Capítulo 23. Las Cenizas de un Reino
El día que los Reyes y Reinas desaparecieron el día de la caza del Ciervo Blanco, Narnia se sumió en el dolor de la pérdida indefinidamente. Con la única posible gobernante todavía presa por las frías garras del Síndrome de Morfeo, Narnia quedaba una vez más sin monarcas que condujeran al pueblo hacia el futuro próspero que muchos habían soñado.
Durante meses, los narnianos se apañaron con la poca jerarquía que les quedaba: los Señores que habían sido nombrados y que regían pequeñas porciones del territorio, los Condes y Condesas que controlaban a estos, el General Oreius a la cabeza del ejército, y por último, a los más allegados a los Reyes desaparecidos: la Dama Níhmir y el Guardián de Morfeo.
Los siglos venideros, Narnia siguió adelante a duras penas, pero el nuevo gobierno establecido por aquellos que habían servido a la Corona narniana, hicieron lo posible por mantener la paz llevadera que sus monarcas habían conseguido con tanto sacrificio. El peso del gobierno del país había recaído sobre Áket y Níhmir especialmente y lentamente, ambos habían sabido reconducir a Narnia hacia la prosperidad.
Hasta que los Telmarinos llegaron a sus playas.
Lucharon al principio, pero Caspian I el Conquistador pronto sublevó al pueblo nativo de Narnia hasta hacerlos retroceder con sus grandes ejércitos. Fueron superados en número y en maquinaria militar; Narnia se había quedado anclada en las espadas, los mazos, las lanzas y los arcos. Los telmarinos habían urdido máquinas tales como las catapultas, los grandes ballesteros e incluso carromatos capaces de disparar bolas que explotaban en el aire y arrasaban contra aquello que encontraran a sus pasos.
Una vez más, Narnia había sido suprimida, y todos se vieron obligados a esconderse para evitar las grandes masacres, mientras que aquellos pertenecientes a Telmar reclamaban tierras que nunca les pertenecerían por derecho. Los gobernantes de Narnia hicieron lo posible por mantener al pueblo a salvo, pero no pudieron evitar los múltiples homicidios que siguieron los siglos venideros, y tampoco el peso que sobre sus corazones reposó.
La esperanza se convirtió en un bien que les había sido despojado sin piedad, en una ilusión, un sueño rodeado de pesadillas.
Por supuesto, esta era la historia que Zaahira había conocido desde su nacimiento. Repetida innumerables veces entre los centauros más ancianos, los que habían vivido muchos de aquellos siglos. Una historia contada de generación en generación; un recordatorio de por qué continuaban luchando.
Recordaba a los viejos centauros, reuniendo a los rebaños que conformaban los más pequeños entorno a grandes fogatas y hogueras que, con el tiempo, habían tornado en oscuras noches únicamente acompañadas por los reflejos de la luna. Las estrellas centelleaban siempre sobre sus cabezas. Solían creer que eran las almas de aquellos que les habían precedido, vigilándoles y midiendo sus acciones.
Zaahira recordaba las palabras que había llegado a memorizar de aquellos cuentos cuando era pequeña, cuando todavía no conseguía sostenerse en sus potrillas patas sin que estas temblaran. Eran cánticos, canciones de cuna para algunos, incluso; mitos y leyendas.
«Fueron tiempos dorados, donde el marfil cubría los suelos que los Reyes pisaban, el vino corría en cántaros de plata labrada, y el oro coronaba los árboles en la próspera nueva era de Narnia.»
Después, recordaba los versos que habían sido creados en honor al Guardián de Morfeo, aquella figura que durante siglos había velado por el bienestar del pueblo narniano y sus tierras, y por la Reina Durmiente. Aquél que permanecía impasible al paso del tiempo, imperecedero e inmortal. El mismo que había causado que la esperanza no se desvaneciera por completo, que los vientos marinos que los telmarinos habían llevado consigo extinguieran la llama que todavía velaba en sus corazones.
Los versos que habían sido creados en honor al Guardián de Morfeo rezaban que, en tiempos oscuros de escarcha y hielo, cuando la Bruja Blanca gobernaba Narnia con impasible mano de hierro, entre las camadas de futuros guerreros, había nacido un lobo. Débil, escuálido y enfermizo, con pocas posibilidades de sobrevivir. Destinado a morir en las lagunas heladas, había encontrado una segunda oportunidad para demostrar su incalculable valor. La Heredera lo había encontrado y criado como su pupilo, su igual, su amigo.
Un lobo hecho de perlas había renacido.
Aquella era una canción que aún en aquellos días podía escuchar, murmurada o recitada, pero jamás cantada en presencia del Guardián. Lo había prohibido hacía años, y muchos habían dejado de recitarla en absoluto cuando la ira se había apoderado de él, cuando una sombra oscura había cubierto sus ojos ámbar.
Zaahira apretó su mano derecha entorno a la empuñadura de su espada, sintiendo que el hierro se clavaba en la carne de su palma. El Guardián había cambiado, se dijo, no era un secreto para ninguno de ellos, pero aun así, hubieran escogido seguirlo ciegamente a esconderse y dejarse torturar por los telmarinos.
