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Capítulo 25. Lo que nunca se dijo

ADVERTENCIA: capítulo largo (7.290 palabras).






    Lo que antaño había sido un extenso valle de verdes praderas, se había convertido en un lugar gris y oscuro. El sonido de las corrientes de agua provenientes del río llegó a los oídos de los miembros de grupo de forma distante. Trumpkin oteó el horizonte con ojos de halcón y una flecha preparada en su arco. No había vista alguna de Telmarinos cerca, pero aun así, nunca estaba de más ser precavidos. Se encontraban ocultos entre las primeras líneas del bosque, en la linde que daba paso a las llanuras de Beruna. Tras mucho meditarlo, habían decidido estudiar el terreno lo más posible antes de idear un plan.

    —Ahora que lo pienso —murmuró Trumpkin de manera pensativa—; reconozco este lugar. El Vado no queda demasiad lejos, tan solo a unas pocas millas.

    —¿Y cuántas millas exactas serían? —preguntó Edmund, cruzándose de brazos.

Hmph —rezumbó el enano—, unas siete, por lo menos.

—¿Te parecen pocas? —repuso Susan a continuación. Trumpkin le lanzó una mirada molesta.

    —Podría ser peor —se limitó a contestar—. Por ahora, debemos acercarnos más.

    Siguieron caminando entre los árboles y la hojarasca reseca, que no podía evitar crujir bajo sus pisadas. Los obligó a avanzar despacio y con suma cautela, intentando que los sonidos de sus pasos pasaran desapercibidos para aquellos que se encontraban en el Vado. Trumpkin les había explicado a los cuatro hermanos que un asentamiento se estaba alzando en Beruna, un pequeño pueblo telmarino en construcción, pero que ya empezaba a llenarse de humanos. Entre estos últimos, se incluían cazadores y algunos soldados que vigilaban la zona, por lo que realmente, estaban rodeados por todos los flancos.

    El sonido de varios mecanismos y vociferaciones profanó la melodía de las aguas del río y llenó los oídos de los cinco. Se quedaron quietos, titubeantes, sin saber si debían avanzar o si cabía la posibilidad de que hubieran sido descubiertos. El cielo dejó escapar un viento silbante que los heló por completo. Todo rastro de rayo de sol parecía haberse disipado, oculto y preso del miedo tras unos imponentes nubarrones de tormenta. Era como si la misma naturaleza respondiera ante la perturbación de las tierras narnianas.

    —¿Qué es eso? —preguntó Peter unos segundos más tarde, estirando el cuello para poder ver mejor lo que sucedía frente a ellos.

    En cuanto vieron el panorama que se desenvolvía frente a ellos, los cuatro hermanos ahogaron gritos y exclamaciones, mientras Trumpkin apretaba los puños y sus dientes chirriaban.

    El cauce del Río Grande, que había circulado por Beruna con una majestuosidad salvaje y aguas indomables, se hallaba ahora reducido y sometido bajo pesadas máquinas de poleas y mecanismos varios. No había rastro alguno de las náyades o las nereidas que habían poblado sus aguas, y mucho menos del Dios del Río. Los Telmarinos se extendían a lo largo y ancho de las orillas del río, tirando de caballos que acarraban troncos atados por sogas, carretas llenas de piedras y herramientas para la construcción de un puente.

    El esqueleto de dicha estructura podía adivinarse ya, y Peter tuvo que admitir para sí mismo que los Telmarinos sabían trabajar con rapidez y eficacia. Estaban mucho más avanzados que los Narnianos, de eso no cabía duda, y aquello mismo fue lo que despertó una incertidumbre traicionera en su interior. ¿Tendrían los Narnianos una oportunidad contra sus más recientes enemigos? ¿Si los Telmarinos poseían máquinas de mecanismos de poleas, qué más serían capaces de construir?

    Se acercaron todavía más, escondiéndose tras varios troncos. Trumpkin les indicó que permanecieran en silencio colocándose un dedo sobre los labios. Todos obedecieron, justo a tiempo para vislumbrar la llegada de varios jinetes. Peter sintió que el enano se tensaba a su lado y enfocó la vista en los recién llegados.

    Eran Telmarinos, por supuesto, pero a diferencia de los que trabajaban en la tala de árboles y la construcción del puente, estos parecían de más alta alcurnia. Sus ropajes eran sofisticados y delicadamente elaborados; incluso sus caballos poseían riendas adornadas con guirlandas de tela y hebillas de bronce en sus bocados. Tres de aquellos hombres iban más adelantados a la comitiva. El que montaba el corcel blanco era claramente el líder, con una espesa y aguda barba negra y ojos de acero. El siguiente tenía un rostro más amable, pero igualmente intimidante, con unos ojos aguamarina medio ocultos por un ceño fruncido. El tercer jinete, detrás de los dos mencionados, vestía armadura y cota de malla, con los cabellos rizados al viento.

    —Aquél —indicó Trumpkin, señalando al del corcel blanco—. Aquél es el culpable de que Darya esté presa.

    —¿Cómo se llama? —inquirió Lucy, tan curiosa como molesta.

    —Lord Miraz —respondió el enano. Peter grabó a fuego el rostro del telmarino en su memoria. Trumpkin les dedicó una mirada—. Reconozco la llanura que se extiende más allá, en la dirección por la que ha venido el grupo. Es un descampado que tarde o temprano conduce hasta el pueblo alrededor del castillo y a este mismo. Fue allí donde me separé de Darya cuando me dijo que huyera, antes de que volvieran a atraparla.

