Capítulo 21. El Príncipe de Nada
El oso tallado en el hueso le devolvió una mirada vacía a Nerian. Con suma cautela, depositó los dos pequeños rubíes en las cuencas y las encajó ejerciendo una leve presión con un martillo tapado por un pañuelo. Lo último que quería era que los rubíes se vieran dañados por el hierro. Nerian se secó el sudor con el dorso del brazo y observó su trabajo, apartándose.
La espada de Lord Deverell era esbelta, larga y con el peso ideal como para equilibrar hoja, mango y el pomo del mismo con el cuerpo del Lord. Nerian se había asegurado de que el peso fuera el ideal tras hacer que Lord Deverell la tomara. Había acertado, por supuesto, pero el hombre solo había cogido la espada sin el pomo, no con este. Ahora el arma irradiaba una nueva aura, más poderosa, fuerte y elegante. El oso blanco con sus ojos sangrantes le devolvió la mirada en una mueca que exclamaba ferocidad y majestuosidad.
En aquella espada, Nerian había depositado los conocimientos de toda una vida consagrada a la herrería y el arte de la creación de armas. En cada surco del cuerno de ciervo con el cual había formado el oso, se encontraban sus propias ideas, mezcladas con la maestría de la hoja pulida y afilada de la espada con las técnicas que su maestro le había mostrado.
Era su opera prima, y su mejor obra hasta la fecha.
Con una sonrisa resplandeciente, tomó la espada y la envolvió en una tela limpia antes de asegurarla con un trozo de cuerda. Se acicaló un poco antes de dirigirse hacia la entrada de la forja con la espada en sus manos, decidido a entregársela a Lord Deverell en persona.
Cuando pidió permiso para entrar en el castillo, no obstante, los guardias le impidieron el paso. Nerian frunció el ceño.
—No se permite la entrada al castillo sin el permiso escrito del Lord Protector.
—Lord Deverell me pidió que fabricara una espada para él —explicó—, solo pretendo hacer entrega de ella.
Pero los guardias volvieron a negarse y Nerian soltó una maldición por lo bajo, alejándose. Una idea susurró en su cabeza unos minutos más tarde. Era arriesgada y podía meterse en problemas, pero poco le importaba al muchacho. Si iban a deshacerse de él por cometer una falta, no habría nada que lo atara a Narnia y sería libre para viajar.
Excepto, quizá, Prísyla.
Maldijo a su corazón cuando este se encabritó como un joven potrillo sin su consentimiento. Frunció el ceño y empujó las sensaciones a lo más profundo de su ser. Se iría de Narnia, incluso dejando a Prísyla tras de sí.
Volvió a concentrarse. Debería probar a entrar por las caballerizas y subir por las escaleras hasta el patio interior del castillo, pero debía asegurarse primero de entrar con los minutos entre el cambio de guardia, de lo contrario, volvería al mismo sitio donde había empezado.
Nerian no recordaba apenas las caballerizas. Como el hijo de un mozo de cuadra, Nerian se había criado rodeado de caballos y, por ende, había pasado gran parte de su niñez allí. Cuando su padre había muerto y Maese Viareden lo había acogido como su pupilo, las caballerizas se habían convertido en uno de esos lugares que Nerian había dejado de frecuentar.
Aquella sería la primera vez que entrara desde que su padre muriera.
Tomando varias respiraciones profundas para calmar su agitado corazón, se dirigió hacia los establos con paso apresurado. Tenía poco menos de dos minutos para adentrarse en el castillo sin ser visto, y entonces debería buscar los aposentos de los nobles de la Corte, encontrar los que pertenecían a Lord Deverell, dejar la espada, y salir. Se arriesgaría a que lo tomaran preso, pero no le importó.
El guardia en la puerta de los establos bostezó antes de desperezarse y desaparecer en el interior para avisar al siguiente guardia. Era ahora o nunca. Corriendo todo lo sigilosamente que pudo, Nerian se adentró en los establos y sorteó las cuadras hacia las escaleras que conducían al patio interior. Creyó ver un gran destello blanco a su izquierda al llegar a las escaleras, pero lo ignoró.
