Capítulo 22. Una Compañía Efímera
ADVERTENCIA: CAPÍTULO LARGO (8.211 palabras) & MÚLTIPLES CAMBIOS DE ESCENARIO (puntos de vista).
Leed con tranquilidad y tiempo.
Deverell recogió la espada encima del sillón con el ceño fruncido. No se explicaba cómo era posible que hubiese acabado allí, si él había pensado en ir a recogerla aquella misma mañana. Demasiado agotado como para hacerse más preguntas, decidió retirarse hasta su recámara para descansar un poco. Había pasado toda la noche en vela, principalmente junto a Lord Miraz. Sin embargo, llegados cierto punto, se había despedido de él para cerciorarse de que Prísyla estuviera bien, antes de volver de nuevo.
Lo que el Lord Protector desconocía, era que no había ido a ver a su hermana.
Había ido a alertar al Príncipe Caspian.
Para su sorpresa, el Profesor Cornelius, tutor de Su Alteza, parecía haber descubierto también los planes de Miraz. Los había interceptado a ambos de camino a la armería, y aunque al principio ambos se habían asustado, Deverell se había dejado caer sobre una rodilla y le había jurado lealtad al Príncipe sin importarle las circunstancias en las cuales se encontraban.
Suspiró al recordar el momento, dejándose caer en su mullido colchón, aspirando la fragancia de las sábanas.
Tras su juramento, anciano y joven habían desaparecido para recoger las armas del Príncipe antes de dirigirse a las caballerizas. Deverell había vuelto al lado del Lord Protector y para evitar posibles preguntas, dijo que su hermana ya dormía para cuando llegó a los aposentos, pero que se había retrasado para comer algo antes de volver. Lord Miraz solo le hizo un aspaviento de manos antes de que el General requiriera de su atención.
«Es un varón», le había dicho a Deverell después, con una sonrisa resplandeciente que ocultaba un sombrío secreto. Con un heredero, Miraz podía hacerse con el trono perfectamente, siempre y cuando el legítimo heredero desapareciera del mapa por completo.
Deverell se frotó el rostro con las manos y se acomodó mejor. En su mente todavía rondaban preguntas para las cuales no había encontrado respuestas por el momento. Sabía que Miraz no era un buen hombre, si bien era diestro en varios aspectos de liderazgo mientras el Príncipe no tuviera edad para reinar. Lo cierto, no obstante, es que desde que Deverell descubriera lo que planeaba hacer realmente, había investigado un poco por su cuenta.
Hacía años, su mejor amigo, Caspian IX, había muerto. La tutela de su único hijo heredero había pasado a manos del Lord Protector en cuanto la madre del niño hubo muerto también. A partir de entonces, los grandes Lores que alguna vez le habían jurado lealtad al Rey Caspian IX, habían muerto o desaparecido. Los Siete Lores de Telmar, los únicos que no le temían al mar, habían sido los últimos en partir a las Islas Solitarias, y jamás habían vuelto.
Al principio, Deverell se había negado a verlo en rotundo. No era posible que su otro mejor amigo, el hermano del difunto Rey, hubiera planeado aquellas desapariciones y muertes sin apenas inmutarse. ¿Con qué propósito, de todas formas? ¿Qué podría ganar Miraz con aquello?
Pero entonces, la luz fue arrojada sobre las sinuosas sombras con la claridad del día, del Sol y la verdad. Aquellos Lores le habían jurado lealtad a Caspian IX cuando había sido coronado y en su mismo lecho de muerte; por ende, le habían jurado lealtad también al siguiente heredero al trono en la línea sucesoria, Caspian X, el hijo del Rey. Pero no al hermano de este.
Deverell comprendió aquel mismo día que, lo que Miraz más codiciaba por encima de todo, era el trono telmarino.
Se sentía un completo iluso, un estúpido. Había creído que el Lord Protector velaba por un futuro más brillante, más moderno, más próspero para su pueblo. Sin embargo, la codicia había ensombrecido su corazón y su alma.
Debería tener cuidado unas horas más tarde, cuando se realizara la reunión del Consejo. No podía imaginarse cómo reaccionarían los Lores cuando supieran lo que había ocurrido, y mucho menos, los planes que Miraz mantenía para la población nativa de Narnia.
Volvió a incorporarse, decidido a contarle a su hermana menor sus descubrimientos. Aunque Prísyla fuera tan solo una muchacha, una joven dama, nunca habían tenido secretos entre ellos, fueran del tipo que fueran. El paso del tiempo les había mostrado que al final del día, el uno solo podía confiar y contar con el otro; nadie más. Sus padres —a pesar de que solo compartieran lazos de sangre por parte de su madre—, siempre les habían dicho que debían permanecer juntos sin importar las circunstancias pero, en especial, en tiempos difíciles y tormentosos.
Deverell había perdido la cuenta de las veces que el padre de Prísyla, a quien él también consideraba un padre, le había dicho aquellas palabras. En fallecer ambos, un joven Deverell de quince años se había quedado al cargo de una niña de nueve, abriéndose paso en un mundo donde los huérfanos morían si no conseguían salir adelante. Con sudor y esfuerzo, Deverell había conseguido escalar hasta la cúspide en la Corte telmarina, y se había ganado el respeto de sus miembros más importantes, por no hablar de la fuerte amistad que lo había unido al Rey Caspian y su hermano, Lord Miraz.
Había hecho todo aquello por Prísyla, y volvería hacerlo con los ojos cerrados.
Echó agua en el cuenco encima de la mesa auxiliar al lado de la cama y se lavó la cara, secándose después con una toalla limpia. A continuación, emprendió la marcha hacia la habitación de su hermana, situada al lado de la suya propia. Llamó tres veces, pero nadie respondió. Frunciendo el ceño, Deverell se giró para mirar la posición del Sol. Era temprano, de eso no cabía duda, pero era extraño que Prísyla no diera señales de vida todavía. Normalmente, a aquellas horas, la doncella la cambiaba para el desayuno con él y mientras esperaba, bordaba o leía uno de los múltiples libros de la sala de estar.
—Pry, ¿te encuentras bien? —elaboró. Pegó la cabeza a la madera de la puerta para escuchar algo, pero no percibió ningún tipo de movimiento. Su ceño se frunció todavía más y sus manos empezaron a sudar.
—Mi Señor —llamó una voz tras él.
Deverell se giró al instante, clavando sus ojos grises sobre la doncella de su hermana, Annie. La joven, que no debía tener más de diecisiete años, estrujó la cofia con las manos, terriblemente nerviosa. Sus ojos, observó, estaban acuosos por el miedo.
