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Capítulo 24. Creencias y Promesas






    Trumpkin consideró prudente que estudiaran meticulosamente los terrenos del Vado de Beruna antes de determinar cómo rescatarían a la Reina Protectora de las garras del enemigo, algo que, si bien Peter consideraba sensato, no hacía más que aumentar los nervios que bullían en su interior.

    Llevaban caminando aproximadamente dos horas, y la línea de árboles que daba a las ruinas de Cair Paravel todavía era visible en el horizonte. Avanzaban a paso seguro y con buen ritmo, pero el camino había cambiado desde que los cuatro hermanos vivieran en Narnia y ya nada era como recordaban. Las sendas que antes se utilizaban para el comercio habían quedado olvidadas, y aquellos árboles y montañas antes reconocibles se habían perdido en la marea tempestuosa del tiempo. Narnia había cambiado, y aunque los Pevensie lo sabían, intentaban encontrar aquellas cosas que habían conocido, a la espera de no saberse tan perdidos como estaban.

    Había transcurrido tan solo un día desde que encontraran al enano rubio, y aunque habrían deseado avanzar más deprisa, Trumpkin les había asegurado de que se encontraban todavía demasiado lejos del Vado. Él mismo había viajado río abajo hasta que los hermanos lo habían rescatado, por lo que habían decidido seguir siempre el curso del río.

    Habían decidido coger el bote que los dos soldados telmarinos habían utilizado para llevar a Trumpkin hasta el pequeño lago. Se aseguraron de que estuviera en buenas condiciones tras la lluvia de flechas que Susan había disparado y, en vista de que así era, lo habían reubicado en el río para empezar su travesía a través de las tranquilas aguas.

    Unos minutos más tarde, se encontraban todos en el bote, todavía agitados por el altercado que habían tenido con un oso salvaje. Peter todavía miraba de reojo a Lucy, esperando verla dejar de temblar, pero la niña se negaba a mirar a cualquier parte y se abrazaba a sí misma. Si el enano rubio no se hubiera hallado entre ellos, quizá la pequeña no se encontraría allí en aquellos instantes, y el mayor de los Pevensie se había encargado de agradecer a Trumpkin y su certera flecha.

    «Cuando te tratan como un animal salvaje, acabas siéndolo», había dicho el enano, para a continuación pasar una hoja por el cuello del animal para acabar con su sufrimiento de forma definitiva. Peter le había tapado los ojos a su hermana pequeña, aunque esta se había esforzado por mirar el acto lo posible.

    A veces, todos olvidaban que Lucy no era tan niña como lo había sido un año atrás. Ninguno de ellos lo era. A pesar de sus doce tiernos años, Lucy había crecido en Narnia hasta ser una joven de veintidós, y había visto muchas muertes aunque sus hermanos hubieran hecho lo posible por evitarlo. Igual que ella había madurado, sus hermanos mayores lo habían hecho por igual, y de repente, todos habían vuelto a ser niños. Sin embargo, sus mentes y sus recuerdos permanecían intactos, y así como sus cuerpos habían rejuvenecido, sus almas permanecieron como una mezcla entre la madurez y la niñez, sin ser ni una ni la otra.

    —Muchas cosas han cambiado y ya no son ni un cuarto de lo que solían ser —dijo Trumpkin.

    Nos hemos dado cuenta —informó Susan—, y creo que si han pasado tantos años desde que nosotros estuviéramos aquí..., temo que muchos de nuestros amigos ya no estén.

    —Se refiere a la pareja de castores, Canthos y Caleen —especificó Edmund—; y al zorro Debrahk, el fauno Tumnus, el centauro Oreius, al lobo Áket y... —Su voz calló de repente.

    —Y a la Reina Darya —terminó Peter, su voz teñida de un deje amargo.

    —¿Todavía...? —Lucy miró al enano—. ¿Todavía alguno de ellos...? Es decir, sabemos que Darya sigue viva, ¡y que ha despertado! Pero el Señor Tumnus y los castores y nuestros demás amigos...

    El ceño fruncido de Trumpkin les indicó, tristemente, que no había escuchado la mayoría de aquellos nombres en toda su vida. Se acarició la larga barba rubia con gesto pensativo y alzó los ojos al cielo. Cuando volvió a mirar a los cuatro hermanos, estos todavía lo miraban atentos.

    —El Guardián de Morfeo todavía vive —explicó lentamente, como si premeditara sus palabras antes de decirlas—. De hecho, debéis saber que fue él quién nos mantuvo a salvo durante todo este tiempo. Lleva más tiempo que ninguno aquí, y ni siquiera los centauros o las náyades de los ríos pueden decir que hayan vivido tanto como él. Nos ocultó en las profundidades del bosque, y a muchos los mandó a islotes ocultos por la marea, que los Telmarinos temen por encima de cualquier cosa.

    » Durante algún tiempo, se dijo que una ninfa lo acompañaba, pero nadie supo cómo, un día desapareció y ya no hubo rastro de ella. Del zorro Debrahk sé poco o nada. Una víctima de la guerra contra la Bruja Blanca, según algunos. Del tal Señor Tumnus y los castores puedo decir poca cosa de igual manera, que murieron por vejez y sin enfermedad, según cuentan.

    » En cuanto al centauro Oreius, quizá sí puedo deciros más. Su estirpe sigue todavía entre los pocos viejos narnianos que quedamos, igual que aquellos que pertenecían a su manada. El mismo Guardián va siempre acompañado de una de las descendientes, bisnieta de la curandera de la manada por aquel entonces.

    Los cuatro hermanos escucharon sin intervenir, asimilando las palabras de Trumpkin. El enano procedió a contarles lo que había sucedido durante aquellos mil trescientos años, o al menos, lo que recordaba. Trumpkin era mayor, sí, pero su vida no había dado comienzo hasta ciento cincuenta años atrás, y aun así, las historias sobre la Vieja Narnia no eran algo de su particular interés. No obstante, en vista de que tenía a los Reyes de Antaño delante de él, tan reales y de carne y hueso como él, quizá fuera hora de empezar a prestar atención y creer en cuentos de hadas. ¿Si el Guardián de Morfeo y la Reina Protectora habían resultado ser reales, por qué ellos no lo habrían sido?