Subió de dos en dos, sintiendo el peso de la espada en sus brazos. Agradeció mentalmente que ser herrero implicara alzar grandes pesos, de lo contrario, la espada lo hubiera ralentizado sin remedio.
El patio interior, para su sorpresa, se encontraba prácticamente desierto. Era como si los nobles hubieran desaparecido para esconderse en sus alcobas. Divisó a un par de sirvientes que no le prestaron demasiada atención, y Nerian aprovechó para empezar a caminar en dirección al pasadizo de los nobles.
Estaba a punto de entrar cuando una voz lo detuvo, clamando su nombre.
—¿Nerian?
Espantado, se dio la vuelta, encontrándose con el rostro estupefacto de Prísyla observándolo. La muchacha salía de la entrada a las cocinas, un prominente bulto por debajo de la capa que llevaba puesta. Nerian quiso cuestionar su atuendo, puesto que el invierno todavía no había llegado y las capas eran innecesarias, pero se abstuvo. En su cabeza, alarmas empezaron a tronar en cuanto sus ojos captaron el movimiento de un guardia dirigiéndose a los establos.
Tomando a Prísyla —que se había aproximado a él—, por el brazo, la condujo hasta el pasadizo e hizo que ambos se ocultaran tras un pilar para no ser vistos. El guardia miró a su alrededor brevemente.
—Nerian, ¿qué estás...?
Chistó, silenciando a la joven que tenía delante de él. Pudo ver el ceño fruncido de Prísyla a través del rabillo del ojo, pero no permitió que su atención se desviara a ella. Siguió mirando al guardia hasta que este desapareció escaleras abajo. El joven soltó un suspiro de alivio, pasándose la mano libre por el cabello.
—¿Puedes hacerte a un lado? —preguntó Pry con los dientes apretados.
Nerian la miró, siendo entonces cuando se percataba de lo cerca que ambos estaban. En su desesperado intento por no ser visto, había aprisionado a Prísyla contra el pilar de piedra pulida. Sus cuerpos estaban peligrosamente cerca y podía sentir la respiración acelerada de ella acariciándole la barbilla.
Se apartó como si el contacto le hubiera quemado.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—¿Qué hacías en las cocinas?
Ambos se miraron con los ceños fruncidos por unos segundos. Prísyla se acomodó el vestido y el bulto debajo de su brazo.
—Recolectar provisiones —respondió simplemente.
—Querrás decir, robarlas —señaló Nerian. Un músculo saltó en su cuello y apretó la mandíbula—. No puedo creer que de verdad vayas a seguir con la idea de los castillos. ¿A caso quieres morir?
—No me sucederá nada, y eso ya no es de tu incumbencia. ¿Qué haces aquí? —volvió a insistir. El muchacho alzó la espada envuelta.
—Quería dejar esto en la alcoba de Lord Deverell.
Prísyla intentó tomarla, pero Nerian la apartó al instante. Ella lo miró entrecerrando los ojos.
—Me dirijo hacia allí. Puedo llevarla y tú volver a la forja. No puedes estar aquí.
—La espada pesa demasiado para ti, además, ya llevas peso encima. ¿De verdad crees que serías capaz de soportarlo todo? —inquirió Nerian, suspicaz.
Las mejillas de Prísyla enrojecieron.
—¡Alto ahí! —gritó una voz tras ellos. Un guardia empezó a aproximarse, cada vez más rápido.
Nerian maldijo.
—Corre —le murmuró a su mejor amiga.
Prísyla no rechistó esta vez. Cogiendo su mano entre la suya, la muchacha lo condujo a través del pasillo. Sortearon a los pocos sirvientes que caminaban de arriba abajo portando toallas y sábanas limpias, evitando posibles colisiones contra ellos. Podían escuchar al guardia tras ellos, persiguiéndolos. ¿En qué momento les había parecido buena idea saltar a la carrera de aquella forma? ¡Por supuesto que iban a seguirles! Acababan de dar a entender que podían suponer un peligro para alguien en el castillo, que eran sospechosos solo por salir corriendo en presencia de un guardia.