    Peter quiso cuestionar su decisión y la razón por la que había considerado oportuno obedecer a Darya, huir antes que quedarse junto a ella y luchar. Pero tan pronto como el pensamiento se presentó ante él, lo suprimió y eliminó por completo. No conocía a Trumpkin lo suficiente, pero la forma en la que hablaba de Darya y el efímero encuentro que había tenido con ella, eran prueba suficiente de su carácter. Trumpkin no le parecía a Peter alguien que se rindiera fácilmente. Es más, casi podía jurar con una mano en el fuego y los ojos vendados a que era un testarudo sin remedio; lo había dejado claro en su primer encuentro con ellos.

    Por otra parte, sabía que Darya tendía a anteponer el bienestar de los demás por encima del suyo propio. Podían pasar meses, años, siglos y eras enteras, pero aquel matiz de la Heredera de Aslan jamás cambiaría. No obstante, saber aquello no evitó que Peter apretara los puños y sintiera la rabia consumiendo las últimas gotas de paciencia que le quedaban.

    Como si leyera su pensamiento, Lucy exclamó:

    —¡Debemos ir a por ella! —determinó en un fuerte murmullo. Susan se negó casi al instante.

    —Es demasiado peligroso, Lucy —explicó la mayor—. En ese castillo deben de haber cientos de guardias, además de la gente del pueblo..., y por si no fuera suficiente, ¿cómo podríamos pasar desapercibidos entre todos estos soldados.

    —Pero eso no implica que no vayamos a intentarlo, Susan —dictaminó Edmund, lanzándole a su hermana una mirada indescifrable. Lucy asintió vigorosamente.

    De repente, una idea danzó en la mente de Peter.

    —Es peligroso, sí —admitió—. Pero no si conseguimos no ser vistos.

    Trumpkin le prestó total atención.

    —¿En qué estás pensando, jovencito?

    Peter simplemente sonrió.



    Más allá de toda la maquinaria y los telmarinos en la zona del Vado, yacía una serie de soldados que vigilaban el perímetro correspondiente a los árboles que no estaban siendo talados. Tenían serias instrucciones de disparar a matar a cualquier cosa que se moviera entre la maleza. Sin embargo, si lo que debían disparar no era precisamente alto, ¿qué problema podría haber?

    Trumpkin no necesitó demasiado tiempo para deslizarse entre los árboles sin ser escuchado; sigiloso como un ratón, se aproximó a uno de los guardias. El hombre, que entonces había aprovechado para alejarse de sus compañeros para hacer sus necesidades, advirtió el movimiento a sus espaldas demasiado tarde. En un rápido movimiento, Trumpkin lo derribó cortando los tendones de las piernas del telmarino, quien cayó sin remedio con un grito ahogado. Para cuando sus compañeros se giraron, no había rastro del hombre, tan solo un caballo solitario pastando.

    —¿Está...? —Edmund miró a Trumpkin interrogante, mientras lo ayudaba a mover el cuerpo del hombre.

    —Claro que no —replicó el enano—. Solo lo he dejado inconsciente. Matar a alguien complicaría demasiado las cosas, y hay muy pocas formas rápidas de hacerlo sin causar un desastre.

    —Creo que no necesitaba saber eso —murmuró el muchacho.

    Asegurándose de haberse alejado lo suficiente, ambos desarmaron al telmarino y lo despojaron de su armadura y armas. Lo ataron al tronco de un árbol próximo y lo amordazaron —no lo suficientemente fuerte como para dejar una marca—, para que el resto no pudiera escucharlo una vez despertara. Recogieron las pertenencias del telmarino y emprendieron la marcha hasta el lugar donde los demás se habían quedado.

    Al ver llegar a su hermano y Trumpkin, Peter pasó saliva, repentinamente nervioso. Mientras Edmund lo ayudaba a colocarse la armadura telmarina, Trumpkin evaluó las armas que habían cogido.

    —¿Estás seguro de esto? —le preguntó Susan, sonando poco convencida con la idea de su hermano mayor.

    ¿Seguro? Si los nervios que bullían en su interior eran una señal de seguridad, entonces sí, estaba seguro de lo que hacía. Peter era muy consciente del riesgo que estaba corriendo; no solo él, sino también sus hermanos, Trumpkin y Darya. Si algo salía mal, si no calculaba sus palabras y acciones con cuidado, todos pagarían las consecuencias.

    —Es la única idea que se me ocurre para sacar a Darya de ahí —respondió Peter, colocándose bien el peto. A su lado, Edmund terminaba de ajustar las hombreras y los diversos cierres que las unían a la protección del torso. Trumpkin le tendió la espada telmarina en cuanto acabó, desechando la ballesta.

    —Necesitaréis esto —dijo. A continuación, señaló la espada de Peter—. Esa podría delatar deprisa vuestra identidad. Los telmarinos no sienten gran estima por los leones.

    —Y esto —añadió Lucy, extendiéndole el yelmo con visera. Aquello sin duda era un punto a favor para Peter; al menos tendría menos oportunidades de ser señalado como un desconocido.

    —El castillo telmarino no se haya muy alejado de aquí. Pasarás por el descampado que mencioné antes, y lo primero que verás será el pueblo. Asegúrate de no perder de vista la línea de árboles y conseguirás llegar hasta uno de los flancos del castillo que conecta con el pueblo. Allí debería haber una entrada a los establos, donde retienen a Darya en una jaula.

    —De acuerdo —asintió Peter—. Vosotros salid de aquí y dirigíos hacia el lugar donde Lucy dijo que vio a Aslan, nos encontraremos allí. Trumpkin, ¿habrá guardias?

    —Es probable —admitió—. Después de nuestra huida, Miraz habrá reforzado la vigilancia, pero esa entrada trasera no es muy frecuentada. No vi a demasiados hombres salir por ella.