—L-lady Prísyla... —empezó. Un sollozo abandonó su boca. Deverell caminó hacia ella, y la joven retrocedió por inercia, intimidada.
—¿Qué? —soltó él, agresivo—. ¿Qué sucede con mi hermana?
La doncella volvió a proferir un sollozo ahogado.
—N-no está, Mi Señor —dijo—. ¡Lady P-Prísyla ha desaparecido!
El corazón de Deverell quedó paralizado en el interior de su pecho. Con dos zancadas, se posicionó delante de la puerta de la alcoba de su hermana y la abrió de golpe. El lecho perfectamente hecho y las velas sin consumir le confirmó, en parte, lo que Annie había dicho; Prísyla no había dormido allí aquella noche.
—Busca a las Damas —ordenó a la doncella—. Pregúntales por el paradero de Lady Prísyla y vuelve a mí con noticias de inmediato.
Salió de sus estancias a la par que la sirviente, y mientras ella se dirigía a la Sala de las Damas, Deverell buscó a uno de los guardias. Le contó lo sucedido y que mandara a buscar a todos cuantos hubieran podido ver a su hermana el día anterior. El guardia, aunque reticente, asintió y desapareció por el pasillo.
Deverell se llevó las manos al rostro y después al cabello.
Recobró la compostura a duras penas, y sin ni siquiera pensar en desayunar, se dirigió a la Cámara del Consejo para empezar a recibir a los Lores. Su mente era una maraña de pensamientos incoherentes, revoltosos y confundidos. No comprendía cómo Prísyla podía haber desaparecido. Apenas el día anterior había desayunado con ella antes de pasarse por el Vado para ver el progreso del puente.
Aceleró el paso, entrando en la Cámara del Consejo. Si aquello era una pesadilla, solo esperaba despertar pronto.
El Sol se había alzado hacía ya tiempo; Darya lo sabía por la claridad que entraba en las caballerizas a aquellas alturas. Los pálidos rayos de luz conseguían colarse por los tragaluces y la entrada abierta a los establos. Estos habían estado en constante movimiento desde muy buena mañana, por lo que los soldados telmarinos y los mozos de cuadra habían sido los responsables de que Darya despertara en primer lugar.
Nadie se atrevía a pasar por delante de su jaula, y solo los soldados le dirigían miradas de repulsión o desconfianza. Darya se limitaba a observarlos con pereza, recostada sobre la paja del lugar de su confinio. Había escuchado a algunos especular sobre cómo sus heridas habían mejorado considerablemente, y otros habían optado por creer que Lord Miraz había dejado las interrogaciones con el látigo. Darya los escuchó mientras se acicalaba lamiéndose. Si tan solo ellos supieran que sus heridas únicamente estaban sanando por el Profesor Cornelius...
Fuertes pisadas resonaron por las paredes a medida que un grupo de ocho soldados entraban por la puerta. Darya, recostada en el suelo de nuevo, los observó con la cabeza apoyada en las patas. Inconscientemente, inhaló el aroma de los recién llegados y sus caballos: cuero, sudor y metal, abetos y matorrales, tierra mojada y humedad.
Y entonces, aromas nuevos: leña quemada, trufas, el casi imperceptible olor de pan recién hecho...
Aquellos no eran olores telmarinos; eran demasiado hogareños. Levantó la cabeza de las patas, intentando ver mejor. Uno de los hombres llevaba algo encima de su caballo, un bulto enorme y que no dejaba de moverse, metido en el interior de un saco.
—¿Qué hacemos con esta cosa, mi señor? —le preguntó el soldado a otro que, a juzgar por su apariencia y pose de liderazgo, debía ser un General. El primero señalaba el bulto en la silla de montar.
—Debemos esperar hasta que el lord Protector venga —le contestó el líder.
Pero entonces, la inspección de Darya quedó olvidada cuando Lord Miraz apareció a toda prisa por las escaleras. Sus pasos eran precipitados, impacientes. Todo su semblante estaba regido por las ansias de conocer qué había sucedido, cuál había sido el desenlace de aquella noche. Se apresuró hacia el caballo que portaba el bulto, pero el General le cortó el paso, deteniéndole.
—Esperad, esperad, Mi Lord. No es lo que creéis.
¿Se refería a que no era la cabeza del Príncipe? Aquello Darya ya lo había deducido. No se percibía en el ambiente el olor metálico y enfermizamente dulce de la sangre.
—¿Entonces qué es? —quiso saber Miraz, insistente.
—No lo sé con seguridad —respondió el General. Haciéndole una seña al soldado que permanecía aguantando las riendas del caballo, este retiró un poco el saco, dejando al descubierto algo que dejó paralizado al Lord Protector.
Darya alcanzó a ver una barba espesa, rizada y rubia. Mientras su corazón saltaba y se precipitaba en una carrera sinfín, se levantó y paseó por la jaula intranquila, soltando gruñidos y rugidos.
Allí, había un narniano, y los telmarinos lo habían apresado.
Miraz siguió mirando al que ahora sabía Darya que era un narniano, posiblemente, un Enano.
—Imposible —murmuró sin dar crédito a lo que veía. Y de repente, sonrió. Una sonrisa escalofriante, llena de soberbia—. Quiero que lo llevéis ante el Consejo cuando yo os lo ordene a mi señal, y llevadla a ella también. Ah, otra cosa, General Gothel. Una de las Damas de mi esposa ha desaparecido. Ha llegado a mis oídos que hubo alguien que estuvo con ella ayer... —Bajó la voz, como si no quisiera que nadie más lo escuchara. Darya se forzó a intentar descifrar qué decía, pero los relinchos de los caballos eran demasiado fuertes—. ...Traedlo también, después de las fieras. Ya es hora de que el Consejo se entere de que a veces las leyendas y los cuentos, son reales.
Darya cruzó las miradas con Miraz ante lo último dicho. ¿A dónde planeaban llevarla a ella y al narniano? ¿Quién más vería a ese supuesto Consejo? ¿Qué harían a continuación? Las preguntas chocharon una contra otras en su mente; demasiadas preguntas desordenadas y frenéticas. Volvió a rugir y los caballos soltaron relinchos de espanto.
Después de decir aquello, Miraz desapareció nuevamente por la puerta. El General le hizo una seña a su soldado para que dejara el saco en la misma jaula en la que se encontraba Darya. El hombre se acercó a paso lento, muy consciente de que la leona seguía rondando por la jaula. Darya soltó un gruñido gutural que asustó al telmarino, quien lanzó el saco en el interior del recinto sin más miramientos. Un quejido salió de la bolsa de tela y poco después, la puerta de la jaula se cerró con un chasquido.
