Capítulo 26. La Antigua Narnia | Parte II
De entre los altos arbustos, Darya observó cómo salía. Sintió su corazón acelerarse mientras, lentamente, bajaba la espada y volvía de manera rápida al agua del río. Peter estaba demasiado ocupado desatando los cordones de su camisa como para darse cuenta de lo que pasaba a su alrededor. La chica, mientras tanto, optó por esconderse entre las rocas de las paredes que daban al desfiladero. Corazón desbocado y respiración acelerada, Darya se mantuvo quieta a la espera de que, con suerte, Peter se fuera. Aunque no sabía bien qué era la pudor por la que los humanos tanto se preocupaban, Darya sintió que no estaba del todo presentable en paños menores mojados. Si bien era cierto que ahora era humana, la mayor parte de su vida había sido una leona y, por ende, aquellas trivialidades nunca habían supuesto un problema para ella, hasta aquel momento.
En la orilla, Peter se había quedado en ropa interior y procedió a remojarse el cuerpo en las aguas heladas. Para horror de la Heredera, empezó a nadar hacia la parte más profunda. Darya, sin poder evitarlo, se asomó a través de las rocas y miró. Al ver a Peter con el rubio cabello húmedo rozándole los ojos, y la clavícula al descubierto, la chica se echó para atrás de nuevo. Un sabor extraño le inundó la boca y sintió como si le estrujan el estómago desde el interior. Una opresión en el pecho hizo que su corazón se desbocara de nuevo y que una serie de estremecimientos se apoderaran de ella por unos segundos.
Aquello estaba mal. Estaba espiando a Peter. Estaba rotundamente mal.
Sin embargo, mientras el chico no la viera, pensó, todo estaría bien. Sacudiendo la cabeza, como si así pudiera deshacerse de sus pensamientos, volvió a girarse hacia el lugar donde había estado Peter. Los nervios la invadieron. Peter ya no estaba. Lo buscó oteando toda la zona allá donde su vista alcanzara, pero no halló ni rastro del chico. Soltando una exagerada y silenciosa exhalación, se metió de nuevo en el agua y empezó a nadar hasta la orilla. El agua relajó sus músculos, a pesar del esfuerzo que hacía durante el nado, y sintió cómo sus extremidades se entumecían de manera placentera.
Entonces, sintió un tirón en el pie derecho. Darya dejó de nadar y se quedó quieta, y de repente, otro tirón y el agua del lago la engulló por completo. Conteniendo el aire en sus pulmones por instinto, Darya abrió los ojos y miró, sorprendida y con pasmo, cómo Peter parecía querer estallar en carcajadas por debajo del agua, a unos centímetros de donde se encontraba ella. Fulminándolo, Darya subió de nuevo a la superficie. Peter la imitó.
—¿Por qué has hecho eso?
—¿Por qué me estabas espiando?
Una pregunta respondida con otra que consiguió que Darya cerrara la boca de golpe. Peter sonrió, lejos de estar molesto, al contrario que ella. La Heredera no cabía en su vergüenza, incomodidad y molestia. Si bien era Peter quién la había descubierto y estaba molesta con él por haberla asustado de aquella manera, la culpa de todo había sido principalmente suya.
«¿En qué momento decidí quedarme aquí cuándo podría haberme ido y ahorrarnos semejante bochorno a ambos?» —pensó para sí, una mueca de desagrado tintando sus facciones. Una parte de ella no pudo evitar sentirse confundida por su propio comportamiento. ¿En qué había estado pensando?
Darya gruñó y le dio la espalda a Peter. Nadó hasta la orilla, donde procedió a sentarse en el suelo de espaldas al río, sin importarle que sus recién lavados calzones se ensuciaran de tierra. Arrancó varias finas briznas de hierba y empezó a romperlas con el ceño fruncido. Escuchó pasos detrás de sí, pero no se giró; sabía que Peter, tarde o temprano, acabaría por sentarse a su lado.
No pasó mucho rato antes de que sintiera la presencia del muchacho tras ella. Una mano rozó su omoplato —su camisa se había desplazado hasta dejar descubierto el hombro y parte de la espalda—, e instintivamente, pegó un pequeño brinco, tensándose. Peter retiró la mano al instante.
—Lo siento —se disculpó en apenas un murmullo.
Darya se relajó de nuevo, siguiendo con su tarea de romper en pedazos la hierba. Pocos segundos después, volvió a sentir la mano de Peter en su espalda. De forma automática, Darya dejó de maltratar los trozos de hierba en sus manos y se quedó quieta. De repente, lo único en lo que podía concentrarse era en la mano del joven y en la respiración cálida que le rozaba la nuca.
—¿Quién te ha hecho esto?
La voz de Peter sonó ronca, baja y ligeramente entrecortada. Darya notó, para su profuso estupor, que había algo de rabia contenida en el tono del joven. Otro escalofrío volvió a recorrerla, uno distinto a los demás: estalló en su pecho como una hoguera recién encendida, incandescente, y prendió todo su interior hasta que estalló en llamas. Su respiración se cortó durante unos segundos. Todavía consciente de la presencia de Peter tras ella, de su aliento rozando su nuca, y de sus dedos acariciando su espalda con delicadeza.