    —Ten cuidado —le dijo Lucy antes de que se fuera—. Y suerte.

    Suerte, pensó Peter, era justo lo que necesitaba. Por su mente no podían dejar de suceder posibles escenas de lo que podría ocurrir a continuación. Todos los escenarios imposibles pero probables en los que él mismo era atrapado, en los que conseguía llegar hasta Darya pero les atrapaban, en los que ya era demasiado tarde y los telmarinos la habían...

    No. No podía pensar así; no podía ser tan negativo. Debía mantener la esperanza y seguir, seguir y encontrar a Darya. Volverían junto a todos y después buscarían al resto de narnianos para luchar contra Miraz. Con un suspiro, se colocó el yelmo sobre la cabeza, sintiendo el peso del hierro labrado presionar la zona por todas partes. Su cabello se adhirió casi al instante a su ya sudada frente. Echó a caminar entre los árboles, intentando pasar desapercibido en la medida de lo posible para que ningún soldado le viera. Algunos de los hombres miraban hacia el bosque, pero la mayoría estaban demasiado preocupados mirando los avances del puente. Sortear a los primeros no fue difícil, pero Peter necesitaba un caballo si quería llegar al castillo telmarino antes del atardecer.

    A la izquierda, no muy lejos del bosque, los telmarinos habían construido varios postes con bebederos para los caballos. Había por lo menos trece postes, y todo un rebaño de caballos ensillados que bebían de vez en cuando o pastaban la hierba de sus alrededores. Peter consiguió acercarse a uno de ellos, de un pulcro color bayo y una estrella blanca en el temple. El caballo se sobresaltó un poco cuando Peter empezó a desatar sus riendas del poste, provocando que sus congéneres se agitaran levemente. El muchacho se arrodilló, intentando no ser visto por los guardias. El bebedero era lo suficientemente profundo como para que lo cubriera parcialmente, pero aun así, debía tener cuidado. Se alzó con cuidado y pasó una mano por la estrella del caballo que había escogido. Casi al instante, el corcel se relajó bajo su tacto. Con movimientos cuidados y calculados, el mayor de los Pevensie consiguió guiar al caballo lejos de la manada. No se atrevió a moverse deprisa, pues el animal ya tenía un gran tamaño como para llamar la atención de los que estuvieran más cerca.

    —¿A dónde crees que vas con mi caballo, soldado? —preguntó una profunda voz tras él.

    Peter sintió que su corazón saltaba de su pecho, subiendo por su tráquea y casi saliendo por su boca. Contuvo la necesidad de salir corriendo, rechazó el miedo que serpenteó su columna, y tomó una respiración profunda antes de girarse. Por supuesto que no había contemplado la idea de que el caballo pudiera ser de alguien, pero él no iba a quedárselo de todos modos; pensaba liberarlo más tarde, cuando Darya y él estuvieran a salvo junto a los otros.

     Sin embargo, el miedo volvió a reptar por su cuerpo una vez se percató de quién era el hombre delante de él: uno de los hombres que había cabalgado junto a Miraz. Peter se sintió estúpido. ¿Cómo no había reconocido al caballo antes de tomarlo?

    —¿Y bien? —inquirió de nuevo el telmarino, dando un paso en su dirección.

    Peter se obligó a no retroceder, a no acobardarse.

    —Lo siento, Mi Señor —dijo, con la mejor voz segura que pudo elaborar—. Desconocía que fuera vuestro caballo.

    —Curioso —rezumbó—, porque todos los soldados del puente saben que Viggo es mi caballo.

    —Lo había olvidado, Mi Señor.

    El hombre dejó escapar un suave silbido. Las orejas de Viggo se movieron hacia atrás y zarandeó la cabeza de un cabezazo, provocando que Peter soltara las riendas por la sorpresa. A continuación, trotó los pocos metros que lo separaban de su amo como un potrillo feliz. El hombre le palmeó el flanco y volvió a girarse hacia Peter con una mirada que denotaba sospecha.

    —¿Quién eres? —preguntó.

    —Un soldado telmarino, Mi Señor.

    —Permíteme dudarlo. Quítate el yelmo, muchacho. —Peter no hizo amago alguno de obedecer la orden. El hombre apretó la mandíbula y su mano se dirigió hacia el cinto de la espada en su cintura—. He dicho que te quites el yelmo.

    —Debo irme —informó, haciendo más gruesa su voz. El soldado lo miró alzando las cejas.

    —Y yo te he dado una orden —El soldado desenvainó la espada—. Quítate el yelmo o te lo quitaré yo, chico.

    Peter miró a su alrededor. Todavía no había soldados que hubieran reparado en su intercambio de palabras; todavía tenía algo de tiempo.

    —Debe prometer que no hará movimientos bruscos ni gritará —le dijo al telmarino. El hombre se tensó todavía más—. Por favor.

    —De acuerdo, pero no puedo prometer que no haré nada después.

    —Es justo.

    Con un suspiro de resignación, Peter asió el yelmo con ambas manos y lo alzó con cuidado. Su cabello rubio, ya húmedo por el sudor y despeinado, se aferró a su frente levemente. Sus ojos quedaron medio ocultos por un ceño fruncido, oscureciéndolos. No apartó la vista del soldado telmarino, quien lo escrutaba con la mirada con avidez.

    —No eres telmarino.

    No fue ninguna pregunta, sino una afirmación. Una que Peter no tuvo que confirmar. Su mano se dirigió instintivamente a la empuñadura de la espada telmarina que tenía en su cinto. El telmarino delante de él incrementó el agarre en su propia arma. Peter pensó las posibilidades que tenía de escapar en el caso de que el hombre decidiera atacarle. Sería una pelea relativamente corta, y algo le decía que distraerlo sería complicado. Debería conseguir el tiempo suficiente como para saltar al lomo de cualquier caballo —incluso aquél que el telmarino había llamado Viggo—, y salir a la carrera, esperando una ventaja de algunos minutos antes de ser perseguido.