Una vez los soldados hubieron desaparecido, Darya se acercó al saco y cogiendo parte de la tela con sus mandíbulas, lo retiró. La tela cayó al suelo al mismo tiempo que ella quedaba petrificada a pesar de todo. Allí, amordazado enfrente de ella, había un enano, tal y como había deducido.
Su pelo era largo y rubio, aunque con una calva bastante evidente en la coronilla. Sus ojos eran claros y su barba espesa y rizada. Su rostro estaba sucio, igual que sus ropas. El enano, que se retiró al encontrarse tan cerca de un carnívoro, procedió a imitarla y también la miró.
Tras unos segundos, el pasmo cubrió sus facciones, como si hubiera visto un fantasma.
—Barbas y bigotes —suspiró como pudo a través de la mordaza—. No puede ser cierto.
Darya le hizo un gesto a la mordaza.
—¿Me permitís? —El enano se quedó estático y Darya se tomó aquello como una señal afirmativa. Acercando una de sus zarpas a la cuerda de la mordaza, la arrancó lentamente, procurando no hacerle daño—. ¿Mejor, Hijo de la Tierra?
El enano evadió la pregunta por completo.
—¿Sois vos? —preguntó con la voz ronca y entrecortada—. No, debo estar desvariando. Esos telmarinos deben haber golpeado mi cabeza mientras cabalgábamos. Pero..., es demasiada coincidencia —desvarió para sí. Volvió a recorrerla con los ojos, y Darya se erigió por instinto—. ¿Sois vos? ¿Sois la Reina Protectora?
Darya asintió lentamente y observó cómo el enano se dejaba caer contra la pared de piedra de la jaula. La miró sin dar crédito a lo que sus ojos veían
—¿Cómo os llamáis? —le preguntó ella.
—Trumpkin, Su Majestad —balbuceó. Todavía seguía preso de la conmoción de descubrir quien se encontraba a su lado.
—Bien, llámame Darya, por favor. Sin tantas formalidades —le dijo. Trumpkin asintió sin vacilación.
—¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Cómo han conseguido dar con vos esos canallas telmarinos?
—Desperté cuando ya me habían atrapado —explicó Darya—. Escuché a los soldados que lo hicieron que eran telmarinos y entonces decidí no oponer resistencia para que me trajeran y así descubrir qué había pasado. Hasta hace dos días, no había tenido demasiado éxito. ¿Qué hay de ti?
—Fui capturado anoche, al enfrentar a un grupo de telmarinos que iban detrás de un chico. El muy imprudente hizo que nos descubrieran.
Darya pensó en el Príncipe Caspian al instante.
—¿Qué le ocurrió al muchacho? —cuestionó.
—Ahora debería estar con mis compañeros y amigos, el enano Nikabrik y el tejón Buscatrufas. Desconozco si no le han dado muerte, sin embargo.
—Espero que lo dejaran con vida.
Trumpkin frunció el ceño.
—¿Por qué razón harían eso? Es un telmarino más. Si lo matasen, uno menos con el que acabar.
La expresión de Darya se volvió severa, y Trumpkin calló.
—Porque ese muchacho podría cambiarlo todo —dijo, escueta.
Un silencio se instaló entre ambos y entonces, el General entró de nuevo en los establos. Observó al enano sin su mordaza y después a la leona que permanecía a su lado, ambos tranquilos y cómodos con el otro.
—¿Cómo...? —La pregunta quedó en el aire. El General Gothel no estaba dispuesto a cuestionarse cómo la leona se las había ingeniado para quitarle la mordaza al enano, o cómo este había sobrevivido a la compañía de un animal salvaje.
Volvió a amordazar al enano mientras tres soldados entraban a por Darya. Ella se resistió de nuevo, como clamaba su naturaleza animal, pero la retuvieron y tras atarle el hocico, le colocaron una cadena en el cuello que sujetaron entre los tres a modo de correa.
Los condujeron por el castillo, ambos removiéndose en sus ataduras. Darya no cesó de gruñir en ningún momento. Cuando llegaron hasta dos grandes puertas oscuras, el General dio la orden de que parasen y permanecieran allí esperando. La Protectora vio que, además de los dos soldados apostados en las puertas para su vigilancia, un tercer soldado permanecía algo más alejado. Detrás de él, un muchacho se estremeció al mirarla a ella y a Trumpkin. Sus manos estaban presas por grilletes y una cadena de hierro.
Las voces en el interior de la sala fueron lo siguiente que captó la atención de Darya. Aprovechando su audición felina, escuchó atentamente lo que para el resto eran simples murmullos.
—Avisé a este Consejo cuando decidió confiar en Lord Miraz —dijo una voz desde dentro—, de que traería consecuencias.
—¡No! —replicó otra—. No podemos acusar a Lord Protector sin tener pruebas.
—¿Cuánto tiempo vamos a escudarnos en él? —preguntó otra voz, más pacífica que las demás—; ¿Hasta que estos asientos estén vacíos?
—¡Silencio! —exclamó una cuarta voz. Esta, aunque aparentemente agresiva, era firme y decidida—. Cualquier forma de difamación o burla hacia el Lord Protector está castigada, Señores Lores. No lo olviden.
Los soldados a las puertas tomaron posiciones más erigidas cuando Lord Miraz apareció caminando apresuradamente. Le echó una mirada de reojo a los prisioneros y asintió hacia el General Gothel con complacencia. A continuación, entró en la sala.
—Miembros del Consejo —dijo—, pido disculpas por el retraso. A pesar de que le pedí a Lord Deverell que os reuniera hoy, desconocía la hora exacta.
—Estaríais muy ocupado, seguramente —replicó la misma voz que había hablado por primera vez.
—Mi Lord —dijo a modo de disculpas Miraz, con cierto toque burlesco.
—Desde la muerte de Caspian IX, os comportáis como un Rey, y ahora aun estando en sus aposentos, ¡el Príncipe Caspian ha desaparecido!
—Reciba mis condolencias, Lord Miraz —dijo el hombre que osaba hablarle así al mencionado—, por haber perdido a vuestro sobrino, el heredero legítimo del trono, la misma noche que vuestra esposa os bendice con un hijo.
Darya pensó que aquel que hablaba poseía una muy perspicaz y recordó, como le había dicho Cornelius, que todos los telmarinos sabían que Miraz era un usurpador.
—Lord Sopespian, os ruego que no utilicéis un tono tan altivo y burlesco —La voz pertenecía a quien había pedido silencio con anterioridad.
—Lord Deverell, no os preocupéis, seguramente Mi Lord no intentaba implicar nada..., indebido. Gracias, Lord Sopespian —respondió Miraz—. La compasión que mostráis es muy de agradecer.