No pudo evitar que sus cascos patearan el suelo con suaves coces. Había perdido la noción del tiempo durante algunos instantes. Era consciente de que seguía escoltando a la humana, postrada sobre sus rodillas todavía. También del aura amenazante que el Guardián de Morfeo irradiaba. Los sentidos de Zaahira quedaron atolondrados por las sensaciones que percibió, dejándola más inquieta y nerviosa de lo que quizá le hubiera gustado. Sus ojos azules se centraron en el Guardián y se sintió pequeña e insignificante ante su presencia. No lo mostró, no obstante. Se negó a parecer débil delante de una figura tan ancestral como los Reyes y Reinas de Antaño.
Todavía podía recordar el día en que el Guardián había desaparecido junto a un pequeño destacamento hacia las tierras que, antiguamente, habían soportado el peso de los muros inmaculados de Cair Paravel. No acudían allí con frecuencia, pero sí la suficiente como para vigilar que nada hubiera sido perturbado. Era una zona sagrada por la figura que ocultaba en secreto: la Reina Protectora, todavía presa bajo el Síndrome de Morfeo.
El destacamento había llegado más temprano de lo debido, encabezados por un lobo feroz y rabioso, una bestia que no conocía más que la ira y la irracionalidad. Todos se habían encogido de miedo ante el Guardián de Morfeo, y cuando les había dado las noticias que portaban consigo, el viento rugió y todos se estremecieron ante la promesa de una clara declaración de guerra.
La Reina Protectora había desaparecido. Los telmarinos la habían encontrado.
Zaahira había llegado a la conclusión que su especialidad era recordar cosas, aunque su habilidad no hubiera sido alabada salvo por aquellos ya demasiado ancianos como para entregarse a los placeres de la batalla.
Jamás olvidaría la mirada que Áket, el Guardián de Morfeo, el recuerdo viviente de la época anterior a la Era Dorada, le dirigió a la humana que ella seguía aguantando por uno de sus hombros.
Dolor.
Ira.
Rencor.
Odio.
Sensaciones iracundas, irascibles e irracionales, todas mezcladas en aquellos pozos de ámbar, de oro corrompido en bronce. Zaahira se tensó por instinto, incluso meditando la posibilidad de saltar hacia delante para ocultar a la humana con su cuerpo. Era humana y telmarina, pero no la culpable de que hubieran secuestrado a la Reina, o de que Narnia hubiera sido subyugada. Aquella potestad recaía sobre Lord Miraz y nadie más.
—¿Dónde está? —preguntó el Guardián por fin, en apenas un murmullo. Un gruñido bajo subió por las profundidades de su garganta canina.
Zaahira luchó contra su más primitiva voluntad, la que la instaba a buscar refugio para una tormenta inminente. La humana se removió, intentando recular y resguardarse así como los instintos de la centauro clamaban, pero Zaahira la retuvo apretando su hombro con más dureza hacia abajo. La joven soltó un quejido lastimero y un sollozo escapó de su boca.
—P-por favor —dijo con voz aguda la niña. Otro sollozo, ahora más estridente—. No sé quiénes sois o qué queréis, yo solo quería ver los castillos.
—¡Mientes! —rugió el lobo, acercándose a grandes zancadas hasta ellas. Zaahira se tensó todavía más. Casi podía oler su propio miedo en el aire—. La tomasteis, tú y los de tu miserable alcurnia. Sois humanos, destructores. Está en vuestra naturaleza tomar aquello que no os pertenece, y ahora la tenéis en vuestro poder.
Zaahira vio el destello de los dientes asomar bajo los caninos labios del Guardián, erizados hacia arriba. Comprendía su ira y su desgracia, pero ¿en qué clase de criaturas los convertía el mantener una prisionera telmarina? ¿En qué los convertía el trato que le estaban brindando, sin piedad, sin compasión alguna? Desde luego, no en algo mucho mejor que aquello que los telmarinos eran respecto a los narnianos.
—Mi Señor —habló por primera vez desde que llegaran. Los voraces ojos dorados se centraron en ella—. Quizá la chica no posee conocimiento alguno sobre el alto crimen que su pueblo ha cometido. Parece ingenua al decir que no sabe nada.
—Muchos también supieron parecer ingenuos cuando las mentiras se deslizaban por sus lenguas viperinas —respondió el lobo—. Tomaron a la Reina Protectora y deben devolverla a su gente, o una guerra estallará.
—¿G-guerra? —murmuró la muchacha, temblorosa—. ¡Por favor, debéis creerme! No sé a quién buscáis, pero... —Su voz se volvió un susurro—. P-podría intentar ayudaros. Haría lo posible por ello. Solo dejadme ir, por favor.
La vista de la centauro albina se desplazó hasta la humana. La desesperación irradiaba de ella tanto como el frío que había empezado a calar sus huesos. Sus ojos azules volvieron al Guardián y apretó la mandíbula por instinto.
—Guardián —llamó—, debo recordaros que el pueblo de Narnia cada vez está más cerca de la hambruna y la enfermedad. Arriesgarnos a ir a la guerra sería un peligro que no podemos permitirnos correr. Ella dice que nos ayudará, quizá debamos creerla.
El lobo soltó un gañido y dio media vuelta, su cola se agitó airadamente tras él. Zaahira contuvo la respiración. Gran parte de la confianza con la que había hablado se debía a su cercanía con el Guardián, pero de igual forma sabía que estaba caminando sobre un terreno inestable que, en cualquier momento, podría sucumbir a su peso.