    —¿Por qué has dicho que sois Viejos Narnianos? —inquirió la pequeña Lucy un tiempo después.

    —Hmph —soltó el enano, pensativo—. Bueno, porque eso es lo que somos la mayoría. Si bien no faltan generaciones jóvenes, e incluso podría decirse que yo pertenezco a ellas, sólo los Viejos Narnianos, aquellos que llevan más tiempo caminando en estas tierras, pueden recordar pedazos de las eras pasadas. Pero son pocos los que quedan ya. Y si soy sincero, desconozco cómo pueden seguir vivos. Cosa de magia, quizá.

    —Áket y Darya sirvieron a Jadis —esbozó Peter de repente. Miró a sus hermanos y al enano y se encogió de hombros—. Quizá tenga algo que ver con el que sigan vivos.

    —O puede que los Narnianos envejezcan más lento que nosotros y nuestro mundo —terció la mayor de los Pevensie—. Sigo sin entender mucho cómo es posible, porque para nosotros solo ha pasado un año desde que estuvimos aquí la última vez.

    —Y para ellos han sido mil trescientos años —acabó Edmund—. Pero yo recuerdo que aquí en Narnia, mientras todavía reinamos, el tiempo también transcurrió deprisa. E incluso nosotros mismos crecimos.

    Trumpkin los escrutó largo y tendido con una mirada repentinamente desconfiada. Frunciendo el ceño, se inclinó hacia los cuatro hermanos y los miró alternando los ojos de uno a otro. Peter, que se había intercambiado con Edmund para remar, le lanzó una mirada inquisitiva.

    —¿Qué queréis decir con «vuestro» mundo? —cuestionó—. ¿A caso no es este el único que existe?

    Peter soltó un suspiro, dándose cuenta de su error. Durante años mientras estuvieron en Narnia, habían procurado no mencionar sus orígenes a no ser que fuera estrictamente necesario, y ni aun cuando habían decidido confiar el secreto, lo habían hecho de manera pública. Solo aquellos más allegados sabían en realidad de dónde provenían los Reyes y Reinas de Narnia. Tampoco era como si Peter o sus hermanos supieran cómo funcionaba aquello. Sí, Narnia y su mundo coexistían a la vez, ¿pero hasta qué punto podían separar el uno del otro? ¿Qué determinaba que alguien pasara de estar en Narnia a estar en el mundo de su Inglaterra y viceversa?

    —No podemos decirte mucho —admitió el mayor al fin—, porque ni nosotros mismos sabemos cómo funciona. Pero no somos de este mundo. Hay otro poblado por humanos, por más Hijos de Adán y Eva, como se les llama aquí. Allí no existís la mayoría. Los animales sí, por supuesto, pero no hablan, igual que los árboles no bailan y el viento no canta.

    —Entiendo —dijo Trumpkin, aunque realmente, no acababa de hacerlo del todo.

    Una hora más tarde dejaron la barca varada en la arena y continuaron a pie. Pararon unos minutos más tarde, bajo la apacible sombra de algunos abetos, para almorzar. Tanto Peter y Edmund sacaron de sus bolsos las manzanas y los trozos de sándwich que les quedaban, y aunque Trumpkin miró desconfiadamente el pedazo de bocadillo que le fue entregado, lo tomó y comió en silencio.

    —Pronte habrá que cazar —terció el enano—. Una comida tan humilde no nos dará sustento para el camino que queda.

    Los hermanos estuvieron de acuerdo, y determinaron que la próxima vez establecerían turnos para cazar, aunque aquellos con más facilidad serían Trumpkin y Susan por sus arcos. Peter miró la segunda de sus alforjas, mucho más abultada y grande en comparación a la otra. En saber que Darya se encontraba despierta y viva, habían decidido volver sobre sus pasos hasta las ruinas de Cair Paravel para visitar una última vez la vieja cámara del tesoro.

    Distraídamente, el mayor de los Pevensie rozó con los dedos el perfil de las plumas azules que sobresalían de la bolsa, tan distintas y a la vez similares a las carmesíes de Susan. Dentro de la alforja también había un juego de cuatro dagas, el arco, caraj y la espada envainada de Darya. Las muchachas habían sido lo suficientemente prudentes como para tomar también uno de los vestidos del arcón de la Heredera, a sabiendas de que, probablemente, lo necesitaría.

    Les había sorprendido a todos, de igual manera, que Trumpkin supiera sobre la existencia de la cámara, y le habían preguntado la razón. «El Guardián solía frecuentar esta zona» había dicho, «mantenían a la Reina no muy lejos de aquí, en una de las cuevas de la playa. Se dice que el mar cavó profundo y hacia arriba en nombre de Aslan, para que el agua marina no pudiera perturbar a los que estuvieran dentro resguardando a la Reina, pero que a su vez, ningún telmarino osara acercarse, pues la marea subiría y la entrada quedaría oculta.»

    Mientras recogían el improvisado campamento y guardaban lo poco que restaba ya de la comida, Lucy se alejó y contempló sus alrededores. De improvisto, un destello dorado captó su atención y, extasiada, gritó:

    —¡Es Aslan! —Una sonrisa de oreja a oreja había cubierto sus labios. Se giró para mirar al resto del grupo—. ¡Es él! Lo estoy viendo, ¿no lo veis?

    Todos se giraron para mirarla, visiblemente confundidos; allí dónde señalaba Lucy, restaba la más absoluta de las nadas. La sonrisa de la niña flaqueó cuando volvió a girarse hacia el lugar en el que había visto al león. Confundida y apenada, volvió a mirar a los otros, como si ellos pudieran responder su pregunta silenciosa: ¿a dónde había ido Aslan? ¡Había estado allí hacia tan solo unos segundos!

    —¿Realmente quieres decir que...? —empezó Peter.