Al recordar que el muchacho le había hecho una pregunta, Darya parpadeó y sacudió aquellos extraños pensamientos de su mente. Se mostró confundida en un principio, sin saber bien a qué había querido referirse Peter. Pero entonces, sintió los dedos de él trazar una línea que iba de su hombro hasta media espalda, todavía ligeramente en carne viva, y Darya siseó, arqueándose hacia delante para apartarse de su tacto.
Las marcas semejantes a aquellas habían encontrado su origen en las celdas del castillo telmarino. La cruel mano de Miraz había empuñado el fiero látigo hasta que este había castigado el cuerpo de una leona que, aunque cansada, había seguido luchando. Darya volvió a su posición original e intentó mirar por encima de su hombro. No había tenido oportunidad de comprobar que su espalda no estuviera demasiado maltrecha. En su forma felina, había hecho lo posible por lamer sus heridas hasta allá donde alcanzara, pero por la reacción de Peter y el tacto de su piel bajo los dedos de él, supo que los latigazos que había recibido habían tenido una repercusión mucho mayor en su cuerpo humano. Estaba marcada de cicatrices; surcos rugosos que recorrían todo lo largo de su espalda, que se cruzaban entre sí, algunos más profundos que otros.
Los dedos del joven trazaron el camino de una cicatriz hasta la base del cuello, de abajo arriba. Resultó ser una zona delicada que Darya desconocía que lo fuera. Se estremeció levemente y respondió en un simple murmullo:
—Miraz.
Sintió cómo Peter cogía aire abrupta y toscamente. Pudo sentir el enfado brotar de cada poro de la piel de él, abrasándola con la llama de la rabia y la impotencia, de las ganas de venganza. Aquellos eran sentimientos que incluso la propia Darya había experimentado, y sabiendo sus consecuencias en el alma de alguien, se giró segundos después de que Peter retirara la mano. Lo miró, esta vez cara a cara, y fue testigo de cómo él apretaba la mandíbula con fuerza y miraba las piedrecillas de la orilla del río como si pudiera derretirlas con la mirada.
—Peter—lo llamó suavemente. No obtuvo respuesta, ni siquiera una mirada de reojo. Probó de nuevo, con el mismo resultado.
Era así, pensó Darya, como alguien se perdía en los irrevocables caminos de la venganza, del odio profundo e infinito capaz de arrasar con mundos y universos enteros. Ella había caminado por uno de sus senderos, hacía siglos, cuando había matado al lobo que la condenó a las garras de Jadis desde un principio. El padre de Maugrim solo había acatado órdenes y honrado su labor como esbirro. Había tenido una camada de cachorros de apenas un mes y una loba a la que volver.
Y aun así, Darya había sido lo suficientemente egoísta como para sumergirse en las aguas de la traición al prójimo, del dolor y el odio. Lo había matado a sangre fría, regodeándose en la sangre aún caliente que goteó de sus caninos, y del destrozo en que se convirtió su captor.
No iba a permitir que Peter experimentara lo mismo, que cayera en la misma trampa.
Con dedos trémulos pero sin vacilación, Darya alzó su mano y la posó sobre la mejilla de Peter. Al principio no fue más que un roce, pero paulatinamente, la palma de la joven ahuecó la mejilla del rubio por completo, su pulgar trazando un leve patrón en la suave piel de la mejilla. La respiración del muchacho se cortó y el súbito contacto hizo que Peter girara la cabeza para mirarla. Tenía el ceño fruncido. Con su otra mano, Darya pasó los dedos por la frente del chico, dibujando leves caricias entre las cejas que cumplieron su cometido y relajaron la frente del joven Rey. Darya lo miró fijamente a los ojos y esbozó una sonrisa tranquilizadora. Peter se apoyó en su mano, sin desviar ni un instante su mirada azul de la de ella, verde como las praderas en primavera.
—¿Duele?
Darya negó dos veces antes de volver a sonreír ante el tono preocupado de su murmullo. En su pecho, algo revoloteó, chocándose contra su caja torácica y bajando hasta el estómago, donde la sensación se intensificó y volvió a rociarla de calidez.
—Ya no. Estoy bien, Peter —le contestó en otro suave susurro. Los separaban apenas unos centímetros y podía sentir el aliento de él colisionar contra el suyo—. Volvamos al campamento, hemos dejado a Lucy sola y los demás ya estarán por llegar.
—Nerian y Prienne estarán con ella.
Sus palabras parecieron tener una implicación oculta, pero Darya no supo determinar el qué. Aún así, Peter asintió distraídamente y con reticencia, se levantó junto a ella. Ambos se vistieron y emprendieron el camino hasta el claro en el que habían levantado el campamento.
Cuando llegaron, el olor a pescado asado los envolvió y por primera vez en mucho tiempo, Darya sintió una terrible hambre que hizo que su estómago rugiera con fuerza. Si bien había podido comer en el castillo telmarino, los trozos de carne que le habían proporcionado eran pequeños y demasiado delgados; Darya no lo admitiría en voz alta, pero estaba casi famélica.