    —No soy ninguna amenaza —dictaminó, pero los ojos del soldado se dirigieron hacia la espada que ya agarraba. Peter la soltó y alzó las manos lentamente—. No lo soy. Solo pretendo irme y no os molestaré ni supondré ningún problema para vos.

    Podía ver la duda en los ojos del soldado. No acababa de creerle, y el tiempo se acababa. Una rápida mirada le indicó que empezaban a captar la curiosidad de varios telmarinos. Volvió sus ojos azules a los de su contrincante. Todavía escudriñándolo, el hombre pareció repentinamente sacudido por una revelación y dio un paso atrás.

    —Eres narniano —dijo esta vez. Había un toque de algo inesperado en su voz. Algo que sonaba como... ¿esperanza? No, no podía ser—. ¿Dónde está ella? Tú debes saberlo.

    Peter parpadeó.

    —¿Ella...?

    —La joven telmarina que tenéis presa —insistió el hombre—. Es mi hermana. ¿Dónde está?

    Peter negó, todavía sin saber a quién se refería el hombre.

    —Lo desconozco —admitió. Apresurado, añadió—: Pero si me dejáis libre, puedo buscarla y llevarla de nuevo con vos.

    —No —dijo el otro rápidamente—. No puede volver al castillo. Aunque me cueste admitirlo, está más segura fuera de él —Se perdió en sus conjeturas unos segundos antes de volver a mirarle—. ¿Pensabas ir al castillo, joven?

    El mayor de los Pevensie se tensó por completo. Aquel telmarino era confuso, un manojo de nervios, incluso. ¿En realidad tenían los narnianos a su hermana presa, o era una simple forma de distraerlo para atacarlo?

    —Escuche, Mi Señor, ya le he dicho que no sé nada, y que no soy una amenaza. Deje que me vaya y hagamos como que esto jamás ha ocurrido.

    —No, no —volvió a decir, envainando la espada—. No lo entiendes. Si eres narniano y estás aquí, vestido como uno de nosotros, es porque vas a por ella. Pero está custodiada y los accesos son limitados. No podrás entrar sin ayuda.

    Las alarmas empezaron a sonar en la cabeza de Peter sin cesar. Sintió el galope de su corazón dentro del pecho y un sabor amargo en la boca. Ahora no tenía ninguna duda; ahora hablaba de Darya. Debía estar hablando de ella, y no sabía si sentirse alarmado o simplemente inquieto al respecto.

    —¿De quién estáis hablando? —Peter podía sentir la ansiedad empezando a hervir dentro de su cuerpo; un volcán a punto de entrar en erupción.

    —Me has dicho que buscarías a mi hermana, y me ha recordado a las palabras que la Reina Protectora me dijo y a quien, aparentemente, estás buscando —admitió el varón—, pues no puedo más que deducir que eres uno de los cuatro humanos que se avistaron en el Río.

    Peter volvió a mirar los alrededores. Más soldados empezaban a darse cuenta de la interacción y no pasaría demasiado tiempo antes de que alguno se acercara. Se giró de nuevo al hombre.

    —Si sabéis quién soy y aún así no vais a apresarme, os pido que me digáis exactamente cómo sortear a los guardias para sacar a la Reina cuanto antes del castillo. No tengo mucho más tiempo...

     —Deverell. Entonces necesitarás una montura rápida —dijo el hombre. Peter creyó que le tendería las riendas de Viggo de nuevo, pero en cambio caminó hasta una yegua de color negro. No poseía silla, pero sí arreos—. Esta es una de las yeguas de carga, pero es rápida como el rayo y muy fuerte. Se llama Prienne. No la echarán en falta. Todos los caballos están adiestrados desde que son potrillos para obedecer silbidos. Silba dos veces largo y una corto para que Prienne acuda a donde estés.

     Peter tomó las riendas, mientras el telmarino sacaba una segunda alfombrilla de uno de los fardos de Viggo. Se lo tendió con cuidado, también mirando atentamente a los soldados. Peter lo tomó y lo extendió sobre el lomo de la yegua. Prienne se estremeció levemente ante el contacto con la tela.

    —¿Por qué me ayudáis? —preguntó el muchacho.

    —Por mi hermana, y por el Príncipe Caspian.

    Espoleando el caballo, Peter se lanzó a la carrera hasta el castillo de Miraz con un objetivo claro y fijo. Deverell había tenido razón: Prienne era tan rápida como un rayo. Los pasos de la yegua eran largos y medidos. Parecía incluso ansiosa por alejarse de las corrientes del río, dispuesta a correr leguas para ello. Peter se aferró a las riendas y la crin de la cruz con fuerza, haciendo increíbles esfuerzos por mantenerse en el lomo de Prienne. Corrían ya alejados del Gran Río, cruzando el descampado del que Trumpkin había hablado, cuando un el sol golpeó un objeto entre las briznas de hierba. Peter detuvo a Prienne brevemente, la vista clavada en el brillo que provenía del objeto. Se dio la vuelta, asegurándose de que la zona estuviera despejada antes de desmontar. A continuación se agachó, notando un sabor amargo en la boca al reconocer la cadena de plata. La alzó y el marfil del colmillo resplandeció mortecinamente bajo la luz. Peter pasó saliva y apretó los dedos entorno a la cadena de Darya. Decidió colocarse el collar y montó de nuevo, una ira burbujeante en su interior mientras Prienne relinchaba y los lanzaba de nuevo a la carrera.