    —¿Dónde te ha parecido verlo? —inquirió Susan. Sus palabras provocaron que Lucy frunciera todavía más el ceño.

    —No hables igual que un adulto —dijo la niña, golpeando el suelo con el pie—. No me ha «parecido verlo». Lo he visto.

    —¿Lo estáis viendo ahora? —preguntó con cautela Trumpkin, como quien habla con alguien con un problema mental.

    —No estoy loca —repuso Lucy, girándose para mirarlo—. Estaba allí, quería que lo siguiéramos.

    —¿Dónde, Lu? —instó su hermano mayor.

    —Justo allí arriba, entre aquellos serbales —señaló la pequeña. Una cañada se extendía dónde indicaba y el camino se veía engullido abruptamente por las rocas salientes y el curso del río más abajo. Lucy no pareció tan convencida—. No, a este lado de la garganta. Y arriba, no abajo. Justo en la dirección opuesta a la que queréis ir. Y quería que fuéramos hacia donde estaba él: ahí arriba.

    —¿Cómo sabes lo que quería? —preguntó entonces Edmund.

     El rostro de Lucy se descompuso.

    —Él... yo... simplemente lo sé por su rostro —Miró a Peter, quien quedó atrapado bajo los claros ojos de su hermana. Nervioso, se encogió de hombros.

    —Seguro que hay muchos leones en este bosque, y osos también.

    —Y también podría haber sido un león que no era ni parlante ni amistoso, como tampoco lo era el oso —añadió Trumpkin.

    —Sé reconocer a Aslan perfectamente —dijo con total seriedad la muchacha—. ¿Crees que no sería así si lo viera?

    La última vez que habían visto a Lucy tan enfadada e indignada, sus hermanos mayores la habían culpado de crear historias sobre mundos de fantasía y criaturas de fábula. Sin embargo, como producto de aquellas imaginaciones, ahora se encontraban en el lugar que consideraban su segundo hogar. Peter miró a Edmund y Susan en busca de apoyo, pero realmente, ninguno supo qué creer.

    —¡Sería un león bastante anciano a estas alturas —observó el enano—, si lo conocisteis la otra vez que estuvisteis aquí! Y si pudiera ser el mismo, ¿qué le habría impedido volverse salvaje y necio como tantos otros? —Claro quedó que Trumpkin no consideraba que Aslan pudiera existir realmente, por mucho que eso hiriera a los cuatro monarcas. Lucy enrojeció violentamente—. Escuchad —añadió—, no voy a saltar por un precipicio detrás de alguien que no existe.

    —La última vez que no creí a Lucy —murmuró Edmund, mirándolos a todos—; quedé como un verdadero estúpido.

    —¿Por qué no lo he visto yo? —preguntó entonces Peter, alternando la vista entre el lugar señalado y su hermana. Lucy frunció los labios.

    —A lo mejor no mirabas.

    —Lo siento, Lucy, pero Trumpkin tiene parte de razón. Conocemos a Aslan, pero no podemos estar seguros de lo que dices porque has sido la única en verlo, a pesar de que cabe la posibilidad de que estés en lo cierto. Bajaremos.

    Y con aquello, empezaron a caminar. Lucy permaneció en el mismo sitio, viendo cómo se alejaban. Pequeñas lágrimas habían empezado a agolparse en sus ojos, cuando Edmund posó una mano sobre su hombro y la instó a que caminara con él.

    —Darya estaría decepcionada si lo viera —la escuchó murmurar el Justo—. Peter ya no es el mismo.

    Durante el resto del día, continuaron avanzando a través de la profundidad de la cañada, tal y como Peter había indicado, siguiendo el liderazgo de Trumpkin. Muy al pesar del mayor de los Pevensie, guiarse de sus recuerdos no podía ser una opción. El poco camino que Peter los había guiado, habían acabado más perdidos de lo que lo habían estado en un principio.

    Cuando las últimas luces del día les advirtieron de que pronto sería de noche, Trumpkin aconsejó que buscaran un sitio en el cual asentarse. Mientras Peter y Lucy encendían el fuego, el enano y los Pevensie restantes se dirigieron al bosque para cazar. Se aseguraron, cuando atraparon a tres liebres, de que fueran animales no parlantes, como el oso con el que se habían cruzado aquella mañana. Ni Edmund ni Susan se inmutaron cuando tomaron a los animales por las patas y los llevaron hacia el campamento improvisado junto al enano rubio.

    Una vez delante del fuego, el enano procedió entonces a enseñarles cómo despellejar a las liebres y limpiar las vísceras, aunque indicó cuáles eran comestibles por sus proteínas y cuáles era mejor desechar. Aunque las liebres resultaron siendo más huesos que carne, comieron y asaron varias manzanas en el fuego a modo de postre. Una vez se aseguraron de que la hoguera no fuera demasiado llamativa como para captar atenciones indeseadas, todos decidieron que era hora de dormir.

    Peter se quedó junto al fuego, removiendo de vez en cuando las brasas para que el fuego dentro de estas no se apagara. Aunque el sueño pesaba sobre él con una fuerza inexorable, no podía dormir. Cada vez que había intentado cerrar los ojos, la imagen de una durmiente Darya se había plasmado en su cabeza sin remedio. Podía recordar con exactitud el momento en el que había creído que la narniana había muerto, incluso en Cair Paravel tras la charla con Aslan. Durante años la habían protegido y el paso del tiempo no había hecho mella en ella.

    Pero las cosas eran distintas ahora. Para ellos apenas había pasado un año, pero para Darya y los narnianos, el tiempo había sido despiadado, mientras que a su vez, el destino los despojaba de todo rastro de libertad por segunda vez.

    Un movimiento tras de sí llamó su atención. Peter se giró, solo para encontrar que Lucy se levantaba, arrebujándose en su capa, y empezaba a dirigirse hacia la siguiente línea de árboles. Indispuesto a dejarla sola, obviamente, su hermano mayor la siguió.

    —Lucy —llamó con cautela, no queriendo despertar al resto—. ¿Qué estás haciendo?