Prísyla giró a la izquierda abruptamente, provocando que Nerian estuviera a punto de dejar caer la espada. La asió con más fuerza contra su pecho, sin soltar la mano de Prísyla. Ella abrió una la siguiente puerta con facilidad y ambos entraron a trompicones. La voz del guardia se aproximaba, clamando que salieran cuanto antes de la alcoba. Para cuando los alcanzó, ambos habían cerrado con llave y al guardia no le quedó más remedio que volver sobre sus pasos.
La joven dejó caer el fardo oculto sobre la mesa del comedor, mientras que Nerian depositó la espada sobre uno de los sillones. Sin previo aviso, Prísyla camino hasta él y le propinó un golpe en el pecho. Nerian trastabilló.
—¡¿Se puede saber qué acabas de hacer?! —cuestionó la muchacha, enfurecida. Hizo el amago de volver a pegarle, pero Nerian la tomó de las muñecas, evitando cualquier golpe que pudiera dar.
—Tenía que entregar la espada.
—¡Podrías haber acudido a un sirviente para que la trajera, estúpido! —exclamó Prísyla sin contenerse—. ¿Es que querías que te apresaran? ¿Que te tomaran como un ladrón o, peor, un asesino? ¿En qué estabas pensando?
Nerian desvió la mirada de ella, liberando sus muñecas a la par que se alejaba unos cuantos pasos. Caminó hasta el ventanal y se pasó las manos por el rostro.
Prísyla lo miró con incredulidad.
—Es eso, ¿verdad? —murmuró. La indignación en su voz sonó como dagas que se clavaron en el pecho de Nerian—. Querías que te apresaran.
—Mi pasaje a la libertad —masculló él, confirmando sus palabras.
Prísyla se recobró, ajustando las faldas de su vestido antes de caminar hasta su fardo y revisar el estado de sus provisiones. Nada parecía en mal estado.
—Podrías haber escogido un día mejor —dijo ella, mordaz.
—¿Por qué? —Quiso saber él, aproximándose nuevamente. Prísyla se apartó unos pasos—. Pry, respóndeme. ¿Por qué debí escoger otro día?
El silencio se extendió entre ambos, incómodo y helado. Nerian no recordaba la última vez que algo parecido había sucedido, porque lo cierto era que nunca había pasado. Casi no podía reconocer a ninguno de los dos. ¿Cuándo las cosas habían empezado a cambiar?
«Desde que decidiste que no había nada que valiera la pena atándote a este lugar. Ni siquiera ella».
Sacudiendo la cabeza, acalló sus pensamientos. La verdad en ellos resultaba demasiado dolorosa.
—El castillo está siendo sitiado desde dentro —explicó Prísyla—. Lord Miraz ha tomado todas las precauciones necesarias para que nada se vea comprometido. Hay guardias apostados en todas las entradas y salidas y son necesarios permisos para moverse por el castillo o entrar y salir de él.
—¿Qué provocaría tal nivel de seguridad?
—Lady Prunaprísmia dará a luz hoy, en cualquier momento. El Lord Protector se está asegurando de que no hayan contratiempos.
—¿Es por eso por lo que has dicho que podían tomarme como un asesino? ¿Creen que pueden asesinar a Lady Prunaprísmia?
—O al infante —atajó Prísyla.
Nerian podía notar que había algo que Prísyla no le estaba contando. En su mirada pudo ver la preocupación y la gravedad del pesar. Quiso ir hasta ella y abrazarla como hubiera hecho cuando eran pequeños, pero no se movió. No sería apropiado, y tampoco sabía cómo reaccionaría ella ante el gesto. Se abstuvo, pues, y permaneció en su lugar sin moverse, mientras su mente se inquietaba por momentos.
—Supongo que esto es también un adiós —dijo al cabo de unos minutos.
La mirada turquesa de Prísyla se clavó en él al instante. La observó tomar una respiración profunda, mientras él imitaba su gesto inconscientemente.
—Supongo que lo es —admitió ella.
Ninguno de los dos dijo nada por lo que pareció una eternidad. Nerian determinó que sus caminos se bifurcaban en aquel momento, que sus vidas se separarían y no volverían a encontrarse.