Trumpkin, Edmund y Susan habían pescado siete salmones, recolectado trece manzanas y varias moras silvestres. Aquello, junto a los sándwiches —término que tuvieron que explicarles los hermanos a los narnianos—, que Edmund y Peter tenían guardados, se convirtió en su cena. Decidieron guardar algunas manzanas para desayunar a la mañana siguiente y la comida se repartió de forma que cada uno pudiera comer un poco de todo, a pesar de que el salmón de sobra les fue entregado a Darya y Nerian. Una parte de las manzanas le fue concedida a Prienne, como obsequio por haberlos ayudado, aunque la yegua aseguró que no iba a apartarse de su lado. Peter le acarició el morro ante esto último y la yegua soltó un alegre arrullo.
Aquella noche, Darya se despertó mientras todos dormían y se sentó a observar el fuego. Miró las llama y la calidez que desprendían, y mientras lo hacía, no pudo evitar pensar en el tiempo en el que había estado dormida. Lucy y Peter, incluso Trumpkin durante la cena, le habían hablado de los cambios en Narnia y su orden mientras ella no estaba.
Aun así, ¿cuántos otoños, primaveras y veranos se había perdido mientras era presa del Síndrome de Morfeo? No lo sabía con exactitud. Tampoco era capaz de calcularlo por sí sola. Sin embargo, había algo que sí sabía: no estaba dispuesta a desaparecer o desfallecer de nuevo como para no vivir las estaciones que siguieran durante los próximos años. Su vida había estado llena de inviernos, duros y fríos; inviernos de reclusión y esclavitud. Era hora de que pudiera disfrutar de las demás estaciones, y no permitiría que los Telmarinos le negaran aquel deseo. Tampoco que siguieran sometiendo a su pueblo, que debía ser libre por encima de todas las cosas.
Miró las estrellas por encima de su cabeza y suspiró resignadamente. Si quería vivir las tres estaciones que le faltaban, primero debía expulsar a los Telmarinos de Narnia. Debía acabar con el reinado que Miraz había impuesto, y las injusticias que le habían precedido.
Volvió a recostarse en su sitio, entre Lucy y Peter, ahora con la mente mucho más calmada. Cerró los ojos, y después de mucho tiempo, durmió con la tranquilidad de que al día siguiente, despertaría.
Cuando los primeros rayos de luz se adivinaban ya entre las hojas de los árboles, y aún el rocío fresco se agrupaba en pequeñas gotas sobre las superficies de la naturaleza, Darya despertó. La calma reinaba en todo el claro y el canto de los pájaros era lo único que se escuchaba, además de la respiración acompasada de sus compañeros.
Convertida una vez más en leona, se estiró mientras se sentaba y miró a su alrededor. El fuego apenas parecía un recuerdo de la noche anterior, sus ascuas parpadeando débilmente mientras la ceniza se abría paso entre la madera quemada. Como pudo, se quitó el collar y utilizó sus garras para abrir el colmillo, cuyo contenido se volcó lentamente en la hierba. Rápidamente, Darya lamió la Esencia de Estrella, y una vez hubo recuperado su forma humana, tapó el colmillo y volvió a colocarse el collar. Levantándose, se acercó hasta las pocas provisiones que habían quedado de la noche anterior y cogió una de las manzanas, dándole un mordisco. Cogió otra más y sigilosamente, se acercó a Prienne, quien mordisqueaba el pasto no demasiado lejos. La yegua agitó las crines a modo de saludo y le arrebató la manzana de las manos, devorándola en meros segundos. Darya dejó escapar una leve risa.
Al mirar a sus compañeros de nuevo, parpadeó. Quizá soñaba, o quizá no: allí, donde se suponía que debía estar una durmiente Lucy, solo restaba un hueco vacío. Alarmas sonaron en toda su cabeza como el repiquetear del pájaro carpintero en la corteza del árbol. El corazón se le aceleró sin poder evitarlo y un gusto amargo le invadió la boca. ¿Dónde estaba Lucy? Se giró a Prienne.
—Prienne, ¿has visto a Lucy? —preguntó en un susurro. La yegua agitó la cola tras ella.
—Hmph, no. No lo creo. Al despertar troté un poco y me alejé del claro. Cuando volví, ya no estaba.
—¿No creíste conveniente avisar sobre ello?
Las orejas de la yegua se retiraron hacia atrás, ofendida.
—No —elaboró, rotunda—. Creí que igual que yo, la joven Reina había salido a trotar. Es bueno para mantener el cuerpo fresco tras despertar. No lo creí alarmante.
Darya suspiró, pasando una mano por sus hebras oscuras. No podía culpar a Prienne por asumir aquello, o si quiera por pensar que Lucy podría apañárselas en el bosque simplemente por ser una Reina. El único inconveniente, era que esta ya no era la Narnia que Lucy había conocido y por ende, su título de poco le servía si acababa perdiéndose. O peor, cayendo en las garras del enemigo.
Tomó sus pertenencias y se las colocó. Cuando hubo terminado de atar el cinto de la espada a su cadera, se permitió sentir reconfortada por el peso de sus armas. Había añorado la sensación de sentirse protegida, en especial desde que pasara tanto tiempo indefensa e inútil ante los telmarinos del castillo. Asintiendo para sí una vez se aseguró de llevarlo todo, se acercó con sigilo hacia su derecha, donde Peter yacía dormido todavía. Le sacudió el hombro al muchacho sin preocuparse por si era demasiado brusca. No había tiempo que perder; Lucy podía estar en peligro.