    La niña no se giró para mirarle, pero sí le respondió.

    —Voy a buscar a Aslan. ¡Sé que lo vi y voy a demostrarlo!

    Peter caminó hasta ella y la tomó con suavidad de los hombros. Lucy se quedó quieta, pero no alzó la vista del suelo. Su hermano se arrodilló para ponerse a su altura y le alzó la barbilla delicadamente en un gesto cariñoso.

    —Lu —arrulló—. Lo siento mucho por no creerte cuando dijiste que viste a Aslan, ¿de acuerdo? De verdad que sí. Te prometo que si lo hubiera visto también, habríamos ido en la dirección que tú querías. Pero no fue así.

    —Pero...

    —Trumpkin nos ha dicho que Aslan se marchó al mismo tiempo que nosotros, Lu. Eso implica que lleva todo este tiempo desaparecido, pero quizá todavía no está listo para presentarse ante todos nosotros, ¿lo comprendes?

    —¿Entonces por qué yo sí pude verlo? —cuestionó la niña. Peter sonrió suavemente.

    —Tú siempre has creído en él más que todos nosotros juntos. No me malinterpretes; creemos en él, pero vosotros compartís una conexión más cercana. Siempre me dio esa sensación, al menos. Quizá quería que lo vieras como una señal. Tal vez la próxima vez lo veamos, o quizá debamos solucionar las cosas sin su ayuda por una vez.

    —Pero le necesitamos, Peter —Los claros ojos de la niña se clavaron en los de su hermano—. Tienen a Darya y los narnianos están en peligro. Necesitamos a Aslan.

    —Sí, lo necesitamos. Pero aun así, creo que primero debemos intentar solucionarlo nosotros, ¿no? ¿Acaso no somos los Reyes y Reinas de Narnia y pasamos muchos años sin su ayuda? Quizá sea una prueba para comprobar si todavía servimos para reinar, Lucy.

    —Entonces espero que podáis llegar a verle y que él considere que todavía merecemos ser Reyes y Reinas.

    —¿Recuerdas la segunda vez que fuiste a Narnia y Edmund te siguió?

    —Sí —asintió Lucy—. Cuando os lo conté, no me creísteis. —Sus ojos volvieron a desviarse al pasto y su voz sonó en un murmullo—: Hoy me he sentido como aquella vez.

    Peter sintió que la opresión en su pecho, originada hacía varios minutos, se intensificaba. Se acercó a Lucy y pasó uno de sus brazos por encima de los hombros de la muchacha, atrayéndola hacia él en un abrazo.

    —Lo siento mucho, Lu —se disculpó—. Créeme, no sabes cuánto.

    Lucy agitó la cabeza, restándole importancia. Peter la apretó más fuerte contra sí.

    —¿Qué ibas a decir, Peter? —preguntó la pequeña.

    —Cuando..., cuando estuvimos en la casa de campo del Profesor Kirke, después de que nos contaras sobre Narnia y que Edmund también había estado, hablamos con él. Nos hizo ver que nunca hemos tenido razones para dudar de tu palabra, Lu. Nunca has sido una niña que mienta; solo dices la verdad. Si viste a Aslan, te creo. Si por alguna casualidad, vuelves a verle y se deja ver ante nosotros, lo seguiremos, ¿de acuerdo?

    La muchacha asintió y ambos regresaron hasta el improvisado campamento. Edmund, Susan y Trumpkin seguían durmiendo cuando los dos hermanos restantes se sentaron junto al fuego, abrazados. Permanecieron así durante largos minutos, contemplando las llamas o el firmamento, hablando en suaves murmullos.

    —¿Alguna vez extrañas a Darya? —cuestionó la menor, reclinando la cabeza para mirar el rostro de su hermano. Los brazos de Peter la envolvían por detrás, brindándole protección y calor. El fuego danzaba delante de ellos, reducido ahora a unas simples llamas apenas mantenidas.

    —Sí —se escuchó decir el mayor—. Muchas veces.

    «Siempre» —quiso añadir, pero determinó que aquello sonaba demasiado íntimo, demasiado comprometedor.

    Peter se cuestionó cuándo había sido la última vez que había pasado tiempo con alguno de sus hermanos o, en general, con todos ellos. Había tenido oportunidades durante todo el año: el primer día de Lucy en la escuela, la vez que Susan había ido a comprarse un vestido nuevo para el cumpleaños de una amiga, o incluso el día que Edmund decidió que quería practicar béisbol en Hyde Park.

    Sin embargo, aquellas mismas oportunidades habían sido olvidadas por Peter. No olvidadas, quizá, pero sí habían pasado por delante de él sin que tuviera la menor idea. Lucy había sido acompañada por su madre el primer día. Susan había decidido ir con sus amigas finalmente, y Edmund había desistido con el béisbol después de encontrarse solo sin que nadie pudiera lanzarle la pelota.

    Y mientras tanto, ¿qué había hecho él? Los últimos meses eran un completo borrón de imágenes difusas, demasiado rápidas. La única constante que Peter podía recordar, eran las peleas. No peleas clandestinas donde los participantes se reunían a altas horas de la madrugada en los lugares más recónditos de Londres, a la espera de no ser cazados. No. Las peleas en las que Peter participaba eran aquellas que explotaban entre los andenes de la estación de trenes. Aquellas que empezaban de improvisto en la escuela después de un conflicto entre camaradas. Las que encontraban su origen en la mofa de cuatro compañeros que habían ido cogiendo un gusto por molestarle, por recordarle que siempre había estado pegado a sus hermanos, que no tenía más amigos.

    Peter frunció el ceño y su mirada se posó, aunque en blanco, en Lucy. La niña se había dormido mientras él le acariciaba los salvajes rizos. ¿Realmente había sido así? ¿Había dejado de pasar tiempo con sus hermanos por las palabras tan estúpidas que soltaban cuatro individuos? Sintió vergüenza por sí mismo. Había descuidado a su familia, a sus queridos tres hermanos, solo por las palabras estúpidas de cuatro individuos. Pero, había algo de verdad en aquellas estupideces. Peter se había quedado sin amigos, o más bien, los había alejado.