Caminó hasta la puerta y la desbloqueó, depositando la llave sobre una mesa cercana. Se giró, mirando por encima del hombro hacia Prísyla. La joven observaba al frente todavía, al ventanal delante de la mesa del comedor. Su barbilla temblaba levemente y sus ojos permanecían aguados. Nerian se obligó a dejar de mirar.
—Adiós, Pry. —Y cerró la puerta tras él.
Las horas siguieron pasando hasta que las últimas luces del atardecer les cedieron el puesto a las titilantes estrellas del firmamento y su manto oscuro. Pasada medianoche, Darya se encontraba dormitando en la jaula cuando una serie de estridentes gritos la despertó. Juntos, conformaban un lamento horrible y femenino, totalmente desgarrador. Sus pobres oídos salieron afectados e intentó taparse las orejas con las patas.
Al cesar el grito, pareció que todo el castillo cobraba vida repentinamente, a pesar de las altas horas de la noche. Hombres armados pasaron por delante de su jaula a toda prisa; venían del exterior y subieron las escaleras a trompicones antes de que la leona los perdiera de vista.
La incertidumbre que Darya sentía se disipó en un abrir y cerrar de ojos. La realidad de lo que estaba sucediendo en aquellos momentos la dejó paralizada brevemente: la esposa de Miraz estaba dando a luz, tal y como había dicho Cornelius que sucedería.
Se levantó y se acercó lo más que pudo a los barrotes de la jaula. Los gritos continuaron en una sinfonía macabra y escalofriante hasta que otro sonido, mucho más cercano, resonó a través de las escaleras. Pasos apresurados las bajaron, mucho más tenues que aquellos que pertenecían a los soldados. Darya se acercó todavía más, metiendo el hocico entre los barrotes.
Una joven estuvo a punto de proferir un grito de terror al verla, sobresaltando a la leona, que saltó hacia atrás con las orejas contra la cabeza. Medio agazapada, Darya vio que la muchacha agarraba un fardo contra su pecho con fuerza antes de dirigirse a una de las cuadras. Darya dejó escapar un resoplido y un gruñido bajo.
Los ojos turquesa de la muchacha, todavía nerviosa, le lanzaron una breve mirada antes de vestir al semental blanco de la cuadra escogida. Le puso la alfombrilla de lana sobre el lomo, a continuación la silla de montar, atando los estribos sueltos para ajustarlos a la forma del animal. Unos segundos después le colocaba la embocadura y aseguraba las riendas. Darya parpadeó, sorprendida por la maestría y rapidez con las que la joven había hecho todas aquellas cosas.
Sin embargo, la humana no perdió más tiempo y sacó al caballo de la cuadra para después dirigirse con él hasta la salida de los establos. Más pasos resonaron bajando la escalera, y asustada, la joven montó y salió al galope.
Dos hombres aparecieron a continuación; Cornelius, con su hábito y largo abrigo, y un muchacho de cabellos negros y tez aceitunada. Darya lo observó con atención, concretando que aquel ante sus ojos no podía tratarse de otro que el Príncipe Caspian, el legítimo heredero al trono telmarino. Pasaron por delante de la jaula sin reparar en ella apenas, y un caballo negro trotó fuera de su cuadra cuando lo sacaron. Darya los observó y queriendo hacerse notar, emitió un leve gruñido.
El joven se giró al instante para mirar a su alrededor. Sus ojos se posaron por fin en la jaula después de unos instantes, y trastabillando hacia atrás, le señaló la leona a su profesor.
—Mirad, Profesor —le dijo al anciano, quién se giró para mirar en la misma dirección—. Es una leona blanca, ¿cómo es posible? ¿Qué está haciendo aquí?
—Se la trajeron a vuestro tío hace cuatro días —respondió el sabio Cornelius, acomodándose sus anteojos de media luna.
Darya se paseó por la jaula mientras procesaba aquella nueva información. Bajo el techo de aquellas caballerizas, determinar el paso del tiempo se había vuelto confuso. Ahora por fin descubría que la habían llevado al castillo cuatro días atrás. Cuatro días, y sentía que había estado allí durante años. Se sorprendió, no obstante, al saber que el Príncipe no conocía sobre su existencia como nueva adquisición del Lord Protector.