     El castillo de Miraz no fue difícil de hallar, pues estaba situado alrededor de una tierra desolada y gris, cerca de un precipicio con montículos puntiagudos de tierra y roca. Siguió cabalgando hasta que estuvo lo suficientemente cerca del lugar. Un pueblo telmarino entornaba las murallas del castillo, mientras que la linde del bosque próximo conectaba con la que adivinó, era la zona de los establos. Peter condujo a Prienne hasta aquel bosque y ató las riendas a un árbol tras varios arbustos espesos. Era mejor que nadie supiera que estaba allí, y no podía simplemente dejar a Prienne atada a uno de los postes al exterior de los establos.

    Tal y como Deverell le había dicho, y así como Trumpkin lo había advertido también, dos guardias apostados a las puertas del establo le cortaban el paso. Peter, agachado detrás de un arbusto, los miró sopesando sus posibilidades. No podía plantarse delante de los guardas y decirles que sus servicios eran requeridos dentro. La armadura que portaba no era la de un alto cargo, sino la de un simple soldado. Si al menos hubieran conseguido la de un superior..., quizá aquella idea hubiera servido. Soltó un suspiro, llegando a la conclusión de que debía hacer las cosas de otra manera, pero sin llamar la atención más de lo necesario.

    Volvió al bosque hasta que estuvo junto a Prienne de nuevo. La yegua soltó un débil arrullo, reconociéndolo, y le acercó el hocico a la mano que el joven le tendía. Peter la cogió de las bridas del rostro y sus ojos buscaron los de la montura.

    —Voy a soltarte y deberás correr, Prienne. Necesito que distraigas a los guardias para sacar a Darya —le dijo, a pesar de que no estaba seguro de que ella lo entendiera. La yegua farfulló con un brillo inteligente en sus ojos. El muchacho la soltó y empezó a desatar las riendas del árbol.

    —Está bien.

    Peter se giró, sobresaltado, y centró la mirada en la yegua.

    —Puedes hablar —susurró—. Eres narniana.

    Prienne dio una coz en el suelo con una de sus patas delanteras.

    —Y a mucha honra —esbozó la yegua—. Me complace haber vivido para ver a los Reyes de Antaño. Pensé que pasaría el resto de mis días sin poder hablar. Pero ahora la esperanza ha vuelto.

    Peter sintió el sabor amargo de nuevo bailando en su boca. Las palabras de Prienne le recordaron demasiado bien otros tiempos, en que la ciega fe y confianza habían sido depositadas sobre él y sus hermanos, cuando aún el hielo reinaba en Narnia. Acarició el temple de Prienne en lo que intentó que fuera un gesto reconfortante.

    —Haremos todo lo que podamos, Prienne.

    La yegua lo miró durante unos segundos para finalmente asentir suavemente. Jinete y montura caminaron hasta la linde, donde Peter se giró para mirarla. Prienne oteó a los guardias y sacudió la crin.

    —Puedo distraerlos —determinó.

    A continuación, emprendió la marcha hasta ellos con trote ligero. Los guardias no se inmutaron en un principio, pero al ver que la corcel no se alejaba, empezaron a intentar ahuyentarla. Prienne relinchó, burlándose de ellos. Se acercó tanto a uno que el hombre chocó contra la pared del establo tras él. Unos segundos más tarde, le lanzó al otro guardia una dentellada y acto seguido, una coz. Peter observó cómo los guardias empezaban a impacientarse, mientras Prienne seguía rozando los límites de sus paciencias. Uno de ellos hizo el amago de acercarse a ella, pero la yegua le propinó un golpe con la cabeza que lo estampó contra la pared y lo hizo caer al suelo. El hombre que quedó en pie maldijo y desenvainó su espada, justo en el momento en el que Prienne echaba a correr. El soldado no salió tras ella, pero Peter tampoco podría haberle pedido mucho más a la yegua.

    Se acercó con el paso más calmado que pudo, con la visera del yelmo bajada para no ser identificado como un desconocido. El soldado, que se había inclinado hacia su compañero noqueado, se enderezó al verle.

    —Veo que habéis tenido un encuentro desafortunado con esa yegua —empezó—. Llevo bastante tiempo tras ella. Apareció en el bosque y algunos cazadores advirtieron su presencia. Es narniana.

    El soldado soló una risa.

    —Por supuesto que un caballo tan loco es narniano. No podría haber sido de otra forma. Hoy parece ser día de caballos descontrolados. El de Lord Deverell esta mañana ha actuado de forma similar. Quizá también sea narniano.

    Peter apretó la mandíbula, pero se obligó a responder con una falsa risa. El soldado también había mencionado a Deverell, quien por lo visto, era un Lord. Aquella información recién adquirida no hacía sino confirmarle la alta posición y la autoridad del hombre.

    —Entonces Mi Lord debería aprender a amaestrar mejor su bestia —terció, a lo que el otro guardia asintió—. Podría acompañarte a llevarlo dentro —añadió, señalando al guardia inconsciente. El otro asintió.

    —Sí, quizá sea lo mejor. Arriba, entonces.

    Pasando los brazos del hombre por encima de sus hombros, se las apañaron para llevarlo al interior de los establos. El fuerte olor del interior aturdió a Peter durante unos segundos, pero no los suficientes como para nublarle la mente por completo. Depositaron al soldado caído en el suelo y mientras su compañero se inclinaba de nuevo hacia él, Peter caminó hasta uno de los estantes.

    —¿Sabes? No recuerdo haber escuchado nunca tu voz —comentó el soldado.

    —He estado enfermo, por eso no podrás reconocerme.