    Su mente recorrió entonces los recuerdos del pasado que él y sus hermanos habían vivido en Narnia. Peter se había acostumbrado a la idea de ser Rey, de tener la palabra, del poder que comportaba llevar una corona; pero también a las responsabilidades atadas a la misma, al cariño al que se había convertido en su hogar y las criaturas que lo habitaban. Habían reinado durante años, solo para ser despojados de todo y todos en un abrir y cerrar de ojos. Volver a la realidad —no. Decirlo así no era correcto. Solo había una realidad, pero dos mundos distintos. Volver al mundo de Londres, de su padre y su madre, había sido duro en una primera instancia. El abismal cambio al que habían sido sometidos los marcaría durante el año siguiente.

    A pesar de estar en Inglaterra de nuevo, Peter todavía seguía creyendo que la corona dorada de hojas de roble seguía reposando sobre su cabeza. Qué equivocado había estado, y cuán terrible se sentía al respecto. Sin embargo, la vocecilla envenenada en su cabeza le instaba a no sentir remordimiento alguno. Le había gustado el poder y las responsabilidades, y no tenerlos le había dolido y enfadado.

     «Darya estaría decepcionada», había escuchado que Lucy decía. No tenía la menor duda al respecto, al fin y al cabo, ¿qué podría Darya pensar de él si lo viera? Aquel en quién había confiado, en quien había visto el potencial de un futuro Rey. Un conocido, un camarada de batalla, un amigo.

    Un...

    Nada.

    «Te encontraré, Darya.»

    Acariciando todavía el cabello de su hermana, Peter se reclinó hacia atrás y dejó que el calor de las llamas lamiera su rostro levemente. Su mente, aunque intranquila, le regaló el recuerdo de dos orbes de praderas en primavera.



    Las mazmorras del castillo telmarino eran un lugar lúgubre y lleno de humedad. Una pestilencia desconocida inundaba el aire, aquella de las aguas estancadas y otras cosas que atraen a las ratas, instándolas a formar nidos y propagarse a sus anchas. Deverell tomó aire antes de bajar las escaleras de caracol que conducían a la zona. Sus zapatos chasquearon contra el suelo con un sonido estridente, y su espada tintineó con cada paso que daba; su llegada no sería tomada desprevenida, o quizá sí.

    Aquella mañana, el tutor del Príncipe había sido apresado por Lord Miraz sin que Deverell pudiera hacer algo para evitarlo. Habían encontrado el cadáver de uno de los soldados a orillas del Vado, y otro más, todavía consciente, había aparecido a nado entre las aguas con una flecha clavada en la pierna. Deverell no había estado presente a aquellas horas de la mañana, pero la noticia se había extendido como la pólvora entre la milicia. Tan rápido como se había enterado, había ido a visitar al Profesor a su celda particular.

    Cornelius yacía en su lecho de piedra mohosa, arrebujado como podía en su túnica, intentando mantener el calor, cuando Deverell salió de entre las sombras. El anciano, alertado por el movimiento, se giró, solo para que en su rostro naciera una nueva luz: una peculiar mezcla entre temor y esperanza.

    El rostro del Lord permaneció impasible. Los guardias lo habían dejado entrar bajo el pretexto de que debía sonsacarle al Profesor toda la información que supiera sobre el paradero del Príncipe por petición de Lord Miraz. El tiempo corría en su contra, puesto que dicha petición jamás había sido hecha y, tarde o temprano, descubrirían su mentira.

    El anciano empezaba a inquietarse cuando Deverell decidió hablar.

    —¿Cuánto hace que lo sabéis? —cuestionó.

    —Me temo, Mi Lord, que no os comprendo —dijo Cornelius, colocándose mejor los anteojos de medialuna—. Necesitaréis ser más claro.

    El caballero miró tras de sí, asegurándose de que los guardias no estuvieran acechando, antes de acercarse todo lo que pudo a los barrotes. El olor a putrefacción era mucho más agresivo dentro de la celda, a pesar de que, por lo que Deverell sabía, no había habido prisioneros en un largo período de tiempo —¿o sí?

    —¿Cuánto hace que sabéis sobre los planes de Lord Protector? —atacó, sus ojos entrecerrándose. La pregunta hizo que el Profesor diera un respingo.

    —¿Vos lo sabíais también? —preguntó, pero Deverell ignoró la pregunta.

    —Responded, Maese Cornelius, no tengo demasiado tiempo. Y usted tampoco, si nos descubren.

    —Pero les ha dicho a los guardias... —Las palabras murieron en la boca del anciano en cuánto se dio cuenta de qué sucedía realmente. Su rostro se ensombreció—. Siempre creí que Lord Protector no era el más indicado para dirigirnos, y guardé la esperanza de que el Príncipe llegara a la mayoría de edad antes de que una tragedia sucediera, pero henos aquí: ya ha tenido lugar.

    —No hace mucho que lo descubrí —admitió Deverell, unos segundos más tarde—. Empecé a sospechar cuando volvió a obsesionarse con la idea de exterminar a los Narnianos y con esa leona que le obsequiaron.

    —Cuidado, Mi Lord —murmuró Cornelius, grave—. Esa leona lleva muchos siglos caminando por este mundo, más de lo que pueda llegar a imaginar.

    Deverell no dijo nada. Él, como el resto de Lores de la Cámara del Consejo, había presenciado la metamorfosis de la leona blanca a una muchacha de la edad del Príncipe, fiera y dispuesta a todo. Lord Miraz había parecido tan orgulloso de probarse ante el Consejo entonces, y de qué manera lo había hecho. Deverell todavía intentaba hacerse a la idea de que una criatura semejante estuviera en aquel preciso instante en el castillo.

    —Por favor —dijo—, decidme lo que sabéis del Príncipe. Si lo que Lord Miraz dijo es cierto, mi hermana debe estar con él.

