que se habían quedado en el Altozano. El velo del sufrimiento y el dolor los acompañó y se extendió como un manto negro por todos los narnianos que allí restaban. Tampoco había rastro de la comitiva de Nerian y Áket.

    Lucy salió en cuanto escuchó a la comitiva acercarse a la entrada al Altozano.

    —¿Qué ha sucedido? —preguntó.

    —Pregúntale a él —repuso Peter. Sus ojos, llenos de rencor y resentimiento, se clavaron en Caspian.

    —Peter —advirtió Susan al lado de Darya, tras ambos muchachos. La Heredera permaneció en silencio.

    —¿A mí? —inquirió Caspian, que se giró hacia Peter como si lo hubiera azotado un huracán—. No ordenaste retirada cuando aún había tiempo. Nos condenaste a todos y los que se han sacrificado lo han hecho por tu culpa.

    —No, no había tiempo —razonó Peter, su tono venenoso—. De haberte ceñido al plan, esa gente viviría ahora. Fuiste tú quién dijo que el Doctor Cornelius estaría en las mazmorras, y tú el que buscó en todas partes menos ahí.

    —¿Puedes culparme realmente por ello? Aunque mi tío no estuviera preparado para un ataque, dejar a un prisionero como el Doctor en las mazmorras hubiera sido demasiado evidente. No después de que tres prisioneros escaparan con anterioridad.

    —¿Y por qué no dijiste eso cuando lo planeamos todo?

    —Porque yo se lo dije —intervino Deverell, posando una mano sobre el hombro de Caspian—. Lo descubrimos después de enfrentar a Miraz —añadió.

    Peter se volvió colérico.

    —¿Que hiciste qué? —le reprochó a Caspian—. ¡Comprometiste nuestra misión! ¡Por eso sonaron las campanas de alarma!

    —¡Mató a mi padre! —gritó Caspian—. ¿Esperabas que me quedara de brazos cruzados?

    —Esperaba que no fueras un egoísta.

    —¿Egoísta? Fuiste tú quién planeó un ataque en primer lugar cuando no había necesidad de él. Esa batalla podría haberse evitado de habernos quedado aquí. ¡Tres podrían haber entrado al castillo sin ser vistos de no haber sido por tu decisión! Si nos hubiéramos quedado aquí, esa gente seguro que viviría.

    —Nos llamaste tú, ¿lo has olvidado? —escupió Peter—. Pediste auxilio y llegamos a socorrer al príncipe en apuros.

    —Ese fue mi primer error —masculló el príncipe telmarino—. Creer que unos reyes que se esfumaron y dejaron a su propio pueblo a la intemperie del tiempo podrían ayudarme.

    —¿Cómo te atreves? ¡No sabes por qué tuvimos que hacerlo!

    —No, pero yo todavía no he abandonado Narnia.

    Darya cerró los ojos e inspiró fuertemente. Se sentía mareada y febril.

    —Vosotros la invadisteis —acusó Peter. Caspian lo apartó a un lado de un empujón—. ¡No te mereces gobernarlos más que Miraz! Tú, él, tu padre. Narnia está mejor sin vosotros.

    Caspian no soportó aquello. En un rápido movimiento, desenvainó la espada y cargó contra Peter, quién lo imitó. Antes de que pudieran llegar el uno al otro, una flecha se clavó en el pasto entre ambos, frenándolo.

    Una flecha de plumas azules.

    Darya siguió apuntándolos con el arco.

    —Basta —masculló en tono bajo—. Esto no sirve de nada. Os estáis peleando por algo que ya ha sucedido, y por lo que no hay remedio. Esta discusión solo sirve para desquitaros por vuestra propia incompetencia. Ambos fuisteis egoístas, ambos cometisteis errores. De nada sirven los reproches. Eso no traerá a de vuelta a los que han perecido. La culpa es de todos nosotros.

    —Darya... —Peter dio un paso hacia ella. Darya lo apuntó sin parpadear.

    —No. Ninguno somos mejor que Miraz. Prometimos libertad y paz para mi pueblo, pero lo único que hemos hecho ha sido conducirlos hasta su muerte. Les hemos fallado. Permitimos que perecieran, que soñaran con la paz cuando lo único que hicimos fue brindarles un lugar en el que cavar sus tumbas. Y nosotros no hicimos nada para impedirlo. Pudimos haberlos salvado —Su voz se entrecortó—. Pude haberlos salvado...

    —No, Darya —Peter, sin immutarse, dio un paso al frente. La punta de la flecha que Darya tenía cargada se presionó contra su pecho. No le importó—. Hiciste todo lo que pudiste para ayudarlos. Lo mejor que has podido hacer por ellos es seguir con vida.

    —No ha sido suficiente —respondió ella, derrotada. Dejó caer el arco y la flecha y se internó en el Altozano sin mirar a nadie.

    Peter quiso ir tras ella, pero se quedó allí, con los ojos perdidos en el camino que ella había trazado. Anhelaba que ella compartiera su dolor con él, que él pudiera, a su vez, fundirse en llantos junto a ella. Pero Darya tenía razón. Algo en él había cambiado. Había querido demostrarse a sí mismo, más que a cualquier otro, que ya no era un niño. Que era un rey que podía liderar a los demás, que había visto batallas y eras de paz. Que tenía el poder y el control necesarios como para conducirlos a la victoria.

    Pero no era así. Quizá ya no fuera un niño, pero su comportamiento distaba de ser el de un adulto. Podía ser un rey, pero había olvidado como comportarse como uno. Su egocentrismo y su soberbia lo habían sumido en un camino del que no estaba orgulloso. Un camino que, sin que se diese cuenta, había apartado a aquellos que lo rodeaban.

    Que apartara a Darya de su lado.







¿Qué os ha parecido? ¿Cuál ha sido vuestra parte favorita? Aunque el capítulo esté cortado en tres partes, ha sido de lo más largo que he escrito jamás.

Agradecería que dejárais vuestros votos y comentarios, sabed que l@s escritor@s lo agradecemos mucho. 

—Keyra Shadow.



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