—Confío en que nos diréis como ha ocurrido esta tragedia.
—Por supuesto.
Entonces, el General dio un paso al frente y abrió la puerta para entrar. Los soldados se intercambiaron los puestos. Ahora uno sostenía a Trumpkin y los otros dos a Darya.
—Eso es lo más preocupante de todo esto —comenzó Miraz—. Nuestro querido Caspian, ha sido raptado..., ¡por narnianos!
Las exclamaciones de asombro retumbaron por toda la sala del Consejo.
—Habéis ido demasiado lejos, Miraz —proclamó el Lord de voz tranquila—. ¿Esperáis que creamos que los culpables son unos personajes de fábula?
—No sin ayuda, Mi Señor —repuso Miraz—. Nuestro Príncipe no ha sido el único desaparecido. La hermana pequeña de Lord Deverell, Lady Prísyla, no ha sido encontrada por ninguna parte. Afortunadamente, hemos encontrado al culpable.
—Entonces, quien ha raptado al Príncipe ha sido uno de nuestros propios hombres, ¿un telmarino?
—Como he dicho, fueron los narnianos, pero este individuo los vendió. Y ahora, Señores, pido que guarden silencio e intenten no gritar.
Las puertas se abrieron de nuevo y el General les dio la señal a los tres soldados para que pasaran al frente. Darya se removió, inquieta, pero aun así siguió caminando detrás de los telmarinos.
La sala estaba iluminada por un gran ventanal y la luz se filtraba por la silueta de un trono vacío. El resto de la Cámara del Consejo estaba formada por diferentes tronos bajos, algunos vacíos y otros ocupados, donde se sentaban los Lores, miembros distinguidos de la nobleza, en su mayoría, de edad ya avanzada. Solo unos pocos eran jóvenes, rondando los treinta y tantos. Al ver a los soldados entrar, todos se levantaron de sus asientos, estupefactos por lo que veían: una leona blanca de gran tamaño y un enano rubio. Detrás de ellos, el muchacho fue empujado por su custodio, arrastrando las cadenas que lo apresaban.
—Hemos olvidado —esbozó Miraz con voz profunda y tronadora—, que Narnia fue una tierra salvaje. Había criaturas feroces en libertad; la sangre de nuestros antepasados fue derramada para exterminar a estas alimañas. O eso creíamos. Y mientras nos peleábamos entre nosotros ¡ellos no han parado de reproducirse como cucarachas! Ahora son fuertes y nos vigilan, e incluso los nuestros osan traicionarnos y vendernos como mera mercancía. Estas criaturas son reales y campan a sus anchas por nuestras tierras; estudian nuestros movimientos, ¡esperando a atacar!
Y con aquello, le propinó un fuerte bofetón a Trumpkin que provocó que la mordaza se deslizara fuera de su boca. Darya, reaccionando con rapidez, soltó un rugido estridente y derribó a los dos soldados que la mantenían cogida por la cadena. Se la quitó de una sacudida y un zarpazo y rodeó el cuerpo del enano con el suyo, protegiéndolo. Los Lores soltaron una exclamación de terror y retrocedieron.
Todos, menos Miraz y otro hombre más al que Darya no había visto nunca.
—Y todavía os preguntáis por qué no nos caéis bien —repuso Trumpkin con voz amarga.
—Pues yo seré el que ataque primero —respondió Miraz.
—No mientras esté yo —Sonó la voz de Darya, hablando por primera vez ante aquellos telmarinos. Su plan de permanecer callada ya no servía de nada, no cuando habían osado atacar a un narniano en su presencia, cuando la amenaza era ya tan clara—. No sois más que un tirano que no tiene honor alguno. Pretendéis que vuestro pueblo os siga a través de artimañas y mentiras, pero no podéis dejar que descubran lo que sois en realidad, ¿verdad? Un traidor, un mentiroso; un usurpador.
Lord Miraz sonrió y se giró hacia los miembros del Consejo con los brazos abiertos. Las palabras de Darya parecían no haber surtido ningún efecto en él. No hubo ni la más mínima reacción por su parte, y aquello enfureció a la hija de Aslan.
—¡Observad, mis queridos Lores! —dijo, mientras se volvía de nuevo hacia Darya y hacía una burlesca reverencia, una cortesía insulsa que provocó que ella gruñera—. Observad a la Reina Protectora de Narnia. ¡Arrodillaos, deprisa! ¡Vamos!
Darya emitió un gruñido profundo. El labio superior de su hocico se contrajo hacia arriba, mostrando sus colmillos.
—¿Por qué no os mostráis tal cuál sois? —replicó de nuevo el hombre—. ¡Adelante! Rebelad vuestra verdadera apariencia para el Consejo.
—Yo no acato órdenes de nadie —ladró Darya, mordaz—. Vos mejor que nadie deberíais saberlo a estas alturas.
—Oh, es cierto —Como si se hubiera dado cuenta de la situación en la jaula, cuando él le había dicho que hablara y ella no había obedecido, Miraz asintió—. Entonces, permitidme que lo haga yo.
Haciéndole una señal a los tres soldados de la sala, los que la habían conducido hasta allí en primer lugar, estos cogieron a Darya, mientras ella intentaba zafarse de su agarre lanzando dentelladas. Miraz se acercó con paso rápido y, para horror y consternación de la leona, rebuscó entre el pelaje de su pecho. Unos segundos más tarde, mostró la cadena de plata con el Colmillo colgando de ella. Los Lores se alzaron de sus asientos una vez más, intentando verla.
—Durante siglos, se dijo que la Reina Protectora podía cambiar de forma a voluntad. ¡Os demostraré que no es así! Esto, Señores, es lo que le permite revelar su apariencia humana.
Después, le abrió las fauces a Darya con fuerza y dejó caer una única gota del Colmillo. Dejó caer la cadena de nuevo, y todo lo que pudo hacer Darya fue esperar el cambio. Sus ojos esmeralda se clavaron en Miraz despiadadamente.
Pronto, la luz empezó a envolverla. Los soldados la soltaron, exclamando de miedo, y todo el Consejo se quedó en silencio. Cuando la luz se disipó por completo, todos observaron a la joven que yacía donde la leona había estado con anterioridad. Darya se sintió extraña en su forma humana después de tanto tiempo, pero se alzó, aunque tambaleante, mirando desafiante a Miraz.
Los soldados desenvainaron sus espadas y apuntaron a Darya con ellas, invitándola a que, si hacía cualquier tipo de movimiento o intentaba algo, las hojas la atravesarían.