—De acuerdo —dijo al fin el cánido—. La humana nos ayudará y una vez haya hecho su parte, será libre. —Se giró para mirarlas a ambas, sus ojos todavía inundados por el odio y el resentimiento—. No obstante, permanecerá como prisionera y nos acompañará a la reunión de esta noche. Fawn ha traído noticias a primera hora de la mañana. Dos de los nuestros han encontrado a otro humano. Si por cualquier medio sé que has mentido —le dijo a la joven sollozante—, que te has aliado con uno de los tuyos para infiltrarte en las tierras que todavía nos pertenecen..., la guerra será el menor de tus problemas.
Llevaron a Nerian a los establos, sin decirle ni una palabra que lo justificara. Se sentía cansado, atolondrado y humillado, pero en su pecho aquellos sentimientos quedaban opacados por otro sinigual. El gran dolor que la acusación que había caído sobre él todavía persistía, y lo haría durante mucho más tiempo. En su mente, las palabras de Lord Miraz no dejaban de sonar.
«Cuando osaste vender al Príncipe y a una de las Damas de la Corte».
¿A qué clase de retorcido juego estaba jugando Lord Miraz? ¿Por qué había mentido y lo había inculpado de semejantes delitos? Nerian intentó encontrar una respuesta a sus inquietudes, pero por mucho que pensara, no consiguió llegar a una conclusión lógica. El repentino zarandeo de los guardias que lo apresaban lo llevó a enfocar la vista, que había mantenido fijada al suelo, y ver a dónde se dirigían.
Iban directos a la celda donde retenían a la leona blanca.
La leona parlante narniana que había resultado ser una de las antiguas Reinas de Narnia.
Un sudor frío bajó por su espina dorsal y se infiltró en sus carnes hasta helarle la sangre. Se agitó todo lo que pudo, intentando frenar sus pasos hacia la celda, pero los guardias lo aferraban con fuerza por los brazos y sus pesados cuerpos, reforzados por las armaduras, resultaron demasiado pesados para Nerian. No podía luchar, no podía escapar, y una vez lo metieran en la jaula, no habría escapatoria.
Nunca habría imaginado que el camino de su destino quedaría reducido a una senda que, aunque había estado iluminada en un principio, había tornado mucho más oscura a medida que avanzara. Ahora, irónicamente, lo que residía al final de aquella senda había resultado ser una mortífera leona blanca de Narnia. Un fantasma del pasado de las tierras en las que vivían iba a acabar con su vida en cuanto los guardias lo dejaran a su suerte.
—¡Por favor, lo suplico! —exclamó, haciendo un último esfuerzo—. ¡Por favor, piedad! ¡Piedad!
Pero los guardias ignoraron sus palabras y Nerian pasó de estar apresado por los dos a los brazos de uno de ellos. El otro guardia se dirigió a la jaula y la abrió con la llave en su cinto. El joven sintió la bilis subiéndole por la garganta, ácida y amarga, mientras su corazón seguía latiendo desbocado. No quería morir.
El hombre que lo tenía lo empujó hacia la entrada, desestabilizándolo. Nerian tropezó e intentó por todos los medios no chocar contra la pared de piedra delante de sí. Colocó las manos delante, por instinto, y pivoteó con rapidez hacia la puerta, pero los guardias ya la habían cerrado y procedían a girar la llave con sonrisas malévolas. Actuando con desesperación, metió los brazos por entre los barrotes y agarró el brazo del guardia más cercano, tirando de él.
—Piedad —susurró.
El guardia se soltó con una brusca sacudida y metió una de sus propias manos entre los barrotes para agarrar la pechera del chico. Nerian chocó contra los barrotes con tal brutalidad que el aire escapó de sus pulmones por unos segundos. El aliento del guardia, rancio, sopló sobre su rostro con sus siguientes palabras.
—Buena suerte sobreviviendo a la bestia —Y sin más, lo soltó.
Nerian cayó al suelo con estrepito mientras los guardias desaparecían. Cerró los ojos con fuerza e intentó calmar sus respiraciones, pero los nervios eran más poderosos que su afán por calmarse y acabó hiperventilando. El movimiento que escuchó a su izquierda no hizo sino aumentar el terror que sentía. Escuchó los leves resoplidos de la leona y la forma en la que pequeños gruñidos salían de las profundidades de su garganta. Siguió con los ojos cerrados, esperando despertar de la pesadilla que se había adueñado de su vida.
Un soplo de aire caliente le golpeó la mejilla e instintivamente, el muchacho abrió los ojos y miró, solo para soltar un grito ahogado y arrastrarse hasta una esquina lejos de la leona. Esta lo contempló con sus grandes ojos esmeralda antes de avanzar hacia él. Nerian presionó la espalda con más ahínco en la pared de piedra, provocando que la gran felina dejara de avanzar y ladeara la cabeza.
—A-atrás —demandó, su voz sonando en apenas un hilo. En otras circunstancias quizá Nerian se hubiera abofeteado a sí mismo por no ser capaz de hablar, pero las circunstancias parecían ameritar sucumbir al miedo que sentía.
La leona resopló y se apartó de él, caminando hasta la punta más alejada. Se tumbó en el frío suelo con un golpe sordo y no volvió a girarse en su dirección. Nerian le echó un último vistazo antes de encogerse en un ovillo en la pared opuesta.