    —¿Quién has dicho que era tu superior? —Se giró para mirar a Peter.

    —No lo he dicho.

    Y acto seguido, le propinó un fuerte golpe con el cubo vacío que había sacado del estante. El soldado cayó junto al otro con un golpe sordo. Peter actuó rápido y rescató varias riendas de uno de los armarios. Ató a los guardias lo mejor que pudo con ellas y a continuación se giró.

    A la derecha, tras él, un joven lo miraba desde una jaula con los ojos bien abiertos. Al otro lado de la prisión, había una leona blanca que le arrancó al corazón de Peter un doloroso latido.

    —Darya —exhaló.

    Casi al instante, la leona levantó la cabeza de sus patas y lo miró con mortecinos ojos verdes. La visión provocó que Peter quisiera sollozar. Darya, aún en su forma animal, estaba demacrada. Podían entreverse marcas de latigazos por todo su lomo, rosado por la sangre que había habido en la zona. Sus ojos apenas guardaban brillo alguno, casi enfermizos. Su nariz de trufa estaba pálida, y a Peter no le hacía falta tocarla para saber que probablemente estaba fría. Los signos del cansancio y la fiebre en la leona lo dejaron sin respiración.

    —¿Quién eres? —preguntó ella.

    Por supuesto, no obstante, Darya todavía era capaz de hablar con determinación y fuerza aún cuando su condición era precaria. Él todavía llevaba puesto el pesado yelmo, por lo que la leona no lo había reconocido. Tampoco pudo descartar que su voz había cambiado considerablemente en el transcurso de un año, ahora mucho más madura de lo que lo había sido. Peter alcanzó el yelmo con ambas manos y tiró hacia arriba.

    Los ojos de Darya se abrieron en reconocimiento, y Peter casi pudo jurar que los vio cristalizarse, incluso invitando a los suyos propios a hacerlo. La leona se levantó y caminó hasta los barrotes. Peter se agachó y acercó una de las manos hasta rozar el pelaje áspero de la leona.

    —Peter —respiró ella—. De verdad estás aquí. El cuerno funcionó. Os ha traído de vuelta.

    —Sí —concedió él, pasando saliva para deshacer el nudo en su garganta—. Voy a sacarte de aquí, Darya. Aguarda.

    La leona miró brevemente a su compañero de celda.

    —También a él —dijo—. Estará más a salvo con nosotros que con los telmarinos. Debemos encontrar al Príncipe Caspian.

    —Algo he oído —sonrió Peter—. De acuerdo. Necesito que os apartéis de la jaula lo más que podáis.

    Al entrar, había avistado un pesado yunque olvidado en el suelo que, según dedujo el muchacho, era utilizado para las herraduras cuando la forja no estuviera en funcionamiento. Sopesó cómo cogerlo con seguridad antes de proceder y alzarlo con arduo esfuerzo. El sonido de metal contra metal resultó estridente con cada golpe asestado. Peter se tranquilizó al pensar que había atado a los dos guardias anteriores, pero no podía bajar la guardia por completo; todavía habían más ahí fuera que no dudarían en hacer acto de presencia si se sentían atraídos por el ruido. Finalmente, ante lo que parecieron golpes interminables y minutos infinitos, la cerradura cedió y las cadenas que aseguraban la jaula cayeron al suelo con estrépito. Peter dejó el yunque en el suelo, el joven al lado de Darya abriendo ya la puerta pese al esfuerzo que supuso.

    —¿Cómo te llamas? —cuestionó Peter, brindándole una mano. El joven la tomó con cierta reticencia.

    No parecía mucho mayor que él y no estaba tan demacrado como Darya, lo que le hizo pensar que llevaba poco tiempo en la jaula. Peter quiso preguntar por qué lo habían metido en aquella pequeña prisión en primer lugar, pero el recordatorio de que no tenían demasiados minutos a su favor seguía rondándole la cabeza.

    —Nerian —respondió el muchacho.

    —Bien, Nerian. Espero que sepas montar. Un solo caballo no podrá llevarnos a los tres. ¿Tienes fuerzas para ensillar a un caballo? —Nerian asintió—. Entonces no hay tiempo que perder.

    El joven telmarino se alejó hasta una de las cuadras. Peter se giró justo a tiempo para ser abordado por una masa blanca gigante y peluda. Los ronroneos que resonaron por la caja torácica de Darya transmitieron una calma infinita a través de Peter. La apartó con suavidad y pasó una mano por el pelaje de su temple.

    —Debes tomarte una gota del colmillo, ¿de acuerdo? —le dijo en voz baja. La leona asintió y se apartó un poco más, abriendo sus fauces con cuidado.

    Peter buscó el colmillo en su cuello y, una vez lo tuvo, lo pasó por encima de su cabeza para después destapar la pequeña cabeza de león. Dos gotas cayeron dentro de la boca de Darya y esta tragó sin dificultad. Peter tapó de nuevo el colmillo y pasó la cadena por la cabeza de la aún leona. Bastaron unos simples segundos para que la tan conocida luz azul inundara los establos brevemente.

    Darya, ahora en su forma humana, no estaba tan harapienta como Peter había creído. El último vestido que le habían puesto antes de ser capturada estaba sucio, sí, pero no desgarrado en desmesura. Sin embargo, la exhaustividad era palpable en las facciones de la joven, así como lo había sido en su forma animal.

    Una exclamación de sorpresa se escuchó tras ellos y ambos se giraron. Nerian los miraba atónito de hito a hito, alternando su vista de uno a otro y deteniéndose en Darya más de lo que a Peter le habría gustado. En sus manos tenía ya las riendas de un caballo tordo, aunque pobremente ensillado. Peter estuvo tentado a coger una silla para Prienne, pero colocarla les supondría un tiempo que no tenían.