—Sin embargo, el tema del secuestro de nuestro Príncipe todavía no ha sido zanjado —masculló uno de los lores, el que no se había apartado igual que los demás. Su pelo brilló rojizo con los rayos de luz, y sus ojos, plateados como el acero, se centraron en Miraz. Este lo observó, borrando la sonrisa de sus labios y optando por un semblante serio de nuevo.
—Por supuesto, mi querido amigo. Como decía, uno de los nuestros osó traicionarnos: el aprendiz de herrero de nuestro propio castillo. —El Lord Protector se acercó hasta el muchacho encadenado—. ¿Cómo te llamas, niño?
—Nerian, Mi Señor —murmuró él. Sus ojos eran incapaces de mirar al frente, y Miraz lo tomó de la barbilla de manera brusca para que alzara la mirada.
—Yo no soy tu Señor, escoria —escupió—. Dejé de serlo cuando osaste vender al Príncipe y a una de las Damas de la Corte.
—¡No lo hice! —exclamó el muchacho. Su rostro se crispó en horror y sus ojos se volvieron acuosos—. ¡Yo no hice tal cosa! ¡Jamás lo haría! Estuve todo el día en la herrería, y solo salí para entregarle a Lord Deverell su espada, ¡lo juro!
El susodicho acarició por inercia el oso de hueso y ojos sangrientos.
—Sin duda —dijo Lord Sopespian—, el muchacho está intentando encubrir sus delitos. A menos que..., Lord Protector esté mintiendo.
Miraz se arrodilló y posó una mano en su pecho. Su rostro expresaba una máscara de falsa pleitesía y sinceridad. Darya pensó que aquel hubiera sido una buena oportunidad para saltar encima si hubiera estado en su forma felina. Saltar y arrancarle la cabeza, sin duda.
—Jamás, Mi Lord —esbozó—, me atrevería a cometer semejante falta y mentir ante el Consejo. Mi lealtad reside con la Corona de Telmar, y mis palabras son sinceras. El Príncipe y la muchacha fueron vendidos por este joven a los narnianos. Lo juro por nuestro difunto Rey Caspian IX.
Lord Sopespian le dirigió una mirada inquisitiva. Miraz volvió a alzarse y sonrió. Les hizo una seña a sus soldados.
—Matadlos.
Todo sucedió muy rápido.
Dos soldados se giraron hacia Darya y uno hacia Trumpkin. El cuarto se abstuvo, pues él sostenía al muchacho. Ambos narnianos se defendieron y se enzarzaron en una pelea cuerpo a cuerpo. Darya le asestó dos golpes a uno de los telmarinos en el estómago, dejándolo en el suelo, y después se deshizo del otro propinándole una patada en la entrepierna. Trumpkin, por su parte, golpeó las piernas de su oponente y lo noqueó haciendo que cayera al suelo con un cabezazo. Cuando los cuerpos de los tres estuvieron en el suelo, Darya deseó poder convertirse en leona de nuevo.
Miraz los miró, lleno de cólera y a continuación empezó a caminar en su dirección. La sonrisa se había esfumado de su rostro y ahora solo había rabia dirigida a ellos. Ambos retrocedieron, porque al lord Protector se le unieron varios Lores del consejo, entre ellos Lord Sopespian. El que sostenía la espada forjada por el muchacho, se quedó quieto.
Darya sintió un extraño cosquilleo en la punta de sus dedos que poco a poco se fue extendiendo por todo su cuerpo. Colocó a Trumpkin tras ella y retrocedieron más, acercándose a las puertas oscuras. La muchacha volvió a sentir el mismo cosquilleo, pero en mayor intensidad. Era una corriente eléctrica que le encalambraba los músculos, lejos de adormeciéndolos, propinándoles más fuerza. Sintió en su pecho un estallido de energía que se propagó por todo su sistema. Las fuerzas renovadas, la adrenalina, la electrizante energía.
El cosquilleo pasó a ser una vorágine inyectada directamente en su torrente sanguíneo.
—Vamos, Majestad —se burló Miraz aún colérico—. ¿A qué está esperando para atacar?
La luz los cegó a todos.
Darya volvió a convertirse en leona, atónita, se miró a sí misma. No había pasado el tiempo para que la transformación humana llegase a su fin, pero sin duda ahora volvía a jugar con ventaja. Miraz y los Lores se habían tapado los ojos por la luz del cambio y aprovechando aquella distracción, Darya cogió a Trumpkin y se lo montó en el lomo con rapidez. Después, abriendo las puertas con las patas delanteras, saltó a la carrera para salir del castillo.
Tal fue la estupefacción de los guardias, que nadie pudo reaccionar a tiempo. Cuando Miraz salió a toda prisa hasta un balcón para ordenar que se cerrara la puerta principal y se bajara el puente levadizo, Darya ya había salido del castillo con el enano en el lomo. Ambos atravesaban ya el puente, en dirección al campo abierto antes del Vado de Beruna.
—Mi Lord —dijo el General desde atrás—; ¿qué hacemos ahora?
Miraz inhaló con fuerza.
—Enviad una patrulla de soldados tras ellos, no llegarán muy lejos. Si los encontráis, traedme a la joven y que maten al enano como les plazca.
—Entendido, Mi Lord.
Las patas de Darya chocaban contra el suelo con fuerza. Su respiración era sumamente agitada, errática, pero siguió corriendo con todas sus fuerzas. Debían escapar antes de que fuera demasiado tarde. En ningún momento dudó de que Miraz los mandaría buscar para llevarlos ante él, vivos o muertos.
—Majestad, os cansaréis —dijo Trumpkin. Darya bufó.
—¡Será mejor que os agarréis fuertemente, Hijo de la Tierra!
Y aumentó el ritmo. Llegó al final del puente y a continuación, a campo abierto. Relinchos sonaron tras ellos. Darya podía escuchar con claridad los cascos de los caballos atravesando el puente; no pasaría demasiado tiempo antes de que los alcanzaran. Trumpkin se giró y contempló el panorama que tenían detrás.
—¡Nos persiguen!
Darya galopó con más fuerza, tanta, que las patas se le fueron entumeciendo lentamente. Los cascos de los caballos sonaban más y más cerca a medida que llegaban a mitad del descampado. Escucharon los gritos de los soldados telmarinos, animando a sus corceles a atraparlos. Presa del cansancio, la vista de la leona se nubló parcialmente durante unos segundos.
Un tronco caído se interpuso en la carrera de la leona, uno que no había visto. Intentó saltarlo, pero se había percatado demasiado tarde. Sin poder evitarlo, cayó, tirando a Trumpkin a unos metros por delante de ella. Darya emitió un gruñido de dolor y se giró: los telmarinos estaban a escasos metros de donde se encontraba.