—Peter —llamó.
El muchacho despertó al instante, visiblemente confundido. La combinación de sus cabellos rubios revueltos y sus ojos aún presos del sueño, incitaron a Darya a volver a cogerlo por el hombro y sacudirlo con suavidad.
—Peter —volvió a probar—, tienes que venir conmigo.
—¿Darya? —pronunció él, su voz ronca—. ¿Qué ocurre? ¿Qué ha pasado?
—Es Lucy, no está.
Aquello pareció acabar de despertarlo. Peter se levantó de un salto y se acomodó el cinto con la espada en un rápido movimiento. Darya lo observó en completo silencio mientras lo hacía, fascinada por la familiaridad con que el gesto había sido ejecutado. Concretó que, sin duda, Peter debía haber vivido muchas batallas y muchos ataques antes del amanecer. Solo alguien acostumbrado a ello sería capaz de reaccionar y alertarse con tal rapidez. El joven miró el lugar donde había dormido su hermana, corroborando las palabras de Darya. A continuación, se giró para mirarla a ella, creciente desesperación y preocupación manchando sus irises azules.
—Despierta a los demás. Voy a buscarla.
Antes de que pudiera emprender la marcha y salir disparado, Darya lo cogió del brazo y lo ancló al sitio. Peter la miró con urgencia. Darya inhaló rápidamente, intentando que aquel sentimiento en su pecho no la engullera.
—Se ha ido por allí, según Pri —comentó, señalando la dirección en que la yegua había visto desaparecer a la niña—. Ten cuidado, no sabemos si han sido los telmarinos, y no dudes en llamarme si ocurre algo —añadió.
Peter asintió y Darya observó cómo desaparecía entre los arbustos con prisa. La chica se giró hacia los cuatro durmientes restantes. Sin tiempo que perder, los despertó a todos y procedieron a recoger el improvisado campamento. Mientras lo hacían, Darya les contó lo que sabía: Lucy había desaparecido antes de que ella despertara, y ni siquiera Prienne sabía a dónde se había dirigido. Solo tenían un posible camino y ni una pista de qué había ocurrido.
Metieron las provisiones en los zurrones que los cuatro hermanos habían adquirido y los ataron al lomo de Prienne con una cuerda que Trumpkin tenía guardada. Cuando acabaron, Darya les indicó que la siguieran. Prienne se posicionó a su lado murmurando, molesta por haberse convertido en el animal de carga del grupo.
Caminaron por lo que parecieron eternos minutos. Edmund y Susan habían empezado a hablar entre sí en voz baja, y aunque Darya lo considerara normal, no podía evitar sentirse excluida, incluso sola. Trumpkin no era muy hablador, y Prienne tenía una mente demasiado dispersa, se había dado cuenta, como para entablar una conversación sin centrarse en sí misma. Los únicos con los que la Heredera era capaz de hablar con libertad eran Peter y Lucy, y ninguno de los dos, obviamente, se encontraban allí. Tampoco tenía a Áket o a los castores. Intentando no decaer, suspiró y se concentró en seguir el camino. Entonces, se escuchó el ruido metálico de dos espadas colisionando.
Darya echó a correr sin pensárselo dos veces. Escuchó a los demás tras ella, corriendo por igual. Solo Prienne fue capaz de ponerse a su altura. La zona de la que había provenido el choque se trataba de un pequeño claro semicircular. Todos pararon en seco, estupefactos, ante la vista que se les presentó. Darya contuvo la respiración por instinto.
Más de una docena de ojos se cernieron sobre ella en cuanto puso un pie en el claro. Varios narnianos la miraban con curiosidad, algunos con desconfianza, y otros, simplemente boquiabiertos. Darya los ignoró. Su atención permaneció fija en la lucha que estaba teniendo lugar al frente.
La espada de Peter, Rhindon, refulgió con los primero rayos del amanecer antes de encontrarse con otra mucho más elaborada. El muchacho que la empuñaba estaba de espaldas a Darya, pero ella había visto aquella cabellera negra y la cota de malla con anterioridad. Una exclamación escapó de sus labios y los ojos de Peter se desviaron hacia ella. El chico lanzó una estocada por inercia, todavía mirándola de reojo, y su espada quedó atascada en el árbol delante de él. Aprovechando la distracción y que ahora Peter estaba desarmado, el muchacho de cabellos negros tomó a Rhindon y la sacó del árbol. Simultáneamente, Peter tomó una roca del suelo y se dispuso a darle en la cabeza a su contrincante.
Lucy, situada a unos metros de ella, gritó que parara y, por fin, Darya fue capaz de reaccionar.
—¡Peter! —gritó también. El chico estaba demasiado ensimismado en su tarea cómo para escucharla, así que Darya no vio otra opción que acercarse a paso apresurado y desenvainar su propia espada.
Ante la visión del acerco amenazantemente cerca de él, Peter trastabilló y se apartó de la brillante hoja de la espada. Darya se mantuvo firme, sin bajar su arma. El chico tras ella se había quedado paralizado, demasiado conmocionado con su aparición como para moverse.
—¿Qué haces? —cuestionó Peter, su respiración entrecortada por el esfuerzo.