Las horas pasaron en un abrir y cerrar de ojos. Nerian intentó soplar algo de aire caliente en el interior de su fina camisa, pero no pudo evitar la violenta sacudida de escalofríos que le siguió. Lo habían despojado de su ajado abrigo, los gastados guantes de cuero, chamuscados por el fuego de la forja, y del fajín de pieles que había conseguido comprarse con el dinero de su primer encargo. La noche había caído hacia rato, pero el frío que conseguía colarse en los recovecos abiertos de los establos hacía que el lugar permaneciera frío y húmedo. Los caballos y la leona tenían suerte, pensó Nerian, pues ellos contaban con pelajes abundantes y metabolismos mucho más acostumbrados a la supervivencia que el suyo.
Un ataque de temblores sacudió su cuerpo, y el muchacho no pudo hacer más que intentar acobijarse mejor con la camisa y los pantalones de algodón, las únicas prendas además de las botas que le habían dejado. El frío mordisqueó su piel con violencia, no obstante, y como plata líquida, empezó a colarse por su piel hasta cubrir sus entrañas. Nerian no era capaz de divisar nada, pero notó la humarada de vaho que su boca soltó cuando dejó escapar un suspiro tembloroso. Antes de que los telmarinos lo mataran, aquella jaula acabaría con él precediendo las primeras luces del alba.
Sin embargo, todo pensamiento o temblor quedó acallado cuando Nerian sintió una presencia olfateando delante de su rostro. No había sido tan estúpido como para darle la espalda a un animal salvaje, y menos a uno narniano, así que había decidido apretar la espalda contra la pared de piedra y tumbarse de cara a la leona. Con suerte, esta lo consideraría una presa demasiado huesuda como para tomarlo como su presa. Pero las ráfagas de aire que sentía acariciando su cara le dijeron otra cosa.
Por unos instantes, el muchacho apretó fuertemente los ojos, negándose a abrirlos. La respiración de la gran felina siguió allí, olisqueándole e investigando incansablemente. Los minutos pasaron, y todo lo que Nerian pudo hacer fue quedarse lo más quieto posible, incluso conteniendo la respiración, a la espera de que ella se apartara. Pero la leona no desistía, y siguió allí durante un largo rato más. Finalmente, el aire dejó de soplar en su rostro, y los ojos de Nerian se abrieron.
Los grandes ojos esmeralda de la leona lo miraban de cerca.
Nerian gritó, apartándose, y los caballos a su alrededor quedaron alterados, relinchando a causa del sobresalto. La leona dejó escapar un sordo gañido y el ruido cesó casi al instante. El joven hizo lo posible por apartarse de ella, pero se había acorralado a sí mismo. En vista de que no tenía escapatoria, presionó la espalda contra la pared con más ahínco, como si esta fuera a abrazar su figura y permitirle formar parte de las rugosas piedras que formaban la pared. La leona resopló.
—No voy a matarte, muchacho —dijo una voz de repente. Nerian abrió los ojos por instinto, mirando a su alrededor antes de que su vista cayera sobre la leona.
Por supuesto, aquella era una leona narniana y sabía hablar. Lo había visto con sus propios ojos. En la Sala del Consejo, cuando había sido acusado tan injustamente. La leona no solo sabía hablar, sino que era una de las antiguas Reinas de Antaño; «La Reina Protectora», había dicho Lord Miraz. Nerian no la había visto en un principio, pero cuando el segundo cambio se había producido y la luz lo había envuelto todo, tras la joven harapienta quedaría una feroz leona que dejaría que un enano escapara a sus lomos.
—¿Por qué? —inquirió Nerian, vacilante. Tragó saliva con dificultad y añadió—: ¿Por qué no me mataréis? Soy telmarino.
Había quedado claro, consideraba Nerian, el profundo odio que la Reina felina les profesaba a los telmarinos. Aquella leona no tenía más que razón tras razón para matarle a él o a cualquiera que poblara aquel castillo o sus alrededores, siempre y cuando perteneciera a la raza de humanos provenientes de Telmar. La Reina Protectora era un espíritu que había resurgido de entre las cavidades de la tierra, llegada de eras pasadas para vengar a aquellos que habían perecido bajo el mandato telmarino. Un espíritu vengativo y sanguinario que sin duda erradicaría a la amenaza que azotaba su país.
Nerian intentó no pensar en la posibilidad de que él sería la primera víctima.
La leona, no obstante, restó impasible, sentada con la cabeza bien erigida y la cola balanceándose tras ella con un movimiento pausado y constante. En otras circunstancias, si se hubiera tratado de un simple animal y no hubiera estado enjaulado junto a él, Nerian hubiera considerado dibujarla para después fabricar una estatua de hierro pulido. Tal vez incluso la bañara en bronce o plata, y añadiría dos esmeraldas pulidas para los ojos.
Pero era una leona real, de carne, huesos y entrañas; un ser que respiraba demasiado cerca de él para su gusto, demasiado amenazante y omnipotente. Demasiado peligroso. Y él no era más que una víctima que pronto se cobraría.