    —E-eres una... —empezó el joven telmarino. Darya soltó una pequeña risa.

    Los guardias que tanto Prienne como Peter habían noqueado, empezaron a despertar. Al ver a los presos libres y al telmarino impostor, empezaron a llamar por ayuda.

    —¡Vamos, deprisa! —exclamó el Pevensie, apremiando a los otros dos.

    Salieron atropelladamente de los establos. Peter miró a su alrededor antes de silbar como Deverell le había indicado. No pasó demasiado tiempo antes de que Prienne apareciera de entre los árboles del bosque, al que había vuelto. Al verlos, la yegua trotó hasta ellos rápidamente. Una vez cerca, sus orejas se echaron hacia atrás.

    —Huele a gato mojado —soltó, sus orificios nasales contrayéndose con disgusto. Darya sonrió tristemente.

    —Esa deberé ser yo, mis disculpas —admitió. Sus ojos se posaron en Peter—. ¿Cómo has encontrado a una yegua narniana?

    —Es una larga historia.

    —En realidad, no lo es —terció Prienne, sacudiendo la crin en un gesto de pura ostentosidad.

    Los pasos que ya habían escuchado con anterioridad empezaron a hacerse cada vez más evidentes, acompañados de gritos de órdenes y maldiciones exclamadas. Peter vio la reticencia en Darya al contemplar el lomo de Prienne, solo provisto de la manta que Deverell le había dado a Peter. El chico guio a Darya hasta el lomo de la yegua a pesar de todo y la ayudó a subir con rapidez. Nerian montó en su caballo trabajosamente, pero justo a tiempo para que saltaran a la carrera cuando los guardias salían por la puerta.

    Darya apoyó la cabeza en el pecho de Peter con cansancio y escuchó el golpeteo del corazón de él, acelerado. Lo atribuyó a la carrera y a los nervios de ser encontrados y dejó escapar un suspiro. Nerian los seguía de cerca, pero mucho más atrás, pues el galope de Prienne era mucho más veloz que el del caballo tordo.

    —¿Cómo sabías dónde estaba? —le preguntó, curiosa.

    —Nuestro QA —dijo Peter en respuesta. Darya se mostró confundida y Peter aclaró—: quiero decir, Trumpkin. Cuando lo rescatamos nos dijo que te habían atrapado mientras intentabais escapar de los telmarinos. Llegamos al Vado de Beruna esta mañana y dijo que allí era donde os habíais separado. También encontré a un telmarino, Deverell, que me indicó el punto exacto donde te tenían.

    —¿Encontraste a Lord Deverell? —inquirió ella. Peter descansó su barbilla en el hombro de Darya imperceptiblemente.

    —¿Sabes quién es?

    —Sí —dijo Darya—. Está de nuestra parte. Debemos encontrar al Príncipe Caspian y ponerlo en el trono telmarino. Él podría volver a restaurar a los narnianos en su antigua gloria, devolverles sus vidas.

    —¿Alguna vez has visto a ese príncipe? Todo suena estupendo, pero no podemos confiar ciegamente en alguien a quién no conocemos, incluyendo a Lord Deverell, el príncipe —Echó un vistazo atrás, mirando a Nerian unos segundos—, o a tu extraño compañero de celda.

    —Confío en ellos porque he visto que sus intenciones son sinceras. Conocí al tutor del Príncipe. Es mitad enano, narniano, Peter. Y le habló al Príncipe Caspian sobre la Antigua Narnia, se crio escuchando cuentos sobre ti y tus hermanos, sobre mí. Vi al emoción de en sus ojos cuando me vio, la noche que su tutor lo ayudó a escapar. En cuanto a Deverell, desea encontrar a su hermana, que se haya con los narnianos, y que supuestamente, Nerian vendió a los mismos. Por eso él estaba en la jaula. Lo acusaron injustamente. Estoy segura de que los tres desean que el Príncipe recupere su trono, y nosotros debemos ayudarles.

    Peter meditó las palabras de la Heredera, sopesándolas y todas las implicaciones que conllevaban. Había asumido que lucharían tarde o temprano para derrotar a los telmarinos, pero no hubiera imaginado que los dejarían quedarse en Narnia estableciendo a uno de ellos como el nuevo monarca que el país necesitaba. ¿Realmente podían confiar en las meras palabras de unos desconocidos y arriesgar sus vidas por ellos? ¿Por una causa tan peligrosa? Derrotar a una bruja era una cosa, pero otra era lidiar con el derrocamiento de un rey y un verdadero ejército, mucho más avanzado de lo que, sin duda, lo estaba el narniano. Los telmarinos no utilizaban máquinas tan rudimentarias como la Bruja Blanca había usado en la Batalla de Beruna. No, ellos habían evolucionado. Habían perfeccionado sus máquinas de guerra y sus técnicas. ¿Tendrían alguna posibilidad contra ellos? Peter no estaba seguro, igual que tampoco lo estaba de arriesgar tantas vidas: las de los narnianos, de sus hermanos, y la de Darya.

    —Si confías en ellos —dijo en voz baja, su aliento rozando el lóbulo de la oreja de la muchacha—, entonces yo también.

    Darya se estremeció, sintiendo su respiración acelerada de repente.

    Atravesaron el bosque y recorrieron largas leguas. Peter los condujo a dos horas del lugar en el cual Lucy había visto a Aslan. A pesar de claramente habían hecho que los telmarinos les perdieran el rastro, no podían arriesgarse demasiado a conducirlos hasta Trumpkin y sus hermanos.