—¿Creéis que sepa hablar? ¿Creéis que sea la misma leona que tenía la voluntad de convertirse en la Reina Protectora?
¿Voluntad? ¿Por qué todos habían llegado a creer que podía transformarse por sí misma? Darya quiso rozar el Colmillo con una de sus patas, pero se abstuvo; no podía arriesgarse a que se lo arrebataran, incluso si se trataba de, posiblemente, los únicos telmarinos de verdadera confianza.
La emoción contenida en la voz del Príncipe, la ilusión que intentó ocultar y reducir, hizo que el corazón de Darya se calentara. Enternecida, aunque sin dejarse ganar tan rápido por unas palabras que podían ser falsas —a pesar de que el Príncipe no tenía ninguna necesidad de mentir—, se alzó sobre sus patas traseras y se apoyó como pudo en los barrotes de la jaula. Sus zarpas quedaron a la vista cuando sus almohadillas se presionaron contra el metal, pero eso no hizo que Caspian dejara de contemplarla totalmente embelesado. Darya dejó escapar un arrullo.
El anciano negó y acercó el caballo al joven, echándole una mirada de reojo a la leona. Darya comprendió y sonrió para sí misma. Cornelius no le había contado al Príncipe que, en efecto, ella era una de las Reinas de Antaño.
—No son más que viejas historias, Su Alteza. La existencia de la Reina Protectora no es más que una leyenda. Ahora, el tiempo apremia, debéis marchar lo antes posible. ¿Tenéis vuestra espada?
—Sí —contestó el joven y a continuación, volvió a cambiar de tema—: Pero Cornelius, los libros decían que no había más leones blancos en Narnia más que uno.
—Alteza, recordad el gran peligro que corréis, os lo ruego. Debéis centraros en la tarea que tenemos entre manos en estos instantes. Es de suma importancia que me escuchéis atentamente —El Príncipe quedó silenciado por completo, y Cornelius, tras soltar un suspiro, continuó—. Debéis adentraros en el bosque.
—¿En el bosque?
—Sí, no os seguirán hasta allí —respondió el anciano. Darya observó cómo sacaba un objeto curvo de entre sus ropas, envuelto en una tela sucia y raída por el paso del tiempo—. He tardado muchos años en conseguir esto. No lo utilicéis salvo en caso de gran peligro.
El joven montó en el corcel de ébano y cogió el objeto con la mano libre que no sujetaba las riendas. Tras sopesarlo en su mano unos segundos, guardó el objeto en el zurrón que llevaba consigo.
—¿Volveré a verte? —le preguntó el Príncipe a su Profesor.
—Eso espero, Mi Príncipe. Me gustaría poder deciros tantas cosas..., todo lo que conocéis está a punto de cambiar.
La voz de un soldado de escuchó pidiendo que alzaran el puente levadizo, cortando el paso hacia el exterior. Cornelius golpeó los cuartos traseros del caballo para instarlo a moverse.
—¡Marchaos! —gritó en un susurro.
El Príncipe Caspian agitó las riendas y clavó los talones en el costado del animal. Sin más preámbulos, ambos saltaron a la carrera por la puerta de los establos. Desde allí, alcanzarían la muralla del castillo, el puente y, más allá, el bosque.
—¿Qué le habéis dado? —le preguntó Darya en un susurro, lo suficientemente fuerte como para que Cornelius se girara para mirarla.
—El cuerno de la Reina Susan —respondió Cornelius. El corazón de Darya se agitó dolorosamente con unas rápidas pulsaciones—. Se dice que era mágico y que tenía el poder de convocar a los grandes Reyes del Pasado.
Darya se estremeció sin poder evitarlo, más obligó a su mente y corazón a concentrarse.
—Intuyo que habéis escabullido al Príncipe hasta aquí —esbozó lentamente—. ¿Significa eso que vuestras conjeturas eran ciertas?