—¿Atacaste tú a mi pueblo? —preguntó la Reina al fin. Nerian acalló todo pensamiento—. ¿Fuiste tú quien se impuso con sus armas y su afán por conquistar tierras que no le pertenecían? ¿Obligaste a mi gente a retirarse hasta los confines de los bosques y las cavernas para resguardarse de la ira de los tuyos? ¿Condujiste a los telmarinos hasta su actual posición y te regocijas en el saber de que pronto los narnianos no serán más que mitos y leyendas, aquello que ya consideráis que son? —Nerian no respondió, pero aquello solo confirmó la respuesta que la leona ya sabía—. No. Y por eso no voy a matarte. No eres culpable de los delitos que solo algunos han cometido. Mi enemigo ahora mismo es Lord Miraz y cada Lord de esa Cámara que decida unirse a su causa. No sus soldados, no sus mujeres y sus infantes. Un hombre inocente que sigue órdenes no debería pagar por las faltas de un tirano. Y mucho menos alguien que ha sido acusado por uno de los suyos.
Las palabras habían desaparecido de la mente de Nerian. De un instante a otro, olvidó cómo podía formar vocablos y frases coherentes, como entretejer los sonidos de su voz para hacerse entender. Aquella leona, aquel espíritu que él había creído vengativo en una primera instancia, lo había dejado boquiabierto.
A pesar de jurar lealtad a los suyos y estar dispuesta a vengarlos justamente, acababa de concederle a Nerian el beneficio de la duda pese a no conocerle. A él y a todos los demás telmarinos. Si bien muchos de ellos eran inocentes y seguían órdenes, tal y como la Reina sentada ante él había indicado, había muchos otros que sí eran conscientes de sus actos y los disfrutaban.
Él no había vendido al Príncipe o Prísyla, y aunque la leona no tenía conocimientos o fundamentos necesarios como para probarlo, creía en su plena inocencia. Nerian se encontró a si mismo maravillado y aterrado a partes iguales por aquello: si ella era capaz de conceder su confianza con tal seguridad, no quería imaginar lo que les sucedería a aquellos que osaran traicionarla.
—¿Cómo es posible que sepáis que soy inocente? —cuestionó Nerian.
—Tengo una corazonada —respondió la leona—. El día de ayer, al alba, mucho antes de que trajeran al enano hasta estos establos, hasta la celda en la que ahora te encuentras conmigo, una muchacha ensilló un caballo. Presiento que es la misma de la que hablaban en esa singular reunión.
—La reunión del Consejo —rectificó Nerian. Sin embargo, si atención ahora recaía sobre otra información de manera más urgente—. ¿Cómo era la muchacha que visteis?
Su corazón acelerado no hizo más que aumentar el galope dentro de su pecho. La respuesta que le daría la Reina solo podría confirmar uno de los peores miedos de Nerian desde que supiera las intenciones de su mejor amiga: viajar hasta los castillos en ruinas de la Antigua Narnia para vivir su aventura particular. Pero, ¡oh! Qué ilusa y qué inocente podía resultar Prísyla a veces. Nerian había pasado la mayor parte de su infancia intentando que ninguno de los dos se metiera en problemas. Prísyla por ser la cabecilla y la mente maestra de cada plan que podría haber resultado fatídicamente, y Nerian por ser el cómplice que la seguiría a todas partes para asegurarse de que no se produjera el desastre.
Pese a sus esfuerzos, aquella vez no había actuado con la misma rapidez que las pasadas. El muchacho había antepuesto sus propios intereses a los de Prísyla, y por una vez que había actuado de semejante egoísta manera, las consecuencias habían sido peor de lo que hubiera cabido imaginar. Prísyla se había marchado y, probablemente, se había expuesto a sí misma a un nivel sinigual de peligro.
Y él no estaría allí para ella a tiempo.
—No vi el color de su cabello, pero sí sus ojos: turquesas, más azules que verdes. Montó un semental blanco y salió al galope antes de ser descubierta.
Entonces, sus sospechas habían sido ciertas. Nerian cerró los ojos, y ocultando su rostro con las manos, esperó que los temblores por el frío ocultaran los silenciosos sollozos y las sacudidas que los acompañaron.
La noche era todavía joven mientras el aprendiz de herrero y la Reina Protectora mantenían su conversación, pero en el interior del bosque, las sombras reinaban cada rincón y la luz de la luna apenas conseguía filtrarse entre los árboles. La noche parecía arcaica y antigua, cubierta de una neblina nostálgica. El velo de un sueño ceniciento había sido extendido sobre sus cabezas, pensó Prísyla mientras la conducían hasta el claro.
La centauro había aprisionado sus muñecas con cuerdas que lamían su piel con roces dolorosos si hacía movimientos bruscos; una precaución para evitar que la joven escapara. Lo cierto, sin embargo, era que Prísyla no tenía deseos de escapar. Aquello hubiera supuesto su muerte inmediata. Una única humana no tenía ninguna posibilidad contra un séquito de narnianos que la rodeaban, y mucho menos si no poseía conocimientos sobre lucha o defensa propia. Las armas nunca habían interesado a Prísyla, al fin y al cabo, ¿por qué deberían haberlo hecho? No estaba en el destino de una joven el aprender el arte de la lucha, y aún cuando su hermano le había propuesto enseñarle varios movimientos básicos, ella se había negado. Prísyla odiaba la guerra y todo lo que tuviera que ver con ella.