—¡Trumpkin! —le gritó al enano, quién después de recuperarse del golpe, empezó a correr hacia ella—. Necesito que te vayas de inmediato mientras yo los distraigo, ¡huye y busca ayuda!
—¡No seáis terca, no os abandonaré aquí!
Tras decir aquello, los telmarinos los alcanzaron. Dos intentaron lanzarle una cuerda a Darya al cuello, pero ella la esquivó y tiró con fuerza, cogiéndola por las mandíbulas y provocando que ambos telmarinos cayeran al suelo con un ruido sordo. Trumpkin se dio prisa para coger una de las espadas y combatir contra los otros dos telmarinos; la blandió con ambas manos, mientras estos intentaban asestarle estocadas que él esquivó sin dificultad.
Cuando Darya hubo terminado con aquellos telmarinos en el suelo, se lanzó a por uno de los que atacaban al enano. Mordiéndole en el cuello, sus dientes encontraron su camino a través de la piel y el músculo, y lo mató. El otro telmarino no tardó en caer a manos de Trumpkin. A continuación, se escucharon más caballos, ¿es que Miraz había mandado a toda un ejército tras ellos? ¿Tan valiosos eran como para perder a más soldados?
—¡Corre! ¡Huye! —le rugió al enano. Trumpkin hizo el amago de negarse de nuevo—. ¡No me desobedezcas y corre! Es mejor que me atrapen a mí que a ti, tú sabes orientarte por estos bosques, yo apenas reconozco un charco. ¡Corre y busca ayuda!
Darya se giró para enfrentar a los telmarinos, mientras Trumpkin se dirigía al río más allá del descampado. El Vado de Beruna. La leona rugió con fuerza y consiguió espantar a algunos caballos, que huyeron sin hacerles caso a sus jinetes. Pero no tuvo la misma suerte con los tres que la derribaron. Volvieron a atarle el hocico, esta vez con demasiada fuerza. Repitieron el gesto con sus patas.
No la montaron en un caballo, la dejaron en el suelo y ataron los extremos de las cuerdas a las sillas de montar. Darya deseó que Trumpkin hubiera llegado lejos, pero entonces escuchó un cuerno tras ella sonando. Se giró con la esperanza de que no fuera lo que ella creía, pero rugió de impotencia ante lo que vio.
Dos telmarinos en una barca habían atrapado a Trumpkin, justamente cuando este se había lanzado al río para escapar. Los hombres les hicieron una señal a los que la mantenían a ella presa, e indicaron que seguirían las órdenes tal como las había dicho Miraz.
Darya no sabía nada de aquello, pero supuso que otra muerte pesaría en su conciencia. Efectivamente, la arrastraron de vuelta al castillo. Piedras y ramas se clavaron en su pelaje y en cierto punto, una de estas hizo que su collar se rompiera y cayera al suelo.
Gritó mientras sentía las lágrimas picar en sus ojos verdes y es que a pesar de la efímera compañía que le había brindado Trumpkin, el narniano no había tardado en ganarse parte de su confianza. A cambio, ¿qué le había brindado ella? Le había fallado, lo había condenado.
El cansancio acabó por vencerla, y la inconsciencia le dio la bienvenida.
Trumpkin se removió incómodo en aquel bote. Los telmarinos remaban y uno no dejaba de echarle miradas extrañas; se hallaban ya a leguas de dónde lo habían atrapado, río abajo. Se sentía sumamente culpable, como era de esperar. No solo había fallado en su intento de escape, sino que le había fallado dos veces a la Reina Darya. Sumido en sus pensamientos como estaba, no se percató de que miraba a uno de los telmarinos fijamente, con los ojos clavados en su silueta.
—No para de mirarme —le comentó el soldado que remaba a su compañero.
—No le mires tú a él —replicó el otro, que llevaba una ballesta por precaución.
—Hasta aquí es suficiente.
Trumpkin entró en pánico. Estaba maniatado de pies a cabeza y lo tenían amordazado, ¡pues claro que pensaban lanzarlo al agua del rio! Y justamente en aquella zona, donde las aguas eran todavía más profundas y oscuras. Ambos telmarinos lo cogieron y se prepararon para tirarlo al agua.
Una flecha se clavó en la madera lateral del bote.
Alzaron la vista y contemplaron, estupefactos, cómo cuatro jóvenes aparecían a orillas del río de improvisto.
—¡Soltadlo! —ordenó con voz firme la muchacha que sostenía un arco. Había sido ella quien había disparado la flecha.
—Cuervos y cacharros —murmuró con asombro el enano, aún con la mordaza en la boca.
Sin más, los telmarinos lo lanzaron al agua y de repente, se vio a sí mismo cayendo profundamente. A pesar de que movía las piernas y los brazos como podía para mantenerse a flote y no hundirse más, sus esfuerzos fueron en vano. Con piernas tan cortas como las suyas y atrapado como estaba por las ataduras, era imposible que consiguiera llegar a la superficie.
Los dos muchachos de la orilla se lanzaron al agua para socorrer al enano. El soldado de la ballesta la cargó, pero la muchacha volvió a disparar y su flecha impactó con tal fuerza en el cuerpo del hombre que, además de matarlo certeramente, lo tiró al agua. El telmarino restante, al verse solo y sin oportunidades de sobrevivir si se quedaba allí, optó por huir nadando.
Mientras tanto, Trumpkin siguió batallando por salir a la superficie sin mucho éxito. Sin previo aviso, no obstante, un muchacho nadó hasta él y lo ayudó a subir. El enano se quedó quieto y el joven lo arrastró hasta la orilla, donde dejándolo en las piedrecillas de la arena, dejó que la muchacha más pequeña le cortara las ataduras al prisionero.
Trumpkin se quitó la mordaza mientras la tos lo invadía. Tosió agua y escupió hasta que se hubo recuperado. Se levantó de un salto, tambaleante al principio. Su mirada cayó en la muchacha del arco.
—«¡Soltadlo!» —imitó indignado, tirando los restos de las cuerdas a la arena con furia—. ¿No se te ha ocurrido nada mejor, jovencita?
—Un simple «gracias» sería suficiente —respondió la muchacha mayor.
—No hacía falta que ayudaras a esos hombres a ahogarme.
—Deberíamos haberlos dejado —replicó el mayor. Trumpkin se giró para encararlo, hasta que una voz le hizo girarse de nuevo.
—¿Por qué querían matarte esos hombres? —preguntó la pequeña.
—Son telmarinos, es lo que saben hacer —respondió él, mientras se sacudía.