—Eso me temo, Su Majestad —asintió el anciano—. Lady Prunaprísmia ha dado a luz a un varón. Miraz ha llevado a cabo el plan que temía; ya al alba preví lo que sucedería en cuanto los guardias se apostaron alrededor de todo el castillo. Gracias a Aslan, llegué a tiempo y pude prevenirle para que huyera.
—Habéis obrado bien, Cornelius —felicitó Darya, sincera. Su felino rostro se contrajo en preocupación—. ¿Pero qué sucederá ahora con vos?
Cornelius bajó la vista.
—Me apresarán, sin duda. Nadie más salvo yo tenía apenas contacto con el Príncipe. Las celdas quedan al otro lado del castillo, por desgracia. Hubiera sido un placer poder haceros compañía, Mi Señora.
—Apoyaré al Príncipe —dijo ella de repente. Cornelius la observó boquiabierto—. Si conseguimos salir de esta, me aseguraré de que quede en el trono, donde le corresponde. Lo he visto en sus ojos, mi querido amigo, ama Narnia aunque no la haya visto en todo su esplendor. Un amor ciego, sin límites. Y también ama la libertad tanto como la misma Narnia —Soltó un suspiro, estremeciéndose—. Ahora bien, ¿creéis que el cuerno, en caso de que el Príncipe lo utilizara, funcione?
—No lo sé, Mi Señora, pero eso espero. Ahora —dijo, sacando de su túnica unos frascos y algunos trapos limpios—, debo hacer lo posible por curaros vuestras heridas.
Mientras Cornelius sanaba sus heridas, un sentimiento extraño la recorrió al pensar en ver a los Pevensie de nuevo. Su mente viajó a Peter y el rostro inundado en lágrimas que él le había mostrado mientras la tenía en sus brazos, en sus últimos momentos consciente. Una opresión se extendió por su pecho hasta su estómago. Ojalá el cuerno funcionara.
De repente, recordó algo.
—Cornelius —llamó.
—¿Sí, Majestad?
—Alguien más corre por los bosques ahora además del Príncipe.
Los resuellos del caballo se intensificaron a medida que su velocidad aumentaba. Prísyla apresó las riendas en sus manos como si fueran la cosa más preciada que hubiera tenido jamás. Todo lo que podía sentir era la forma en la que su cuerpo se mecía con violencia en la silla de montar, rebotando a la par que los cascos del caballo golpeaban la tierra. La aceleración en su propia respiración a pesar de que no fuera ella la que corriera, el sudor helado que bajaba por su columna, un signo del miedo que sentía. Volutas de polvo se extendieron allí por donde pasaran, la adrenalina inundó su sistema locomotor y aceleró su corazón.
Sus piernas temblaron con cada paso de su caballo. Frïggal saltó un tronco caído y Prísyla echó el cuerpo sobre su cruz y cuello, aferrándose todo lo posible para no caer. Sentía que uno de sus pies había abandonado el seguro resguardo del estribo, que ahora se balanceaba con violencia por la falta de peso en él.
El único objetivo que Prísyla tenía era sobrevivir a la locura que estaba cometiendo. Tendría que llegar al Vado de Beruna antes de poner real distancia entre ella y el castillo. En su mente, el eco de la voz de Nerian diciéndole que estaba cometiendo una estupidez la aturdió por unos instantes. Apretando los dientes, desechó el pensamiento, ignorando también la repentina opresión en su pecho.
Tras su encuentro, Prísyla había acabado de ultimar los preparativos para su viaje de cuatro días, actuando lo más normal posible alrededor de aquellos en el castillo. Con Lady Prunaprísmia indispuesta por las últimas etapas de la gestación, las Damas de la Corte no habían sido congregadas en sus actividades corrientes, por lo que ella había pasado el resto del día en el interior de sus aposentos. Tras mucho pensarlo, le había escrito una carta a su hermano explicándole donde se hallaría y que no se preocupara por ella —aunque no lo creía posible—, y que estaría de vuelta antes de que se diera cuenta. O al menos, eso esperaba.
Además, si lo que Deverell había dicho era cierto, entonces cuando los gritos de Lady Prunaprísmia habían inundado el castillo, Lord Miraz había intentado matar al Príncipe.