El gran lobo del color de las perlas caminaba delante de ellas con un porta elegante y amenazador a partes iguales. Prísyla hubiera preferido ser la última en la gran caravana de narnianos que la mantenían apresada, pero las órdenes del lobo se acataban sin que nadie se atreviera a cuestionarlas, y algo le decía que una petición por su parte supondría algo similar a un insulto, sobretodo viniendo de una telmarina. Los narnianos habían dejado clara la animosidad que sentían hacia los suyos, y Prísyla no iba a darles razones para considerarla una enemiga, aunque ya lo creyeran.
El claro del bosque les dio la bienvenida con los bramidos y chillidos de los narnianos que ya se habían reunido allí. Prísyla los miró a todos con los ojos bien abiertos, mientras un sudor frío recorría su columna vertebral. Intimidada por los cientos de ojos que fijaron su vista en ella, bajó la mirada y agachó la cabeza para que sus cabellos ocultaran su rostro. La centauro la empujó levemente con un toque en la espalda, y la chica se obligó a sí misma a seguir caminando.
El lobo se detuvo en el centro del claro y llamó a callar a la multitud de los suyos con un sórdido aullido. Los murmullos y los sonidos acallaron y el bosque se sumió en un profundo silencio; solo el viento se atrevió a contradecir las órdenes y rugió con fuerza durante unos segundos antes de detenerse.
—Hermanos, hermanas, sed bienvenidos —elaboró el Guardián de Morfeo con voz tronadora—. Si habéis escuchado las malas nuevas, permitidme confirmarlas: la Reina Protectora ha sido raptada.
La conmoción que Prísyla sintió de parte de las criaturas no fue nada en comparación a los gritos de guerra e ira que escuchó. Un escalofrío la recorrió y se encogió en su sitio, todavía sintiendo la presencia de la centauro tras ella. Si alguien le hubiera preguntado cómo sonaba la ira y la rabia combinadas, Prísyla hubiera respondido que se asemejaría, sin duda, a los sonidos que los narnianos hicieron en aquel preciso instante.
—¡Silencio! —gritó la centauro que escoltaba a la humana. A regañadientes, el resto obedeció—. Dejad que el Guardián hable.
—Gracias, Zaahira —agradeció este—. Como muchos ya sabréis, esta noche contamos con la presencia de dos telmarinos entre nosotros. Uno de ellos ha jurado ayudarnos a encontrar a la Reina y devolverla al pueblo narniano a cambio de su libertad. Pero queda saber si el otro humano también está dispuesto a dicho cometido. No sabemos si son espías enviados por los suyos para infiltrarse entre nosotros. Un juicio será celebrado a continuación para determinar si mienten o dicen la verdad. ¡Traedlos al frente!
«¿Dos telmarinos?» —pensó Prísyla, mientras Zaahira la instaba a moverse hasta el lobo. «¿Quién podría...?»
El horror y la sorpresa cubrieron sus facciones cuando sus ojos aguamarina se encontraron con los oscuros del Príncipe Caspian. Junto a este había un enano y un tejón que le indicaron dónde debía situarse. La escolta de la muchacha, por otra parte, volvió a empujarla, esta vez sin tanta suavidad. Prísyla estuvo a punto de caer, trastabillando, pero el Príncipe fue más rápido y la ayudó a estabilizarse.
—¿Qué haces tú aquí? —le preguntó él en voz baja. Por unos instantes, sus ojos la escrutaron, hasta que por fin, cayó en cuenta de quién era ella—. Eres tú, la que corría anoche por el bosque, la que huyó cuando clamé ayuda.
—Alteza... —empezó Pry, pero el lobo volvió a soltar un gañido y ambos callaron.
—Telmarinos —dijo—. Decidnos quiénes sois y vuestro cometido en este bosque. Mentid y sufriréis las consecuencias. Decid la verdad, y quizá seáis perdonados.
El Príncipe dio un paso al frente, mirándolos a todos atentamente. Cuando habló, no hubo duda alguna en su voz o miedo que demostrara lo nervioso que se encontraba por estar rodeado de narnianos.
—Soy el Príncipe Caspian el Décimo, legítimo heredero al trono telmarino. Huía del castillo cuando el enano Nikabrik y el tejón Buscatrufas me encontraron. ¡Yo hice sonar el Cuerno!
A continuación fue el turno de Prísyla. La joven miró los fieros ojos de los narnianos y volvió a sentir el picor de las lágrimas. Su voz tembló levemente.
—S-soy Lady Prísyla, hermana de Lord Deverell, el Oso Negro. Deseaba visitar los castillos en ruinas de Narnia, l-lo juro.
—¿El Oso Negro? —inquirió un minotauro de repente—. ¡Ese es el responsable de la construcción del puente en el vado de Beruna! —rugió. Un coro de voces rugió con él tras asimilar sus palabras.
Prísyla entró en pánico.
—¡No! —lloró—. ¡No! Mi hermano es responsable, sí, pero bajo las órdenes de Lord Miraz. ¡Es él vuestro enemigo, no nosotros!
—¡Todos sois culpables! —gritó el minotauro de nuevo.
—¡Matadlos! —bramó una voz.
—¡Asesinos! —chilló otra.
—Además —habló el enano que había acompañado al Príncipe—. Lo único que demuestra ese estúpido Cuerno, ¡es que nos lo han robado también!
—Yo no he robado nada —replicó Caspian entre dientes.
—¿Que no has robado nada? —inquirió el minotauro—. ¿Os enumeramos todo lo que nos habéis robado?
—¡Las casas!