—Es Caspian —susurró ella entre dientes. A continuación, se giró para mirar al muchacho de cabello oscuro y bajó lentamente su espada—. Sois el Príncipe Caspian, ¿verdad?
El muchacho asintió, visiblemente confundido y aireado.
—Así es. ¿Quién sois vos? —preguntó con desconfianza.
Darya se aclaró la garganta y primero le indicó a Peter que soltara la roca. Este obedeció a regañadientes, y Darya volvió a girarse para mirar al Príncipe. Envainó su espada de nuevo y recolocó el caraj sobre su hombro —que se había torcido al sacar la espada—, y elaboró una reverencia. El escote de su vestido se desplazó con el movimiento y el collar de marfil quedó a la vista. Antes de que pudiera hablar, un centauro tiró su espada al suelo, conteniendo una exclamación.
—Es la Reina Protectora —dijo, pasmo y maravilla mezclados en sus palabras.
Todos los narnianos, que ya la miraban con anterioridad, empezaron a hablar entre ellos entre exclamaciones de júbilo y gritos de alegría. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, sin darle una oportunidad a Darya de registrar qué estaba sucediendo con exactitud. Podía adivinar, por supuesto, que los narnianos la contemplaban como si hubieran visto que los mitos y las leyendas cobraban vida. Quizá lo pensaran de verdad, al fin y al cabo, ¿qué era ella para ellos, sino un recuerdo de una época pasada y una criatura de ensueño y pesadilla?
Pero Darya miró de nuevo a Caspian, fijando toda su atención en él a pesar de los murmullos que la rodeaban. El Príncipe la miró de hito a hito, demasiado asombrado como para ocultarlo.
—¿Sois la Reina Protectora? —En el instante en el que habló, la ilusión en su voz chorreó como un cántaro de agua derramado—. ¿La misma Reina de las leyendas y las canciones antiguas? —Sus ojos no se despegaron de ella en ningún momento y por un instante, Darya se sintió ligeramente incómoda ante la intensa oscura mirada del joven.
—No sé determinar de qué canciones habláis, aunque puedo adivinar que las haya —admitió ella suavemente. A continuación, hizo una reverencia—. Sí, soy la Reina Protectora. Lady Darya Tormenta de Enemigos, así como me bautizó mi padre, Paladina de Narnia.
Creyó que decir los títulos que tenía en voz alta resultaría ridículo, incluso un tanto egocéntrico, pero las reacciones que obtuvo de los presentes fueron todo lo contrario. Los narnianos se quedaron callados, y uno tras otro, fueron arrodillándose en su nombre. Darya los miró, tan conmovida como asombrada, y se agachó junto al más próximo de ellos, que resultó ser un tejón.
—Por favor, querido tejón, levanta —entonó—. ¡Todos! Por favor, levantad.
Pero ninguno de los narnianos pareció escuchar su plegaria. Sin vacilar, todos perduraron arrodillados y con las cabezas postradas hacia abajo. Era un signo de sumisión y pleitesía que Darya no había visto en mucho tiempo. Un gesto solo dedicado a las más altas influencias, como lo habían sido su padre o la Reina de Charn. Frunció levemente el ceño, y el tejón, que se había percatado de su cambio al mirarla, susurró:
—El Guardián.
El viento tornó en una vorágine eufórica, azotándolos a todos con una fiereza jamás antes vista. Los narnianos siguieron arrodillados, mas Caspian, los Pevensie, Nerian y Darya continuaron en pie, ahora girándose para mirar tras ellos. Incluso el escéptico Trumpkin se había dejado caer al suelo y reclinaba ahora la cabeza con respeto. El huracán que había sido desatado sobre ellos se calmo solo cuando lo acompañó un aullido sinigual; largo, profundo, y para Darya, terriblemente familiar.
La Heredera sintió el picor de las lágrimas en sus orbes verdes, mirando con tal intensidad la espesura del bosque tras ellos, que empezó a derramar varias gotas saladas. Ahora sopló una brisa, mucho más suave y fresca, que le acarició las mejillas como si quisiera secarle las lágrimas. Darya siguió oteando cualquier rincón a la vista, hasta que al fin, lo vio. Su respiración se cortó y por fin permitió que las lágrimas cayeran libremente. El corazón pareció dejar de latirle y el tiempo se detuvo en aquel preciso instante. Delante de ellos, el majestuoso lobo perlado empezó a caminar en su dirección, sus ojos nunca dejando aquellos de la leona que prácticamente lo había criado.
Darya se dejó caer al suelo. No le importó que el vestido se ensuciara o que sus rodillas sufrieran las consecuencias de la caída en un lecho de piedrecillas. Lo único que importaba, lo único que verdaderamente había deseado más que a nada cuando había sabido del fatídico final de sus antiguos amigos, había sido encontrar a Áket. A su Segundo. A su amigo. A su familia.
—Áket —suspiró.