    Los ojos claros del Profesor se iluminaron.

    —No puedo decir que sepa que vuestra hermana esté con Su Alteza, Mi Lord, pero es una posibilidad. Sin embargo, sí sé que Lady Prísyla no fue tomada. Salió del castillo mucho antes de que yo mismo ayudara al Príncipe a escapar.

    —¿Qué? —Deverell no cabía en su sorpresa—. ¿Qué más sabéis? ¿Está Nerian, el aprendiz de herrero, involucrado en todo esto?

   —Por lo que escuché, el joven solo fue una tapadera de las verdaderas acciones cometidas por Miraz. Me sentí terrible en cuanto supe que lo habían llevado a los establos, donde mantienen a la Reina. Pero, Lord Deverell, ¿de verdad creéis que Nerian sería capaz de dañar de laguna forma a vuestra hermana?

    La pregunta del Profesor era una que Deverell se había hecho durante toda la noche. ¿Qué razón tenía él para desconfiar de Nerian? El muchacho no había sido más que amable y un buen amigo para su hermana, incluso con él mismo, durante años. ¿Era tal el poder de convicción y persuasión de Lord Miraz, que incluso había hecho que dudara de un ser tan benévolo como Nerian?

     —No —suspiró—, no lo creo, no realmente. Prísyla y Nerian han sido amigos desde que ambos eran niños. Ninguno de ellos haría jamás algo para dañar al otro. Y yo tampoco. Perdonadme, Profesor Cornelius, pues llega un punto en el que no sé qué creer y qué no. Solo deseo encontrar a mi hermana y acabar con la pesadilla que el Lord Protector ha empezado.

    —Las dudas os atacan con terrible fuerza, Mi Lord —esbozó Cornelius—. Puedo verlo con claridad. No temáis. Si hay alguien en este castillo de quién podéis fiaros además de mí, es de ese muchacho. Y si es ayuda lo que necesitáis ‒y me atrevo a decir que así es‒, solo hay una persona capaz de ayudaros.

    —¿Quién?

    —La Reina Protectora.

    —Mis más sinceras disculpas, Maese, pero no veo cómo una criatura como ella podría ayudarme.

    Cornelius pareció realmente atacado por sus palabras.

    —Dos han sido las veces, contando con esta, ¡que habéis difamado de una forma u otra a una de las Reinas más poderosas que Narnia jamás ha visto! —Cornelius se alzó del camastro, caminando hasta los barrotes con un paso tan rápido, que Deverell solo pudo parpadear antes de tenerlo frente a sí—. ¡No lo toleraré! Esa criatura, como vosotros la llamáis, es la Reina Protectora de Narnia, y ha jurado hacer lo posible por unificar los pueblos Narniano y Telmarino bajo el reinado de nuestro verdadero Heredero. Yo de vos, Mi Lord, tendría cuidado con mis palabras. Son armas certeras y peligrosas en necias lenguas.

    Deverell frunció el ceño.

    —¿Qué pretendéis que haga cuando durante toda nuestra vida se nos ha dicho lo que estaba bien y lo que no? ¿Cuándo todo lo que hemos llegado a conocer pende de un hilo? ¿Cuándo descubrimos que todas nuestras convicciones, sueños de futuro y esperanzas son sostenidos por los pilares de una mentira? —La respiración del caballero era acelerada. Deverell intentó calmarse—. Siento la ofensa hacia esta Reina Narniana que defendéis, pero las costumbres y los pensamientos no cambian de la noche a la mañana —siseó.

    A pesar de todo, Cornelius no se inmutó. Volvió a sentarse en su camastro y se tumbó, dándole la espalda. Deverell quiso gritar.

    —Buscad a la Reina Protectora en la jaula del establo. Liberadla a ella y al chico. Ella encontrará a vuestra hermana si se lo pedís, pero deberéis confiar en ella primero. Es la única capaz de poner al Príncipe Caspian en el trono que le pertenece; la única esperanza telmarina.

    El Profesor Cornelius relató entonces todo lo que sabía sobre la situación. Cómo le había contado al Príncipe desde que era pequeño cuentos sobre la Vieja Narnia, cómo lo había hecho también con unos jóvenes Nerian y Prísyla. Más tarde, le contó a Deverell las razones de su encarcelamiento y sus conversaciones con la supuesta Reina Protectora. Cuando terminó sendas explicaciones, se negó a decir nada más y apremió a Deverell para que se marchara cuanto antes. Por mucho que este último insistió en saber más acerca del asunto, el Profesor no dijo nada más.

    Deverell gruñó y, dándose la vuelta, volvió sobre sus pasos y salió de las mazmorras. Les indicó a los guardias que ya poseía toda la información que había podido sonsacarle al anciano y que notificaría a Miraz al respecto. Los guardias asintieron y no dijeron nada; ¿por qué iban a cuestionarle, de todas formas? Era uno de los hombres de confianza de Miraz junto al General Gozelle, su palabra era casi tan importante como aquella del Lord Protector.

    Sin embargo, mientras emprendía la marcha de nuevo, Deverell no pudo evitar que una mezcla entre la indignación y la rabia quemaran en su interior. Por una parte, por las palabras del Profesor. ¿Es que no entendía que las costumbres no podían cambiar en un abrir y cerrar de ojos? Deverell siempre había sido de ideas y planes fijos; no toleraba los imprevistos, y aquella situación estaba tornando lentamente en el más grande y molesto de todos ellos.

    Por otra parte, ¿en qué había pensado su hermana para irse del castillo de aquella forma? ¿Cuál podía ser la justificación detrás de sus acciones? Deverell hubiera estado mintiendo si dijera que no estaba enfadado, confundido y preocupado. Las emociones se arremolinaban en su interior como un huracán embravecido por vientos salvajes.