—¡Las tierras!
—¡La libertad!
—¡¡Nuestras vidas!!
—¡¡¡Nuestra Narnia!!!
—¡No fuimos nosotros, maldición! —chilló Prísyla en respuesta. Su rostro surcado de lágrimas no hizo sino enfatizar el cúmulo de sentimientos que su pecho albergaba—. ¡Todo es culpa de Lord Miraz! ¡Debéis creernos!
Una mano en su hombro la detuvo. El Príncipe le dirigió una breve mirada antes de observar sus alrededores.
—¿Nos responsabilizáis de los crímenes de nuestro pueblo?
—Y también —añadió el enano negro—, os castigaremos.
—¡Es irónico viniendo de ti, enano! —gritó una voz repentina. Un gran ratón saltó del tronco en el que restaba y apuntó con su filosa espada al enano—. ¿O has olvidado que fue tu gente la que luchó al lado de la Bruja Blanca?
—¡Y volvería a hacerlo con tal de librarnos de estos bárbaros!
El viento rugió.
—Silencio.
Fue un susurro, una palabra apenas murmurada en terrible calma, pero fue suficiente para que todos guardaran silencio de improvisto. El enano se giró para enfrentar la voz con el rostro sembrado en el pánico. El ratón retrocedió y elaboró una reverencia.
El Guardián de Morfeo, que había permanecido en silencio durante aquella acalorada discusión, se levantó y caminó alrededor del enano con gesto calmado. Sin embargo, era una calma desdichada y caprichosa, la misma que añora una tormenta, que necesita de un huracán para cobrar sentido. El enano, ya de por sí de un tamaño mediano, pareció minúsculo en comparación al gran lobo. Solo entonces se dio cuenta Prísyla de su verdadero tamaño. No era gigante, pero bien podría haber alcanzado la estatura de un pony; lo suficientemente grande como parecer más peligroso de lo que sin duda ya era.
—Te insto a repetir tus palabras, Nikabrik, hijo de Firnadik, hijo de Ginarrbrik —pronunció el Guardián con voz melosa—. Adelante —dijo, sus caninos asomando por el labio superior alzado—. Repite tal infames palabras e insulta a la Reina Protectora con ellas de nuevo. ¿Debo recordarte que tanto ella como yo estuvimos presente durante el reinado de la Bruja? ¿Qué conocimos a tu abuelo y su perdición? ¿Deseas conocer tú también cuál sería tu destino si decides repetir tus palabras?
—N-no, Guardián —murmuró el enano.
—Entonces guarda silencio.
—¡Menos mal que no está en tus manos hacer que vuelva! —repuso el tejón. Se inclinó ante el lobo rápidamente y este asintió, concediéndole la palabra. Aunque permaneciera fiero, el semblante del lobo se relajó—. ¿O estás sugiriendo que le pidamos al chico que se enfrente a Aslan? Tal vez lo hayáis olvidado, pero yo recuerdo muy bien que Narnia nunca fue feliz, salvo cuando reinó un Hijo de Adán. Y disculpad mis palabras, Mi Señor Guardián, pero también vos lo sabéis.
—Ciertas son tus palabras, tejón Buscatrufas, y no albergo duda alguna al decir que nuestra querida Reina Protectora estaría de acuerdo con ellas.
—¡Es un telmarino! —repuso Nikabrik de nuevo—. ¡Y ella también lo es! —señaló a Prísyla—. ¿Por qué querríamos a cualquiera de los dos como Rey o Reina? ¡Encontremos a la Protectora y matémoslos!
Una ráfaga de viento empujó al enano al suelo cuando el Guardián de Morfeo volvió a gruñir.
—¿Qué tenéis que decir al respecto? —les preguntó el lobo a ambos telmarinos.
—He prometido encontrar a quien estáis buscando a cambio de mi libertad, y pienso cumplir con ello. —dijo Prísyla. Tras ella, la centauro asintió, confirmando sus palabras—. También sé que Lord Miraz no es quien dice ser y que ha estado mintiendo a su propio pueblo durante años. Planeaba matar al Príncipe Caspian, porque él sí podría poner fin a esta guerra. —Las palabras brotaron de los labios de Prísyla como si estuviera liberando una carga de sus hombros. Todas las miradas se centraron en ella, pero siguió hablando a pesar de los nervios—. Sé que él sería capaz de conducirnos a ambos pueblos hasta la paz. Una paz de verdad, no una determinada por tratos o trueques.
—Más allá de estos bosques, soy un Príncipe —continuó Caspian—. El trono telmarino me pertenece. Si me ayudáis, como ha dicho Lady Prísyla, haré que vuelva a reinar la paz.
—Es cierto —interrumpió una voz. Un centauro se inclinó ante el lobo y prosiguió—; ha llegado la hora. Yo observo los cielos, pues está en mi naturaleza hacerlo igual que en la tuya recordar, tejón. Igual que las aves están destinadas a surcar el viento y el Guardián de Morfeo a velar el sueño de la Reina Durmiente. Darba, el Señor de la Victoria, y Alambíl, la Señora de la Paz, vuelven a estar juntos en el firmamento; y ahora aquí, se ha vuelto a alzar un Hijo de Adán para devolvernos la libertad.
—¿Es posible? —interrumpió una inquieta ardilla—. ¿Podría reinar la paz? ¿Creéis que eso podría suceder?