Y aquel nombre, que el lobo no había escuchado en tantísimo tiempo, fue lo que logró romper la coraza que había construido alrededor de su corazón. Se lanzó hacia Darya y todos, menos los Pevensie, contuvieron la respiración. Lobo y leona se encontraron con corazones que latieron al unísono y lágrimas gemelas cayendo de sus rostros. Darya hundió el rostro en el pelaje perlado del cánido y respiró profundamente. El cánido soltó un débil lamento y se permitió volver a sentir al joven lobo que una vez había sido, aquel que tan ciegamente había seguido a una leona perteneciente a todos los mundos y a la vez a ninguno. No obstante, tan añorado encuentro no duró demasiado, pues Áket pronto volvió a dejar de ser y el Guardián de Morfeo ocupó su lugar. Se separó de Darya y estableció cierta distancia entre ellos, y haciendo gala de toda su altura, se erigió y miró al Príncipe Caspian.
—Habéis encontrado a los Reyes de Antaño, Príncipe telmarino —manifestó. Se volvió hacia los narnianos y su voz retumbó por el bosque acompañada de una ráfaga de viento—. ¡Volvamos a nuestra sede, camaradas! La Reina Protectora y los Reyes de Narnia deben estar agotados.
Darya se acercó a Peter lentamente, mirando de vez en cuando a Áket con el ceño fruncido y el corazón en el puño. ¿Qué había sucedido durante tantos años para que hubiera cambiado de semejante manera?
La atención de Caspian se había desviado hacia el lobo. Su semblante se había vuelto tenso y visiblemente nervioso, pero intentó que no se notara demasiado. Darya, a pesar de todo, pudo ver a través de su recién alzada fachada. El Príncipe volvió la vista a ellos, todavía con los dedos cerrados entorno a la empuñadura de Rhindon. Miró a Peter y a la espada, de nuevo a Peter.
—Eres el Sumo Monarca —concedió. Más que una pregunta, fue una afirmación. Darya sonrió ladinamente. Los conocimientos sobre la historia de Narnia del Príncipe, sin duda excedían las expectativas que ella misma había tenido al respecto. Por otro lado, Peter esbozó una leve sonrisa y asintió.
—Creo que me has llamado —sostuvo el Sumo Monarca, un tanto jocoso.
—Sí, pero... —El Príncipe Caspian debatió qué palabras utilizar antes de hablar—. Te creía mayor.
—Si lo prefieres, volvemos en unos años.
Darya le lanzó una mirada asesina a Peter ante tales palabras. Peter la captó y no hizo otra cosa que guiñarle un ojo, provocando que ella frunciera el ceño. ¿Cuándo Peter había empezado a comportarse de aquella forma tan...egocéntrica?
—¡No! —respondió el príncipe—. No importa, es sólo que no sois cómo esperaba. Cuando hablaban de los Grandes Reyes de Narnia, imaginaba a seres todopoderosos capaces de hacer que los ejércitos se rindieran a ellos con tan solo mirarlos. Se escribieron maravillas sobre la batalla contra la Bruja Blanca, y sobre todas las que le siguieron. Pero vosotros... sois más parecidos a mí de lo que jamás pude llegar a imaginar. Me disculpo de antemano por concederos tan baja apreciación, mas no puedo evitarlo.
La mirada que Caspian le otorgó a Susan no pasó desapercibida por Darya, quién internamente, olvidó el comportamiento de Peter y rió por lo bajo.
—Si de algo sirve —intervino Edmund, mirando de reojo a un minotauro que portaba un hacha demasiado cerca para su gusto—, tampoco vos sois como os habían descrito, así que podría decirse que estamos todos a mano.
—Un enemigo común une incluso a los adversarios —comentó el tejón, agarrando con sus zarpas la correa de su alforja. Darya le dedicó una sonrisa, pero negó levemente.
—Sabias y ciertas palabras, querido tejón —aseveró—. Mas aquí no veo adversarios. Mi confianza es depositada en el Príncipe Caspian para que algún día, pueda ser ungido como un Rey, no solo para Telmar, sino también para Narnia.
Áket pareció sorprendido por sus palabras, pero no dijo nada. Una mirada en su dirección le confirmó a Darya que el lobo había pensado algo similar. La sonrisa de la Heredera no hizo sino ensancharse aún más.
—Es un honor, Mi Señora —dijo el tejón, todavía dirigiéndose a ella. Darya le preguntó cómo se llamaba—. Buscatrufas es mi nombre, Majestad. No dudéis en llamarme por él si así lo deseáis.
—Entonces creo que deberías llamarme a mí también por el mío —respondió ella—. Soy Darya.
El tejón sonrió y volvió a al lado de un enano de cana barba negra. Darya escrutó con la mirada a este último. Podía distinguir fácilmente los rasgos de los enanos que se habían postrado ante Jadis. Sacudió la cabeza. No podía dejarse llevar por las apariencias. Según Lucy, los esbirros de la Bruja habían sido cazados hasta su total erradicación. Por supuesto, algunos poseían prole o habían conseguido escapar; no habría sido una sorpresa que con el tiempo, las diferencias entre narnianos y antiguos esbirros hubieran quedado olvidadas. Aun así, mirar los ojos de aquel enano, tan oscuros como pozos sin fondo, le causó un escalofrío de advertencia.