    Muy a su pesar, tomó una bocanada de aire antes de dirigirse hacia la parte exterior de los establos, aquella que conectaba con el bosque. El tiempo corría en su contra, pues antes del ocaso debería encontrarse con su pequeño regimiento para ir hasta el Vado de Beruna a supervisar el puente en construcción. Deverell intentó tranquilizarse, caminando lo más serenamente que pudo hacia los dos guardias apostados en la entrada de los establos. Eran dos hombres con rostro aburrido y casi carcomido por el cansancio. Miraz no había tomado demasiadas precauciones a pesar de tener a una Antigua Reina bajo cautiverio. De todas formas, Deverell podía llegar a entenderlo. Nadie sabía sobre aquella información tan específica, y aquellos que sí lo hacían, no dirían ni harían nada.

    Todos, menos él.

    —Nombre —pidió uno de los guardias, evaluándolo con parsimonia.

    —Lord Deverell. Vengo a tomar mi caballo. Debo dirigirme hacia el Vado cuanto antes.

    El guardia asintió, claramente indispuesto a cuestionar más las intenciones del caballero delante de él. Su compañero, por otra parte, le lanzó una mirada mucho más seria y desconfiada. Deverell, como el Lord que era, lo ignoró y entró dentro. La puerta se quedó abierta en todo momento.

    Nunca se había fijado realmente en los establos; eran grandes, lo suficiente como para albergar a una veintena de caballos. Había dos compartimentos más grandes, para las yeguas en gestación y sus futuros potrillos. En el fondo, hacia la derecha, reposaban varios armarios que contenían tanto los elementos para equipar a los caballos como para alimentarlos.

    Pero ahora, viéndolos mejor, reparó en la enorme jaula que yacía contra la pared de la izquierda, que conectaba con la puerta exterior y las escaleras que bajaba desde el patio interior. Según Deverell sabía, su único uso había sido cuando Miraz decidió tener una jauría de perros de caza para dicha actividad, pero o bien todos habían huido o habían muerto durante las cacerías. La jaula, por lo tanto, había estado vacía desde entonces. Ahora, sin embargo, dos individuos yacían dentro, inquietos.

    El primero al que reconoció Deverell, fue a Nerian. A pesar de llevar tan solo una noche en la celda, parecía que para el joven habían pasado años. Con sus ropas sucias por la humedad y el barro acumulado entre la paja y el heno, Nerian parecía un prófugo recién atrapado. Sus cabellos estaban revueltos y enmarañados y sus ojos albergan unas profundas ojeras. Se encontraba encogido en una de las esquinas, mientras que al otro lado, paseando perezosamente —aunque manteniéndose en pie a duras penas—, estaba la leona blanca.

    Deverell escuchó los pasos de uno de los guardias cerca, en la entrada. Intentando disimular, se aproximó hacia la cuadra de Viggo, quien soltó un suave relincho a modo de saludo. Le acarició el morro con afecto antes de dirigirse hacia el armario de los equipos y coger las pertenencias de su caballo. Escuchó al guardia junto a la entrada volver sobre sus pasos, y Deverell se giró hacia la jaula una vez más.

    La leona lo miraba fijamente. El hombre podía ver las fosas nasales de la criatura contrayéndose; lo olfateaba, curiosa. Nerian, por su parte, siguió hecho un ovillo en su rincón, temblando cada vez que escuchaba a su compañera de celda moverse. Deverell dirigió una fugaz mirada a la entrada antes de acercarse.

    —Nerian —susurró, buscando llamar la atención del muchacho. Este no reaccionó. Deverell miró entonces a la leona—. Me envía el Profesor Cornelius.

     Había tenido la esperanza de que la leona efectuara alguna acción, algún gesto que le indicara que le entendía, que en efecto, se trataba de una leona capaz de convertirse en muchacha. Pero la criatura tan solo parpadeó en su dirección y soltó un gruñido bajo.

    Aquel sonido, al que Nerian solo se había acostumbrado hacía tan solo unas horas cuando los guardias les habían llevado la cena, hizo que alzara por fin la cabeza. Deverell le regaló la sombra de una sonrisa. Nerian sintió ganas de llorar.

    —Lord Deverell —dijo, su voz pastosa y ronca a causa del desuso—. Debéis creerme, os lo suplico. ¡No le hice nada a Prísyla o al Príncipe, lo juro! Prísyla... Ella está viva.

    —Shh —chistó el hombre—. Baja la voz, chico. Siguen habiendo guardias ahí fuera y no nos conviene que nos escuchen. Sé que no les hiciste nada. Sé que eres inocente, y en cuanto a lo otro..., necesito comprobarlo.

    —Entonces, ¿significa eso que va a sacarme de aquí?

    Era una pregunta que Deverell ya se esperaba, pero a la que, tristemente, no podía contribuir.

    —Sospecharían de mí y me encerrarían, Nerian —dijo—. Ya me arriesgué hace unos minutos para ir a hablar con el Profesor; no puedo levantar más sospechas, si es que ya existen algunas. Prometo hacer lo posible por ayudarte‒ ayudaros —Miró a la leona—, pero ahora no puedo hacer demasiado salvo contaros lo que me dijo el Profesor.

    —¿Es cierto? —inquirió una voz femenina. Los ojos de Deverell se dispararon hacia arriba, enfocándose en los verdes de la leona—. ¿De verdad os envía el Profesor Cornelius, Telmarino? ¿Cómo sé que no mentís? ¿Qué no planeáis llevarle a Miraz información que pueda proporcionaros?

    —Mi lealtad yace junto al Príncipe Caspian —esbozó Deverell, rotundo—. Mi hermana desapareció a la par que el Príncipe, y no hay nada más que me ate a este reino salvo ellos. Admito que hubo un tiempo en el que Lord Miraz y yo fuimos compañeros, amigos, incluso. Pero esos tiempos quedan ya olvidados tras las faltas que ha cometido últimamente, incluida la de apresaros a vos, Reina Protectora.

    —Aún así —dijo la leona—, desconfiáis de mí. No puedo culparos, no obstante. Es razonable. Pero sabed que no puedo confiar en vos si no es recíproco, Mi Lord.

    —Entonces permitidme que os confíe mi nombre, y podréis delatarme a Miraz como traidor si con ello compráis vuestra libertad. Pero solo bajo una condición.