—Hace dos días —dijo Caspian—, yo no creía que existieran animales que hablaran, ni enanos o centauros. No creía en las fábulas de una Reina bajo un profundo sueño o de un lobo tan alto como un caballo enano, longevo y leal. Y aquí estáis. ¡Sois tantos que los telmarinos jamás lo habríamos imaginado! Este Cuerno —Lo alzó, enviando olas de exclamaciones de sorpresa entre la multitud—, sea mágico o no, nos ha reunido. Y juntos, podemos recuperar aquello que es nuestro.
—Si queréis guiarnos —habló el centauro, desenvainando su espada—, todos mis hijos y yo os ofrecemos nuestras espadas. —Imitando su gesto, el resto de centauros y algunas otras criaturas alzaron sus armas.
—¡Y nuestras vidas, sin reservas! —exclamó el ratón.
El Guardián asintió, golpeando el suelo con su cola.
—Entonces está decidido —dijo—. Estos dos telmarinos nos ayudarán a encontrar a la Reina Protectora y a cambio, ayudaremos al Príncipe a recuperar su trono para establecer la paz que merecemos. ¿Lo haréis, Príncipe Telmarino?
—Sí —respondió Caspian, rotundo.
—Las tropas de Miraz están a punto de alcanzarnos, Su Alteza —inquirió Buscatrufas.
—Si vamos a combatir, tenemos que reunir soldados y armas. No van a tardar mucho en llegar —informó el Príncipe.
—Quizá nos hayamos adelantado —dijo el Guardián—. Por ahora, encontraréis refugio entre nuestra gente y al alba partiremos para encontrar a la Reina. Descansad esta noche y reponed fuerzas.
El lobo se alzó, y con él, el resto de narnianos. La reunión quedó por concluida y todos se dispersaron. La centauro albina que había custodiado a Prísyla le hizo un gesto a ambos humanos para que la siguieran, alegando que los conduciría hasta el refugio más próximo. A ellos se unieron el tejón y el ratón, quien poco después descubrieron que se llamaba Reepicheep.
Zaahira los guio hasta la madriguera de Buscatrufas —el refugio más cercano y ya conocido para el Príncipe—, donde se dispuso una rápida cena con estofado y patatas asadas. Mientras cenaban, Caspian se inclinó hacia Prísyla y le habló en voz baja con las siguientes palabras:
—¿Por qué decidiste apoyarme durante el juicio? —preguntó. Las mejillas de Prísyla se tiñeron de un suave rubor.
—Por no ayudaros cuando pedisteis ayuda allá en el bosque. Sabía que corríais peligro y que os perseguían, y aún así, fui egoísta y escapé, porque no quería ser atrapada escabulléndome.
—Te doy las gracias, pues —sonrió, y Prísyla se limitó a asentir antes de volver a devorar su cena—. ¿De verdad crees que seré capaz de establecer la paz? —cuestionó unos segundos más tarde.
—No lo sé —admitió ella—, pero he dado mi palabra al respecto y sobre que recuperaremos a su Reina, así que más os vale que no me equivoque en mis predicciones, Alteza.
Caspian no dijo nada durante unos minutos. ¿Cómo podrían recuperar a alguien a quien nunca habían visto en primer lugar? ¿Podrían seguir huellas o no tenían ningún rastro por el cuál guiarse? Entonces, frunció el ceño. ¿Cómo habían llamado a la Reina que habían perdido...?
De repente, sus ojos se abrieron con pasmo y su rostro se iluminó. Recordó las enseñanzas del Profesor Cornelius y las antiguas leyendas con las que lo había instruido en la historia de Narnia. La Reina Protectora podía adoptar dos formas, una humana y la otra...
—¡Lo sé! —exclamó, llamando la atención de los presentes—. ¡Sé dónde está!
—¿El qué? —preguntó la centauro, Zaahira—. ¿Qué sabéis?
—El lugar donde retienen a la Reina Protectora.
¡Hola!
Bueno, bueno, bueno... ¿Por dónde empezar? Hemos visto cómo se ha desarrollado Narnia durante estos siglos y digamos que las cosas podrían haber ido mejor. El pobre de Áket tuvo que hacerse cargo de muchas cosas y madurar más allá del dulce y leal lobo que conocíamos pero, ¿dónde está Níhmir? (Durante estos capítulos he ido dando algunas pistas bastante obvias... Cosas que sucedían de repente, en especial cuando Áket estaba cerca).
Por otra parte, Nernian se ha convertido en prisionero oficial de los telmarinos y ha conocido a Darya. ¿Qué os ha parecido su interacción, por breve que fuera? Y por último, el juicio ha sido llevado a cabo, con Caspian y Prísyla dando su palabra de que ayudarán al pueblo narniano. ¿Habéis visto el paralelismo entre las palabras de Darya y las de Nikabrik? (Quién, como podréis haber visto, me he tomado la libertad de relacionar con el esbirro de la Bruja, aunque he de aclarar que si bien él dice que luchó junto a ella, se refería más a su raza, los Enanos Negros del Norte).
¿Qué os ha parecido? Espero que os haya gustado y muchísimas gracias por leer. Este capítulo está dedicado a una de las lectoras más recientes, una amiga que también ha empezado a escribir sobre Narnia recientemente (y cuyos fics os recomiendo al cien por cien).
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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