A su derecha, unos pequeños pasos sonaron detrás de Darya y Peter. Ambos se giraron para observar a la criatura que había aparecido. Se trataba de un ratón de gran tamaño y pelaje arenoso. Sus brillantes ojos acaramelados los miraban como si dos estrellas hubieran caído del cielo, como si su mera presencia fuera una maravilla para él. Portaba un pequeño cinto cruzando el peludo pecho y una espada sin envainar colgando de este, tan fina como una aguja. En una de sus orejas reposaba un anillo de oro con una pluma atada a este. Alzó la voz con un tono noble y dijo lo siguiente:
—Esperábamos su regreso, Majestades. Mi gente y yo estamos a vuestro servicio —proclamó mientras hacía una reverencia. Darya escuchó cómo Lucy murmuraba un «Hay que reconocer que es muy mono», y divertida, observó la graciosa reacción del ratón. Este miró en todas direcciones y soltó la espada del cinto en un rápido movimiento—. ¡¿Quién ha dicho eso?!
—Perdona —se disculpó la pequeña. Al percatarse de que había sido ella, el animal bajó la espada y se aclaró la garganta.
—Majestad, con el debido respeto, opino que valiente, cortés o caballeroso, son más apropiados para un soldado de Narnia.
—Al menos —terció Peter—, algunos sabéis usar la espada.
Darya le propinó un discreto golpe en el brazo. Peter solo se encogió de hombros.
—¡Sin duda! —repuso el ratón—. Y he hecho gala de ello recopilando armas para vuestro ejército, señor. Aunque todavía precisamos de otro miembro más para nuestra comitiva. Un herrero que la telmarina alegó que era un conocido suyo. Sin dada, todavía debemos ir al castillo de nuestro enemigo, ¿cierto, Guardián?
—¿Qué telmarina? —Por primera vez, Nerian pareció dejar de lado su miedo y dio un paso al frente—. ¿Cómo es?
El roedor pareció quedarse sin palabras.
—Bueno, es más alta que yo, humana, con el pelo naranja como las hojas en otoño, y... es telmarina, supongo.
—¿Prísyla? —aventuró Nerian, una gota de esperanza en su voz. El Príncipe Caspian lo miró atentamente.
—Esperad, sé quién sois. Os he visto en la forja del castillo.
—¡Príncipe Caspian! —Nerian hincó una rodilla en el suelo súbitamente e inclinó la cabeza—. Me alegra saber que estáis bien, Alteza.
El susodicho se acercó al muchacho a paso rápido y lo tomó de los hombros para ponerlo en pie de un salto. Nerian lo miró conmocionado.
—No hará ninguna falta que vayamos al castillo, Guardián —dijo el Príncipe, mirando al lobo—. Este es el herrero que Lady Prísyla os ha prometido.
—¿Disculpad? —farfulló Nerian, apartándose de él—. ¿De qué estáis hablando? ¿Dónde está Prísyla?
—¡Así que sois vos! —chilló el ratón—. Os esperaba un poco más corpulento, quizá más grotesco, pero si la telmarina ha hecho justicia a la descripción de vuestro arte con el fuego y el hierro, ¡entonces serviréis bien!
—¿Pero por qué? —insistió Nerian.
—Porque los telmarinos nos superan en armamento, como el Príncipe nos dijo una vez —La voz de Áket retumbó por el claro—. Necesitamos los conocimientos de un herrero telmarino para poder... modernizar, nuestras armas y estar preparados. Lady Prísyla os ofreció. Decidme, ¿tenéis algo que perder, o nos ayudaréis?
El silencio que siguió a la cuestión planteada por el lobo duró más de cinco minutos. Nerian los observó a todos, desde las criaturas que lo miraban con ojos curiosos hasta aquellos que habían sido sus compañeros de viaje durante aquel día y medio. Por último, volvió la vista a su Príncipe, quien sin vacilar, permaneció de pie al lado de aquél tremendo lobo perlado sin apenas inmutarse.
—¿Confiáis en ellos, Alteza? —planteó.
—Me han otorgado una visión que nos había sido oculta a los telmarinos —sostuvo Caspian—. Mi tío ha mentido y ha manipulado la corte como más le ha convenido. Es hora de hacer justicia, de que haya paz. —Los miró a todos—. Confío en ellos.
Nerian suspiró—: Entonces, yo también lo hago.
—Bien —se aclaró la garganta Peter—, porque las armas nos van a hacer mucha falta si pensamos ganar esta guerra.
—Entonces —repuso Caspian, Rhindon todavía en sus manos—, probablemente quieras recuperarla.
Peter la cogió sin apartar la vista de la mirada oscura de Caspian. Darya los observó en silencio, midiendo sus posturas. Aunque habían accedido a colaborar juntos, podía notar cierta tensión en los dos muchachos. Peter tampoco estaba siendo demasiado cordial, razonó, y el Príncipe solo quería ayudar en lo que fuera posible, incluso si para ello debía traicionar a los que lo habían visto crecer. Merecía que le ofrecieran una mano amable a la que aferrarse.
Darya se volvió hacia el ratón de la pluma escarlata y le sonrió.
—Y bien, ¿cómo te llamas, noble soldado? —El ratón saltó en su sitio, sorprendido por escucharla, y se quitó el anillo de la oreja para hacer una rápida reverencia.
—Reepicheep, Majestad —declaró.
—Muéstrame el camino hasta vuestra hueste, entonces, Reepicheep —le animó Darya. El ratón esbozó otra reverencia, ahora acompañada de una sonrisa.
—Será un honor para mí hacerlo, Mi Reina.