—Telmarinos —dijo el de cabello negro, como si la simple mención del nombre le extrañara—. Telmarinos, ¿en Narnia?
—¿Dónde habéis estado los últimos siglos? —repuso Trumpkin, sacudiéndose ahora la barba.
—Es muy largo de contar —rió entre dientes la más pequeña.
Cómo si se hubiera dado cuenta de un factor muy importante, el enano los miró.
Había cuatro humanos jóvenes delante de él, dos muchachos y dos muchachas. Por algunos rasgos que compartían, llegó a la conclusión de que se trataba de cuatro hermanos. Trumpkin parpadeó mientras los analizaba, cuatro..., ¿sería posible? ¿Podían ser los antiguos Reyes y Reinas de los que había oído hablar en algunas ocasiones? En el bosque junto a Nikabrik, justo antes de que lo atraparan, había escuchado un cuerno sonar. Casi podría haber jurado que había visto el marfil reluciendo bajo la luz de la luna, ya demasiado baja. Un cuerno de marfil.
El Cuerno de la Reina Susan.
¿Podría el Cuerno haber traído a los Reyes de Antaño a Narnia, de nuevo?
Vio a la muchacha mayor pasándole una espada al joven más alto; una espada con la empuñadura de una cabeza de león dorado. Era toda la confirmación que necesitaba para preguntar lo siguiente
—Decidme que no me estáis tomando el pelo —suplicó Trumpkin—; ¿sois vosotros? ¿Los Reyes y Reinas del pasado?
El mayor dio un paso al frente mientras le extendía su mano con la palma abierta.
—Sumo Monarca Peter, el Magnífico —se presentó. El enano lo miró con las cejas alzadas. Sin duda, no era aquello lo que estaba esperando, pero en su interior, sintió la emoción recorrerlo.
—Podrías haberte ahorrado lo último —murmuró la chica del arco. Trumpkin estuvo totalmente de acuerdo, mientras reía entre dientes.
—Probablemente —concordó.
—Te sorprenderías —le dijo el joven, desenvainando su espada.
¿Quería luchar contra él? Por muy Rey que fuera, Trumpkin estaba seguro de que podía vencerle. Probaría su valía, si era necesario.
—No os lo aconsejo, jovencito —inquirió Trumpkin.
—A mí no —expresó Peter, mientras se giraba para mirar al de cabello negro—. A él.
Trumpkin hizo el amago de que la espada era demasiado pesada para él, provocando que los muchachos rieran débilmente. Y de repente, le lanzó una peligrosa estocada al de cabello negro. El muchacho la esquivó y Trumpkin volvió a lanzar otra estocada, esta vez por encima de la cabeza que hizo que su contrincante se agachara, permitiéndole así asestarle un golpe en la cara, cerca de la zona de los ojos. Escuchó a la más pequeña exclamar un «¡Edmund!» y el combate prosiguió.
—Oh, ¿estáis bien? —dijo en tono burlesco el enano. En su voz había falsa preocupación, pero ni atisbo de arrepentimiento.
El joven, en respuesta, se recuperó del golpe y pasó por detrás de él, propinándole un golpe de espada que lanzó al enano hacia delante. Las espadas volvieron a chocar y en una de aquellas estocadas, Trumpkin hizo que el muchacho, que ahora sabía que se llamaba Edmund —pues si bien había escuchado a los centauros hablar de los reyes, nunca había escuchado los nombres de éstos o simplemente no los recordaba—, saltara por encima de la espada. Hubo otro choque de espadas y otro más, hasta que, aprovechando que se habían entrelazado, Edmund hizo girar la suya con fuerza hasta hacer que Trumpkin soltó la espada que sostenía.
El enano cayó a la arena de rodillas, sin poder creerlo, mientras el chico lo apuntaba con su espada y la respiración pesada.
—Barbas y bigotes. Puede que el cuerno haya funcionado —dijo Trumpkin, expresando sus pensamientos en voz alta—. Y si es así, debéis ayudarla.
Si los Reyes estaban allí, no había nadie más que ellos que pudiera ser capaz de rescatar a la Reina Protectora.
—¿Qué cuerno? —preguntó la mayor. Peter dio un paso adelante.
—¿Ayudarla? —preguntó él. Trumpkin se centró únicamente en aquella pregunta. La desesperación invadió su ser.
—La tienen ellos, los telmarinos, la han atrapado —esbozó Trumpkin, demasiado deprisa.
—¿A quién han atrapado? —volvió a preguntar Peter, con creciente impaciencia.
—A la Reina Protectora —dijo el enano al fin. Peter sintió su corazón acelerarse—; a la Reina Darya.
Y entonces, ante aquella declaración, con las palabras «telmarinos», «atrapada» y «Darya» en ella, fue como si el mundo de Peter se hiciera añicos por segunda vez en mucho tiempo.
Los párpados de Prísyla revolotearon abiertos cuando sintió que la luz a su alrededor se volvía insoportable. Se incorporó lentamente y miró a su alrededor. Estaba tendida en un terreno irregular, cubierto en su mayoría por estepa; no había rastro de briznas jóvenes y verdes de hierba.
Giró la cabeza, entrecerrando los ojos por la luz. Había una línea de abetos que bloqueaban su visión más allá, pero fuera lo que fuera, la luz provenía de allí. Volvió a ponerse bien, esta vez intentando levantarse. Hizo una mueca de dolor, sintiendo los huesos y los músculos engarrotados por la falta de movimiento. Las piernas le temblaron al principio antes de que se estabilizaran. Volvió a observar sus alrededores, ahora con una nueva perspectiva.
¿Dónde estaba? ¿Cómo había acabado allí?
Unas voces se escucharon a sus espaldas. Asustada, Prísyla se agachó para intentar no ser vista. ¿Sus captores, quizá? Estaba bastante segura de que aquel no era el último lugar en el que había estado, por lo que descartó la idea de que ella misma hubiera llegado hasta allí.
Entonces, lo recordó.
Los ojos azules, helados y claros como el cielo. El dolor recorriendo toda su cabeza por un golpe. Sus ojos cerrándose. La habían dejado fuera de combate para trasladarla a aquel lugar pero, ¿por qué?
Sus pies avanzaron cautelosos por la estepa antes de que pudiera darse cuenta de qué estaba haciendo. Se acercó lentamente a la línea de árboles y se ocultó tras uno de ellos con la espalda pegada al tronco. Las voces se volvieron más claras, algunas graves, otras agudas. Unas llenas de resoplidos, como los caballos o los burros, otras chillaban cual águilas.
El temor subió por la boca de su estómago y se instaló allí, enviando oleadas certeras de pánico por todo su ser.