Prísyla se encontró dedicándole algunos pensamientos a Su Alteza. Solo había intercambiado un par de palabras con él en veces contadas, meras cortesías cuando se habían cruzado por los pasillos: ella hacia la Sala de las Damas, él, hacia sus lecciones con el Profesor Cornelius. Sin embargo, la muchacha no podía evitar compadecerse de él. El Príncipe era un joven encantador, afable y atento; no había hecho nada malo, pero Miraz no parecía pensar lo mismo. Para él, el Príncipe suponía una grave amenaza.
El Vado de Beruna apareció en el campo de visión de Prísyla, allá en el horizonte, donde una delgada línea de luz empezaba a entreverse entre las montañas de más allá. Gritos resonaron a sus espaldas, conducidos hasta ella por el viento que soplaba y revolvía sus cabellos rojizos. Su pulso se aceleró todavía más y apremió a Frïggal.
Era consciente que llevaba a su caballo al límite de sus capacidades; si Prísyla lo empujaba un poco más, el animal sucumbiría y entonces ella no tendría forma de escapar, además de perder al caballo que había pertenecido a su madre antes que ella. El pasar de los años pesaba ya sobre el lomo de aquel semental de un blanco impoluto.
Prísyla debía asegurarse de salvarlo a él así como a sí misma.
Los gritos sonaron todavía más cerca. Aprovechando que se encontraban en campo abierto, la joven se arriesgó a mirar hacia atrás. Un caballo negro y su jinete se aproximaban cada vez más a ella, y tras ellos, ocho soldados telmarinos y sus monturas.
Si Prísyla estaba en lo cierto, aquel era el Príncipe Caspian.
Un Príncipe desterrado de las tierras que le pertenecían por derecho de nacimiento, del trono que clamaba únicamente su nombre. Un Príncipe que, alejándose de todo aquello cuanto había conocido y amado, lo perdía todo; el Príncipe de Nada.
Clavó los talones en los costados de Frïggal y el caballo soltó un relincho desesperado. El Vado quedaba a tan solo unos pies más, si tan solo consiguieran cruzarlo y adentrarse en el bosque, entonces estarían a salvo. Su plan era visitar primero las ruinas donde yacía el castillo helado, pero había cambiado la ruta levemente para que, si los guardias peinaban los bosques de la zona, no la encontraran. Se desviaría hacia el sur hasta pasado el Vado, y después retornaría en dirección noroeste para hallar la fortaleza.
El agua salpicó las perneras de los pantalones de su hermano, asustándola brevemente. Frïggal batalló contra la corriente del río, por suerte, no demasiado profundo, mientras los gritos se volvían ahora peligrosamente próximos.
—¡Ayuda! —escuchó una voz tras ella.
Prísyla miró hacia atrás, viendo al caballo del Príncipe dirigirse en su dirección. Desesperada, apremió más a su corcel. Caspian volvió a repetir su súplica, pero ella no volvió a girarse.
—¡Lo siento mucho! —alcanzó a exclamar.
«Sobrevive, Pry, sobrevive. Corre y sobrevivid tú y Frïggal. Sobrevive, niña tonta».
Nunca había experimentado lo que era el sentido de supervivencia, pero algo le decía que se parecía mucho a aquello, si es que no lo era.
Frïggal abandonó el agua del río y se adentró en el bosque retomando su velocidad lentamente. Sus resuellos incrementaron y Prísyla consiguió entrever que un hilo de espuma escapaba de la boca del animal. Si continuaba presionándolo a aquel ritmo, lo mataría.
Contuvo las lágrimas mordiéndose los labios, sus manos tirando de las riendas para desviar a su montura hacia un camino desconocido a la derecha, rumbo noroeste. Por el rabillo del ojo, alcanzó a ver a los soldados que perseguían al Príncipe. Frïggal, que pasó entonces por unos árboles de grueso tronco, pasó desapercibido para ellos, a pesar de su pelaje.