    Peter soltó las riendas de Prienne y dejó que la yegua caminara siguiendo las indicaciones de su voz. Se relajó lo más que pudo sobre el lomo de la montura, intentando no encorvar demasiado la espalda para que Darya estuviera más cómoda. Uno de sus brazos se enroscó entorno a la cintura de la joven, buscando asegurarla más al lomo de Prienne. La cabeza de Darya colgaba sobre su hombro, pues había caído dormida hacía unos minutos.

    El joven Pevensie se giró para mirar a Nerian.

    —¿Estás bien ahí atrás? —preguntó.

    Nerian asintió con cansancio.

    —Daría lo que fuera por poder dormir como ella —Señaló a Darya, para a continuación negar con la cabeza—. Pero no acabo de fiarme de vosotros. No conozco bien vuestras intenciones.

    —No queremos hacer ningún mal —prometió Peter.

    —Eso es lo que decís, pero vuestras acciones podrían acabar siendo otras —Miró al frente, concentrándose en la espesura de la foresta—. Solo quiero encontrar a mi mejor amiga y al Príncipe, y volver a casa.

    —¿La hermana de Lord Deverell? —cuestionó Peter. Nerian solo asintió—. La encontraremos.

    —Eso espero —masculló el telmarino.

    Cuando el cauce del río se hizo visible, Peter descabalgó con cuidado de no despertar a Darya y procedió a quitarse el yelmo y la armadura. Bajo ellos, había conservado su ropa, aunque hubiera dado cualquier cosa por un baño para quitarse el sudor de encima. Nerian aguardó en silencio, acariciando distraídamente el cuello de su corcel. Emprendieron la marcha poco después, con Peter caminando cogiendo las riendas de Prienne y Darya descansando sobre el cuello de esta.

    De vez en cuando, Peter miraba a Darya de reojo solo para asegurarse de que siguiera allí con él y, en parte, para convencerse de que no era un sueño. Apreció que su cabello negro había crecido hasta alcanzar más de media espalda, pero aquello parecía ser lo único que había cambiado en ella. El Síndrome de Morfeo la había mantenido casi imperecedera ante el paso del tiempo, joven como lo había sido. Al recordar la sangre seca que había visto en su lomo, Peter sentía una opresión en el pecho y una corriente de electricidad que calentaba su interior hasta hacerlo hervir. Le enfurecía el hecho de saber que aquello había sido a causa del cautiverio de los telmarinos, del maltrato que había recibido.

    Se aseguraría de que, quien fuera que lo hubiera hecho, pagara por ello.

    Cuando en la distancia empezó a adivinarse una pequeña fogata y escuchó la voz de su hermana Lucy, Peter se volvió una vez más para mirar a Darya. Por un momento, se asustó de que volviera a estar dormida y presa del Síndrome de Morfeo. El pánico se vio disuelto cuando la escuchó murmurar en sueños. Sus ojos recorrieron el rostro de ella y pensó en aquella vez cuando la había tenido tan cerca en el campo de batalla y aun así tan lejos, mientras ella libraba su propia guerra entre la enfermedad y el permanecer despierta.

    Por aquel entonces, Peter se había guardado muchas cosas para sí mismo, cosas que no dijo a nadie en los próximos años de su reinado. Cosas que seguía pensando y guardando solo para él, pues consideraba que la mayoría habían sido productos de su propia imaginación; maquinaciones de su mente y su idealización. Cosas tales como que Darya era la persona más valiente y comprometida para con su pueblo que había conocido jamás. Qué a pesar de que era terca e impulsiva, de haber mantenido su identidad en secreto en un principio, sus intenciones jamás cesaron de ser buenas. Que tras su primera transformación, verla lo había dejado sin palabras.

    Qué la había echado de menos durante todos aquellos años en Narnia.

    Qué había soñado con volver a verla durante todo un año.

    Qué en su pecho se arremolinaban sentimientos que no sabían si eran producto de la ficción, o de la realidad.

    Peter negó, apartando aquellos pensamientos. Debía concentrarse en otras cosas más importantes y no en aquellas tonterías de niños pequeños. Se dijo a sí mismo que el siguiente paso era encontrar al Príncipe Caspian, a los narnianos y la hermana de Deverell. Que no había tiempo para pensar en cosas imposibles cuando una guerra se avecinaba y todo podía pender de un hilo.

    Miró por última vez a la dormida Darya y sonrió para sí mismo, mientras un cosquilleo le invadía el pecho, extendiéndose por toda su anatomía y provocando que lo recorriera un escalofrío después. Jamás alguien podría haber llegado a imaginar que una joven como aquella, llegara a importarle tanto o más que sus propios hermanos.

    «Enamorado»—pensó para sí—. «Más bien estupidizado».





¡Hola!

POR FIN. Ha hecho un poquito más de un mes para este capítulo, y mucho más para que POR FIN Darya esté fuera del alcance de las garras telmarinas. Ay, de verdad que no sabéis la de ganas que tenía de llegar a este capítulo.

¿Qué os ha parecido? He de admitiros que todo el plan de rescate es distinto al de la primera versión. Aquél era demasiado básico y fácil, en todos los sentidos. Peter caminaba como Pedro por su casa (¿habéis visto el símil que he hecho? Peter es Pedro en español lol). En fin, el caso es que esta versión me gusta muchísimo más, y tenemos una nueva integrante en los OCs, Prienne, a quien sin duda, veremos mucho más a partir de ahora. Ha sido una OC que pertenece a la categoría de "daños colaterales", como voy a llamarla a partir de ahora. Improvistos que dan gusto.

Espero que os haya gustado y muchas gracias por ser pacientes.

¡Votad y comentad!

¡Besos! ;*

—Keyra Shadow.

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