No eran humanos.
La respiración se le aceleró casi por instinto. Se sentía un cervatillo atrapado bajo la vigilancia de grandes gatos montañeses. Un estremecimiento hizo que sus ropas se engancharan levemente a la corteza del árbol, apenas un susurro, pero si sus captores no eran humanos, era probable que la hubieran escuchado.
Lentamente, conteniendo el aliento, se obligó a si misma a darse la vuelta y mirar por encima del tronco del árbol. Sus manos se aferraron con fiereza a la corteza y esta se clavó en las palmas dolorosamente.
Sus conjeturas habían sido ciertas. Allí, a las sombras y las llamas danzantes de una hoguera, un grupo de criaturas comía apaciblemente. Su estómago rugió. Una de las criaturas, un león con cabeza y patas delanteras de águila, levantó el pico al aire y olfateó. Soltó un chillido y Prísyla volvió a su posición inicial, pegando la espalda al tronco.
Se hizo el silencio.
Por unos instantes, esperó, esperó y esperó. No escuchaba nada, pero era probable que las criaturas pudieran escucharla a ella; su respiración era errática y un desastre por los nervios, el pánico, el miedo. Cerró los ojos. No había escapatoria, la atraparían.
—Es de mala educación escuchar a escondidas, telmarina.
Prísyla chilló, abriendo los ojos de golpe.
Delante de ella, había un ser que solo había visto en libros de leyendas y cuentos. Observó la melena, dorada, casi blanca a la luz del mediodía. Trenzas superpuestas se unían a otras en la parte trasera de la cabeza en un complicado e intrincado peinado. Ni en un millón de años Prísyla hubiera considerado un peinado semejante posible.
Observó a continuación los ojos, aquellos que había visto por última vez. Su rostro entero estaba cubierto de marcas hechas con barro, pero debajo pudo adivinar la pálida tez y las pecas que, salpicadas por todas partes, decoraban el rostro. Los labios, llenos e incoloros, la nariz aguda y casi aguileña, pero refinada.
Llevaba un peto femenino de guerra, de cuero duro y grueso con varios cinturones que cruzaban el pecho soportando el peso de varias dagas y un cuchillo. El peto tapaba los atributos del busto, pero dejaba al descubierto el estómago, tan pálido como la piel de la criatura. Entonces, la parte que denotaba la anomalía: el torso de caballo, blanco como la nieve, así como lo había sido el de Frïggal. Las patas tanto delanteras como traseras, poderosas y musculosas, aunque finas para correr, ejercitadas. Los cascos de color crema y la cola que se agitaba en los cuartos traseros, blanca igual que el cabello.
Prísyla volvió a sentir el picor de las lágrimas en las comisuras de sus ojos. Sus captores no eran otros que narnianos, y delante, tenía a una centauro.
—P-por favor —suplicó, su voz sonando débil, aguda y pastosa por el llanto que se avecinaba—. Por favor, no me hagáis daño.
La centauro frunció el ceño. En vez de disentir si pretendía hacerle daño o no, se acercó a ella y la tomó por uno de los brazos. Prísyla intentó resistirse, pero el agarre de la fémina era de acero.
—Resistirte es inútil, telmarina —dijo la centauro—. Estás rodeada y has entrado en terreno narniano sola. Ahora atente a las consecuencias. Él quiere verte.
Prísyla no comprendía nada. ¿Terreno narniano? Por supuesto que sabía estaba en el territorio enemigo, pero no hubiera imaginado jamás que sería interceptada por narnianos. Ella era inofensiva, apenas sería capaz de dañar a una mosca. ¿A qué consecuencias debía atenerse? ¿A dónde la conducía aquella centauro?
El resto de criaturas no trataron de ocultarse mientras la centauro llevaba a Prísyla a través de los árboles. En su mayoría, todos eran animales: zorros, lobos, leopardos, pájaros cantores, pequeños roedores; pero entonces, entendió que no todos lo eran. Había otros centauros allí, y grifos —el ser que había visto con cabeza de águila y cuerpo de león—, incluso juró ver un unicornio. Todos la contemplaron pasar trastabillando con sus propios pies, intentando seguirles el paso a los cascos de la centauro.
Llegaron a un claro con una única piedra en él. Los árboles parecían haberse abierto solo por aquella formación rocosa. Era de pizarra oscura y erosionada por el tiempo. Encima de ella, había un animal que le daba la espalda. El pelaje era blanco, como el de la centauro, y pudo adivinar una cola que se balanceaba de izquierda a derecha, arriba y abajo.
—No intentes correr —le murmuró la centauro antes de soltarla. Elaboró una reverencia, inclinando medio cuerpo y posando una pata doblada en el suelo—. Mi Señor, le traigo a la telmarina.
El viento rugió, tan fuerte y tan potente que Prísyla tuvo que taparse el rostro con las manos, pues levantó estepa, hojas de árboles ya caídas y una gran voluta de polvo. Parpadeando, apartó las manos y las dejó caer lentamente, observando, completamente paralizada, al animal.
La centauro la empujó al suelo hasta que sus rodillas se flexionaron, provocando que la muchacha quedara arrodillada en el suelo de estepa. El animal bajó de la roca y se aproximó a ella. El tamaño de aquella criatura no era normal, Prísyla estaba segura. Aparentaba ser algo, lo era y no lo era a la vez. Creyó que sus ojos la engañaban, pero una vez tuvo al animal cara a cara delante de ella, lo vio con claridad.
Era un lobo.
—Telmarina, saludad al Guardián de Morfeo.
¡Hola!
¿Qué os ha parecido? Darya ha conocido a Trumpkin, han escapado dos veces y..., bueno, las dos veces han sido fallidas, al menos para Darya porque para la suerte de Trumpkin, ¡han aparecido los Pevensie!
Deverell ha descubierto que su hermana ha desaparecido y ha surgido un sospechoso, nuestro pobre Nerian. Queremos cortarle la cabeza a Miraz, de eso estoy segura. Finalmente, hemos conocido al último de los nuevos personajes, la centauro, auqnue todavía no sabemos su nombre. Prísyla ha sido capturada por narnianos y... ¡Aket está vivo!
Me gustaría muchísimo saber qué opináis hasta ahora de los giros que está tomando la historia, del personaje de Darya, Nerian, Deverell y Prísyla, etc. Muchísimas gracias por leer, en especial un capítulo tan largo como este (el primero de varios, debo aclarar).
¿Cuál creéis que será la reacción de Peter en el próximo capítulo? ¿Qué hará Miraz una vez vuelva a tener a Darya? ¿Qué le sucederá a Nerian? ¿Y a Prísyla?
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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