    Deverell no supo qué hacía hasta que lo consideró demasiado tarde. Pero de todas formas, arriesgarse de aquella manera valía la pena si Miraz no iba tras Prísyla después de tomarlo a él. No obstante, ¿podía confiar realmente en la palabra de una criatura narniana? Las orejas de la leona se movieron hacia delante, atentas.

    —Decid vuestra condición.

    —El Profesor mencionó que visteis a una joven salir de los establos. Describídmela.

    —Portaba una capucha, pero sus ojos eran aguamarinas y montaba un caballo blanco.

    —Claro que lo está —chasqueó Deverell, frunciendo el ceño. Volvió a dirigirse a la leona—. Esa muchacha es mi hermana pequeña. Su nombre es Prísyla. Si conseguís salir de aquí con mi ayuda, deberéis impedir que pise este castillo o sus terrenos, al menos hasta que el Príncipe esté sentado en el trono que le corresponde.

    —¿Arriesgaríais vuestra vida por la de vuestra hermana? —cuestionó la Reina. Deverell se sintió ofendido por la pregunta, pero aún así, alzó la cabeza y asintió decididamente. La leona asintió—. De acuerdo. Prometo impedir que vuestra hermana sea puesta en peligro, por mano ajena o por la suya propia. Pero no necesitaréis decirme vuestro nombre, Mi Lord.

    —¿Por qué?

    —Porque admiro a los que protegen a su familia a cualquier coste —Su voz sonó distante, como si su mente hubiera surcado el tiempo hacia eras lejanas—. Hice la promesa de que me encargaría de que el Príncipe recuperara su corona, y prometo ahora hacer lo posible por proteger a vuestra hermana Prísyla.

    —Estoy en deuda con vos, leona —Deverell inclinó la cabeza. Sacó a Viggo de su cuadra y lo acercó lo más posible a la jaula. Empezó a ensillarlo y prepararlo para partir.

    —Darya —dijo ella—. Me llamo Darya. Y ahora, necesito que me digáis todo lo que ha sucedido y por qué estáis aquí en lugar del Profesor.

    —Lo han apresado esta mañana sin más dilaciones —informó el telmarino—. Lord Miraz envió a dos soldados tras el enano, y solo uno de ellos retornó. El otro murió por una flecha de plumas rojas. El Profesor Cornelius hizo especial hincapié en ello. Dijo que eso os podría poneros en peligro. —Darya sintió que su corazón se desbocaba en su caja torácica. De repente, mantenerse en pie le era una tarea más dificultosa todavía, ya no a causa de sus heridas—. ¿Sabéis qué quería decir con eso?

    —Las flechas de la Reina Susan —dijo Darya, en voz baja y distante. Su respiración era ligeramente entrecortada—. Sus flechas eran las únicas en todo el ejército narniano que poseían plumas carmesíes, rojas como la sangre y las amapolas.

    —Si lo que decís es cierto... —volvió a decir Deverell—, entonces lo que os diré a continuación cobra más sentido todavía. El único soldado que volvió, pidió audiencia inmediata con Lord Miraz. El Profesor escuchó que se rumoreaba que cuatro jóvenes liberaron al enano que los soldados pretendían ahogar río abajo.

    —El cuerno ha funcionado —susurró Darya, sin poder creerlo. La emoción creció en su interior desmesuradamente y sintió el picor de las lágrimas en sus ojos. Los Pevensie habían vuelto a Narnia—. Gracias por comunicármelo, Mi Lord...

    —Deverell —repuso este, dándole su nombre. A sus espaldas, podía escuchar los pasos de uno de los soldados acercándose—. Os recomiendo que tengáis cuidado. Sospecho que Lord Miraz no tardará en acudir aquí para preguntaros cuanto sepáis. Nerian —llamó al muchacho, que había permanecido en silencio hasta entonces—. Por favor, muchacho, confía en ella, por el bien de Prísyla.

    —¿C-cómo sé que no me hará daño? —inquirió el joven. Darya resopló y azotó el suelo de piedra con su cola.

    —No pretendía hacerlo antes, ni pretendo hacerlo ahora, niño telmarino —rezumbó la leona. Nerian se encogió bajo su mirada.

    Deverell los observó mientras una de sus comisuras se estiraba hacia arriba levemente.

    —Debo partir —informó—. Regresaré mañana con las primeras luces, y entonces veré qué puedo hacer para liberaros, aunque no os prometo nada.

    —Es mejor así —dijo Darya—. A veces vale más no hacer promesas vanas que no podrán cumplirse, y otras, hacer tal cosa simplemente no hace falta.

    —¡Eh, ya está saliendo de aquí! ¡Tarda demasiado! —exclamó uno de los soldados en la puerta. El otro se asomó detrás de su compañero.

    Como toda respuesta, Deverell golpeó el flanco de Viggo, quien salió disparado en dirección a los soldados con la rapidez de un relámpago. Cuando pasó entre los guardias, estuvo a punto de arrollar a uno, mientras que al otro le lanzó una dentellada y una coz. Deverell caminó detrás de su corcel con total tranquilidad.

    —Intentad vosotros controlar a ese caballo loco, y veremos quién tarda más. O quién vive para contarlo.







¡Hola!

A pesar de que ha pasado algún tiempo, aquí tenéis el capítulo (sé que llevo sin actualizar desde Navidades, perdonadme).

¿Qué os ha parecido? Los Pevensie están determinados a encontrar a Darya (en especial uno de ellos juju), y Deverell ha decidido confiar en el Profesor y Darya. ¿Cuál creéis que será su papel en todo esto? El siguiente capítulo promete acción y los encuentros que todos esperamos, os lo prometo.

No tengo mucho más que decir salvo que, como siempre, muchísimas gracias por leer y decidir esperar mis eternidades por los capítulos. Espero de verdad que os haya gustado aunque no ocurra casi nada.

¡Votad y comentad!

¡Besos! ;*

—Keyra Shadow.



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