Veinte minutos más tarde, Prísyla solo escuchó los ruidos vespertinos del bosque que, saliendo de su letargo de la noche anterior, despertaba ahora. Asegurándose de que no fuera vista, descabalgó y guio al exhausto caballo hasta el hueco de una cueva.
La joven escuchó el crujir de ramas a su alrededor, pero no le prestó importancia. Retiró la silla, la alfombrilla y las bridas. Frïggal se dejó caer sobre la tierra y el pasto bajo ellos con un golpe sordo. Con su respiración todavía acelerada, errática y destrozada, se tumbó. Prísyla se dejó caer al lado de la cabeza del caballo y la sostuvo para después depositarla sobre su regazo.
Los arbustos se movieron, pero Prísyla solo pudo dejar escapar un sollozo de agonía. El sudor empapaba el pelaje de Frïggal, ardiente bajo su tacto, mas no se apartó. Pasó los dedos por el morro del corcel, rebosante de espuma blanca burbujeante y los resuellos que todavía soltaba. Le besó el carrillo con cariño y volvió a sollozar.
Por fin, las lágrimas que había estado conteniendo salieron. Abrazó la cabeza de aquel admirable corcel que había pertenecido a su madre; tan cariñoso, tan afable, tan noble. Prísyla se apartó y volvió a mirar hacia abajo, abriendo los ojos.
Un lamento rasgó su garganta con horrendas garras cuando vio que la luz y el brillo habían abandonado la mirada de Frïggal. Había muerto por su culpa.
No.
Ella lo había matado.
Lo había asesinado, y con ello, había perdido el último recuerdo que le quedaba de su madre.
Prísyla despertó horas más tarde, cuando el sol de la mañana ya se encontraba casi en la mitad del cielo; faltaba poco para mediodía. Había llorado durante toda la madrugada hasta que había sucumbido al cansancio producido por la deshidratación y sus sofocantes sentimientos. Volver a ver el rostro equino de Frïggal, ya frío por la sombra de la muerte, hizo que las lágrimas volvieran a agolparse en sus ojos sin piedad.
Le bastaron unos minutos antes de que consiguiera calmarse, hipando y sollozando débilmente aún. Depositó la cabeza del caballo sobre el pasto y besó por última vez su morro antes de extender la alfombrilla por encima, tras cerrar sus párpados.
Se levantó, sacudiéndose la tierra y el polvo de sus pantalones de varón. Recogió su alforja y se la colgó antes de alzar la vista.
Se le cortó la respiración, sintiendo el picor de las lágrimas de nuevo.
Unos ojos azules, helados y claros como el cielo, le devolvieron la mirada antes de que todo se tornara oscuro.
Antes de nada, un minuto de silencio por Frïggal.
Y ahora...
¡Hola!
Os habéis dado cuenta de que me gusta dejarlo en lo mejor, ¿verdad? ¿A quién o qué creéis que se ha topado con Prísyla? ¿Qué le ocurrirá? ¿Y en el castillo, ahora que el Príncipe ha huido? ¿Cómo reaccionará Deverell cuando sepa que su hermana ha desaparecido también?
Ha sido un capítulo lleno de drama en las tres partes en las que ha sido dividido (por el separador). ¿Veis el tipo de tensión que hay entre Prísyla y Nerian? También hemos visto que Darya apoyará a Caspian si este reclama el trono, si es que algún día consigue salir de la jaula en la que está presa. Y por último, hemos tenido el escape de Prísyla para ver los castillos de antaño, con un pago: la muerte del caballo de su madre. No voy a mentir, por poco no me echo a llorar mientras lo escribía.
Como dato curioso, el título es en parte una referencia a una trilogía escrita por Holly Black llamada «Los Habitantes del Aire/The Folk of the Air» (que os recomiendo mucho), La Reina de Nada (el tercer libro).
¿Qué os ha parecido?
En el próximo capítulo, Prísyla será llevada a un lugar arcano, mientras que una grave acusación podría poner en riesgo los planes de Nerian para salir de Narnia. Por último, cuando algo inesperado tenga lugar en la reunión del Consejo, ¿qué sucederá?
¡Votad y comentad!
¡Besos! ;*
—Keyra Shadow.
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