En silencio, Áket los miró antes de soltar un profuso aullido que el viento intensificó haciendo rugir las hojas al agitarlas. Darya no se volvió a mirarlo, todavía un tanto incómoda por la severa forma de actuar del cánido.
Así, emprendieron la marcha a través del bosque y hacia la sede de las fuerzas narnianas. Pronto, Darya observó maravillada cómo más narnianos se les unían a medida que avanzaban entre los árboles. Todos ellos eran centinelas armados que los escoltaron durante el resto del camino. Reepicheep, que caminaba al lado de Darya, habló de todos los avances que habían hecho desde que habían encontrado al Príncipe Caspian. El Guardián —cómo Darya escucharía a menudo que se referían a Áket, y no por su nombre—, había conseguido convencer a las huestes de Narnia de que tomaran al Príncipe Caspian como su Rey si salían victoriosos del campo de batalla. También procuró detalladas explicaciones de aquellos acontecimientos que Trumpkin ya le había mencionado a Lucy, pero de los que Darya poco sabía. A medida que hablaba, el ratón no pudo evitar relatar varios acontecimientos de su vida, incluyendo un sueño en el que juraba haber visto al mismísimo Gran Aslan.
A su alrededor, Darya no dejaba de ver a más narnianos uniéndose a la campaña hasta la sede. No pudo evitar pensar en cómo habían vivido —o sobrevivido—, en cómo habían sido tratados y cómo habían prosperado durante todo aquel tiempo. No habían conocido, al igual que ella, la tan armónica Época Dorada en que los Pevensie reinaran hacía ya tantos siglos pasados. En cambio, habían nacido en la alcurnia en decadencia de lo que antaño había sido una tierra libre, próspera y tranquila. Una tierra que se había convertido en un árido lugar donde la libertad no existía y la tiranía había hecho que muchos no recordaran lo que eran ni de donde venían, donde reinaban el dolor y el sufrimiento; el miedo a ser descubierto si no te ocultabas a tiempo.
Pero Darya estaba dispuesta a devolverles la libertad que no habían podido saborear en toda su vida. Les devolvería la paz, derrotando a los Telmarinos y dándoles la tierra libre que Narnia había sido. Vivirían sin amaneceres tintados de sangre y campos fértiles lejos del derramamiento de la misma. Volverían a prosperar y crecerían tanto que ningún otro en todo el mundo volvería a someterlos. La Antigua Narnia había resurgido y ayudaría a la nueva a ser libre de una vez por todas. La Heredera se aseguraría de ello.
Siguieron caminando hasta que llegaron al final de la arboleda. Por delante, se extendía un inmenso campo abierto, con la hierba más verde y resplandeciente que Darya había observado desde que despertara. Al otro lado, se erigía una inmensa montaña cubierta de hierba mecida por la brisa. A sus pies, como una corona de huesos engullida por la naturaleza, yacían unas ruinas. Algunos pilares todavía se mantenían en pie, mientras que otros tantos habían sucumbido a los siglos y se habían dejado someter por el musgo y las enredaderas.
Cruzaron todo el extenso valle hasta que llegaron al arco de piedra donde daban inicio las ruinas. Descubrieron, mirando al frente, que la montaña y las ruinas se encontraban en un camino de losas de piedra que se introducían en las profundidades de la montaña. A ambos lados del desnivel que dicha entrada producía, una fila de centauros armados había sido dispuesta para darles la bienvenida; Darya aseveró el gesto a que varios pájaros narnianos se les habían adelantado a su llegada, anunciando que los Reyes de Antaño y la Protectora habían vuelto.
Los Pevensie se adelantaron, observando el lugar con rostro solemne. Peter se giró y miró a Darya, tendiéndole una mano para indicarle que fuera hasta ellos. La joven Reina le sonrió a Reepicheep y después caminó hasta los cuatro hermanos. Se situó al lado de Peter y ambos avanzaron, seguidos de cerca por Susan, Edmund y Lucy. Antes de que pasaran por delante de ellos, los centauros alzaron las espadas por encima de sus cabezas, formando un arco con las filosas hojas. El sol se reflejó en estas, y pronto los Reyes de Narnia se encontraron bañados en un caleidoscopio de colores. Darya miró maravillada los efectos de las espadas y sonrió, su mano enlazada todavía a la de Peter.
Poco después de ellos, el resto del séquito los imitó. Primero Caspian y Nerian, y a continuación Áket descendió tras los Reyes, seguidos por los narnianos. Una vez dentro, Reepicheep se apresuró hasta quedar a la altura de Darya de nuevo. El ratón subió a una de las rocas junto a la entrada interior y, abriendo los brazos, elaboró:
—Bienvenidos al Altozano de Aslan, Sus Majestades.
¡Hola!
No sé vosotr@s, pero yo me devato entre tres escenas que se han convertido en mis favoritas de todo el capítulo 26 (entre las dos partes): el momento de Darya y Peter en el lago, el reencuentro de Darya y Áket, y el fragmento donde se promete la libertad de Narnia con la ayuda de la Antigua (de ahí el título del capítulo).
¿Qué os ha parecido? ¿Cuál ha sido vuestro momento favorito? Nos vemos en el siguiente capítulo, en el que tendremos un reenceuntro más; ¿adivináis de quién?
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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